—¿Ves que bien estás? Pareces otro. Mírate en el espejo —dice Renato a Juan.
—¿El espejo…?
—El espejo, claro… Aquí. Mírate. ¿No habías visto nunca un espejo?
—Tan grande, no. Es como un pedazo de agua quieta.
—No le pases la mano, que lo empañas —prohíbe Bautista, el criado—. ¡Habrase visto el salvaje…!
—Déjale en paz. Papá dijo que no lo molestara nadie.
—¿Y quién lo está molestando? ¿Qué más quiere él?
Juan ha retrocedido un paso para mirarse de pies a cabeza en el espejo que tiene delante. Es, efectivamente, como un gran trozo de agua quieta que le devuelve entera su imagen… una imagen en la que parece otro, aunque es la primera vez, en los doce años de su vida, que puede contemplarse como ahora lo está haciendo. Hay un gran asombro de sí mismo en la oscura mirada. Aunque tiene la misma edad que Renato D’Autremont, es bastante más alto; su cuerpo, delgado y musculoso, tiene agilidad de felino; sus manos son anchas y fuertes, casi como las de un hombre; su frente es amplia y altanera, y sus rizados cabellos negros, ahora peinados hacia atrás, la dejan libre, dándole un vago parecido con el señor de Campo Real; la nariz es recta; la boca, firme y apretada en gesto amargo, que haría demasiado duro aquel rostro infantil sin los grandes ojos negros, aterciopelados… aquellos admirables ojos italianos, iguales a los de Gina Bertolozi.
—Ahora, ven para que te vean papá y mamá.
—¿Con el señor…? ¿Con la señora…?
—¡Pues claro! El señor y la señora son papá y mamá.
—Para ti, pero no para éste —interviene Bautista, despectivo—. Yo creo que no debes llevarlo al salón.
—¿Por qué no? Papá me dijo que tenía que enseñarle toda la casa, mis libros, mis cuadernos, mis trebejos de pintar, mi mandolina y mi piano.
—Enséñale todo lo que gustes, más si no quieres disgustar a la señora, no lo lleves al salón, ni a su cuarto, ni a donde ella pueda mirarle. ¿Entendiste? Y tú, entiéndelo también: si quieres quedarte en esta casa, no te pongas por delante a la señora.
Solo, en aquella aislada habitación que es a la vez biblioteca y despacho, Francisco D’Autremont ha vuelto a leer la carta que hundiera, arrugada, en sus bolsillos. La ha leído lentamente, desmenuzándola, deteniéndose en cada palabra, tratando de penetrar hasta el fondo cada una de sus frases. Después va hacia la pared central y, apartando unos libros, busca en el fondo de un estante la puerta disimulada de una pequeña caja de hierro, y arroja allí el papel, como si le quemara las manos.
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —indaga al oír cerrarse, cautelosamente, una puerta.
—Yo, papá.
—Renato, ¿qué haces escondiéndote en mi despacho?
—No estaba escondiéndome, papá. Entraba para darte las buenas noches…
—En todo el día no había vuelto a verte. ¿Dónde estabas?
—Con Juan…
—Podías haberte acercado con Juan. ¿Cómo le quedó, por fin, tu traje?
—Como hecho para él. A mí me quedaba grande, muy grande. Lo que no le sirvieron fueron mis zapatos. Se lo mandé decir a mamá con Bautista, mas ella dijo que no importaba que estuviera descalzo. Pero eso es feo, ¿verdad?
—Sí, muy feo. ¿Dónde está ahora Juan?
—Lo mandaron acostarse.
—¿Dónde…?
—En el último cuarto del patio de los criados —explica el muchacho, en tono compungido—. Bautista dijo que así lo mandaba mamá.
—¡Ya! ¿Y por qué no te acercaste a mí en todo el día?
—Porque andaba con Juan, y Bautista dijo que mamá no quería que Juan se le pusiera por delante. Y como tú has estado todo el día con mamá… Claro que tú me habías mandado llevarlo por toda la casa, mas como dijo eso Bautista… ¿Hice mal?
