—Colibrí, ¿vienes conmigo a dar un paseo?
—Al fin del mundo voy detrás de usted, patrón. Saltando sobre una y otra pierna, hacia delante y hacia atrás, con aquella agilidad que le ha valido el mote que ostenta, sale Colibrí tras de Juan rumbo a las amplias cuadras que ocupan el fondo de la casa. Son las seis de una espléndida mañana, el aire transparente, el cielo azul muy claro y los primeros rayos del sol asoman dorando las cumbres limpias por excepción, de aquellas tres montañas que se alzan como gigantes petrificados sobre la fértil tierra martiniqueña: Mont Pelée y los picos de Cabet.
—¿Hasta dónde vamos, mi amo?
—Por lo pronto, a buscar un caballo.
—A mí no me gustan los caballos, mi amo. Ni los caballos, ni los burros, ni los coches, ni las montañas… Me gusta el mar. ¿Cuándo vamos para el mar, patrón?
—No lo sé, Colibrí. Tal vez mañana mismo, acaso nunca más…
—Qué raro se ha vuelto usted, patrón. Antes lo sabía todo, hasta lo que iba a pasar dentro de un año… y ahora no sabe ni lo que usted mismo va a hacer mañana.
—¿Te extraña? Algún día sabrás que así marcha un barco, cuando es una mujer la que toma el timón de nuestra vida, Colibrí.
—Pero usted dijo antes que no había más ama nueva…
—No… no hay más ama nueva. Pero cuando una pasión nos hace su esclavo, el ama es la desesperación, y el rumbo, la ruta de la desgracia… ¡Mira…!
Se ha detenido sujetando al muchacho. Ya están muy cerca de la entrada de las caballerizas y no se ve por ahí ningún sirviente. Pero alguien saca un caballo del pesebre. Unas manos blancas buscan al azar una montura, se extienden hasta alcanzar uno de los frenos colgados de la vía central de la cuadra… Una mujer se dispone a ensillar por sí misma un caballo, y hacia ella va Juan con rápido paso, ofreciéndose:
—¿Puedo ayudarla en algo?
—¡Oh… usted…! —se sorprende Mónica.
—¿No hay un criado que pueda hacer esto en su lugar?
—Sin duda, pero es muy temprano y prefiero no molestar a nadie ¿Quiere seguir su camino y dejarme en paz?
—Mi camino es éste, Santa Mónica. Me acerqué para ensillar un caballo en el que dar un paseo. Me es igual ensillar dos o, mejor aún, enganchar mi cochecito y llevarla, ya que parece gustar, como yo, de los aires matinales. ¿A dónde es el paseo? Colibrí, ayúdame un poco… Vamos a enganchar el coche…
—Sí, patrón… volando… —aprueba el muchachuelo alegremente.
—Ya le he dicho que no quiero que nadie se moleste por mí.
—No es molestia; al contrario. ¿No ha visto la alegría de ese monigote? Le tiene horror a los caballos… le encanta la idea de que vayamos a pasear en coche. Daremos un paseo al llevarla a usted a donde vaya. No creo tener nada que hacer en todo el día.
—Usted sólo tiene que hacer una cosa, Juan: marcharse… Irse pronto… ¡Irse para siempre!
—¡Caramba! ¿No sabe usted decirme otra cosa? Resulta monótono escucharla. Cuando no aconseja u ordena, insulta. Resulta usted terrible, señorita Molnar —comenta Juan en tono de guasa.
—¿Cómo puede bromear? ¿Es que no se da cuenta de la situación en que nos coloca a todos su presencia aquí? ¿Por qué se empeña en quedarse? ¿Qué espera? ¿Qué aguarda?
—¿Alguna vez se le ha ocurrido a usted preguntarse qué espera, qué aguarda el náufrago que en medio del mar se aferra a un resto de lo que fue su nave, mientras el sol abrasador le tortura hasta enloquecerle, mientras la sed le afiebra y le extenúa el hambre, mientras a su alrededor ve asomarse a las feroces bestias del mar? ¿Se ha preguntado usted qué aguarda, cuando con sus ojos casi ciegos recorre el horizonte por donde no se asoma la esperanza de un barco? ¿Por qué sigue aferrado al madero con los dedos heridos, crispados? ¿Por qué sigue tragando el agua amarga que le cae en los labios, en lugar de soltarse y acabar de una vez? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué?
