Con paso lento, sobre los senderos mojados, Juan ha vuelto a la casa. Ha esquivado las escalinatas de piedra que dan a las anchas galerías, ha esperado que nadie lo observe y ha penetrado por la estrecha puertecilla del muro, cruzando los patios interiores, solitarios, apenas alumbrados por el pálido fulgor de una media luna que asoma entre las nubes desgarradas.
Con extraña precisión recuerda los detalles de aquella casa apenas entrevista, y, como una flecha que diese en el blanco, se detiene junto a las ventanas entornadas de aquellas lujosas habitaciones del ala izquierda, preparadas para cuatro semanas de felicidad: el departamento nupcial de Aimée y Renato.
—¿A quién esperabas, Aimée? —pregunta Juan destilando amargo sarcasmo.
—¿A quién si no a ti puedo yo esperar?
—No lo sé, no conozco a los hacendados vecinos a Campo Real…
—¡Basta! —chilla Aimée iracunda—. ¿Hasta cuándo he de soportar tus insultos?
—¡Hasta que yo me canse de insultarte! ¡Hasta que me sacie de decirte quién eres, hasta que te satures del odio y del desprecio que para ti guardo!
—Por odio y por desprecio, ya te hubieras marchado. Hay algo más que te sujeta, que te amarga, que te acerca a mí, aunque no quieras confesarlo. Hay algo que te hace desesperadamente mío, como hay algo que me hace a mí desesperadamente tuya. Sí, Juan, tuya… aunque, como dijiste antes, no quieres volver ni a mirarme a la cara. ¿Por qué no lo haces? ¿Por qué vuelves a buscarme a pesar tuyo?
—Supongo que un hombre es menos que un perro cuando una pasión lo hace su esclavo —se lamenta Juan mordiendo con rabia la confesión.
Ha dado un paso hacia Aimée, acercándose más, pero ella retrocede, mira a uno y a otro lado, espía en las sombras, pone atento el oído, y al fin toma a Juan del brazo, obligándole a alejarse unos pasos, mientras indica:
—Ven, estamos en muy mal lugar… Renato fue a acompañar al notario hasta el cuarto de doña Sofía, pero puede regresar, puede volver, y no debe encontrarnos hablando. Hay en él algo extraño. No sé si sospecha o si presiente, pero hay que tener prudencia, Juan. Mucha prudencia, mucho tacto, mucha calma… Hay que tener paciencia, Juan…
—Paciencia, ¿para qué?
—Para esperar… —Y con pasión suplicante, Aimée exclama—: Juan… Juan… Es inútil engañamos. Me quieres, Juan, me quieres. Tu ira, tus injurias, tu rudeza, tu crueldad no significan más que una cosa: todavía me amas. Puedes insultarme, maldecirme, golpearme; puedes pensar que sólo deseas mi muerte, pero en el fondo no es verdad… En el fondo, Juan, vida mía, ¡tú me amas!
Lentamente le ha ido empujando hasta el extremo del largo corredor, le ha hecho descender los cuatro escalones que separan la abierta galería de los anchos arriates, ocultándole tras la espesa enredadera. Está tan cerca, tanto, que su aliento de fuego, como una llamarada de pasión y locura, pasa sobre el rostro de Juan enardeciéndole, embriagándole… Y hay en su voz una mezcla de ruego y de orden, al decir:
—Sí, Aimée, te quiero. ¡Eres mía, mía, y mía aunque sea en el fondo del infierno! ¡Te quiero! Deberías estar muerta, debería haberte matado yo con estas manos, pero te quiero y te beso maldiciéndote, y deberías temblar porque cada minuto, al estrecharte, siento también el impulso de apretar más y más, hasta tronchar tu vida, para que no me mires con esos ojos que se me clavan como puñales, para que no me hables con esa voz que me penetra poco a poco, enloqueciéndome y envenenándome… Porque cuando te siento mía, aquí, a mi lado, como estás ahora, no soy un hombre, soy una fiera. Una fiera capaz de todas las infamias… Vámonos… en seguida, ahora mismo, en este instante. ¡Vámonos lejos!
—¿Pero estás loco?
—Claro que estoy loco. Sólo estando loco podría volver a estrecharte en mis brazos; sólo loco, demente, borracho, soy capaz de confesar que te quiero… ¡Vámonos!
