—¿Qué es eso? ¿El señor D’Autremont…? —Es Noel, el notario, quien hace la pregunta a Bautista, el criado.
—Sí… Es el caballo blanco del amo… El diablo anda suelto en esta casa desde que llegó ese maldito muchacho.
—¡Calle! ¡Calle! ¡Algo ha tenido que pasar…!
Pedro Noel ha salido apresuradamente de la lujosa alcoba donde le han instalado. No le basta mirar por la ventana. Sale al ancho portal que rodea la casa, baja las escalinatas de piedra, sigue con ojos sorprendidos la blanca silueta de aquel caballo que a la luz de la luna se pierde ya sobre los campos, y exclama:
—¡Señor… Señor…! ¡Pero qué barbaridad!
Otros ojos han visto alejarse la arrogante figura que es Francisco D’Autremont sobre su caballo favorito. Otros ojos infantiles, abiertos de sorpresa, acaso de espanto. Es Juan. Todo lo ha oído desde aquel último cuarto del patio de los criados, y ahora, fuera ya de la casa, corre como trastornado hasta que una mano cae sobre su brazo, reteniéndole rudamente…
—Y tú, ¿a dónde vas? —inquiere Bautista—. A dónde vas, te estoy preguntando…
—Yo iba… Yo…
—No tienes que ir a ninguna parte sino a la cama, a donde te han mandado hace ya dos horas…
—Es que el señor D’Autremont…
—No te importa lo que haga el señor D’Autremont.
—Pero la señora Sofía…
—Esa menos te importa lo que haga.
—Es que yo vi, yo oí… Yo no quiero que por culpa mía…
—En lo que pase por culpa tuya, tampoco te tienes que meter. Tú no te gobiernas ni te mandas. Te han traído para que obedezcas y para que te calles. Anda a tu cuarto. Anda a tu cama, si no quieres que te lo diga de otra manera. ¡Anda! —Le ha dado un rudo empujón, metiéndolo en el cuarto, y cerrándolo con llave.
—¡Ábrame! ¡Ábrame! —grita el muchacho, golpeando con fuerza la puerta.
—¡Cállate, condenado! Ya te abriré cuando venga el amo. ¡Cállate!
—Ana, necesito hablar inmediatamente con la señora.
—La señora no quiere ver a nadie, señor Noel. Tiene la jaqueca… y cuando la señora tiene la jaqueca, no quiere ver a nadie.
La voz lenta, sin modulaciones, empalagosa y recargada de la doncella favorita de la señora D’Autremont, se extiende como blanda barrera deteniendo el ímpetu del notario, que iba a cruzar ya bajo los cortinajes que dan entrada a las habitaciones privadas de Sofía.
—Lo que tengo que decirle es importante —porfía Pedro Noel.
—La señora no oye a nadie cuando le duele la cabeza. Dice que cuando le hablan, le duele más. Además, es muy temprano.
—Anúnciame, dile que es urgente, y ya verás cómo me hace pasar.
La doncella mestiza ha sonreído mostrando su dentadura blanca, mientras mueve la rizada cabeza adornada con una diminuta cofia de encaje a la moda francesa. Suave y tozuda, terca y mansa, parece tener el don de agotar la paciencia del notario.
—¿No has oído que avises a tu señora? ¿Por qué te quedas ahí parada?
—Para avisarle a la señora tengo que hablarle, y la señora no quiere que le hablen cuando le duele la cabeza…
—¿Qué pasa…? —interrumpe Sofía, saliendo de su alcoba.
—Perdóneme, señora, pero es necesario que hablemos unos minutos… Es importante.
—Mucho debe serlo cuando viene usted a las seis de la mañana.
—Es que el señor D’Autremont no ha regresado desde anoche en que salió a caballo.
—¿No ha regresado?
—No, señora, y nadie sabe a dónde fue ni por qué salió de ese modo. Yo le vi pasar como alma que lleva el diablo y pregunté a los sirvientes, pero ninguno pudo darme razón.