—Bueno… —reflexiona Mónica, dubitativa—. Eso es distinto. Será por instinto de conservación, por deber y derecho humano de defender su vida… ¡Él espera un milagro que lo salve! Pero usted…
—Yo estoy como ese náufrago, Santa Mónica, y no creo en los milagros…
—¿Y no cree tampoco en la bondad humana, Juan… de Dios?
—No, no creo en ella. Aunque me dé usted ese ridículo hombre que no tengo por qué llevar. Supongo que se burla de mí con el mismo derecho que yo de su presunta santidad.
—Yo no me burlo de nadie, Juan. Primero le creí a usted una fiera, un bárbaro… No voy a negárselo. Después, al saberle hombre, al sentirle humano, al ver que a pesar suyo no es indiferente a la amistad de Renato y no fue del todo sordo a mis súplicas, tengo que decirle: ¿Para qué prolongar esta situación horrible? Acepte su fracaso y váyase.
—Yo no he fracasado. Aimée me quiere. A su modo, pero me quiere. Sin santidad, sin dignidad, si me deja que le hable claro. Me quiere y me prefiere, como tantas veces me prefirieron las mujerzuelas de las tabernas del puerto. Creo que es capaz de venir conmigo a donde yo quiera llevarla.
—¿Pero está loco? ¿Están locos los dos? ¿Cómo puede estar pensando en una cosa semejante? ¿Quiere… pretende… espera…?
—Me ha pedido que no la abandone; me lo ha suplicado llorando. Cuando usted llegó anoche tan oportunamente a ocupar su lugar, eso era lo que ella me pedía, y mi respuesta fue aceptar el cargo que me ofrecía Renato.
—¡No! ¡No es posible! ¡No puede llegar a ese extremo la maldad humana!
—La maldad humana es capaz de llegar infinitamente más lejos de cuanto usted pueda imaginar —asegura Juan con gesto adusto y voz enronquecida.
—¡No! ¡No! ¡Tendrían que ser dos monstruos! ¡No pueden destrozar así el honor y la vida de Renato! ¡No pueden herirle de esa manera, porque hay un Dios en los cielos y ese Dios enviaría sobre ustedes sus rayos…!
—No diga tonterías, Santa Mónica —ríe Juan amargamente. Y volviéndose hacia donde se encuentra el muchacho negro, lo llama—: ¡Colibrí! ¡Ven acá! Acércate… quítate la camisa…
—¿Cómo? ¿Qué? —se extraña Mónica.
—Esta señorita quiere ver tu espalda, Colibrí. Quiere ver las huellas de tus golpes y de tus quemaduras. Quiere enterarse, porque no lo sabe y va a palparlo en este momento, hasta qué extremos pueden llegar la maldad y la crueldad humanas. Quiero que le cuentes lo que ha sido tu vida, lo que han hecho contigo aquéllos con quienes estabas antes. Y quiero que usted escuche esos relatos, señorita Molnar, y que después me diga dónde estaba Dios cuando las bestias con figura humana, que fueron sus amos, lo maltrataban de esta manera. ¡Quiero que me diga usted dónde estaba Dios, señorita Molnar, y por qué no envió entonces uno de sus rayos!
Brusco, violento, relampagueante la mirada, Juan del Diablo ha despojado a Colibrí de su camisa de hilo blanco, desnudando el pequeño cuerpo, alzándolo en sus brazos para que ella pueda verlo más de cerca, mirando con ansia el bello rostro de mujer, que ya no expresa indignación ni cólera, sino espanto, dolor y piedad, cuando balbucea:
—No… no es posible… Este niño… esta pobre criatura…
—Véalo, pálpelo, escúchelo hablar. Él le dirá lo que puede sufrir una criatura humana sin que se conmuevan los cielos. Mire estos hombros destrozados por las cargas de leña, superiores a sus fuerzas de niño; estos pobres huesos deformados por el hambre y los malos tratos. Vea las cicatrices de las quemaduras, de los latigazos… Para los hombres que lo explotaban era menos que una bestia, menos que un perro cubierto de carroña: era un niño negro, huérfano, abandonado, sin una ley capaz de protegerlo, sin una mano que se alzara para detener la de sus verdugos…
—¿Pero dónde? ¿Dónde halló usted a esta criatura?
