LA catedral de San Jaime se encontraba en el centro del barrio armenio de la ciudad. A unos doscientos metros a pie de la Kishle, siguiendo el cañón de altos muros de la calle del Patriarcado Ortodoxo Armenio. A medio camino empezó a caer una cortina de agua que obligó a Ben Roi a refugiarse en la puerta de la Taberna armenia. Maldijo la estampa de Pincas por no haberle prestado el paraguas y cogió el móvil, aprovechando la oportunidad para llamar a Sarah. Para disculparse.
Eran curiosas las vueltas que daba la vida. Las cosas nunca funcionaban de la forma que uno esperaba. Unos años atrás había estado comprometido. Su novia, Galia, había sido asesinada y el mundo de Ben Roi se sumió en un abismo. Llegó a pensar que todo había terminado, que se había enterrado en vida, pero contra toda expectativa dos personas le habían ayudado a salir del pozo. Una de ellas había sido Sarah.
Habían estado juntos cuatro años. Unos años buenos. Unos años maravillosos, sobre todo al principio. Galia siempre había estado ahí, por supuesto, pero con Sarah su vida había seguido adelante. Se había curado. Y no tan solo en el plano personal. También se había puesto al día en cuanto a su carrera. Lo habían ascendido a inspector jefe, le habían concedido menciones por el trabajo realizado en tres investigaciones distintas y había recuperado la pasión por la práctica policial. La obsesión por esta.
Y ahí surgieron los problemas. En cualquier parte del mundo, el inspector considera que es muy difícil encontrar el equilibrio entre la defensa de la ley y mantener una relación. Y la cosa se multiplica por dos en la atmósfera de olla a presión de una ciudad como Jerusalén. Y por tres en la Ciudad Vieja, donde fe e ira, Dios y Demonio, delito y oración estaban tan entrelazados que era casi imposible separarlos.
Con tan solo un par de excepciones, todos sus compañeros llevaban a sus espaldas como mínimo un divorcio, y en general más. El trabajo y la mujer eran dos mundos que no podían conciliarse. ¿Cómo ibas a no poner todo tu empeño en una redada antidrogas simplemente porque tu compañera deseaba una velada tranquila viendo la tele? ¿Quién era capaz de llenarla de atenciones por la noche cuando uno se había pasado el día interrogando a un violador en serie? ¿Acaso no era imposible dejar de responder a una llamada para ocuparse de un cadáver que habían encontrado en una catedral por el simple hecho de estar viendo las imágenes del hijo que estaba en camino? ¿Dónde se establecía la línea? ¿Cómo podía establecerse la línea?
Con Galia había sido un idilio arrollador, habían salido solo unos meses antes de que él le propusiera matrimonio. No hubo tiempo para que nada pasara factura. Con Sarah, sí. Ella se había esforzado mucho, le había dejado pasar un montón de cosas, pero una persona no puede enfrentarse a tantas anulaciones de cenas, no puede reprimir tantas emociones.
Las disputas se habían hecho más frecuentes, la distancia entre ellos había crecido y el resentimiento se había intensificado. De forma inevitable, con el tiempo ella había puesto punto final. Hubo una breve reconciliación —las relaciones sexuales, curiosamente, habían sido las mejores de su vida—, pero el trabajo de él había vuelto a interponerse en el camino y quince días después ella decidió dar por concluido el tiempo muerto.
—Te quiero Arieh —le había dicho—. Pero no soy capaz de vivir tan solo con una parte de tu persona. Nunca estás aquí. Incluso cuando estás, tienes la cabeza en otra parte. Esto no puede funcionar. Yo necesito más.
Él se fue del piso, prosiguió con su trabajo e intentó convencerse de que era mejor así.
Cinco semanas más tarde, ella le llamó para decirle que estaba embarazada.
—¿Es mío? —le había preguntado él.
—No, de Menachem Begin. Congelé una muestra de esperma antes de que muriera. ¿Cómo no va a ser tuyo, dafook?
Había perdido una amante y había ganado un hijo. Eran curiosas las vueltas que daba la vida.