—Espera un poco, Juan, espera —suplica Aimée en voz baja y angustiada, pues ha llegado a sus oídos el rumor de pasos que se acercan—. ¿Oyes…? ¡Es Renato! ¡Por Dios, calla un momento! ¡Calla!
Le ha echado los brazos al cuello, obligándole a inclinarse, ocultándose en la tupida enredadera de madreselvas, conteniendo el aliento, mientras llegan a ellos, claras y distintas, las voces de Mónica y Renato junto con el estampido de un trueno que acompaña al viento y a la lluvia que se han desencadenado de repente.
—Ya está aquí la tormenta otra vez, Mónica.
—Sí, Renato; pero no importa…
—¿Cómo no ha de importar? No puedo permitir que vuelvas a salir con este tiempo. Me ocuparé personalmente de esos traslados. Es preciso hacerlos, pero también es preciso que tú descanses… Muy pronto estarán las cosas de otra manera, con Noel y con Juan…
—¿Insistes en dejar a Juan en la casa?
—No va a quedar precisamente en la casa, pero si al cuidado de la hacienda. ¿Qué pasa? ¿También tú le tienes mala voluntad? Pensé que eran amigos…
—No somos, enemigos, pero… —balbucea tímidamente Mónica, haciendo un esfuerzo.
—Pues con eso es bastante. Por fortuna, mamá recibió bien a Noel, aunque tampoco éste se halla de mi parte con respecto a Juan…
—Entonces, Renato, ¿por qué…?
—No sigas, Mónica, te lo ruego. No me preguntes nada. Hay una sola respuesta que puedo darte: Juan vendrá a esta casa porque es justo. Si eso no conveniente, el tiempo lo dirá. Tú fuiste hija ejemplar y no creo que te sea difícil comprender el respeto que siento hacia la postrera voluntad de mi padre. Juan puede ser díscolo, ingrato, hasta malvado. No importa. Mi padre quiso que le tuviera junto a mí, que le tratara como a un hermano…
—¡Pero es absurdo…!
—No es absurdo. Contra todo lo que ustedes opinen, yo creo en Juan, tengo fe en la nobleza de su alma, porque tengo fe en el corazón humano. Hay algo que me dice que Juan es bueno. Sobre todo, que es leal, que es sincero, que es franco. No está amasado con pasta de traidores. Basta mirarlo a la cara para comprenderlo. Juan no es una fiera, como mi madre y los demás se empeñan en creer. Es honrado y, si algún día tiene que herirme, lo hará frente a frente, cara a cara. En eso, estoy seguro de no equivocarme.
—¿Entonces…?
—Entonces, nada. Confía en mí, sé lo que hago. Estás rendida y agotada. Anda Mónica, ve a descansar…
—En este momento no podría dormir…
—Entonces, para no retrasarme más, ¿podrías hacerme un favor?
—Los que quieras.
—Entra a esa alcoba y explícale a tu hermana que tengo que marcharme sólo por un par de horas. Temo que si soy yo quien le hable, volvamos a discutir, y por hoy tuvimos ya bastante…
—¿Tuvieron un disgusto? —pregunta alarmada Mónica.
—Vamos a dejarlo en desavenencia. Por fortuna, todo quedó bien, hicimos plenamente las paces, pero estas cosas siempre dejan resquemores y no quisiera volver a empezar. Adoro a tu hermana y creo en ella… quiero creer en ella antes que en nadie… Necesito la fe que me inspira, para poder vivir y respirar…
—¡Qué amargas son tus palabras, Renato! Parecen dictadas por la más completa desilusión.
—¡Qué disparate! Empecé por decirte que amo a tu hermana. La quiero tanto, tanto, que no podría vivir sin ella.
—¿Quieres decir que la amas por encima de todo, que pase lo que pase estás dispuesto…?