Sofía ha hecho un leve gesto de cansancio, apoyándose en su doncella. Ni las lágrimas largamente lloradas, ni la noche de insomnio cambian en nada su aspecto siempre igual: pálida, frágil como una flor de invernadero semiasfixiada entre estufas, da la impresión de escuchar siempre por primera vez hasta las cosas que mejor sabe. En este caso, sus labios se aprietan levemente y un breve y rojo relámpago de rencor cruza por su mirada.
—¿Qué es lo que pretende usted que yo sepa, Noel?
—Dicen que salió después de hablar con usted. Yo sé que estos días ha sufrido emociones muy desagradables, que se encontraba en un desastroso estado de inquietud, de zozobra, de violencia contenida…
—Pues sabe usted más que yo. Por lo visto, es el triste destino de las mujeres: que no se nos entere de nada. Ha venido usted al peor lugar a informarse…
El notario ha buscado al niño, con la mirada inquieta, pera Renato ha aprovechado la oportunidad para salir de las habitaciones de su madre. Ya del otro lado de las cortinas, se detiene un instante para oír con interés las palabras del notario.
—Me atrevería a pedirle un poco de paciencia para el señor D’Autremont en estos días, señora. Usted es la única persona que puede aliviar su carga o hacerla más pesada; porque, aunque tal vez haya usted llegado a dudarlo, su esposo la adora, Sofía.
—Pues tiene una extraña manera de adorarme —se lamenta Sofía, con amargura—. Pero eso, desde luego, es un asunto personal y privado. Concretando: no sé a dónde ha ido Francisco ni por qué ha pasado la noche fuera de casa. Y ahora, excúseme, estoy muy ocupada: preparo mi viaje a Saint-Pierre, con Renato. Puede decírselo a mi esposo si es él quien le ha enviado a informarse de mi estado de ánimo. Salgo para Saint-Pierre, y ya envié una carta al Mariscal Pontmercy para que me haga el favor de recibirme apenas llegue yo a la capital.
Libre de la compañía de su madre y de la vigilancia de Ana, Renato se ha alejado a buen paso. Su cabeza arde… las ideas y los sentimientos parecen girar dentro de él en revuelta amalgama. Aquellas duras palabras que jamás escuchara entre sus padres, aquella violencia de Francisco D’Autremont, a la que hizo frente por amor de hijo y por instinto de caballerosidad, todo el cúmulo de sucesos extraños que parecen girar en torno suyo, se agolpan sobre el cielo azul de su feliz infancia, haciéndole sentirse, por primera vez en su vida, terriblemente desdichado. No quiere hablar a los sirvientes, no quiere aumentar con comentarios la pena de su madre… pero necesita confiar a alguien la angustia, que llena su corazón de niño. Piensa en su amigo… Por eso busca a Juan. Pero el cuarto en qué le creía encerrado, está vacío. De la ventana abierta sobre el campo, falta un barrote qué deja al descubierto el hueco por donde Juan escapara… Lo busca con un ansia nunca sentida, con la amarga sensación de desamparo de quien ve vacilar, por primera vez, a los que fueran para él evangelio y oráculo: sus padres…
Por la misma brecha que abriera Juan, Renato se desliza también, saltando a la pendiente al mismo tiempo que llama a gritos al fugitivo:
—¡Juan… Juan…!
Acaba de verlo, ya bastante lejos de la casa, junto a aquel arroyo de cauce pedregoso que baja a saltos desde la montaña, impetuoso y violento como lo es todo en aquella isla surgida de los mares al soplo de un volcán, y llega hasta él, sofocado por la carrera.
—Juan, ¿por qué no contestabas?
Despacio, Juan se ha puesto de pie, mirándolo casi con desagrado. Siente por él una especie de rencor. Es tan distinto a todos los muchachos que él viera hasta entonces… Con aquel rubio y lacio cabello demasiado largo, el ceñido calzón de pana, la camisa de seda blanca… es como un muñeco de porcelana que se hubiera escapado de uno de los adornos del salón. Pero Renato le sonríe de un modo varonil y franco, y los claros ojos le miran afectuosos, sinceros, en una corriente de irresistible simpatía, a la que «Juan del Diablo» resiste encogiendo los hombros…
—¿Para qué andas gritando? ¿Quieres que me atrapen?