Oyó directamente el mensaje del buzón de voz de Sarah. Dejó otro en el que le decía con bastantes rodeos que esperaba que todo hubiera ido bien, que le sabía mal haberse escabullido y que la llamaría más tarde. Colgó, se apoyó en la puerta de entrada y esperó a que la lluvia amainase.
En general, la calle del Patriarca Ortodoxo Armenio era tranquila, pero como por las obras del ayuntamiento se había cerrado la puerta de Jaffa al tráfico de salida, los vehículos que querían abandonar la Ciudad Vieja tenían que pasar por allí para llegar a la puerta de Sion y a la del Estiércol. Resultado: una hilera interminable de coches, taxis y autobuses del número 38 atascaba la estrecha vía y obligaba a los pocos peatones que se encontraban por allí a protegerse contra los muros de uno y otro lado de la calle. Pasaron un par de haredim apresurados, cabizbajos, con bolsas de plástico alrededor de los sombreros homburg para protegerse de la lluvia, y tras ellos un grupo de turistas todos con canguro azul en cuya parte posterior llevaban impreso: VIAJES TIERRA SANTA: TE LLEVAMOS MÁS CERCA DE DIOS. Se les veía afligidos. Nadie espera que llueva en Tierra Santa. Y menos en junio. Realmente la ciudad de Dios parecía mucho menos celestial.
Al cabo de un rato el chaparrón aflojó y Ben Roi siguió su camino. Pasó por delante del bar Bulghourji y se metió en el túnel de cincuenta metros donde tuvo que arrimarse contra la pared para que no lo atropellara un autobús de la línea 38. En el otro extremo, justo después del Centro de Arte Armenio Sandrouni, una puerta con arco profusamente decorado abría paso hacia la izquierda y en la piedra de arriba se veía una inscripción en árabe, armenio y latín, COUVENT ARMENIEN SAINT JACQUES fue lo único que pudo descifrar Ben Roi. Debajo montaban guardia tres agentes de policía y un par agentes de aduanas con uniforme verde.
Ben Roi mostró sus credenciales y cruzó la puerta de entrada por segunda vez en los siete años que llevaba en la policía de Jerusalén. La comunidad armenia era reducida, se mantenía unida y, en general, resultaba mucho menos problemática que las de los judíos y musulmanes que tenía como vecinos.
Una vez pasada la puerta, a la derecha se encontró con un pasaje abovedado y a la izquierda, la conserjería con una puerta de cristal tras la que tres hombres con chaqueta de cuero y gorra de plato se encontraban apiñados alrededor de un monitor de circuito cerrado de televisión. Detrás de aquellos hombres se encontraba Nava Schwartz, uno de los especialistas en cámara de la Kishle, siguiendo el movimiento de la pantalla. Cuando vio a Ben Roi le saludó con la mano y le indicó con un gesto que tenía que seguir el pasaje y entrar por la primera puerta a la izquierda. Con estas instrucciones llegó a un pequeño patio empedrado, rodeado por unos muros altos, algo que recordaba el patio de una cárcel. Enfrente se encontraba la entrada de la catedral, al fondo de un claustro cercado, con una puerta acordonada con la cinta roja y blanca de la policía. Por encima se veían pinturas de Jesucristo y de los santos, que miraban hacia el infinito, ignorando claramente las preocupaciones del mundo de abajo.
Otros policías hacían guardia cerca de la puerta —todos regulares, ninguno de aduanas—, y en el pavimento de mármol rosa se alineaban tres armas de fuego: dos Jericho de 9 mm y un FN belga. Uno de los agentes notó probablemente su expresión de asombro, pues con la porra golpeó el cartel que había junto a la puerta con la relación de los distintos objetos y las actividades que se prohibían en el interior de la iglesia. «Prohibido entrar con armas» era una de las estipulaciones a las que se había añadido «bajo ningún concepto».
En general, un policía no podía dejar el arma fuera de su control personal, pero en aquel caso parecía que había prevalecido la diplomacia. Ben Roi se preguntó si se habría aplicado la misma norma de haberse encontrado en un lugar de culto árabe. Por otra parte, los armenios no tenían la costumbre de arrojar piedras o disparar a voleo contra los agentes del orden.