—No sé hasta dónde llega tu imaginación en ese pase lo que pase —la interrumpe Renato con grave gesto—. Perdóname si contesto a algo que ni remotamente soñaste pensar, pero deseo contestarlo: Si Aimée fuese indigna, lo que quedaría de ella y de mí, lo que quedaría de esta casa no vale la pena de mencionarse… Bueno, pero estamos hablando tonterías, perdiendo un tiempo precioso y ofendiendo con pensamientos absurdos a la más digna y adorable de las mujeres, que es tu hermana, sin agraviar lo presente, como dicen los campesinos. —Y con forzada jovialidad, suplica—: Ve junto a ella y acompáñala. Regresaré muy pronto. Hasta la vuelta, mi querida Mónica.
A la luz de un relámpago mira Aimée con angustia aquel rostro de Juan, duro y amargo. Aún resuenan en el ancho pasillo las pisadas de Renato alejándose, aún la sombra de Mónica no ha desaparecido en la entornada puerta de aquella habitación vacía. Junto al banco de piedra, al amparo de la espesa enredadera de madreselvas que los cubriese, sintiendo golpear los hilos de la lluvia helada sobre las mejillas ardientes, tiembla pensando cómo han podido llegar hasta él las palabras escuchadas, cuánto perdió en la ganada batalla. Juan, largo rato inmóvil, parece despertar bruscamente, oprimiendo su brazo con aquella ruda mano de marinero, que es como una tenaza, y ordena imperativo:
—¡Vámonos en el acto! Tenías miedo de tropezar con Renato, y ahora ni ese miedo hay.
—Pero Mónica está ahí, en mi cuarto —señala Aimée en voz baja—. Me buscará, me esperará un momento; luego saldrá a registrar la casa y dará la voz de alarma antes que hayamos podido alejamos. No podemos irnos ahora, ni veo tampoco la necesidad.
—¿Que no ves la necesidad? —pregunta Juan con indignada sorpresa.
—Escúchame, Juan. Si fueras capaz de oírme tranquilo un momento, te diría: ¿Por qué huir dando un escándalo, si estamos juntos, si hay mil medios de…?
—¡Calla! ¡Calla! No me propongas esa bajeza, esa suciedad, porque creo que entonces sí soy capaz de matarte. Dijiste que me querías, me hiciste confesar que yo también te amaba… ¡Ahora vendrás conmigo pase lo que pase!
De un brusco tirón, Juan ha obligado a Aimée, sacándola del escondite bajo la tupida enredadera de madreselvas donde largo rato han aguardado juntos, mirando muy de cerca, con furia contenida, el rostro de mejillas ardientes que no logran enfriar las heladas gotas de la lluvia. Rudo, salvaje, con un amor que parece odio, la estrecha entre sus brazos poderosos, haciéndola crujir…
—¡Juan… me ahogas…!
—Eso es lo que quisiera: matarte. Pero se me niegan las manos a apretar tu cuello… y tengo miedo, ¿sabes? Sí. Miedo de clavarte más todavía dentro de mí si es que te mato. Miedo de que tu imagen me persiga, de que me obsesionen tu voz, tus ojos y tu boca cuando ya no estés viva. Miedo de que me enloquezca el ansia de volver a verte y a oírte, cuando te haya matado…
La ha rechazado con brusquedad y da unos pasos hasta el centro del patio, indiferente a la lluvia que sobre él se arremolina, al viento que ahora empuja de nuevo las nubes, desgarrándolas para dejar asomarse, entre sus jirones, las estrellas. Mirando a todos lados, temblando por los ojos que puedan acecharla, Aimée llega hasta él en una súplica:
—Juan… escúchame… Me iré contigo, te juro que me iré contigo… Pero no en este instante, Juan. Me iré contigo al fin del mundo, a donde quieras llevarme. Te lo he dicho y te lo he jurado. Te lo juro de nuevo, pero ten un poco de calma. Quiero tu amor, quiero vivir para tu amor, no correr a encontrar la muerte…
—¡Nadie va a matarte si estás a mi lado! ¡Nadie llegará a ti mientras yo tenga aliento!
—Tú serás el primero que caigas, Juan. Y entonces, ¿qué sería de mí?
—¿Qué sería de ti? ¡También puedes morir en este instante!
