ES un lugar oscuro, como el interior de una cueva, y esto está bien. Significa que ella no puede verme. Cuando menos de forma apropiada. Para ella no soy más que un contorno de sombra. Lo mismo que ella para mí.
Cuando la seguía en la entrada se ha vuelto y me ha mirado fijamente. Por un instante he pensado que podía saber quién era yo, incluso en la penumbra, a pesar de la capucha que cubría mi rostro. No he visto en ella una expresión de reconocimiento. Más bien de expectación. De esperanza. Se ha vuelto casi en el acto y no ha dado más importancia a mi presencia. Alguien que va a rezar por la noche, eso es probablemente lo que ha concluido.
La estoy observando. Hay ventanas en lo alto de los muros y en la parte superior de la cúpula, pero están sucias y además en el exterior casi ha oscurecido. La poca luz que ilumina la catedral procede de una de las lámparas de bronce que cuelgan del techo en el extremo más alejado del edificio, algo que como mucho suaviza la neblina de alrededor. Ella está de pie debajo de la lámpara, frente a la mampara de madera tallada que separa la zona del altar del resto de la iglesia. Yo estoy cerca de la puerta, sentado en uno de los bancos acolchados situados contra los muros. Afuera, la lluvia silba sobre las losas del patio. No esperaba este tiempo, pero me es útil. Me permite seguir tapado. No quiero mostrar el rostro. Ni a ella ni a nadie.
El cortinaje que cubre la entrada de pronto asciende, y desciende después con un ruido sordo. Ella mira a un lado y a otro pensando que alguien acaba de entrar. Se da cuenta de que no es más que el viento y se vuelve hacia delante, hacia la capilla cubierta de iconos de detrás del altar. Tiene la bolsa de viaje a sus pies, sobre la alfombra. La bolsa es un problema. Mejor dicho, el problema es el viaje que implica la bolsa. Limita el tiempo del que dispongo. Parece esperar a alguien, lo que también es un problema. Pero a ese puedo hacerle frente. Dos es más complicado. Tendré que improvisar. Tal vez pasar a la acción antes de lo previsto.
Se acerca a una de las cuatro columnas gigantes que aguantan la cúpula. De la columna cuelga una pintura enorme con un consistente marco dorado. No veo su imagen. Me da igual lo que esté pintado. La miro a ella, pensando. Calculando. ¿Debería hacerlo antes de lo planeado? Noto olor a incienso.
Ella observa el cuadro, luego vuelve a la mampara del altar y levanta el brazo, mirándose el reloj. Toco la Glock que llevo en el bolsillo de la chaqueta y me preocupa que incluso con la lluvia pueda oírse el ruido, que pueda atraer a alguien. Mejor hacerlo al revés. La cuestión no es cómo. La cuestión es cuándo. Tengo que descubrir qué es lo que sabe, pero con la bolsa y la posibilidad de que tenga una cita…
Se aleja de nuevo. En la pared lateral de la catedral hay unas puertas que dan a lo que me imagino que son pequeñas capillas, aunque está demasiado oscuro para afirmarlo con seguridad. Va mirándolas de una en una, retrocediendo hacia mí. En la parte exterior de la capilla más cercana hay una zona con el suelo enmoquetado, vallada con una baja mampara de madera. Sujeto el alambre, meditando toda la secuencia, y sopeso las opciones. Ojalá no tuviera que interrogarla.
Vuelve a acercarse a mí. Inclino la cabeza como si estuviera rezando, ocultando bien el rostro, con la vista fija en los guantes que cubren mis manos. Ella pasa por delante, describe un círculo ante las paredes recubiertas de azulejos, vuelve al altar y echa otra mirada al reloj. ¿Tendría que continuar siguiéndola, ver adonde se dirige? ¿O lanzarme ya, ahora que está sola, ahora que tengo la oportunidad? No soy capaz de tomar una decisión. Pasan unos minutos más. De pronto coge la bolsa de viaje y se dirige hacia la puerta. Cuando llega a mi altura se para.
—Shalom.
Mantengo la mirada fija en el suelo.
—¿Ata medaber Ivrit?
No respondo, no quiero que oiga mi voz. De repente me pongo nervioso.
—¿Habla inglés?
Sigo mirando el suelo, con una gran tensión.
