Capítulo 7

Los funerales de Francisco D’Autremont duran ya tres días. La viuda no quiso que fuese trasladado a Saint-Pierre, y es en la pequeña iglesia de Campo Real, aquella finca con honores de pueblo, donde su cuerpo ha sido puesto en capilla ardiente entre cirios y flores, y a donde llegan a rendirle el postrer homenaje, desde los más humildes hombres que trabajan sus tierras, hasta las más importantes personalidades de la capital: el Gobernador, los altos funcionarios del Estado, el Mariscal Pontmercy y la alta oficialidad de la fragata, que sólo por eso retrasó su hora de zarpar. En la amplísima casa, en los jardines, en los caminos, es el ir y venir silencioso y constante: un ajetreo sin sonrisas ni alegría, que, transida de dolor el alma, con un hondo y contenido tormento que no desborda en sollozos ni en lágrimas, preside la frágil mujer que le ha sobrevivido, contra lo que todo el mundo podría esperar.

Olvidado de todos, el lujoso traje de paño azul roto y manchado, los cabellos revueltos y los pies desechos, ronda Juan la pequeña iglesia blanca con una ansia incontenible de acercarse al que yace para siempre, al que le mandaron aborrecer los labios de Bertolozi, y al que extrañamente, sin embargo, ama con un sentimiento contuso, sordo, profundamente doloroso, que le hace sentir una sensación de desamparo como no la sintió nunca en su abandono, y murmura para sí: «¡Padre! Era mi padre… Era mi padre…».

Ya está junto al féretro, en la capilla atestada de flores, donde milagrosamente no hay nadie en este instante… sólo la frágil forma enlutada de una mujer a quien el muchacho no ha visto, una mujer que se acerca temblando de cólera, apenas le ve apoyar las manos en el borde de la caja mortuoria. Es Sofía que con ira apenas contenida, le grita:

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué has entrado aquí? ¡No tienes nada que buscar! ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete donde yo no te vea más! ¡Vete para siempre, maldito!

Ciega de una cólera que en vano trata de ahogar en su garganta, Sofía ha señalado a Juan la puerta de la capilla, mientras el muchacho retrocede trémulo, sintiendo que el gesto y las palabras de aquella mujer le hieren y le ofenden como nadie le ofendió jamás. Ahí, muy cerca, para siempre inmóvil y helado en su lujosa caja, está el hombre que le dio el ser, el padre que con tardío arrepentimiento trató de ampararle. Y es la primera vez en sus doce años, que en su corazón hosco y selvático está a punto de florecer un sentimiento de ternura… Pero de un golpe, la voz y las palabras de aquella mujer lo han destrozado. Retrocede, la mira de frente y sale como un sonámbulo, mientras Renato D’Autremont se acerca por la puerta contraria, indagando:

—Mamá, ¿qué pasó? ¿Por qué echas a Juan?

—¡Deja tranquilo a Juan! Quédate aquí, a mi lado, junto al féretro de tu padre… donde debes estar.

—Pero papá mandó…

—¡Calla!

Le ha apretado el brazo, obligándole a callar, mientras en la puerta del frente, de par en par abierta sobre el campo, aparecen ya las figuras imponentes del Gobernador y del Mariscal Pontmercy.

Comienza la hora más solemne de los suntuosos funerales. Los dedos de Sofía se aflojan soltando el brazo de Renato, las lágrimas acuden a sus ojos, y un sollozo amarguísimo estalla al fin en su garganta, mientras Renato escapa de allí…

—¡Juan… Juan!

—Déjame, Renato. Me voy ahora mismo…

—¡No puedes irte! ¡Papá no quiere que te vayas!

—La señora me ha echado.

—Ya lo oí… pero no importa. Papá me mandó que te cuidara.

—¿Tú? ¿Cuidarme tú?

—¿Qué te crees? Después de papá y mamá, soy yo el que manda.

—Ahora tu papá está muerto y la única que manda es la señora. Ella no quiere verme más… Me dijo que me fuera…

—Que te fueras de la iglesia, pero no de Campo Real. Saint-Pierre está muy lejos. Tienes que ir en coche o a caballo. Además, no van a dejarte salir.

—¿Quién no va a dejarme?

—Los criados, los trabajadores… y los soldados. ¿No viste cuántos soldados hay?