—No. Tú no vas a matarme sabiendo que te amo. Tendrías que estar loco y no lo estás, Juan. Estás herido, resentido, celoso dudando de mi amor, complaciéndote en negar cada una de mis palabras, pero sin poder hacerlo porque tu propio corazón las afirma, porque hay cosas que no se fingen, y yo no podría acercarme a ti, ni estar en tus brazos, ni besarte como lo hago, si no te amara. Piensa un instante, Juan, piénsalo. Ya oíste a Renato… está sobre aviso…
—¡Que lo esté… que lo esté más! Si es lo único que estoy deseando… ¡Quiero que lo sepa, decírselo, gritárselo!
—Nos matará a los dos. Todo está de su parte: las leyes, las costumbres, la razón y el derecho. Estamos entre cientos de gentes que serán enemigos mortales, jauría de perros feroces para darnos caza. No, Juan, no, tú no puedes arrojarme así a las fieras. Antes que eso prefiero que de verdad seas tú quien me mates… y no quiero morir. ¿Por qué delito voy a morir? ¿Qué hice yo más que amarte, quererte porque me salió del corazón este amor? Y eres tú mismo el que me condena a muerte, ¿te das cuenta? Pero ¿por qué me miras de ese modo? ¿Me desprecias, Juan?
—Sí, Aimée, te desprecio.
—No me despreciarás cuando todo lo haya arreglado yo para huir sin peligro.
—¡Qué repugnante y qué mezquino sería huir sin peligro! Hay que huir ahora, jugándomelo todo, arriesgándolo todo, teniendo que luchar para defenderte, con las uñas y las zarpas, como una fiera. Huir ahora, entre todos los peligros, entre todas las desventajas, puedo hacerlo, quiero hacerlo. Pero luego, cuando lo hayas preparado para que todo sea una burla, ¡qué bajeza, Aimée, qué bajeza tan grande! Sin embargo, lo haré, esperaré… pero no a que tú lo prepares, sino a prepararlo yo a mi manera.
—¿Qué dices, Juan?
—Te pondré a salvo, no correrá peligro tu preciosa existencia, no arriesgarás nada para huir con Juan del Diablo. Te lo prometo… Para ti todo van a ser seguridades. Borraré el rastro y seré yo solo el que le haga frente a Renato…
—¡No, Juan, no! ¡Así no…!
—Así será. Me lo has prometido, me has dado tu palabra, me lo has jurado. ¡Basta ya de prometer en vano y de jurar en falso! Habrá que aguardar, pero no será mucho tiempo. Habrá que seguir disimulando… A ti no te costará gran trabajo y yo también estoy aprendiendo a hacerlo. Soy tu discípulo aventajado. Yo también seré traidor por un rato, seré cobarde, vil y embustero, y aprenderé a mentir sonriendo, y aceptaré el pan y la sal bajo el techo donde afilo el puñal con que herir por la espalda. Sí, Aimée, esperaré… esperaremos… Vas ganando, vas triunfando… Al fin y al cabo, ¿qué más da? Déjame darles la razón a todos: a doña Sofía, a Bautista, al viejo notario que tiembla nada más con mirarme… Déjame darle la razón a Mónica de Molnar. Al fin y al cabo, ¿qué más da?
—¡Por Dios, Juan, calla! —suplica Aimée repentinamente asustada—. Es Mónica… mírala… nos ha visto, nos está mirando… ¡Vete, Juan, vete…! Por Dios, escóndete, aléjate… Yo le diré que no era contigo con quien hablaba. Pero ahora vete, vete…
Juan se ha alejado, altivo y altanero, sin bajar la cabeza, sin ocultarse, y Aimée retrocede de espaldas hasta quedar de nuevo junto a la enredadera de madreselvas. Ahí se detiene como para tomar aliento y marcha luego, con lento paso de angustia, hacia aquella puerta entornada a la que Mónica se agarra porque el espanto la ha hecho tambalearse, porque se doblan sus rodillas y una frialdad de hielo, en lugar de sangre, parece correr por sus venas. Y con voz ahogada, reprocha:
—Estabas con él, ya lo vi…
—¿Con él? ¿Quién es él?
—¡Basta de farsas; guarda esos esfuerzos para los otros y úsalos, Aimée! Usa también la discreción y la prudencia, si no quieres que Renato acabe de comprender lo que te pasa.
—No entiendo nada de lo que dices…
—¿Cómo pudiste llegar a ser tan cínica?
—Por favor, basta… ¿Es que se han propuesto todos insultarme?
