Goma, República Democrática del Congo

JEAN-MICHEL Semblaire se puso cómodo entre las sábanas de algodón peinado de la cama del hotel para reflexionar sobre el trabajo bien hecho.

Habían sido quince días duros. Un nuevo estallido de actividad rebelde había cerrado el aeropuerto de Goma poco después de su llegada al país, lo que le tuvo una semana en Kinshasa a la espera de conseguir un vuelo que le llevara a la frontera de Ruanda. Entonces se abrió otro paréntesis de cuatro días que sirvió a los que le preparaban el tinglado para negociar el encuentro con todo lujo de detalles, algo que había costado casi tres meses de establecer. Por fin el desplazamiento a bordo del Cessna hasta la remota pista de Walikale y las dos horas de traqueteo por entre la densa selva hasta llegar a encontrarse cara a cara con Jesús Ngande. El Carnicero de Kivu, cuyas milicias habían convertido las violaciones masivas en un arte y quien, algo más importante, controlaba la mitad de las minas de casiterita y de coltán de aquella parte del país.

Después de tanta preparación, la reunión en sí había durado poco más de una hora. Semblaire hizo entrega de un pago inicial de buena voluntad de quinientos mil dólares en efectivo al jefe militar, se produjo una intrincada discusión sobre el tonelaje y la forma de trasladar la mena hacia el norte a través de la frontera con Uganda, y luego Ngande sacó una botella y propuso un brindis por la nueva alianza comercial.

—¿C’est quoi? —Había preguntado Semblaire, observando el líquido de un morado rojizo que tenía en la copa.

Ngande sonrió y a los niños soldados que le acompañaban les dio la risa tonta fruto del colocón.

Sang —se oyó como respuesta. Sangre.

Semblaire había mantenido el temple.

—En Francia preferimos estrecharnos la mano.

El recuerdo le hizo reír. Encendió un Gitanes y proyectó una anilla de humo hacia el ventilador, disfrutando del contacto de su cuerpo desnudo con las sábanas de algodón. A pesar de que había cumplido ya los cincuenta aquel año, gracias a una cuidada dieta, al yoga y al ejercicio sistemático con su entrenador personal, tenía el físico de un hombre diez años más joven. Tal vez incluso quince. Se sentía bien: fuerte, en forma, seguro de sí mismo. Más aún ahora que había terminado la reunión y regresaba a casa.

Lo normal es que se hubiera ocupado de aquello alguien de menor rango en el escalafón de la empresa, pero en aquel caso concreto, teniendo en cuenta que los chinos iban arañando cada vez partes más importantes de la riqueza mineral del Congo, la junta le había pedido que se desplazara para cerrar el trato personalmente. Los representantes que tenían en el país iban a encargarse de todo desde aquí —en su calidad de uno de los principales comerciantes de minerales del mundo no podían permitir que se les asociara públicamente con un genocida—, pero para el contacto inicial la empresa había querido causar impresión. Demostrar a Ngande que iban en serio. Y Semblaire había aceptado de mil amores. Y no tan solo por la envergadura de los posibles beneficios, sino porque también le gustaba algo de aventura. Un piso en el VII Distrito, un chalé en Antibes, treinta años de matrimonio, tres hijas… a veces pensaba que llevaba una vida excesivamente cómoda. Necesitaba alguna emoción de vez en cuando. Y en fin, con los guardaespaldas que le había proporcionado la empresa —cinco, todos antiguos miembros de las BFST, que en aquellos momentos tomaban el sol junto a la piscina, ya que lo serio se había resuelto— no corría ningún peligro.

Desde la otra parte de la puerta del baño, que estaba cerrada, le llegó el siseo del agua de la ducha. Semblaire lanzó otra voluta circular, se tocó el pene y recordó el placer de la noche anterior, pensando que probablemente tenía tiempo para más juegos y diversión antes de tomar el vuelo de vuelta a Kinshasa. Ni por un momento le había pasado por la cabeza la moralidad de aquello.

Como mínimo no le había provocado ningún quebradero de cabeza. Como tampoco le había hecho perder el sueño el hecho de negociar con un monstruo como Jesús Ngande. Según la ONU, aquel hombre era responsable de buena parte de los doscientos cincuenta mil muertos, básicamente mujeres y niños. Con el dinero que iban a pagarle —cinco millones de dólares anuales— el total aumentaría. Pero Ngande controlaba las minas. Otras empresas, obsesionadas por mantener la pretensión de la debida diligencia, obtenían el material a partir de unos intermediarios, a los que a su vez surtían otros intermediarios en un interminable relevo de blanqueo de culpabilidad que mantenía los orígenes de la mena a una distancia conveniente. Hasta diez intercambios entre las minas de esclavos de Kivu del Norte y los mercados de Europa, Asia y Estados Unidos. Y a cada intercambio aumentaba de forma exponencial el precio por kilo. Si se obtenía directamente el mineral, como estaban haciendo ellos, se pagaba solo una fracción del precio. Las violaciones, las mutilaciones y los asesinatos no eran cosas agradables, pero el dinero que iba a ahorrar su empresa —y por tanto a ganar— tenía todo el encanto del mundo. Y para ser francos, ¿a quién le importaba lo que hicieran los negros entre ellos? Después de todo, entre aquel lugar y las salas de juntas de París había un buen trecho.