—¿Dónde? ¡Qué más da! ¿Acaso no hay millares como él? ¿Acaso estas horrendas cosas no pasan en todos los rincones de la tierra? ¿Acaso cada día no se cometen atrocidades semejantes bajo todos los cielos? Sí… la crueldad humana es infinita y Dios no envía sus rayos… Siguen triunfando los malvados, siguen los fuertes pisoteando a los débiles. Y cuando una de estas criaturas, tratadas peor que una sabandija, logra sobrevivir y se alza llena de todo el rencor del mundo, saturada de toda la crueldad que contra ella usaron, cuando un niño así llega a hombre, ¿cómo puede pedirle a nadie que se sacrifique por los que siempre fueron dichosos? ¿Cómo puede esperar nadie de él más que odio y crueldad?
—Pero usted… usted…
—Sí… Yo soy ése… Me enseñaron a odiar, a herir antes de que me hiriesen, a matar para que no me mataran, y si no hubiera logrado aprender esa lección, que tan duramente me enseñaron, no estaría vivo frente a usted, señorita Molnar. No espere de mí nada; no espere conmoverme jamás con súplicas y lágrimas. Las odio, las detesto, no sé lo que es piedad. Seguiré por mi camino, destrozándolo todo si es preciso. Y no tenga usted miedo, ¡que Dios no envía sus rayos! Nada tengo resuelto con respecto a su hermana, pero no es por piedad. Ignoro el significado de esa palabra… Ahora, voy a enganchar el coche para llevarla a ese maldito viaje…
Se ha alejado dejando antes en el suelo, junto a ella, el oscuro muchacho semidesnudo que la mira con los grandes ojos llenos de asombro. Y ella se inclina contemplándolo como si por primera vez le mirase, y viese a través de él mucho más allá; todo un mundo dolorido y trágico. Y en ese mundo, Juan… el niño que fue Juan del Diablo… Y mientras piensa en él, sus blancas manos resbalan acariciando la piel oscura de Colibrí, sus horribles cicatrices, aquella pobre carne cándidamente negra, inocente y torturada, y de pronto le estrecha contra su corazón y lo besa con una ternura nueva, pura y distinta, que cual un diáfano manantial le sube desde el corazón hasta los labios, de donde brota con infinita piedad el lamento:
—¡Pobre Colibrí!
—¿Usted es el ama nueva? El patrón dijo que veníamos a la Martinica a buscar al ama nueva… Después dijo que no había más ama nueva, pero ahora… ahora… Él dijo que el ama era linda, que el ama era buena… —La ha mirado con un ansia encendida en las pupilas color de azabache, con un hambre de calor y cariño, y Mónica vuelve a estrechar contra su pecho la redonda cabeza de cortísimos cabellos rizados—. Es usted mi ama nueva, ¿verdad?
—No, Colibrí. Ni tuya ni de nadie. De nadie soy ama, porque nada me pertenece en este mundo… Ni siquiera mi corazón…
—Listo el cochecito. ¿Quiere montar? —la interrumpe Juan que llega con el coche, parándolo frente a ella.
—¿Por qué tiene que molestarse por mí?
—Porque no es molestia ni me cuesta nada. Lo que no cuesta nada se da con facilidad…
—Tiene razón. Tiene razón en eso, como en muchas cosas más.
—Tengo razón en todo —asevera Juan con rudeza—. Cuanto digo no es más que la verdad.
—No es verdad todo cuanto dice —refuta Mónica suavemente—. Usted niega que en su corazón haya piedad, usted niega que haya amor, y hay ambas cosas, Juan de Dios.
—¡Juan del Diablo! —se encrespa Juan.
—Como usted quiera… Juan del Diablo… capaz de ayudar a una mujer que le fastidia y de salvar a este niño, rescatándolo de un infierno por el que usted mismo ha cruzado…
—¡No lo hice por piedad!
—¿Por odio entonces? —indaga Mónica con ironía.