—Sí… pero no tienen nada que ver conmigo.

—Sí tienen que ver. Papá no quería que te fueras. Todo mundo lo sabe. Si te ven, te sujetarán, te encerrarán…

—¡Y me escaparé!

—No sabes el camino…

—Sé que caminando por la orilla del mar, siempre llega uno a Saint-Pierre. Bueno… si encuentro un bote, llegaré antes.

—¿Y pescarás en el bote?

—Claro, puesto que tengo que comer.

—¿Te comes el pescado que pescas, así, igual que lo sacas?

—Es mejor que morirse de hambre.

—¡Llévame contigo, Juan!

—¿A ti? ¿Estás loco?

—¡Llévame contigo! Yo quiero aprender a pescar y a manejar un bote. Cuando sea grande, seré marino y mandaré una fragata, como el Mariscal.

—Cuando seas grande, irás de viaje. Ahora no.

—Me voy y luego vuelvo, como hacía mi papá. Él siempre dijo que cuando él llegara a faltar, yo mandaría en la casa y sería tanto como él. Ahora, quiero ir contigo y tengo dinero para comprar un bote…

—¿Tienes dinero? ¿Dinero tuyo? ¿Tuyo? —Juan se muestra interesado.

—Pues claro. Tengo mucho dinero en una caja…

—¡Niño Renato! —llama la voz de Bautista, el criado.

—Ya te están buscando —sonríe Juan, despectivo—. Figúrate lo que harían si te fueras.

—Nos vamos con todo mi dinero si me esperas a la noche. ¿Sabes dónde? Allá abajo, al lado del arroyo…

—¡Niño Renato! —vuelve a sonar la voz del criado, ya más cerca.

—Ahora tengo que irme. Me escapé nada más para decirte que no te fueras. Pero si me llevas contigo, no importa… Nos vamos y cuidaré de ti como quiere que haga mi papá.

—¿Pero estás sordo, niño? —dice Bautista, acercándose donde se encuentran los muchachos—. Tu mamá me mandó a buscarte. Ya tienes edad para entender que debes estar a su lado…

—Ya voy, Bautista. No tienes que gritar…

—No grito, pero la señora se desespera —contesta el criado bajando la voz. Más en seguida, en tono áspero, exclama—: ¡Ah! También me dijo que te buscara a ti y que no te dejara marchar. ¿Entendiste? Espera por ahí a que la señora disponga de tu suerte, porque ahora es ella, y sólo ella, la que manda en esta casa.

Las horas han pasado lentamente. El cuerpo de Francisco D’Autremont se halla ya bajo tierra; los importantes funcionarios que acudieron desde la capital, han regresado a ella tras rendir sus respetos a la viuda, y un silencio espeso, tanto de pena como de agotamiento y de cansancio, cae sobre la suntuosa morada, sobre los fértiles campos, sobre las cien barracas de los trabajadores, cual si un crespón de luto flotara sobre el cielo que ya envuelven las sombras en la opulenta hacienda de Campo Real.

Sin embargo, hay luz en las habitaciones de Sofía, a cuyas puertas llega Bautista, el más fiel y antiguo de sus servidores, trémulo y demudado.

—Señora… el niño no aparece por ninguna parte.

—¿Qué?

—Cuarto por cuarto hemos buscado, Isabel, Ana y yo, por toda la casa. He mandado a recorrer los campos y a preguntar por las barracas, pero tampoco está.

—¡Era lo único que faltaba!

—Señora D’Autremont… me dijo Ana… —Es Pedro Noel, que irrumpe en la alcoba de Sofía.

—Renato ha desaparecido —explica, angustiada, Sofía—. No lo encuentran, no dan con él. Lo han buscado por todas partes.

—Por favor, cálmese… No puede haber ido muy lejos. Estaba junto a usted hace una hora escasa. Se habrá escondido en algún rincón, como hacen los niños cuando tienen pena…

—Si mi hijo tiene pena, debe estar a mi lado.

—Efectivamente; pero son reacciones extrañas de las criaturas. ¿Qué razón de él da Juan?

—Ésa es otra —interviene Bautista—. Lo primero que hice fue buscarlo para preguntarle si sabía del niño, pero el tal Juan tampoco aparece por ninguna parte.

—Pues deben estar juntos —supone Noel.