—No. Tienes que obedecer a tu madre, como es natural.
—¿Y a ti no?
—A mí más que a nadie —contesta D’Autremont, tajante—. Mañana nos pondremos de acuerdo tu madre y yo. Ahora, ve a acostarte. Buenas noches…
—Buenas noches, papá.
—Aguarda… ¿Qué te parece Juan?
—Me encanta.
—¿Te has divertido con él? ¿Has jugado? ¿Le has enseñado tus cosas?
—Sí, pero no le gustaron. Estaba muy serio y muy triste. Después salimos al jardín… nos fuimos más allá, y entonces comenzó lo bueno: Juan sabe montarse en los caballos sin ensillarlos, y tirar piedras, tan fuerte y tan alto, que alcanza a los pájaros que van volando… Y caza lagartijas y sapos. Cogió viva una serpiente con una horqueta que hizo de un palo, y le dio vuelta y la metió en una caja. Y no lo mordió, porque él sabe cómo agarrarla. Me dijo que si tuviéramos un bote iba yo a ver cómo se pesca… porque él sabe tirar las redes y sacar peces.
—Me lo imagino. Supongo que ése fue su oficio.
—¿De veras, papá? ¿No es mentira que él puede andar solo en un bote por el mar?
—No es mentira… pero sigue contándome. ¿Qué más pasó con Juan?
—Se burlaron de él en la barranca porque andaba descalzo y con mi traje de paño azul… Le dio una trompada al que estaba más cerca, el cual era más grande que él, y lo tiró de espaldas. Los demás se fueron. Pero no vas a castigarlo, ¿verdad, papá?
—No. Hizo lo que me gustaría que tú hicieras si se rieran de ti alguna vez.
—Pero de mí no se ríe nadie… Se quitan el sombrero cuando paso, y si los dejo, me besan la mano.
D’Autremont se ha puesto de pie con gesto extraño. Ha acariciado la rubia y lacia cabellera de su hijo; lo empuja suavemente hasta la puerta del despacho y lo despide:
—Vete a dormir, Renato. Hasta mañana.
Francisco D’Autremont ha cruzado su enorme casa, llevando en la mano una pequeña lámpara de petróleo, ha atravesado el patio de los criados hasta llegar a la entornada puerta de aquel último cuarto, donde sobre un jergón de paja, rendido por las duras emociones del día, duerme el pequeño Juan.
Un instante alza la luz, iluminándolo. Mira el pecho desnudo, la cabeza bien formada, el rostro de nobles y regulares rasgos… Así, con, los ojos cerrados, parece borrarse en él el parecido maternal, y los duros rasgos de la raza paterna destacan en el rostro infantil…
—¡Hijo! ¿Hijo mío…? ¡Quizás… Quizás…! —Una duda sutil y penetrante, una duda que al brotar parece romper en su corazón algo duro y frío, subiéndole del pecho a la garganta, como puede subir la lengua quemante de una llama, ha inundado el alma de Francisco D’Autremont. Solo, contemplando a aquel niño que duerme, ha sentido por fin el impulso buscado en vano desde antes… Puede que Bertolozi no mintiera, puede que fueran verdad sus últimas palabras… Y, por primera vez, no es un sentimiento indefinible, mezcla de curiosidad y rencor, lo que le llena el alma. Es como un hondo orgullo, como una profunda satisfacción, un violento deseo de que, en verdad, sea de su propio tronco aquélla rama robusta, ruda y audaz, síntesis ardiente de su espíritu de aventura y de combate. Cualquier hombre podría estar orgulloso de pensar hijo suyo a aquel muchacho extraordinario, endurecido como un hombre frente a la desgracia, y la pregunta se hace afirmación en sus labios:
—¡Hijo mío! ¡Sí! ¡Hijo mío…!