Desenfundó la Jericho, la dejó junto a las demás, desconectó el móvil y pasó la cinta para entrar en la catedral. Había una luz tenue, triste, a pesar de que las puertas de madera estaban abiertas y el cortinaje de la entrada, enrollado arriba; por todas partes se veían lámparas de bronce colgadas del techo por medio de unas largas cadenas, lo que daba al recinto el aire de una flota de naves espaciales en miniatura. Destacaban unos iconos dorados y plateados, así como unos enormes óleos ennegrecidos por el tiempo y las mullidas alfombras y los azulejos con dibujos en tonos blancos y azules: en general, aquello no parecía tanto un lugar de culto como un enorme mercado de antigüedades con un exceso de existencias. Ben Roi se detuvo un momento para orientarse, aspirando aquel aire almizclado, con un fuerte olor a incienso, y observando un perro rastreador y a su adiestrador que recorrían las capillas laterales que se encontraban a su izquierda y seguían luego hacia una puerta que se abría en el muro de la derecha. De la sala situada más allá le llegó el resplandor tipo estroboscopio de los flashes de cámara, así como un discreto murmullo de voces.
—Le agradecemos el detalle de acudir a ayudarnos, Arieh.
En el umbral de la puerta se encontraba un hombre rechoncho, bastante calvo, que llevaba en la chaqueta azul de uniforme la insignia con la hoja y las dos coronas de un Nitzav Mishneh: Comandante Moshe Gal, jefe de la comisaría David. A su lado se encontraban su ayudante, el comisario Yitzhak Baum, y la sargento primero Leah Shalev, una mujer de pechos y caderas prominentes que lucía un uniforme azul. Shalev le saludó con un gesto de la cabeza; Baum no se inmutó.
—Lo siento, comandante —dijo Ben Roi colocándose al lado de Shalev—. Estaba en el Hadassah. El tráfico…
Gal le indicó con un gesto que no hacía falta la explicación.
—¿Todo bien con el bebé?
—Tiene buena pinta, gracias, comandante.
—No puede decirse lo mismo de ella —intervino Baum, señalando con el brazo.
Estaban en una gran sala enmoquetada, más sencilla, con menos ornamentos que la cueva de Aladino, de la catedral en sí, con el techo abovedado lleno de desconchados y manchado de moho. En uno de los extremos se veía un montón de sillas plegables y en el otro una gran mesa cubierta con una tela que hacía las veces de altar. La parte frontal de la tela estaba levantada y dejaba al descubierto el espacio de debajo. Allí se movían un par de especialistas de investigación criminal con guantes estériles y uniformes blancos que sujetaban pinzas y bolsas de muestras; otros dos se dedicaban a buscar huellas. Bibi Kletzmann, el fotógrafo del barrio ruso, se encontraba arrodillado, tomando fotos con la Nikon D700, cuyo flash iluminaba las amplias espaldas del doctor Avram Schmelling, el patólogo de turno, que estaba metido debajo del ara.
De entrada no quedaba muy claro el objetivo de tanta actividad. Hasta que Ben Roi no se situó en cuclillas, equilibrando el peso de su cuerpo con los codos y las rodillas y ladeándose un poco para conseguir un ángulo de visión mejor, no logró ver el cadáver. Era una mujer, obesa, tendida de espaldas. Una lámpara halógena de la policía la iluminaba: parecía entrada en años, unos cincuenta largos a juzgar por el pelo cano, si bien era difícil de precisar porque se encontraba a seis metros de distancia y el volumen considerable del cuerpo de Schmelling la eclipsaba un poco.
—Una de la limpieza la ha encontrado esta mañana —dijo Leah Shalev—. Levantó la tela para pasar la aspiradora…
Señaló el altar con la mano.
—Al parecer soltó un grito estremecedor. Ahora está en su casa, en el complejo comunitario. Una de las encargadas de la comunidad le está tomando declaración.
Ben Roi asintió mientras observaba al patólogo que iba de acá para allá en los reducidos confines de debajo de la mesa, explorando el cadáver. Un oso examinando su comida era la desagradable imagen que le venía a uno a la cabeza.