—Es lo que temo. Que el tal Juan arrastre al niño, quién sabe a qué extravagancias. Es peor que una fiera el tal muchacho. Es un verdadero salvaje…

—Cuando yo digo… —se queja Sofía.

—Basta, Bautista. No alarme a la señora más de lo que está —ordena el notario.

—Usted sabe que le tomamos por loco en Saint-Pierre —recuerda Bautista—, cuando entró a llevarle al señor aquella carta…

—¿Qué? ¿Qué carta? —interrumpe Sofía, animosa y alarmada.

—Le ruego que se calme —suplica Noel suavemente—. Cuando sucede una desgracia, todo son pronósticos trágicos. Pero no hay verdadera razón para alarmarse. Estoy seguro de que no los han buscado bien. En una hora no puede recorrerse, como pretenden, la finca y la casa. Permítame que sea yo quien me encargue del asunto, señora…

—Yo tengo ya en movimiento a toda la servidumbre, pero ojalá que el tal Juan no haya llevado muy lejos al niño. No me olvido de que pretendía llevar en su bote al señor, aquella noche en que caían chuzos de punta y llovían rayos…

—¿A dónde quería llevarlo? —pregunta Sofía, intrigada.

—Sofía, por favor, cálmese. El muchacho llegó con una carta de su padre, que se estaba muriendo, para pedirle al señor D’Autremont que lo amparara. El asunto no tiene nada de particular. Y ahora, ¡vamos a buscar a Renato!

—Juan… —llama débilmente Renato.

—Aquí estoy. ¿Traes la plata?

—Pues claro. Mírala. Con todo y caja…

—La caja no sirve; echa las monedas en tu pañuelo, y vámonos.

—¿Mi pañuelo?

—Yo no tengo. Me las hechas en el tuyo y me haces el favor completo. ¡Anda!

Rudamente, como si aquel viejo rencor contra el mundo entero, que Andrés Bertolozi derramara en su alma, se hubiera despertado en aquellas últimas horas, ardiente y total, Juan casi ha arrebatado de manos de Renato el pañuelo repleto de monedas, acercándolas, para mejor mirarlas, a la clara luz de la luna y, sorprendido, confirma:

—Son monedas de plata…

—Pues claro. Y hay dos de oro. Míralas… Cada una de éstas vale por cien de plata. Papá siempre me regalaba una moneda de oro el día de mi cumpleaños… Muchas las gasté. Se compran muchas cosas con una moneda de oro… Tendremos un bote grande, grande, de ésos con velas, y navegaremos en él por todos los mares…

—¿Oyes? —alerta Juan, aguzando el oído.

—Sí —afirma Renato con la mayor tranquilidad—. Nos están buscando, pero no por este lado. Piensan que le tenemos miedo al arroyo crecido…

—Yo no le tengo miedo a nada. Me voy ahora mismo. Ha anudado fuertemente las monedas en el pañuelo, atándolo luego a su cintura. Rápidamente se despoja de la chaqueta, subiéndose las piernas del pantalón y las mangas de la camisa, mientras Renato le contempla fascinado.

—¡Renato… niño Renato…! —Desde lejos llega la voz de Bautista.

—Es a ti a quien buscan —explica Juan, en un murmullo.

—¡Juan… Juan…! ¿Dónde estás? —Se oye también, lejana, la voz de Pedro Noel.

—También a ti te buscan ¿Por dónde nos vamos? —indaga Renato.

—Yo, por el arroyo —dice Juan, al tiempo que chapotea en el agua.

—¡Juan… Juan…! ¡Espérame! ¡Ayúdame… Juan!

Juan no responde, no vuelve la cabeza. Saltando sobre las piedras, entre el arroyo que se despeña en pequeñas cascadas, va curso arriba, rueda a veces, cuando le falta el pie, hasta el fondo de una poza, pero vuelve a levantarse, se alza agarrándose a las ramas, trepando por las cuerdas naturales que cuelgan sobre el agua, y así se pierde en el fragoso monte…

—¡Renato! ¡Renato!