—Tal vez… o acaso por egoísmo. Colibrí soy yo mismo, su infancia fue mi infancia. También a mí, algunas veces alguien supo mirarme como a un ser humano…
—Renato D’Autremont… Recuerdo una por una las palabras que pronunció ayer. El padre de Renato también quiso rescatarle…
—¿El padre de Renato? Creo preferible que no hablemos del padre de Renato, Santa Mónica.
—¿Por qué?
—Porque… llegaría usted tarde a donde va… Vamos, arriba… Tú también, Colibrí. Sube con ella. No es la primera vez que Santa Mónica te lleva a su lado.
—Ni será la última. Colibrí es mi amigo ya.
—Muy bonita frase, pero no me conmueve.
—¡Ni aspira a conmoverlo, Juan del Diablo! —se enfurece Mónica.
—¿Quiere usted un «plantador», Noel?
—¡Oh… caramba! —se sorprende el notario acercándose a Juan.
—Sírvase éste. Llenaré para mí otro vaso. Supongo que cuando ponen aquí este hermoso jarro y estos vasos, será para que los huéspedes nos atendamos solos. ¡A la salud de usted, Noel!
—No, no, gracias, Juan, no voy a tomarme ese brebaje. Pero gracias a Dios que te echo por fin la vista encima…
El notario se ha acercado hasta la mesa de mimbre que sostiene media docena de vasos y una gran jarra de aquella popular bebida martiniqueña hecha de jugo de piña con ron blanco, y observa con desconfianza el vaso lleno, mientras Juan apura el suyo hasta el fondo y vuelve a llenarlo.
—Llevo dos horas dando vueltas en la casa sin tropezar con nadie, ni siquiera con un sirviente.
—Beba su «plantador»… resulta refrescante —invita Juan haciendo caso omiso de la observación de Pedro Noel.
—¿Quieres decirme lo que ha pasado, Juan?
—Poca cosa, por no decir, nada. Creo que está a la vista.
—No vas a querer volverme loco, ¿eh? Creo que si estoy aquí fue porque me espantaste, porque saliste de mi casa de una manera que me dejaste turulato. Hubiera pensado que estabas loco, que de repente te habías trastornado, si no fuera por lo extrañísimo que es todo cuanto está pasando.
—Sí, todo es extraño, sorprendente…
—Anoche, por tu actitud y por tus medias palabras, entendí que debía callarme la boca. Muerto de inquietud y de curiosidad, estuve esperándote en mi cuarto, pero amaneció y no llegaste por allá. Salí a buscarte y no estabas en la casa ni nadie supo darme razón de ti… ¡Por Dios vivo, respóndeme, Juan!
—¿Qué quiere que le responda?
—Lo que está pasando… lo que ha pasado. Te enfureciste hasta perder la razón cuando leíste la tarjeta del matrimonio de Renato con la señorita Molnar. Pareció enloquecerte de furia la noticia de esa boda. Saliste con cara de degollar a tres o cuatro. Pasé una noche horrible, salí hacia aquí con mil trabajos y en un coche alquilado que me dejó a mitad del camino, y cuando por fin llego a esta casa te hallo mano a mano con Renato, en calidad de huésped de honor.
—En calidad de futuro administrador de Campo Real. Al menos, ésa fue la proposición de Renato. Y yo la he aceptado.
—Pero… pero… cada palabra que dices me enreda más. ¿Viniste en esa forma tan extraordinaria para que Renato te nombrara su nuevo administrador? Me estabas hablando de mil cosas distintas, de mil proyectos: de arreglar tus papeles, de armar un tren de pesca, de reconstruir la cabaña, o mejor dicho, de hacer una residencia habitable en tu Peñón del Diablo, de casarte… Y de pronto…
—De pronto, todo se vino abajo. Fue como si esas montañas que tenemos delante cayesen hechas polvo, como si se abriese la tierra y por sus grietas vomitase fuego, como si el mar se alzara para pasar barriendo y arrasando cuanto hallara a su paso… Pero, olvídese de cuanto le preocupe o le moleste. Beba su «plantador», y aguardemos… Yo le acompaño con el tercer vaso.
—¡Basta! No estoy para bromas. ¿A qué hemos de aguardar?