Con emoción que le hace temblar, descubre los rasgos iguales: la frente recta y altanera, las cejas anchas y pobladas, el enérgico mentón cuadrado y duro, los largos brazos musculosos, el pecho alto y ancho… y, por contraste doloroso, piensa en Renato, rubio y frágil, aun cuando brilla en sus ojos claros la mirada de una inteligencia superior; en Renato, tan igual a su madre, heredero legal de su fortuna y su apellido, su único hijo ante el mundo…
—¡Francisco! —le interpela Sofía con voz alterada, penetrando en el humilde recinto—. ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? ¿Qué significa esto?
—Soy yo el que puedo preguntarte —dice D’Autremont, rehaciéndose de la sorpresa—. ¿Qué significa esto, Sofía? ¿Por qué no estás ya descansando?
—¿Puedo acaso descansar, cuando tú…?
—Cuando yo, ¿qué? ¡Acaba!
—Nada… pero quisiera saber desde cuándo vas tú, con una lámpara, comprobando y velando el sueño de los criados.
—¡No es un criado!
—¿Qué es? ¡Dilo de una vez! ¡Dilo!
—¿Eh? ¿Qué? —es Juan que despierta a causa de las alteradas voces—. El señor D’Autremont… La señora…
—No te muevas… quédate donde estás… Duerme… descansa… y mañana ve a buscarme en cuanto te levantes —le aconseja D’Autremont.
—¡Para que me hagas el favor de llevártelo de esta casa!
—¡Calla! ¡No vamos a hablar delante del muchacho!
Bruscamente la ha tomado del brazo, obligándola a salir al patio, encendidos los ojos con aquel arrebato de cólera violenta que le es tan peculiar, y con ira a duras penas contenida, la acusa:
—¿Es que has perdido el juicio, Sofía?
—¿Crees que me falta razón para perderlo? —se exalta Sofía—. ¿Crees que no tengo motivos para estar desesperada? ¡Estabas ahí, viéndole dormir, contemplándole como nunca miraste a nuestro Renato!
—¡Basta, Sofía, basta…!
—¡Ese niño es tu hijo! No puedes negarlo. Es tu hijo. Tu hijo… y de alguna de esas perdidas con las que siempre me has engañado. ¿De qué charca lo sacaste para traerlo a mi hogar, para darlo por compañero a mi hijo?
—¿Vas a callarte?
—¡No! ¡No me callaré! ¡Que me oigan los sordos! ¡Porque no voy a tolerarlo! ¡Es hijo tuyo y no lo quiero aquí! ¡Sácalo de esta casa! ¡Sácalo, o seré yo la salga con mi hijo!
—¿Quieres dar un escándalo?
—¡No me importa! ¡Saldré para Saint-Pierre! El Gobernador…
—¡El Gobernador no hace sino lo que a mí me dé la gana! —asegura D’Autremont bajando el tono de voz, que lo vuelve más amenazador—. ¡Vas a hacer el ridículo!
—El Mariscal Pontmercy fue amigo de mi padre, conoce a mis hermanos… ¡El tendrá que ampararme! ¡Porque yo…!
—¡Calla! ¡Calla!
—¡Papá…! ¿Qué le haces a mamá…? —grita Renato, acercándose angustiado.
D’Autremont ha soltado el cuello blanco que ya locamente apretaban sus manos; ha retrocedido tambaleante, mientras su hijo le hace frente con impulso fiero:
—¡No la toques! ¡No le hagas daño, porque yo… yo…!
—¡Renato! —reprende D’Autremont.
—¡Yo te mato si tú le pegas a mamá!
D’Autremont ha retrocedido aún más, apagada de pronto su rabia, totalmente desconcertado… Un momento mira sus manos que llegaron hasta el cuello de Sofía, luego, bruscamente, vuelve la espalda y se pierde entre las sombras…
—¡Renato!… ¡Hijo!… —exclama Sofía, rompiendo a llorar.
—Nadie te hará daño, mamá. Nadie va a hacerte nunca daño. Al que te haga daño, ¡yo lo mato!