—¿Acaso te escapaste?
—¡Claro! ¿No me ves?
—Humm… Bautista le dijo a Ana que te había encerrado para que no molestaras; y yo, en cuanto pude, me escapé del cuarto de mamá para ir a abrirte la puerta.
—Para no molestar, me largo.
—¿Largarte? ¿Quieres decir que te vas?
—Pues claro. Pero no sé por dónde… ¡No quiero estar aquí más!
—Pero papá quiere que estés, y yo también. Eres mi amigo y no voy a dejarte. No te vayas, Juan. Yo, ahora, también estoy triste… El señor Noel le dijo a mamá que tú habías sido muy desgraciado, que habías sufrido ya demasiado para tus años, y yo, entonces, no lo entendí bien, porque no sabía lo que era sufrir de verdad.
—¿Y ahora lo sabes?
—Sí… porque ahora estoy triste. Papá, de pronto, se volvió malo.
—¿De pronto? ¿Nunca habían peleado antes?
—No… Nunca. ¿Pero cómo sabes que pelearon? ¿Estabas despierto anoche?
—Ellos me despertaron…
—¿Quiénes? ¿Papá y mamá? Pues a mí, no. Yo estaba levantado. Papá me había mandado dormir, pero yo, a veces, no le hago caso. De pronto lo vi pasar y pensé que iba a regañarte por lo que yo le había contado que hiciste en la tarde. Después pasó mamá, entonces esperé un rato, hasta que oí que gritaban, y cuando llegué… Bueno, si estabas despierto lo oíste todo. Papá… —la voz se quiebra en su garganta—. Papá se portó mal con mamá.
Ahora es él quien rehúye la mirada de Juan, como si le avergonzara pensar que éste había escuchado la escena pasada. Pero Juan aprieta los labios sin responder, sintiéndose hombre frente a Renato, con la instintiva conciencia de que debe callar, seguir callando aquel secreto torturante que no sabe si es mentira o verdad…
—Yo no sé cómo empezó la pelea. Oí que mamá quería ir a Saint-Pierre y que papá no quería dejarla. Y se puso furioso cuando ella dijo que iría de todos modos a ver al Gobernador y al Mariscal ese… que no sé ni cómo se llama, pero que era amigo de mi abuelo… Y entonces… si lo oíste, ya lo sabes. Tuve que meterme para defender a mamá y papá y yo quedamos peleados. Él se fue a caballo y todavía no ha vuelto a la casa. Por eso estoy triste…
Renato ha aguardado una respuesta, un comentario, pero nada responde Juan, ceñudo y silencioso, por lo que interroga con suavidad:
—¿Tú crees que papá no volverá más? Yo sé que hay hombres que se enojan mucho y se van para siempre de su casa.
—Seguro que vuelve.
—¿Crees que vuelva? ¿De verdad? —exclama Renato, con alegría. Mas acto seguido, le invade la preocupación—. ¿Pero seguirá peleando con mamá si vuelve? ¿Y a mí, Juan? A mí, ¿crees que papá no va a quererme más?
—¿Querer…?
—¿No sabes lo que es querer? ¿Nunca te quisieron? ¿Nunca quisiste a nadie? ¿Ni a tu mamá?
—Yo no tuve…
—Todos tienen. Será que no te acuerdas. Las mamás son muy buenas y cuando uno es pequeño lo cuidan mucho y lo duermen en los brazos. Todos tienen. Hasta los más pobres, los que viven en las barracas… Algunos no se acuerdan, pero todos tuvieron madre… —De pronto se voltea y exclama—: ¡Oh! Mira esa gente que viene por allá.
—¡Ah! Sí… parece como que traen un muerto…
—¿Un muerto?
—¿No sabes lo que es un muerto? ¿Nunca viste un muerto?
—No, nunca lo vi. Pero… eso no es un muerto… Es una camilla de ramas. Traen a un hombre acostado.
—Herido o muerto…
—¡Es papá! —casi grita Renato, con el espanto reflejado en su blanco rostro—. ¡Es papá!