—¿Sabemos quién es? —preguntó.
—Ni idea —respondió Shalev—. No llevaba cartera ni documento de identidad.
—Bar Refaeli, no, seguro —dijo Baum.
A nadie le hizo gracia aquella broma de mal gusto. Nunca nadie reía las gracias de Baum. Era un gilipollas.
—Uno de los de la garita cree que la vio entrar ayer alrededor de las siete de la tarde —prosiguió Shalev—. Ahora lo están interrogando. Y la de la limpieza la ha encontrado hoy a las ocho, lo que nos proporciona un largo período de tiempo.
—¿Algo un poco más definido?
—En este estadio, no. Schmelling está barajando hipótesis.
—Hay una sorpresa —murmuró Gal.
Ben Roi siguió un momento más con la vista fija y luego se levantó.
—Al llegar, he visto el circuito cerrado de televisión.
—Tienen la vista puesta en todo el recinto —confirmó Shalev—. Ahora mismo están ordenando las imágenes relevantes. He mandado a Pincas que revisara las cámaras en la Kishle. Nuestro hombre saldrá en algunas de las filmaciones. Echaremos el guante a ese cabrón.
—Me recuerda el sherut de Tel Aviv —dijo Baum.
Todos lo miraron, esperando el chiste.
—Nos pasamos siglos sin nada y de repente tenemos dos a la vez.
Al parecer, la broma venía de que después de casi tres años sin registrar un homicidio dentro del recinto de la Ciudad Vieja, de pronto, en quince días, el equipo de la Kishle tenía que hacerse cargo de dos. Diez días antes habían apuñalado a un estudiante de una yeshiva en el extremo de Al-Wad, en el barrio musulmán. Y ahora aquello.
—Estamos desbordados —dijo Baum—. Puede que tengamos que reclamar a algunos del barrio ruso.
—Podemos ocuparnos nosotros —replicó el comisario, mirando a Shalev, quien asintió. Los de las distintas comisarías de la ciudad no se tenían simpatía alguna, y menos aún los de la Kishle y los del barrio ruso. Bastante les dolía tener que compartir su fotógrafo. Gal no estaba dispuesto a ceder también en el equipo de investigación.
—Tengo que volver —dijo, echando una ojeada al reloj—. He de asistir a una reunión en la plaza Safra. Estoy de suerte.
Se subió la cremallera de la chaqueta hasta el cuello. Llevaba en la parte izquierda del pecho, además de la insignia de comandante, otra de oro en forma de menorá: la condecoración presidencial por servicio excepcional.
—Necesito el resultado de todo esto, Leah —dijo—. Y deprisa. La prensa se echará encima. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Shalev.
Miró a la chica y a Ben Roi desde debajo de aquellas pobladas cejas. Luego, tras echar una última ojeada al altar, se metió en la catedral e hizo señas a Baum de que lo siguiera.
—Manténganme informado —dijo, volviéndose.
—Y a mí —intervino Baum.
Ben Roi y Shalev se miraron.
—Maniak —dijeron al unísono.
Se pasaron un par de minutos observando el trabajo metódico de los del equipo de investigación del caso y luego Ben Roi preguntó si podía ver de cerca el cadáver.
—La caja con el material de trabajo está ahí —dijo Shalev, señalando una caja abierta, que estaba en el suelo, en un extremo del recinto, al lado de una pila de sillas. Ben Roi se acercó a ella y sacó unos protectores de zapatos, una bata y unos guantes, se fue al altar y se arrodilló.
—Toe toe.
Schmelling hizo un gesto para indicar a Ben Roi que podía acercarse. Había que andar con cuidado con Schmelling. Todo el mundo conocía su obsesión por proteger los escenarios de los hechos.
Habría unos setenta centímetros de espacio bajo la mesa y Ben Roi era un hombre corpulento, de largas extremidades y anchos hombros, a diferencia de Schmelling, que acumulaba todo el volumen en la cintura y las nalgas. Aun arrastrándose tenía que apretujarse: con la espalda iba rozando la parte inferior del altar.
