EL inspector Yusuf Ezz el-Din Jalifa de la policía de Luxor fijó la vista en el búfalo de agua muerto, en la boca del animal atestada de moscas, en los ojos apagados y llenos de mucosidad. «Sé cómo te sientes», pensó.
—Tardé tres meses en abrir esta charca —decía el dueño del búfalo—. Tres meses tan solo con una pala, una touria y mi propio sudor. Veinte metros a través de esta mierda. —Pegó una patada a la rocosa tierra—. Y ahora está envenenada. No sirve para nada. ¡Que Dios se apiade de mí!
Cayó de rodillas con los puños cerrados y los brazos alzados hacia el cielo. Un gesto lastimoso de un hombre destrozado. A Jalifa le vino a la cabeza el mismo pensamiento de antes: «Sé cómo te sientes». Y también: «Tal vez hayamos hecho una revolución, pero la mayoría seguimos llevando una vida de perros».
Allí de pie contempló la enlodada charca y el cadáver que yacía junto a ella, con el zumbido de las moscas y los sollozos del campesino como sonido de fondo. Luego sacó los Cleopatra, se puso en cuclillas y abrió el paquete para invitar. El hombre se pasó la manga de la chilaba por la nariz y aceptó uno de los cigarrillos.
—Shukran —murmuró.
—Afwan —respondió Jalifa y le dio fuego. Encendió otro para él. Dio una calada y metió luego el paquete en el bolsillo del hombre.
—Quédeselo —dijo.
—No tiene que…
—Se lo ruego, quédeselo. Le hará un favor a mis pulmones.
El hombre esbozó una débil sonrisa.
—Shukran —dijo otra vez.
—Afwan —repitió Jalifa.
Fumaron en silencio; el desierto se extendía ondulante a su alrededor, árido y rocoso. No había pasado ni la mitad de la mañana y el calor era intenso; el paisaje parecía latir y resplandecer como falto de aliento. En Luxor hacía calor, pero la brisa del Nilo proporcionaba un cierto alivio. En aquel lugar nada mitigaba el ardor. Todo era sol, arena y piedra. Un gran horno al aire libre en el que incluso la espina de camello y la acacia luchaban por la vida.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Jalifa.
—Dieciocho meses —respondió el hombre, inhalando el humo—. Mi primo ya estaba aquí, a unos kilómetros. —Con la mano señaló hacia el norte—. Él nos contó que aquí uno más o menos se defiende. Si excavas a suficiente profundidad, encuentras agua. —Movió de nuevo la mano, esta vez en dirección hacia levante, más allá del desierto, donde surgía en el horizonte la silueta parduzca y desdibujada de un alto gebel. Con el gesto, Jalifa se fijó en el tatuaje, casi imperceptible, de una pequeña cruz verde que llevaba en el anverso de la mano, debajo de la articulación del pulgar. El hombre era copto.
—Aquí se producen riadas —dijo—. El agua queda absorbida entre las peñas y forma canales subterráneos. Muy profundos. Circula a lo largo de kilómetros. Como en cañerías. Si llegas hasta ella, puedes sembrar maíz y bersiim, mantener algunos animales. En las colinas hay alabastro, y también lo excavo, para vendérselo a un tipo de El-Shaghab. Puedes conseguir medio ganarte la vida. Pero ahora…
Dio una calada y volvió a sollozar. Jalifa acercó una mano a su hombro y se lo estrechó; luego se protegió los ojos contra el deslumbrante sol.
La propiedad de aquel hombre estaba situada cerca de la entrada de un amplio wadi. Constaba de una vivienda destartalada —paredes de adobe y techumbre de palma—, la charca y, más abajo, unos cuantos campos regados por los canales que salían de la charca: en uno cultivaba maíz, en otro bersiim, y en otro molocchia. El ayudante de Jalifa, el sargento Mohamed Sariya, estaba allí abajo observando los mustios cultivos. Más allá, un polvoriento camino se alejaba serpenteante entre las colinas hacia el valle del Nilo, a unos cuarenta kilómetros hacia poniente, como un endeble cordón umbilical que vinculaba aquellos cultivos con la civilización.
—Nosotros venimos de Farshut —dijo el hombre, dando una chupada al cigarrillo—. Tuvimos que marcharnos por culpa de la violencia. Allí arriba odian a los cristianos. La policía nunca hizo nada. No hacen nunca nada a menos que seas rico. Yo quería ofrecer una vida mejor a mi familia, a mis hijos. Mi primo vino aquí hace unos años y dijo que estaba bien, que no te molestaba nadie. Así que también vinimos nosotros. No es gran cosa, pero como mínimo tenemos seguridad. Y ahora también quieren echarnos de aquí. ¡Que Dios nos ayude! ¿Qué vamos a hacer? ¡Te lo suplico, Señor, ayúdanos!