—¿Quiénes son todos? Renato y ese hombre, ¿verdad? Sobre todo, ese hombre que te mira como a la última de las mujerzuelas. Si le oyeras hablar de ti, si le oyeras expresarse con un desprecio tan hondo, tan brutal, que al ofenderte ofende a todas las mujeres…
—¡Calla! —la interrumpe Aimée hondamente disgustada.
—Supongo que frente a él no tienes más recurso que bajar la cabeza, que le has dado tú el vergonzoso derecho de tratarte como te trata…
—A él le he dado lo que me ha dado la gana, pero a ti no te doy el derecho de intervenir en mis asuntos, el de meterte en mis cosas, el de hablar cuando nadie te ha preguntado… ¿Qué sabes tú de la vida ni de nada?
—A mí me tocará preguntarte: ¿Qué sabes tú de honradez y de vergüenza? ¿Qué sabes de horror y de asco, si ni asco ni horror te da llegar hasta la última de las infamias?
—¡Mónica, que se me está acabando la paciencia!
—Y a mí… a mí… ¿hasta cuándo piensas que va a durarme?
—Por mí puedes hacer lo que quieras —invita Aimée en tono desafiante—. Aunque, desde luego, no harás nada, no irás a ninguna parte, porque no hay nada que puedas hacer. Mejor dicho, sí hay: volverte a tu convento, que es la única actitud razonable que puedes tomar y si no quieres ya ser monja, vete a tu casa de Saint-Pierre, que es donde debes estar. Vete y llévate a mamá; ¡vete y déjame en paz, porque aquí no haces falta!
—Me iré con una sola condición: que hagas marcharse a Juan. Si él se va de veras, si se aleja de la Martinica, yo… yo…
—¿Te irías si yo te diera mi palabra de que Juan se va?
—Me iría después de haberlo visto marchar. Te conozco, Aimée, te conozco demasiado bien, supongo que por desgracia para ambas.
—Pues si me conoces, sabrás que yo no renuncio a nada jamás, que no renuncio ni al placer ni a la riqueza, teniendo ambas cosas en la mano.
—¿Qué pretendes…?
—Lo que pretendo está muy claro, y por qué medios he de lograrlo es cuenta mía. Por tu bien te aconsejo que te vayas, por tu bien exclusivamente, Mónica. No quiero ir contra ti, no quiero destrozarte a ti de paso, pero como enemiga leal te advierto, te he advertido ya cien veces, y ésta es la última, Mónica… ¡apártate de mi camino, porque a la hora de la verdad no veré nada, no miraré nada!
—Tu camino no es el que supones y es por tu bien que quiero cerrarte el paso.
—Basta, Mónica, mi vida entera me la estoy jugando a una carta. La batalla es tan dura que me va en ella hasta la vida. No quieras interponerte, porque serás tú la primera víctima…
—Óyeme, Aimée… he querido apartarte, he querido dejarte… en un momento he pensado que acaso tienes razón, que tu vida es tuya, que tuyos son también esos hombres que por amor se te han entregado… He querido renunciar a todo y apañarme de todo, hasta del derecho de defender a Renato contra tu maldad; he querido apartarme y alguien me ha suplicado llorando que no lo haga. ¿Sabes quién? ¡Nuestra madre! Nuestra pobre madre, a quien nada te has preocupado de ocultar, que vive en la zozobra horrible de lo que puedas hacer, de lo que pueda ocurrirte… Nuestra pobre madre cuyos últimos días amargarías con una infamia, cuyas canas quieres manchar con un escándalo, con una acción indigna… No sólo por mí, no sólo por Renato, por ella también te ruego, Aimée… —Mónica se interrumpe de pronto, y exclama sorprendida—: ¡Oh, Renato…!
—Sí, soy yo —confirma éste acercándose—. ¿Pero qué pasa, Mónica?
—Nada… hablábamos. ¿Cómo has vuelto tan pronto?
—Por una feliz casualidad. Acababan de ensillarme el caballo cuando vi a Juan. Se me ocurrió pedirle que tomara mi lugar y aceptó de buen grado. Encantado y sorprendido le di amplios poderes y acaba de salir para su primera comisión como jefe general de los trabajadores de la hacienda. ¿No fue magnífico? ¿No te alegras que haya regresado casi inmediatamente, Aimée?