—¿Es usted armenio? No quisiera molestarle, pero estoy buscando…
Tomo la decisión. Me levanto y con la palma de la mano le pego con fuerza debajo de la mandíbula. Se tambalea hacia atrás. A pesar de la oscuridad veo un burbujeo de sangre en su boca, mucha sangre, lo que me hace pensar que con el golpe se ha mordido la punta de la lengua. Es un pensamiento momentáneo. Casi inmediatamente me sitúo detrás de ella con el lazo de la ligadura alrededor de su cuello. Cruzo las muñecas y tiro de los dos extremos del alambre, percibiendo el agarre que me proporcionan, la fuerza que soy capaz de ejercer en su tráquea. Es más corpulenta que yo, pero toda la ventaja es mía. Le doy una patada en las piernas y estiro todo lo que puedo, echando la cabeza hacia atrás y sujetándola mientras opone resistencia, suelta sonidos guturales y se agarra con las uñas al alambre. No aguanta ni treinta segundos y se queda sin fuerzas. Sigo apretando, asegurando el agarre, absorbido por la tarea, sin ni siquiera plantearme la posibilidad de que pueda entrar alguien y encontrarnos. El alambre se hunde en la carne de su cuello. Pero hasta que no estoy seguro no dejo de apretar y entonces la suelto. Me siento eufórico.
Me detengo un momento para recuperar el aliento —respiro con dificultad—, enrollo el alambre, me lo meto de nuevo en el bolsillo y echo un vistazo al patio a través de la cortina de la puerta. Todo se ve mojado y desierto. Dejo caer la cortina, saco la linterna y la dirijo hacia la alfombra, alrededor del cadáver. Detecto unas manchas apenas perceptibles; me alegra comprobar que la mayor parte de la sangre que le ha salido de la boca ha quedado empapada en la gabardina y el jersey que llevaba. Presiono ambos lados de su mandíbula para abrirle la boca. Efectivamente, tiene un profundo mordisco en la lengua, pero no se la ha partido, algo que también me alegra. Meto la mano en su bolsillo, encuentro un pañuelo y se lo meto en la boca para evitar más suciedad. Dirijo luego la linterna alrededor de la catedral. Necesito tiempo; no quiero que la encuentren enseguida. Sé dónde vive, luego pasaré por allí, pero por el momento necesito un lugar secreto. No me gusta improvisar, pero es probable que todo salga bien.
El inspector Arieh Ben Roi de la policía de Jerusalén entrecerró los ojos, dirigiendo la vista hacia la oscuridad y observando atentamente el cuerpo que se dibujaba ante él. Estaba hecho un ovillo y durante un momento no pudo situar sus partes. Poco a poco fue distinguiendo la forma: cabeza, cuerpo, brazos, piernas. Movió la cabeza sin acabar de creerse que estuviera viendo aquello. Luego, con una sonrisa, apretó la mano de Sarah.
—¡Qué guapo es!
—Aún no sabemos si es «guapo» o «guapa».
—Pues muy guapa.
Ben Roi se inclinó hacia delante y fijó la vista en la imagen con mucho grano que se proyectaba en la pantalla de la ecografía. Era la tercera exploración que le hacían a Sarah —la tercera que les hacían—, y aún a las veinticuatro semanas él no se había situado en cuanto a la configuración exacta del bebé (aunque como mínimo no había repetido la metedura de pata de cuando este tenía doce semanas, cuando señaló lo que él daba por supuesto que era un pene considerable y tuvieron que decirle que en realidad se trataba del hueso del muslo del pequeño).
—¿Está todo bien? —preguntó a la ecografista—. ¿Cada cosa en su sitio?
—Todo parece estar perfectamente —le aseguró la chica, moviendo el aparato hacia arriba y hacia abajo en la parábola cubierta de gelatina que dibujaba la barriga de Sarah—. Lo único que me falta es que el bebé se dé la vuelta y pueda medirle la columna.
Aplicó otro chorrito de gelatina y situó el escáner justo debajo del ombligo. La imagen de la pantalla fue aumentando y desdibujándose mientras la chica intentaba conseguir el ángulo que quería.
—Hoy el bebé está un poco tozudo.
—A saber a quién habrá salido este… —dijo Sarah.
—O esta —replicó Ben Roi.
La ecografista siguió explorando, sujetando el escáner con una mano, mientras manipulaba con la otra el panel de control de la pantalla, congelaba imágenes de distintas partes del feto y anotaba indicaciones y medidas.