—Es lo que me pregunto yo a mí mismo. ¿A qué aguardar? ¿A qué estoy aguardando? —confiesa Juan con lenta amargura. Más de pronto, cambiando a un tono medio irónico, medio jovial, exclama ¡Oh…! Aquí llega la joven señora D’Autremont. Anoche no me hizo el honor de sentarse a la mesa. Ahora sí parece dispuesta a hacernos los honores de la casa. Qué bella es, ¿verdad, Noel?
Con los labios entreabiertos de asombro, ha vuelto la cabeza el notario para ver acercarse a Aimée, realmente deslumbrante en estos momentos. Lleva un ceñido traje de seda roja, lo bastante escotado para mostrar el cuello perfecto, los impecables brazos de color de ámbar. Los brillantes cabellos negros, recogidos con gracia criolla, caen por el cuello hasta la espalda, brillan los ojos negros como dos estrellas tropicales, y se entreabre la boca fresca, jugosa, tentadora, con una sonrisa indefinible, como si destilara miel y veneno al propio tiempo. Tras mirarla a ella, Noel observa a Juan, que ha palidecido bajo la piel tostada. Un instante cruza por sus pupilas un relámpago de amor y de odio, de desesperación y de deseo, también de ciega e insensata esperanza, y escapa la súplica angustiada de la garganta del viejo amigo:
—¡Juan… Juan…! ¡Tienes que salir inmediatamente de esta casa!
—Buenas tardes —saluda Aimée aproximándose adonde se hallan los dos hombres.
—Buenas tardes, señorita —corresponde Noel visiblemente turbado.
—Señora ya, señor Noel —rectifica Aimée con suave naturalidad—. ¿Cómo está usted? Anoche no tuve la oportunidad de saludarlo. No me sentía bien y me acosté temprano. ¿Hizo un buen viaje?
—Regular nada más.
—Vino usted llamado por mi esposo, ¿verdad? Los dos hombres se han mirado en silencio: el anciano notario totalmente desconcertado; Juan con su amarga sonrisa de cinismo en los labios, la fiera máscara helada que impone a su dolor y a su amor. Como si tomara una resolución repentina, responde Noel a la espléndida muchacha:
—En realidad, vine para ocuparme de los asuntos de Juan.
—¿Ah, sí? ¿Llamado por él?
—No precisamente llamado, sino por la necesidad de puntualizar ciertas cosas. El bueno de Juan, que es mi amigo y cliente desde que era niño, es demasiado violento, demasiado arrebatado. Me dio una serie de órdenes tan confusas cuando estuvo en mi casa, que no pude entender lo que de veras quería. Él tenía sus proyectos al llegar, que me parecieron excelentes… Quiere cambiar la goleta por unos cuantos barcos pesqueros, reconstruir su casa en el Peñón del Diablo, poner en orden sus papeles, emplear razonablemente el dinero que trae… Son ideas excelentes… —Y con marcada intención, prosigue—: Sería criminal si alguien tratara de quitárselas, de llevarle por otros rumbos… No, no exagero, señora D’Autremont. Seria sencillamente criminal… Juan, he venido a buscarte; tu presencia es necesaria en Saint-Pierre…
—Aquí también hace mucha falta… más falta que en ninguna parte —asegura Aimée—. Renato cuenta con él. Está en apuros graves, precisamente por su falta de carácter. Si Juan se encarga de la administración de Campo Real, será aquí el verdadero amo.
—Creo que el único verdadero amo debe ser el señor D’Autremont —rectifica Pedro Noel—. Juan es demasiado independiente, demasiado violento, demasiado impetuoso para poder someterse a los intereses de nadie. Por el bien de todos, es mejor que venga conmigo ahora mismo.
—No iré, Noel, no iré —rehúsa Juan—. La señora D’Autremont ha dicho una cosa muy interesante, y en la que tiene más razón de la que ella misma piensa. Si me quedo en Campo Real, seré el amo de todo. Es grato mandar donde se ha sido menos que el último sirviente…
—¡No es grato hacer daño a los que sólo bien nos desean! —rebate el viejo notario.
—El bien y el mal son dos conceptos muy confusos; cambian según quien lo reciba y quien lo haga —sentencia Juan.