Terminó el cigarrillo, saltó de la cama y dio un toque a la puerta del baño para indicar que estaba dispuesto a empezar de nuevo. Se acercó luego al balcón, abrió de un tirón las cortinas y miró hacia fuera. A lo lejos se divisaba la inquietante mole del volcán Nyiragongo; frente a él, el mustio césped que llegaba hasta la piscina del hotel, donde distinguió a sus guardaespaldas y a un par de personas más. Probablemente gente de oenegés. Turistas no, por supuesto. Allí no llegaba ni un turista.

Los de las oenegés le hacían gracia, como también le divertían aquellos inútiles que iban contra la globalización y las empresas, los defensores de las causas perdidas. Aquellos que iban de un lado a otro con sus portátiles y móviles, que hablaban acaloradamente de la explotación occidental de los recursos del Tercer Mundo. Pero claro, sin coltán ni casiterita no habría portátiles ni móviles, y sin empresas como la suya no habría coltán ni casiterita. Hasta el último mensaje de ordenador y de texto que mandaban exigiendo justicia, hasta la última llamada que efectuaban para montar una concentración o manifestación, hasta la última página web que creaban para lamentarse de los abusos sobre los derechos humanos, todo podía hacerse gracias a las penurias y a la explotación que ellos tan ruidosamente condenaban. Era de risa, realmente de risa. Es decir, así lo habría considerado de habérselo planteado siquiera durante un segundo.

Tras él el ruido del agua de la ducha fue apagándose hasta detenerse. Semblaire se giró para consultar el Rolex y comprobar cuánto tiempo le quedaba. Llamaron a la puerta.

Merde —dijo entre dientes. Y luego, más fuerte—: ¡Moment!

Cogió un albornoz del suelo, se lo puso y se acercó a la puerta.

—¿Oui?

Garcon d’étage —dijo una voz. Servicio de habitaciones.

No había pedido nada, pero estaba en la mansión más lujosa del hotel y la dirección no paraba de mandarle detalles como bebidas, flores y bombones, de modo que sin pensarlo abrió la puerta.

Una pistola se le clavó en el esternón. Iba a protestar, pero la mujer que sujetaba el arma puso un dedo sobre sus labios. Mejor dicho, sobre los labios de látex de la máscara de Marilyn Monroe con la que se cubría el rostro. Fue empujando a Semblaire hacia el interior de la habitación. La seguían otros tres personajes —dos hombres y una mujer—, el último de los cuales cerró la puerta con el pestillo. Todos llevaban máscara: Arnold Schwarzenegger, Elvis Presley, Angelina Jolie. No eran africanos: pudo comprobarlo por los brazos y el cuello, que llevaban al descubierto. Aparte de esto, no distinguió nada más. De no haber sido por el arma, el efecto hubiera sido cómico.

—¿Qu’est-ce que vous voulez? —preguntó, intentando mantener una voz tranquila. La mujer de la pistola no respondió: se limitó a empujarlo hacia la cama. El que iba de Elvis Presley se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Angelina Jolie se arrodilló en el suelo, abrió la maleta Samsonite que llevaba y sacó de ella un trípode y una videocámara digital. Arnold Schwarzenegger, un tipo bajito, flacucho, con unos rizos grasientos que sobresalían por debajo de la máscara en la nuca, se acercó a la mesilla de noche, donde Semblaire tenía el MacBook cargándose. Levantó la tapa y lo puso en funcionamiento. Se oyó el sonido, la pantalla se puso gris y el portátil arrancó.

—Qu’est-ce que vous…

Una mano cruzó la cara de Semblaire.

—Cállate la boca.

El acento le pareció americano con un deje de otro idioma. ¿Ruso? ¿Español? ¿Israelí? No podía precisarlo. Ante él, Angelina Jolie, que tenía la piel más oscura que la otra mujer, extendió las patas del trípode, lo colocó en medio de la habitación y accionó el mecanismo de sujeción. Lo puso en marcha, abrió el visor y ajustó el objetivo hacia abajo, de forma que enfocara directamente la cara del francés. En el portátil apareció una imagen de Semblaire y su familia, que indicaba que el aparato había completado la carga del sistema operativo.

—Contraseña —dijo Arnold Schwarzenegger, dando la vuelta al portátil.