La voz de su madre ha paralizado al pequeño Renato, dispuesto ya a seguir a Juan. Abrazado a la chaqueta del traje azul que éste dejara en sus manos, los pies hundidos en el barro de la orilla del arroyo, sostiene su primera lucha terrible entre la voz de la aventura que le llama y el tierno amor que siente por su madre, y por fin, de mala gana, contesta:

—Aquí estoy…

—¡Hijo! ¡Mi Renato! —grita Sofía, nerviosísima, abrazando a su hijo—. ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué saliste a estas horas de casa?

—Apuesto la cabeza a que lo sonsacó el tal Juan —asegura Bautista.

—¿Pero dónde está él? —se alarma el notario—. ¿Dónde se ha metido? Hay que seguir buscando…

—Estaba con el niño, puedo jurarlo. ¡Mire… mire… le dejó la chaqueta en las manos! Aquí hay una caja… Una caja de plata…

—¡Es mía! —informa Renato.

—Aquí es donde tú guardas tus monedas, Renato. ¿Qué significa esto? —interroga Sofía.

—Nada, mamá…

—¿Cómo nada? ¿Dónde está Juan? ¡Contesta la verdad! ¡La verdad!

—Pues sí, mamá… íbamos a escapamos… yo quería que me enseñara a navegar y a coger pescados, pero él se fue solo… no quiso esperarme…

—Se fue, pero llevándose tu dinero. ¡Es un ladronzuelo! —afirma Bautista—. Pero si la señora me permite que salga yo a buscarlo…

—No, Bautista. Déjelo. Que se vaya… ¡Que se vaya para siempre! ¡Es lo único que hemos ganado! Vamos a casa, hijo…

Sofía D’Autremont se ha erguido, y un instante su cabeza altiva se vuelve hacia aquel arroyo por donde Juan escapara saltando entre el agua y las piedras, mientras su mano blanca, de dedos nerviosos, aprisiona la de su hijo Renato. Fieramente lo atrae hacia ella, en un gesto que es ternura y dominio, y lo arrastra, alejándose de aquel lugar.

—No le hubiera venido mal al tal Juan recibir una buena lección antes de largarse —comenta como para sí, Bautista, refunfuñando con enojo.

—¿Por qué le tiene tan mala voluntad al muchacho, Bautista? —pregunta Noel con su voz suave.

—Como para no tenérsela, señor notario. Desde que apareció en el horizonte, no ha traído más que calamidades y desgracias. Porque lo que le pasó al señor D’Autremont

—Más vale que no insista demasiado sobre quién pueda tener una buena parte de culpa por lo que le ocurrió al señor D’Autremont.

—¿Va a decir que fue la señora, señor notario? —se escandaliza Bautista.

—Voy a decir que un niño no es culpable de las circunstancias en que se le trae al mundo; que maltratarle a cuenta de los pecados de sus padres es una cobardía y un crimen.

—¿Todo eso es con la señora, señor notario?

—Todo eso es con usted, Bautista. Y voy a añadir algo más: la señora ha dado orden de que se deje en paz al muchacho. No intente usted ir tras él, porque tropezará conmigo… Además, la última voluntad del señor D’Autremont fue que se amparara a ese niño.

—¡Yo lo ampararía con una estaca! ¡Es un ratero, un ladronzuelo! Empezó por robarle su alcancía al niño Renato y hubiera acabado por robárselo todo si lo dejan crecer en esta casa.

—Ésa es su opinión…

—Y muy bien encaminada. Conozco el mundo y no es el primer caso… La señora sabe… lo mismo que usted y que yo. No vale hacernos los tontos cuando estamos al cabo de la calle.

—Nunca me hago el tonto, pero jamás afirmo más que lo que puedo probar; y en este caso…

—No hay pruebas, ni falta que hacen. No servirían sino para que usted enredara las cosas.

—¿Sabe que su insolencia pasa de la raya, Bautista?

—Pues si le place, dele usted las quejas a la señora. Ella sabe que no tiene un criado más fiel ni un servidor más leal que yo. Por la señora y por el niño Renato doy mi sangre. Y en cuanto a ese bastardo…

—¡Silencio! ¡Hay que ver lo alto que ladran los perros en cuanto se apaga la voz del amo!

—Señor notario… Señor notario… —llama Ana, acercándose donde discuten los dos hombres.

—¿Qué pasa?