—Haría falta un inspector de menor volumen —dijo Schmelling.
—Haría falta un maldito enano —replicó Ben Roi, resoplando. Llegó hasta el cadáver, que se encontraba contra la pared, y se apoyó en los codos manteniendo la parte posterior de la espalda en el aire. Schmelling se movió un poco para cederle algo de sitio. Hubo un flash de la cámara de Kletzmann.
La víctima llevaba un impermeable de lona verde, jersey, pantalón y zapatos cómodos, y de cerca parecía incluso más voluminosa que desde la puerta. Unos pechos enormes, una barriga prominente y unos muslos fuertes: pesaría unos cien kilos. Tenía los ojos semiabiertos y la esclerótica mostraba un tono marrón apagado. Sobresalía de su boca un pañuelo estrujado, acartonado por la sangre; también se veía sangre reseca en la barbilla, el cuello y la parte superior del jersey. Una hendidura amarillenta rodeaba la parte inferior del cuello.
—Estrangulada —dijo Schmelling—. Con un alambre, a juzgar por lo limpia que está la marca. Tenemos que trasladarla a Abu Kabir para llevar a cabo el correspondiente examen, aunque se diría que quien ha hecho esto sabía lo que se llevaba entre manos. Fíjese. —Le mostró la señal de la atadura—. Existe una abrasión, apergaminada, y otra lineal mucho menos importante, pero no presenta rasgos congestivos y tan solo una limitada hemorragia purpúrea. —Señaló una leve extensión de puntitos rojizos justo debajo de los ojos—. Lo que me indica que el elemento estrangulador permaneció prácticamente en el mismo sitio durante el asesinato, y con una presión fuerte, constante. Dada la envergadura de la víctima y el hecho de que sin duda opondría resistencia… —Acercó un dedo a una serie de arañazos alrededor del cuello, probablemente los puntos en que la mujer había clavado las uñas en lo que la oprimía—… podemos deducir que se aplicó una gran fuerza y habilidad.
Casi parecía impresionado.
—Joder… —murmuró Ben Roi.
—Ella, nada de eso.
—¿Cómo?
—Ella tiene la ropa intacta y no hay señales claras de interferencia en los bajos. —Señaló la zona de la ingle de la víctima—. Tuviera el motivo que tuviera casi pondría la mano en el fuego que no tuvo nada que ver con el sexo. Al menos de la forma que usted y yo lo practicamos.
Ben Roi hizo una mueca. La idea de Schmelling en estos menesteres le parecía casi tan lamentable como el propio cadáver.
—¿El pañuelo? —preguntó.
—Tampoco puedo decir nada concreto hasta que le hagamos la autopsia, pero presenta magulladuras alrededor y por debajo de la barbilla, lo que me hace pensar que el asesino probablemente la golpeó en este punto y ella se mordió la lengua. Es evidente que esto se produjo antes del estrangulamiento.
Ben Roi levantó las cejas, intrigado.
—Es demasiada sangre para haber sucedido después —explicó Schmelling—. Seguía existiendo presión en su sistema.
Hablaba de ella como si fuera una especie de tren de vapor.
—Los perros rastreadores han localizado huellas de sangre entre la catedral y aquí —prosiguió—. Así pues, en este estadio yo aventuraría esta sucesión de acontecimientos: él la golpeó, la estranguló, le metió un pañuelo en la boca, la arrastró hasta aquí y la escondió.
—Si puede decirnos quién es él, cerramos el caso y nos vamos todos a casa.
Schmelling se rio entre dientes.
—Yo me limito a describir el crimen, inspector. Tendrá que resolverlo usted.
La cámara de Kletzmann disparó de nuevo. Ben Roi levantó el brazo para secarse la frente. Allí abajo, con la lámpara halógena, hacía calor y ya empezaba a sudar.
—¿Le importa que le haga un cacheo rápido?
—¡Faltaría más!