Los sollozos se hicieron más sonoros y el hombre se dejó caer al suelo, hundiendo la cara en la tierra. A unos veinte metros de allí, Jalifa vio a la esposa y a los tres hijos de aquel hombre en la puerta de su choza, mirando hacia ellos. Eran dos niños y una niña. Igual que la familia de Jalifa. Los miró apretando un poco los labios, como si quisiera tragarse algo. Luego ayudó al hombre a levantarse y le quitó la tierra del pelo.
—¿Podríamos tomar un té?
El campesino asintió, haciendo un esfuerzo por recuperarse.
—¡Cómo no! Disculpe que no se lo haya ofrecido. No sé dónde tengo la cabeza. Venga.
Lo llevó hacia la casa y habló con su esposa. La mujer se fue adentro y los dos hombres se sentaron en un banco contra la pared, bajo la sombra de una cubierta de chapa ondulada. Los críos no se movieron: iban descalzos, llevaban la cara sucia y no perdían detalle de nada. Se oyó un tintineo de cacharros y luego el agua de un grifo. Jalifa escuchó atento aquel sonido y arrugó la frente.
—¿Sigue utilizando el agua de la charca?
—No, no —respondió el campesino—, esa es solo para regar y para el búfalo. Para nuestro consumo la sacamos de Bir Hashfa. —Señaló una manguera de plástico azul que salía del suelo e iba a parar a la parte posterior de la casa—. El pueblo cuenta con una red de abastecimiento —explicó—. La traen de Luxor. Yo pago por la conexión.
—¿Usted cree que son los que han hecho esto?
Jalifa señaló el búfalo muerto y los cultivos amarillentos.
—Por supuesto que son ellos. Nosotros somos cristianos; ellos, musulmanes. Nos quieren ver fuera de aquí.
—Parece muy complicado —dijo Jalifa, apartándose una mosca de la cara—. Subir hasta aquí, envenenar el agua y los campos. Podían haberle cortado el suministro, mucho más sencillo.
El hombre se encogió de hombros.
—Nos odian. Cuando una persona odia, nada le parece tan complicado. Además, si me hubieran cortado el suministro de agua, habría encontrado otro lugar de donde sacarla. Transportarla en botellas si hacía falta. Ya me conocen. El trabajo no me asusta.
Jalifa terminó el cigarrillo y aplastó la colilla con el zapato.
—¿Y no vio a nadie? —preguntó—. ¿No oyó nada?
El hombre negó con la cabeza.
—Seguro que lo hicieron de noche. Uno no puede estar siempre despierto. Hace dos o tres días. Fue cuando el búfalo empezó a ponerse enfermo.
—Pero se pondrá bien, ¿verdad, papá?
Quien hizo la pregunta fue la niña. El hombre la sentó sobre sus rodillas. Tendría unos tres o cuatro años. Era muy bonita, con unos ojos grandes y verdes y una enmarañada cabellera oscura. La tomó entre sus brazos y la acunó. Luego se acercó el mayor de los niños.
—No dejaré que se queden con lo nuestro, papá. Lucharé contra ellos.
Jalifa sonrió, más triste que divertido. El muchacho le recordaba a su propio hijo, Ali. No físicamente, era demasiado alto y llevaba el pelo demasiado corto. Pero el aire rebelde, la bravuconería de muchacho, aquello era totalmente Ali. Buscó los cigarrillos y recordó que se los había regalado al campesino. No le gustaba la idea de tener que pedir uno después de haberse desprendido de ellos, de modo que cruzó las manos sobre el regazo y se sentó de nuevo contra la pared de la casa, desde donde vio que Mohamed Sariya subía a duras penas por el camino hacia la casa. A pesar del calor, llevaba un jersey grueso encima de la camisa. Podías meter a Sariya en un horno y seguiría teniendo frío. El bueno de Mohamed. Algunas cosas no cambiaban nunca. Algunas personas no cambiaban nunca. Era algo que consolaba.