—La señora está esperándolo en su cuarto, y me mandó que lo buscara y le dijera que fuera para allá pronto, pronto, porque tiene que hablarle. Que se fuera en seguida…

Se ha ido, procurando contener su disgusto, mientras la doncella nativa contempla a los dos hombres con su expresión bobalicona y jovial, dando, vueltas entre los dedos al delantal de encaje, como si la cólera de ambos le divirtiera, y comenta con sorna:

—¡Cuántas cosas van a pasar! A mí me gusta que pasen cosas. Me aburro cuando no pasa nada.

—¡Anda a tus obligaciones, Ana!

—¡Caramba, Bautista! Te salió la voz igual que la del amo. Claro, como vas para mayoral… —se ríe, burlona.

—¿De qué te ríes, tonta? —rezonga Bautista, aflorándole la ira al rostro.

—De las cosas que van a pasar…

—Aquí me tiene, señora, atento a su llamado y dispuesto a servirle en todo, como siempre —se ofrece Noel a Sofía. Y en seguida, le aconseja—: Pero si mi modesta opinión vale de algo, creo que lo único que debe usted hacer es descansar, tomarse unas buenas horas de reposo…

—Sobrará tiempo para descansar después… Tengo entendido que todos los papeles de la casa D’Autremont están en la notaría de usted, ¿no?

—Exacto. Partida de nacimiento, acta de matrimonio, el testamento de nuestro nunca bien llorado amigo D’Autremont… que por otra parte casi es inútil. Todo cuanto hay es, naturalmente, de usted y de su hijo Renato.

—Sé que todo está en orden… pero quiero guardar esos papeles en mi casa. Todos. ¡Absolutamente todos! ¿Hay algún inconveniente para que los ponga en orden y me los entregue a mí, para que yo los guarde?

—En absoluto —asiente Noel con sorpresa y disgusto—. Estarán listos en una hora si usted lo manda. Saldré inmediatamente para Saint-Pierre, y mañana, si así lo desea, le haré entrega oficial de todo en mi despacho.

—Bautista irá por ellos… Es el más antiguo y el mejor de mis servidores. Lo he nombrado Administrador general de la hacienda, y él hará que las cosas marchen.

—¡Pero es absurdo, totalmente absurdo! Y yo quisiera aconsejarle…

—No voy a oír ningún consejo suyo, Noel. No pierda el tiempo en dármelo.

—Lamento profundamente su extraña actitud, señora D’Autremont.

—No es extraña, puesto que defiendo a mi hijo…

—¿Su hijo…? —se sorprende el notario.

—Señora… Señora… —Es Ana que irrumpe en la alcoba, agitada y tartamudeando.

—¿Qué pasa, Ana? —pregunta Sofía.

—El niño Renato… como que está malo… Isabel me mandó avisarle…

—¿Mal? ¿Quieres decir, enfermo?

—Sí, señora. Como que tiene fiebre y dice cosas raras…

—¡Renato, hijo… Renato…!

Sofía ha caído de rodillas frente al pequeño lecho blanco, donde Renato, abiertos, sin ver, los grandes ojos, húmedo de sudor helado el rubio cabello, se agita en el delirio de una alta fiebre. Tras ella, pálido, demudado, ha llegado también Pedro Noel que se detiene bajo el arco de la puerta, entre las dos doncellas asustadas.

—¿Y el médico? ¿Dónde está el médico? —inquiere Sofía.

—Se fue, señora… como todos.

—¡Que corran a Saint-Pierre a buscarle! ¡Renato, hijo…!

—¡Juan… Juan…! —murmura Renato en su delirio—. Juan… No me dejes… Llévame contigo… Llévame a navegar… Yo cuidaré de ti… ¡Papá lo ha mandado! Papá dijo… como a un hermano… Como a un hermano… Juan…

—¡Dios mío! —exclama Sofía, en un lamento. Ha retrocedido tambaleándose, sintiendo como si la tierra que la sostiene vacilara. Ira y dolor se clavan al mismo tiempo en su alma, y volviéndose hacia Noel, le espeta—: ¿Y aun se extraña usted por qué defiendo a mi hijo? ¡Tengo que defenderlo con los dientes, con las garras!

—Señora D’Autremont… Nadie le ha atacado. Está usted ciega, y en su egoísmo maternal…

—¡Basta! —le interrumpe Sofía—. ¡Ni una palabra más! ¡Salga usted de esta casa! ¡Salga! ¡Salga! ¡Y no vuelva jamás!