—¡Caramba! No te conocía como filósofo, Juan —comenta Renato que ha oído las últimas palabras de Juan, y se ha acercado al grupo—. Buenas tardes a, todos. Me alegro de verte con tan buena cara, Aimée… Pero volviendo a tus palabras, Juan, déjame decirte que difiero de tu opinión. El bien y el mal son cosas concretas y claras. El camino recto no es más que uno y tarde o temprano se arrepienten los que lo abandonan. Cada hombre honrado lleva un juez en su corazón…
—¡Caramba… cada hombre honrado! ¿Conoces tú a muchos de esa clase?
—Conozco por lo menos a dos, y los tengo delante. Por eso quiero que me ayuden a gobernar esta finca, que es casi como un pequeño estado. Pero sentémonos, ¿no les parece? Tomemos algo…
—Para mí, medio vaso —indica Aimée—. Digo, si es que me permiten quedarme en esta reunión de caballeros…
—Por supuesto —accede Renato—. He pasado la noche y parte de la mañana acompañando a mi madre…
—¿Doña Sofía se encuentra mal? —se interesa Noel.
—Sí. Por desgracia, cada día más delicada, lo cual hace mi labor más difícil. Mi madre y yo, que nos adoramos, solemos, no obstante, vivir en absoluto desacuerdo. Muy rara vez acertamos a compaginar algo; pero, cediendo yo un poco y ella otro poco, hemos logrado firmar la paz…
Ha hecho una pausa, apurando el contenido de aquella bebida de aspecto refrescante que pone fuego en las venas, mientras se cruzan en el aire las miradas de los demás. El ambiente se hace cada vez más espeso, como si bajo el cielo encapotado las pasiones contenidas se hinchasen lentamente con turbias ráfagas de tempestad. Pero Renato sigue hablando con su voz clara y amable de caballero:
—¿Sería pedirle demasiado, Noel, que volviera a ser nuestro consejero legal?
—Bueno, Renato… yo… Si ha hablado usted con su madre claramente, sabrá…
—Mi madre está conforme. Acepta y me da con ello una alegría. Juan aceptó ya… No creo que vas a volverte atrás, Juan. He hablado mucho de ti con mi madre…
—Voy a usar, acaso prematuramente, de mis derechos de consejero, y con toda franqueza, aunque sea delante de Juan, no me parece que ésa sea una medida acertada. Juan, que en efecto ha decidido cambiar de vida, tiene otros proyectos que van mejor con su carácter. Yo me encargaré de ayudarle a realizarlos. Arreglaremos sus papeles, construiremos una verdadera casa en el Cabo del Diablo… Estoy seguro que por muy poco dinero puede quedar todo eso arreglado. ¿No le hablaste a Renato también de tu proyecto de un tren de pesca? El negocio puede ser muy bueno en manos de un hombre como Juan…
—Tan bueno que podemos hacerlo en grande, Noel —afirma Renato—. Campo Real tiene leguas de la costa más rica en pescado de la isla entera. Una vez que hayamos arreglado las cosas de la plantación, podemos intentar…
Renato ha seguido hablando, pero Juan no le escucha, no ha oído apenas sus palabras. Se ha ido alejando hasta llegar a la baranda que da sobre el jardín y Aimée se pone de pie suavemente, yendo tras él.
Noel ha mirado a Renato que contempla las dos figuras, juntas ya cerca de la baranda. Pero ni un músculo se mueve en su fino rostro impasible, no hay en sus ojos una expresión que pueda delatar lo que pasa por su alma. Su mano se extiende para llenar de nuevo el vaso, y luego lo lleva a sus labios apurándolo despacio, saboreándolo…
—Quisiera que habláramos a solas, Renato.
—Casi a solas estamos, Noel.
—Bueno, pero no es eso. Quiero decir en tu despacho, con una gran calma, con una absoluta libertad de decirte…
—¿Para qué Noel? ¿Para aconsejarme que no deje a Juan en esta casa? Es inútil. Tal vez no debí haberlo traído nunca. En realidad, no lo traje, vino por sí mismo, como si su destino lo empujara, y se quedará… Se quedará, porque es mi deseo más ardiente. ¡Porque me he empeñado yo en que se quede!
—Juan, ¿me oyes? ¡Juan…!