—Buen ritmo cardíaco —dijo—. El flujo sanguíneo en el útero es correcto, las extremidades siguen el desarrollo normal…
La interrumpió una música sonora. Fuerte, electrónica. «Hava Nagila».
—¡Nu be’emet, Arieh! —refunfuñó Sarah—. Te dije que lo apagaras.
Ben Roi respondió con un gesto de los hombros a modo de disculpa. Abrió una funda que llevaba en el cinturón y sacó de ella un Nokia.
—Es incapaz de desconectarlo —suspiró, dirigiéndose a la ecografista en busca de apoyo femenino—. Ni en la ecografía de su hijo. Lo tiene encendido día y noche.
—Soy policía, por el amor de Dios.
—¡Eres padre, por el amor de Dios!
—Vale, no contesto. Que dejen un mensaje.
Ben Roi hizo oscilar el móvil en la mano, lo dejó sonar mientras con gesto exagerado seguía la evolución de la pantalla. Sarah soltó un resoplido. Nada de aquello era nuevo para ella.
—Fíjese —murmuró a la ecografista.
Ben Roi permaneció cinco segundos simulando estar absorto en la imagen ultrasónica. Las notas del «Hava Nagila» siguieron retumbando, metálicas, insistentes, mientras él golpeaba el suelo con el pie, luego movió el brazo y finalmente empezó a cambiar de postura como si le hubiera entrado picor. Al cabo de poco, incapaz de controlarse, miró el móvil para descubrir desde dónde se había efectuado la llamada. Se levantó en un santiamén.
—Tengo que responder. Es de la comisaría.
Se fue hacia una esquina de la sala, apretó el botón y se acercó el teléfono al oído. Sarah puso los ojos en blanco.
—Diez segundos. —Suspiró—. Me sorprende que haya tardado tanto. Total, es su hijo.
La chica le dio unos golpecitos tranquilizadores en el brazo y siguió con la exploración. En el otro extremo de la sala, Ben Roi escuchaba y hablaba en voz baja. Terminó en un momento y metió de nuevo el Nokia en la funda del cinturón.
—Lo siento, Sarah. Tengo que irme. Ha surgido algo.
—¿Qué ha surgido? Dime, Arieh. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar cinco minutos a que acabemos con la ecografía?
—Algo.
—Pero ¿qué? Quiero saberlo.
Ben Roi se estaba poniendo la chaqueta.
—No tengo ganas de discutir, Sarah. No quiero discutir contigo…
Señaló con la cabeza la barriga desnuda de Sarah, la piel brillante y resbaladiza con la gelatina ultrasónica, bajo la que despuntaba el inicio del cobrizo vello púbico en la V que dibujaban los téjanos abiertos. Al parecer aquel gesto la irritó aún más.
—Te agradezco el detalle —le espetó ella—, pero me encantan este tipo de discusiones. Y ahora, si no te importa, dime, ¿qué es eso tan importante que tiene prioridad frente a la salud de nuestro bebé?
—Bubu está muy bien, ella acaba de decirlo.
Ben Roi alargó la mano hacia la ecografista, que tenía la vista fija en la pantalla, intentando mantenerse al margen de todo.
—Treinta minutos, Arieh. Es todo lo que te pido. Que durante treinta minutos te olvides de la poli y nos dediques toda tu atención. ¿Es pedir demasiado?
Ben Roi notaba que estaba perdiendo la calma sobre todo porque era consciente de que se equivocaba. Levantó los brazos, tanto para exigirse a sí mismo un poco de tranquilidad como para comunicar tal propósito a Sarah.
—No voy a discutir —repitió—. Ha surgido algo y me necesitan. Se acabó. Ya te llamaré.
Se inclinó un poco para darle un beso en la cabeza, echó una última ojeada a la pantalla y se dirigió a la puerta. Cuando salía hacia el pasillo, oyó la voz de Sarah.
—Es incapaz de dejarlo. Por eso he tenido que poner el punto final yo. Ni siquiera durante media hora. No puede dejarlo.
Arieh se detuvo a escuchar las palabras tranquilizadoras de la ecografista y siguió adelante.
En su vida nada le había proporcionado la felicidad que sentía ante la perspectiva de ser padre. Tampoco, pensó mientras se alejaba, aquel sentimiento de culpabilidad.