Semblaire vaciló. De entrada había creído que se trataba de un atraco. Pero no habían ni tocado su cartera, que estaba a la vista al final de la cama, y la insistencia en el ordenador le convenció de que la historia era más siniestra que un simple robo. En el aparato tenía muchas cosas que ni él ni la empresa habrían querido…

—Contraseña —ordenó de nuevo el hombre.

—Rápido —saltó Marilyn Monroe, levantando la pistola y hundiéndosela en la sien. Sin otra opción, se inclinó hacia delante y empezó a teclear. Schwarzenegger giró después el MacBook, puso un USB en uno de los puertos y acercó el dedo al panel táctil para explorar el disco duro. Semblaire estaba asustado, realmente asustado.

Écoutez —empezó—. No sé qué quieren de mí…

Un golpeteo apagado procedente del baño le interrumpió. Los intrusos se pusieron tensos, se miraron entre sí; la que llevaba el arma movió la cabeza como diciendo: «Teníamos que haberlo comprobado». Schwarzenegger dejó el portátil y sacó una Glock que llevaba en la parte posterior de los vaqueros. Monroe y Jolie hicieron lo propio, retrocedieron y apuntaron hacia la puerta. El que iba de Elvis se acercó a la puerta del baño y se pegó contra la pared justo al lado. Se quedó inmóvil, dirigió la vista hacia sus compañeros y seguidamente con un gesto rápido accionó el tirador y abrió el baño.

Oy vey —murmuró Angelina.

Dentro había una niña desnuda, con la piel aún brillante del agua de la ducha que acababa de tomar. A juzgar por el físico poco desarrollado, no podía tener mucho más de nueve o diez años. Temblaba y tenía los ojos abiertos como platos por el terror.

Se produjo un breve y horripilante silencio. Marilyn Monroe cruzó la habitación y se quitó la máscara, que dejó al descubierto un rostro de piel pálida y una generosa mata de pelo rojizo. Cogió una toalla del baño y envolvió a la niña con ella.

—Tranquila —murmuró, sujetándola—. Ça va. Tranquila. Ya pasó.

Permaneció en aquella postura un rato, calmando y sosegando a la niña y el resto no se movió ni dijo nada. Luego, de golpe se le encendieron las mejillas, con cuatro zancadas se plantó frente a Semblaire y con la culata de la pistola le golpeó con toda su fuerza la cara, impulsándolo de espaldas contra la cama. Este soltó un chillido y levantó las manos para defenderse. La otra mujer sujetó el brazo de su compañera, intentando frenarla.

—¡Lo, Dinah!

La otra se deshizo de ella y volvió a golpear a Semblaire una y otra vez. Aspiró profundamente, echó la cabeza hacia atrás y hundió el cañón de la pistola en la boca del hombre, medio ahogándolo.

—Voy a matarte —gritó, con el rostro encendido, las mejillas inundadas de lágrimas—. Voy a matarte, bestia salvaje. Voy a volar tus jodidos sesos.

Estaba histérica, fuera de sí. No empezó a calmarse hasta que el de la máscara de Elvis se acercó a ella, la rodeó con el brazo y la apartó con suavidad pero también con firmeza. Los dos empezaron a hablar en voz baja en una lengua que Semblaire no comprendía, si bien hubiera jurado que era hebreo. Luego, temblando, la mujer guardó de nuevo la pistola en el pantalón. Volvió al baño y ayudó a la niña a ponerse un harapiento vestido rosa que tenía encima de la taza del váter. La tomó de la mano y la llevó hacia la puerta sin que la muchacha, que la seguía dócilmente, abriera la boca. Descorrió el pestillo y salieron las dos antes de volver la vista hacia Semblaire, que permanecía en la cama hecho un ovillo, con el albornoz arrugado en la cintura y el cuello manchado de sangre. Lo miró fijamente un instante con una expresión distorsionada por el odio y luego escupió en dirección hacia él.

—Somos tu castigo —le dijo. Se volvió hacia fuera y cerró la puerta.

En cuanto se hubo marchado, Elvis Presley echó una ojeada al jardín para comprobar que los guardaespaldas no se habían enterado de lo ocurrido. Satisfecho, volvió hacia la cama y obligó al francés a incorporarse. Vio que tenía la mejilla izquierda hinchada, abotargada.

Elle a cassé ma mâchoire, la chienne —murmuró, llevándose una mano a la mandíbula.

El hombre no respondió. Retrocedió unos pasos y apuntó con el arma a la cabeza de Semblaire.

—A mirar la cámara —le ordenó—. Di tu nombre, el de tu empresa y explicas luego qué haces aquí en África.

Con un gesto pidió que pusieran en marcha la cámara.

—Empieza a hablar, hijo de la gran puta.