La voz de Aimée suena inútilmente cargada de pasión… Juan no le responde, no vuelve la cabeza para mirarla. Sólo sus mandíbulas se aprietan un poco más, acaso se crispan sus manos apoyadas en la baranda y se hace más intensa la fiera expresión de sus pupilas, fijas, sin verlo ni mirarlo, en el abierto paisaje. Pero Aimée da un paso acercándose más, indiferente a los ojos que tras ellos siguen cada uno de sus movimientos, y a la vez temblando como si con aquel temblar, temer y esperar, llenara hasta los bordes el vaso sombrío de sus emociones.
—Juan, ¿qué has decidido de nuestras vidas?
—¿De tu vida? —contesta Juan en tono bajo, pero desdeñoso y cortante—. Nada. Tú misma decidiste, tú misma escogiste el camino, tú misma señalaste la meta a la que querías llegar, a la que ya has llegado. Estás en ella, en la cumbre… Todo lo que tu vista alcanza te pertenece… Es justo que lo pagues con la moneda de tu cuerpo. Y no digo con la moneda de tu alma porque no creo que tengas alma…
—Tú eres el único que no tiene derecho a dudarlo. No rehúyas los ojos, mírame a la cara para decirme eso.
—¡No pienso volver a mirarte a la cara! —escupe Juan al tiempo que se aleja.
—¡Juan! —llama Aimée, y alzando más la voz, repite—: ¡Juan…!
—¿Qué pasa? —pregunta Renato acercándose a su esposa.
—¡Oh, nada! —intenta disimular Aimée realizando un enorme esfuerzo—. Juan parece totalmente sordo. Le estaba preguntando algo… algo sobre el tiempo. Supongo que para un navegante no será difícil…
El trepidar de un trueno y una ráfaga de viento huracanado han interrumpido las vacuas palabras de Aimée, y Renato observa con frialdad:
—Creo que para nadie es difícil predecir el mal tiempo cuando ya está sobre nosotros.
—No… claro… Soy tonta, ¿verdad? ¡Bendito sea Dios! Llueve a cántaros… y ese Juan… —Ha extendido la mano, sin saber qué hacer ni qué decir, totalmente desconcertada, señalando al hombre que marcha firme y descuidado, indiferente a la lluvia, al viento, al temporal que ya descarga sobre el valle, haciendo más rápido el crepúsculo que llega—. ¿Tú has visto qué hombre más extraño, Renato? Estábamos hablando del mal tiempo, y de pronto se va… Se va bajo esa lluvia… Supongo que no estará loco tu nuevo administrador. Sería una verdadera lástima, porque tenías razón, gana mucho con el trato. Acercándose a él, hablándole, ¡qué simpático resulta tu Juan del Diablo! ¡Qué pintoresco y qué simpático!
—¿Puedo saber en qué ocasión, en qué momento has hablado con Juan lo suficiente como para cambiar de ideas con respecto a él?
Aimée se ha vuelto sacudiendo la cabeza, como para despertar, como para volver a la realidad. Mira los ojos de su esposo, fijos, clavados en su rostro como si pretendiese adivinar qué es lo que pasa por su alma, y balbucea:
—Bueno… ahora mismo. Estábamos aquí, juntos, hablando, mientras mirábamos las nubes…
—Me parece que eras tú sola la que hablaba. Ni una sola vez vi a él volver hacia ti la cabeza para mirarte… ni una sola.
—¡Caramba, no pensé que te fijaras tanto! Por lo que se ve, estabas espiando nuestros menores movimientos…
—No espiaba; te miraba, te miraba como siempre que estás al alcance de mi vista. Soy un hombre que te quiere, Aimée.
—¡Oh, ya lo sé! De lo contrario, no te hubieras casado. Ahórrame el recordatorio de que no traje dote al matrimonio.
—Sólo un villano podría hacer a su esposa una alusión semejante. Sólo un villano, Aimée; pero desde ayer es la tercera vez que me tratas como a un villano.
—Desde ayer estás como loco, como una fiera: nervioso, exasperado, desconfiando de mí, atormentándome… Supongo que te peleaste con tu madre y como con ella no puedes desahogarte…
—Por cuarta vez me ofendes, Aimée. ¿Qué tienes? ¿Por qué has cambiado como has cambiado? ¿Por qué en unas horas toda tu suavidad, toda tu dulzura…?
—Toda mi dulzura, ¿qué? ¡Acaba!