—¡Claro! Me alegro de todo: de tu regreso, de la buena disposición de Juan, y no tengo que lamentar más que una cosa: la determinación que tiene Mónica de dejarnos…
—¿Dejarnos…? —se sorprende Renato.
—Por eso precisamente discutíamos. Mónica se ha empeñado en volver a Saint-Pierre llevándose a mamá. Dice que para una luna de miel hay demasiada gente en esta casa, y se nos va, Renato, se nos va…
Con sonrisa diabólica, Aimée se ha vuelto hacia su hermana que un instante queda desconcertada con la sorpresa de aquel cinismo, de aquella audacia inesperada. Va a protestar, va a alzar la voz con la violencia de quien no puede contenerse más, pero sus ojos tropiezan con los de Renato a los que asoma una expresión de disgusto y fastidio. Para él no es más que una intrusa, impertinente y caprichosa; pero aquella expresión sólo dura un instante, cambia en seguida en el noble rostro varonil, encendiéndose con un cálido gesto de bondad humana que llega hasta el fondo del corazón de Mónica cuando explica con suavidad:
—Ese punto lo hemos discutido ya varias veces. Pensé que estaba totalmente arreglado. Desde luego, no tengo derecho a retenerte por la fuerza si quieres marcharte, Mónica. Te he rogado, te he suplicado, con franqueza de hermanos te he dicho hasta los móviles egoístas que me impulsan a rogarte que nos acompañes. Si de todos modos quieres irte, ¿qué puedo ya alegar? Sólo puedo pedirte que me perdones… Viniste a descansar y te he cargado de trabajo. Buscabas tranquilidad y arrojé sobre ti el fardo de mis preocupaciones más pesadas. Pero puedo jurarte que no pensaba seguir abusando… Ya ves que inmediatamente he incorporado a Juan en mis proyectos, y…
—No sigas, Renato —interrumpe Mónica profundamente dolorida.
—Haz lo que quieras, Mónica. Si consientes en quedarte unos días más, te prometo dejar que en verdad descanses. Y, de todas maneras, perdóname… ¿Vamos, Aimée?
—¡Un momento, Renato! No puedo dejar que te retires con esa impresión… —empieza a decir Mónica; más Aimée interviene con hipócrita ternura:
—Pero, querida…
—¡Es a Renato a quien hablo! —corta Mónica con determinación—. Aimée ha interpretado mal mis palabras. Me quedaré todo el tiempo que juzgue puedes necesitarme, Renato…
—Ahora soy yo quien dice: No es eso, Mónica. Tu ayuda es preciosa, pero…
—La pobre Mónica está rendida —continúa Aimée—. Tan nerviosa, tan cansada, que apenas sabe ni lo que dice. Yo sí creo que hemos abusado de su bondad.
—¿Quieres callarte, Aimée? —ordena Mónica sin poderse contener. Y con firmeza, asegura—: Me quedaré, Renato. ¡Me quedaré, aunque me echen!
—¿Pero quién te está echando? Esto es jugar a los despropósitos… Tú sola hablaste de marcharte, Mónica. Digo, me imagino que fuiste tú sola, por lo que dice tu hermana…
—Naturalmente —se apresura a confirmar Aimée—. ¿Qué más quiero yo que tenerlas aquí? Y digo tenerlas, porque has de saber que Mónica ha cambiado de idea. Ya no quiere volver al convento, sino a casa, llevándose a mamá. Parece ser que nuestra futura abadesa cuelga los hábitos y probablemente busca con quién casarse…
—¿Quieres callarte ya? —grita Mónica con irá incontenible.
—Perdóname —se disculpa Aimée con burlona y mala intención—. Puede que me haya equivocado… Me pareció entender algo así como que ahora te movías a impulsos de un amor humano…
—¡Cállate, Aimée! —repite Mónica fuera de sí.