El hospital Hadassah se encontraba cerca del monte Scopus y el servicio de prenatal estaba en la última planta. Mientras esperaba el ascensor para bajar a la calle, Ben Roi miró por una ventana que daba a los montes de Judea. A lo lejos pudo divisar los edificios grises, casi idénticos de las barriadas de Pisgat Amir y Pisgat Ze’ev; cerca de ellos, las construcciones también deslucidas aunque más heterogéneas de los palestinos que ocupaban los campos de refugiados de Anata y de Shu’fat. Un paisaje, en el mejor de los casos, triste: unas feas hileras de habitáculos entre las que se intercalaban franjas de pendiente rocosa con escombros esparcidos aquí y allá. Aquel día tenía un aspecto realmente sombrío, sobre todo por la cortina de agua que descargaba aquel cielo teñido de plomo.
Volvió la vista hacia el ascensor, pero un instante después la fijó de nuevo en el Muro, que dibujaba una línea curva alrededor de Shu’fat y Anata, aislando estos barrios del resto de Jerusalén Oriental. Era un tema que seguiría haciendo despotricar a Sarah, más incluso que su trabajo en las fuerzas del orden. «Una obscenidad —decía ella—. Una vergüenza para nuestro país. Ya casi podríamos obligarles a llevar la estrella amarilla».
Ben Roi estaba bastante de acuerdo con ella aunque no habría utilizado un lenguaje tan incendiario. Con el Muro se había reducido el número de atentados, sin duda alguna, pero ¿a qué precio? Conocía un palestino dueño de un garaje, un hombre afable de Ar-Ram. Durante veinte años este palestino había caminado todas las mañanas cincuenta metros para ir de su casa al garaje, situado al otro lado de la calle, y otros cincuenta para regresar por la noche. Luego construyeron el Muro y de pronto se encontró con seis metros de hormigón entre su hogar y el garaje. En aquellos momentos para llegar al taller tenía que dar la vuelta y pasar por el control de Kalandia, con lo que había pasado de un desplazamiento de treinta segundos a otro de dos horas. Aquella historia se repetía a lo largo del Muro: habían separado a los agricultores de sus campos, a los niños de sus escuelas, dividido a las familias. Era cuestión de ir a por los terroristas, por supuesto, de aplastar a los malnacidos, pero ¿había que castigar a toda la población? ¿Acaso aquello no creaba mucha más ira? ¿Más odio? ¿Y quiénes se encontraban en primera línea enfrentados con la ira y el odio? Unos gilipollas como él.
«Bienvenidos a la tierra prometida», murmuró, mientras se daba la vuelta y las puertas del ascensor se abrían con el típico tintineo.
Bajó al aparcamiento, cogió el Toyota Corolla, bajó por la calle de la Universidad Hebrea, se metió en Derekh Ha-Shalom y volvió hacia la Ciudad Vieja. El tráfico de la mañana era fluido y en diez minutos llegó a la puerta de Jaffa. Eso sí, una vez la hubo cruzado se encontró en un embotellamiento. El ayuntamiento modernizaba las vías de los alrededores de la Ciudadela y habían convertido dos vías en una, obstruyendo así la plaza de Ornar Ibn al-Jattab y el extremo de la calle David. Llevaban ya dieciocho meses en obras y a decir de todos tendrían que pasar como mínimo otro año así. En general el tráfico, aunque a paso de tortuga, iba avanzando, pero en aquellos momentos un camión intentaba invertir el sentido de la marcha en la calle del Patriarcado Católico Griego y nadie podía dar un paso.
—Chara —masculló Ben Roi—. Mierda.
Empezó a tamborilear sobre el volante contemplando una gran valla publicitaria en la que se veía cómo imaginaba un artista que iba a ser el diseño de la nueva vía y el logotipo: «Barren Corporation: Estamos orgullosos de ser los patrocinadores de la historia futura de Jerusalén». De vez en cuando tocaba la bocina, y se unía así a la ensordecedora algarabía que dominaba la atmósfera; en dos ocasiones bajó el cristal de la ventanilla para gritar al conductor del camión: ¡Yallah titkadem, maniak! El cielo descargaba, unos chorros de agua turbia procedentes de la obra cruzaban la calzada.