Se arrastró unos centímetros y revisó los bolsillos de la víctima. Encontró un par de bolígrafos y un paquete de pañuelos de papel en la gabardina, pero ni cartera, ni llaves, ni carné de identidad, ni móvil. Nada de lo que se espera encontrar normalmente. El pantalón dio un resultado algo mejor: en uno de los bolsillos llevaba un rectángulo de papel arrugado que, examinado con más detenimiento, resultó ser el resguardo de una biblioteca para el préstamo de un libro.
—Sala de lectura general —murmuró Ben Roi, repitiendo las palabras impresas en rojo en el centro del papel. Se lo mostró a Schmelling.
—¿Le dice algo?
El patólogo miró el resguardo y negó con la cabeza. Ben Roi le dio la vuelta, cogió una de las bolsas de toma de muestras de Schmelling y lo metió en ella. Se secó de nuevo la frente, echó otro vistazo al cadáver y luego se acercó a rastras a la bolsa de cuero marrón en forma de salchicha que se encontraba cerca de los pies de la víctima.
—¿La bolsa es de ella? —preguntó sin dirigirse a nadie.
—Eso creemos —respondió la voz de Shalev.
Ben Roi preguntó si Kletzmann y los del equipo de investigación del caso habían hecho lo pertinente con la bolsa, y cuando le hubieron respondido que sí, cogió la bolsa por las asas y salió a rastras de debajo del ara. Se levantó, se desentumeció las piernas, dejó la bolsa sobre el altar y abrió la cremallera. Estaba llena de ropa, ropa limpia, toda hecha un revoltijo, como si la hubiera metido allí deprisa y corriendo o alguien la hubiera examinado. Supuso que se trataba de esto último. Hurgó entre aquellas piezas y sacó un gran sostén blanco. Muy grande.
—Sin duda la bolsa es suya —dijo, mostrando el sostén.
—Santo cielo, ahí cabrían un par de pelotas de elefante —bromeó Kletzmann mientras tomaba una foto.
—Caballeros, un poco de respeto. Si no es por la difunta, como mínimo por el lugar de culto.
En la puerta se encontraba un hombre bajito, rechoncho, con una barba blanca cuidadosamente recortada. Llevaba un hábito negro, pantuflas, un sombrero circular de terciopelo y, alrededor del cuello, una cruz plana de plata; las mangas, con unos intrincados adornos florales, se abrían formando unas dobles puntas. A Ben Roi le sonó de la visita que habían realizado al barrio un par de años atrás. Su Eminencia Tal o Cual.
—Arzobispo Armen Petrossian —dijo el hombre, como si le leyera el pensamiento, en un tono lento, ronco, apenas audible—. Un caso terrible, terrible.
Cruzó la estancia con paso sorprendentemente ágil teniendo en cuenta que contaría sesenta años como mínimo. Llegó al altar, se encorvó, miró debajo y se enderezó con las manos sobre el ara e inclinó la cabeza.
—Que estas cosas puedan ocurrir en la casa del Señor —murmuró—. Tamaño sacrilegio… Resulta incomprensible, va más allá de…
Interrumpió la frase y se llevó una mano a la frente. Se hizo un silencio y luego se volvió para dirigirse a Ben Roi. Le miró con una intensidad insólita.
—Creo que nos hemos visto antes.
Ben Roi seguía con el sujetador en la mano.
—Hace dos años —respondió, metiendo de nuevo la pieza de ropa interior en la bolsa—. Los estudiantes del seminario.
—Claro, por supuesto. —El arzobispo asintió—. No puede decirse que se luciera mucho la policía de Israel. Espero que en este caso puedan demostrar un poco más de… —Hizo una pausa para escoger la palabra—… equilibrio.
Cruzó de nuevo el recinto.
—Encuentre a quien lo hizo —dijo cuando llegó a la puerta—. Se lo suplico, encuéntrelos y que sea rápido. Antes de que ocasione más sufrimiento al mundo.
Sus miradas coincidieron de nuevo, luego el arzobispo se volvió para entrar en la catedral.
—¿Sabe quién es ella? —le preguntó Ben Roi, cuando ya se alejaba.
—No tengo ni idea —respondió él—, pero puede estar seguro de que rezaré por ella. Rezaré de todo corazón.