—Naturalmente… cállate —interviene Renato en dulce tono suave—. ¿No ves que la disgustas? Y tú, Mónica, tampoco lo tomes de ese modo. No creo que el asunto tenga nada de particular, pues nunca me pareció lógico que encerraras en un claustro tu juventud y tu belleza, a menos que una verdadera vocación te arrastrara a ello. Si comprendes a tiempo que te has equivocado, nada más lógico y humano que rectificar… pero sin disgustarte. No creo que haya en Aimée la menor intención de causarte un disgusto. Es sólo traviesa y burlona, como tú bien lo sabes. Si alguien podría sentirse resentido soy yo por tu falta de confianza. ¡Me hubiera gustado tanto que me hablaras de tus sentimientos y de tus dudas, como a un verdadero hermano! ¿O acaso no he sabido serlo para ti? —Le ha tomado la mano, aquella mano blanca que tiembla entre las suyas, y sonríe mirando al fondo de las pupilas que huyen de él como si temieran gritarle lo que con ansia el alma calla—. Las confidencias no se fuerzan, Mónica, pero quisiera que supieras, que tuvieras siempre presente, que soy tu mejor amigo, que en mí siempre puedes confiar…
—Así lo creo, Renato. Yo también soy y seré para ti, la mejor amiga.
—Lo creo, lo creí siempre. Pero ¿por qué lloras al afirmarlo? ¿Es sólo que estás nerviosa, como dice Aimée?
—Pues claro. Entre sus nervios y sus complicaciones sentimentales… —se burla Aimée con mordacidad.
—No la molestes, Aimée. Y tú, Mónica, no le hagas caso. ¿Es cierto que estás enamorada? ¿No me puedes decir a mí el nombre del dichoso mortal? Te advierto que tendrá que ser muy bueno para merecerte, para que yo lo juzgue digno de ti, y perdóname la petulancia de hermano mayor, para que yo le permita recibir el tesoro que tú representas. —La ha besado en la frente, aquella frente blanca como de mármol, bajo la que giran los pensamientos como un torbellino de locura, y de pronto se alarma—: Estás helada, Mónica, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? —Aimée ha dado rienda suelta a una risita mordaz y burlona, y Renato, sereno pero disgustado, la reconviene—: ¿Qué pasa, Aimée?
—Perdóname… no pasa nada. Pero ustedes dos me hacen muchísima gracia, no puedo remediarlo. Son maravillosos, perfectos… y graciosísimos, además…
—No veo el sainete; pero, después de todo, con reír no creo que le haga daño a nadie —acepta Renato resignado. Y afectuoso y grave, saluda—: Buenas noches, Mónica, confío en que un buen sueño te hará sentirte mejor. Hasta mañana…
—Hasta mañana —corresponde Mónica con un hilo de voz, viendo alejarse a los esposos y enfureciéndose ante la risa otra vez burlona de Aimée.
—¿De qué te ríes Aimée? —pregunta Renato algo molesto.
—De nada… Más vale que me ría y no que lo tome por lo trágico.
—¿El qué vas a tomar por lo trágico?
—Bueno… todo lo que pasa: las actitudes gratuitamente agresivas de mi hermana, tu ataque de sentimentalismo fraternal, tu afán de ocuparte de todo el mundo… y lo poquísimo que te ocupas de mí, al tener que ocuparte de todos los demás.
—¿Celosa? —sonríe Renato cariñoso y halagado.
—¡Oh, no! ¿Por qué? No hay motivo; es decir, creo yo que no hay motivo. Pero hay que ver lo que quieres a Mónica…
—Es nuestra hermana. Además, me preocupa… No está bien, la noto pálida, delgada, como atormentada por algo que guarda celosamente.
—Es natural… está enamorada. Se le ve a la legua.
—¿Pero de quién puede estarlo? Francamente, yo no acierto.
—De cualquiera —elude Aimée en tono impregnado de frivolidad—. A lo mejor de Juan del Diablo…
—¿Cómo? ¿Qué? —exclama Renato sorprendidísimo.
—Digo yo… Juan del Diablo es un hombre como los demás. Es todo un buen mozo, y ahora, con el nuevo empleo que le has dado, hasta un buen partido. Mónica no es ambiciosa…
—¡Es absurdo, descabellado! Ni en broma debes…
—Has tomado en serio el papel de hermano mayor con ella —ríe Aimée, divertida—. No te disgustes, hombre, que estoy jugando. Al fin y al cabo, no es un imposible, y tendría gracia… Argumento para una novela por entregas: «La monja y el pirata»…