Se oyó un tintineo y la esposa del hombre salió de la casa llevando una bandeja con tres vasos de té, unos cuencos de torshi y termous, así como un plato de pastel de azúcar rosa. Jalifa aceptó el té y tomó un puñado de legumbres, pero no probó el pastel. Era una familia pobre y prefería que lo guardaran para los niños. Sariya se sentó junto a ellos y aceptó también solo un té. Iba a tomar un poco de pastel, pero Jalifa le dirigió una mirada que le hizo cambiar el gesto y poner la mano en el cuenco de torshi. Se entendieron perfectamente. Siempre se habían entendido. Era un hombre sólido, responsable, equilibrado… De no haber sido por Sariya, probablemente no habría salido adelante durante aquellas primeras semanas de pesadilla que vivió en su vuelta al trabajo.
—Supongo que no va a hacer nada —dijo el campesino en cuanto su mujer se hubo retirado hacia dentro con los niños. Su tono reflejaba más resignación que acusación. Era el tono de un hombre a quien se había maltratado y aceptaba las cosas como el curso normal de los acontecimientos—. No va a detenerlos.
Jalifa puso azúcar en el té y tomó un sorbo, haciendo caso omiso de la pregunta.
—Mi primo me dijo que no me molestara en ir a la policía. Él no lo hizo.
Jalifa levantó la vista, sorprendido.
—¿A él también le ocurrió?
—Hace tres meses —dijo el hombre—. Trabajó cuatro años la tierra. Convirtió el desierto en un paraíso. Campos, un pozo, cabras, un huerto… todo se echó a perder. «Vete a la policía. Esto no es Farshut… ellos te escucharán. Harán algo». Pero no lo hizo, dijo que era una pérdida de tiempo. Se fue, se llevó a la familia a Asyut. Cuatro años para nada.
Escupió y permaneció en silencio. Jalifa y Sariya iban tomando el té a sorbos. Les llegó el sonido de un canto desde atrás, del interior de la casa.
—Alguien tiene muy buena voz —dijo Sariya.
—Mi hijo —respondió el hombre—. Un nuevo Karem Mahmoud. Puede que algún día se haga famoso y todo esto ya no importe.
Resopló y apuró el vaso. Tras un silencio, prosiguió:
—Yo no me marcharé. Este es nuestro hogar. No nos echarán. Si hace falta, lucharé.
—Espero que no haga falta llegar a ello —dijo Jalifa.
El hombre lo miró.
—¿Tiene usted familia? —le preguntó mirándole con intensidad—. ¿Esposa, hijos?
Jalifa asintió.
—¿No los protegería si estuvieran en peligro? ¿No haría lo que fuera?
Jalifa no respondió.
—¿Lo haría o no? —insistió el hombre.
—Por supuesto.
—Pues si yo tengo que luchar, lo haré. Para proteger a mi familia, a mis hijos. Es el principal deber de un hombre. Puedo ser pobre, pero sigo siendo un hombre.
Se levantó. Jalifa y Sariya también se pusieron de pie, acabaron el té y dejaron de nuevo los vasos en la bandeja. El hombre llamó a su mujer, quien salió acompañada de sus hijos y se quedaron todos en el umbral de la puerta, entrelazados unos a otros.
—No permitiré que nos echen —repitió.
—Nadie va a echarle —dijo Jalifa—. Bajaremos al pueblo para hablar con el jefe. Vamos a solucionar este asunto. Todo se arreglará.
El hombre se encogió de hombros: estaba claro que no se lo creía.
—Confíe en mí —dijo Jalifa—. Todo se arreglará.
Dirigió la mirada hacia ellos, la detuvo un momento en el hijo mayor, luego les dio las gracias por el té y, con Sariya a su lado, se dirigió hacia el coche, un Daewo destartalado y cubierto de polvo. Sariya se instaló en el asiento del conductor y Jalifa a su lado.
—Yo lo haría —dijo Sariya mientras ajustaba el retrovisor para ver a la familia, que seguía en la puerta.
—¿Harías qué?
—Lo que fuera para proteger a mi familia. Aunque infringiera la ley. ¡Pobres críos!
—Es una vida muy dura —reconoció Jalifa.
Sariya colocó bien el retrovisor y puso el motor en marcha.
—He dejado unas libras en el campo —dijo—. Debajo de una piedra. Esperemos que las encuentre alguno de los niños.
Jalifa lo miró.
—¿Eso has hecho?
—Puede que piensen que se lo ha dejado un genio.
Jalifa sonrió.
—Tú conviertes el mundo en un lugar mejor, Mohamed.
Con un gesto de indiferencia, arrancó.
—Alguien tiene que hacerlo —dijo, metiéndose en el camino con una sacudida. Jalifa, a su lado, revolvió la guantera en busca de un paquete de cigarrillos.