Esperó cinco minutos y perdió la paciencia. Cogió la luz que tenía en la parte inferior del asiento del acompañante, la colocó en el techo del coche, acopló el conector al enchufe y puso en marcha la sirena. Con aquello se inició el movimiento. El camionero maniobró, se deshizo el atasco y Ben Roi pudo cubrir los cien metros que le separaban de la esquina en la que se encontraba la comisaría David.
Kishle, como solían llamar a aquella comisaría —el término turco que designaba la cárcel, la función que había ejercido durante el dominio otomano—, era un edificio largo de dos plantas que destacaba en la parte meridional de la plaza, con ventanas enrejadas y paredes de piedra manchada que le daban un aire mísero y sombrío. Existía otra Kishle en Nazaret, considerada la comisaría más bonita de Israel. Aquel no era, sin embargo, el adjetivo que habría utilizado Ben Roi para describir su lugar de trabajo.
El guardia del puesto de seguridad le reconoció, accionó la apertura de la puerta electrónica y le dio paso. El Toyota pasó por los arcos de la entrada, siguió por el túnel de veinte metros que cruzaba la parte central del edificio y salió al amplio recinto de la parte trasera. En el extremo de esta había un establo y una zona de ejercicio para caballos y al lado, un edificio de poca altura, irrelevante, que parecía un almacén, pero era en realidad el lugar de la ciudad en el que se desactivaban las bombas. El resto del espacio estaba ocupado por coches y furgonetas, algunos con matrícula de la policía —roja, con la letra M de Mishteret— y la mayoría con la placa amarilla de los vehículos civiles. Ben Roi tenía un juego de cada, si bien solía utilizar la civil. ¿Para qué pregonar que llevaba un vehículo policial?
Aflojó la marcha y se colocó entre un par de todoterrenos Polaris Ranger. En cuanto salió del coche alguien le protegió con un paraguas.
—Toda, Ben Roi. Por ti acabo de ganar cincuenta shékeles.
Un hombre barrigudo, con barba, le ofreció un café turco. Era Uri Pincas, otro inspector.
—Feldman te vio en el atasco —le explicó con voz de barítono algo áspera—. Hemos apostado sobre cuánto tiempo tardarías en conectar la sirena. Yo he acertado. Cinco minutos. Con los años vas ganando paciencia.
—Nos lo partimos, ¿vale? —le dijo Ben Roi mientras cogía el café y cerraba el coche.
—¿Y qué más?
Cruzaron las instalaciones. Pincas aguantaba el paraguas que protegía a los dos de la lluvia y Ben Roi iba tomando sorbitos del líquido que tenía en un vaso de poliestireno. Su colega podía ser un cabrón de cuidado a la hora de tomarle el pelo, pero preparaba un café delicioso.
—Bueno. ¿Y qué ha ocurrido? —le preguntó—. Han dicho que se había encontrado un cadáver.
—En la catedral armenia. Se han ido todos para allí. Incluso el jefe.
Ben Roi levantó las cejas. No era corriente que el jefe se implicara, sobre todo en un primer momento.
—¿Quién lleva la investigación?
—Shalev.
—Menos mal. Así es probable que lo resolvamos.
Llegaron al túnel que llevaba hasta el complejo. A su izquierda se encontraba un anexo de una sola planta que salía del edificio principal, el centro de control al que estaban conectadas unas trescientas cámaras de seguridad que vigilaban la Ciudad Vieja.
—Me quedo aquí —dijo Pincas—. Hasta luego.
—¿Me prestas el paraguas?
—No.
—¡Si estás dentro!
—Puede que tenga que salir.
—Ben zona. Hijo de puta.
—Sí, pero un hijo de puta seco —respondió el otro riendo entre dientes—. Y espabila que te esperan.
Se acercó a las puertas de cristal del anexo. Antes de entrar, se volvió de pronto con expresión grave.
—La ha estrangulado. El cabronazo ha estrangulado a la pobre tipa esa.
Dirigió una mirada dura y fría a Ben Roi. Este no respondió. No hacía falta. Todo estaba clarísimo. «Hay que echar el guante a este tipo». Sus miradas coincidieron, y luego Pincas, con un gesto de asentimiento, abrió la puerta y se metió en el edificio. Ben Roi apuró el café que le quedaba.
—Bienvenido a la tierra prometida —murmuró aplastando el vaso y lanzándolo hacia el aro de baloncesto del extremo. No llegó ni a rozarlo.