—Es que no sé ni cómo empezar. Tú sabes que yo me había hecho el propósito de no discutir jamás contigo, sabes que tenía la ilusión de que viviésemos el uno junto al otro adivinándonos los pensamientos, de que nuestros sentimientos fueran como uno solo, de que con sólo una mirada llegase cada uno al fondo del alma del otro…
—¡Oh, eres terriblemente romántico, Renato! —interrumpe Aimée con cierto malhumor—. Quieres hacer de la vida un idilio, un poema, y la vida tiene muchos días vulgares, muchas horas malas, muchos momentos desagradables en los que no se puede vivir soñando…
—¡Pero sí amando!
—Bueno, a todas horas…
—¡A todas horas! ¡Siempre! Ése fue mi propósito y tú lo compartías, lo aceptabas y lo juramos, lo juramos los dos frente al altar. ¿Es que tan pronto te has olvidado? Juraste ser como parte de mí mismo, y yo juré llevarte sobre mi corazón y amarte como mi propia carne. ¡Pronto lo has olvidado!
—¡Es que te has vuelto insoportable…! —exclama Aimée con ira, alzando la voz.
—No grites. Noel nos está mirando —reconviene Renato en tono bajo y firme—. No quiero darle el triste espectáculo de nuestras desavenencias.
—¡Lo siento, pero no sé disimular!
—Tienes que hacerlo, puesto que eres una D’Autremont.
—¡Caramba… mucho había tardado en salir el ilustre apellido!
—¿Qué dices? —se sorprende Renato.
—Que no lo menciones más, porque estoy harta de él, ¿entiendes? ¡Harta! Como de esta finca, de esta casa y de…
—¡Cállate! —ordena imperioso Renato. Luego, cambiando el tono, se dirige al viejo notario—: Acérquese, Noel. Estábamos comprobando que llueve a cántaros.
—Sí, tenemos arriba una buena tormenta, pero no hay motivo para extrañarse, pues es lo de casi todos los días. Sin embargo, parece que es pasajera y ya va amainando.
Noel se ha acercado a la baranda, observando al pasar, con su mirada comprensiva y penetrante, los rostros demudados del joven D’Autremont y de su esposa. Ella está muy pálida y a él le tiemblan los labios. La mirada del viejo mira sin ver en la noche tormentosa, y vuelve a ellos más tranquila tras no haber hallado rastro de Juan. Y desviando la conversación, pregunta:
—¿No tendré el honor de saludar hoy a doña Sofía?
—Me temo que no, Noel. Es lo que estaba tratando de explicarles antes. Entre mi madre y yo hay cierta disparidad de criterio. A pesar de que yo he tratado por todos los medios evitarlo, nos hemos disgustado. Es usted un amigo de bastante confianza para que yo no se lo oculte… Más que un amigo, puesto que acabo de nombrarlo nuestro asesor legal.
—Y ya lo dije antes: que mucho me temo que parte de ese disgusto haya sido por mi nombramiento…
—No, mi madre se resiente de la presencia de Juan. Pero tampoco Aimée simpatizaba con él. Ahora tengo la esperanza de que cambie mi madre al igual que mi esposa ha cambiado… aunque sea de un modo menos rápido…
Ha mirado a Aimée de un modo extraño y ella vuelve la cabeza esquivando aquella mirada, que Noel capta plenamente. Como si se arrojase al agua, el viejo notario se decide:
—¿Y por qué ese empeño de traer a Juan a Campo Real, Renato?
—Usted es el que menos debería preguntarlo, puesto que sabe que ésa fue la voluntad expresa de mi padre. Esperé encontrar en usted un aliado, y me resulta todo lo contrario.
—Estoy tratando de velar por la tranquilidad de esta casa. Juan es joven y violento; probablemente disoluto, de carácter muy independiente, y me temo que bastante mal educado. Su presencia en el salón de doña Sofía…
—No tiene por qué frecuentarlo. Como administrador puede construírsele una pequeña casa en cualquier otro lugar de la finca. Allí puede vivir a su modo y hacer lo que le plazca.
—Me parece una gran idea. —Aimée ha hablado, totalmente serena ya, con un raro relámpago en las pupilas de azabache, y parece desafiar la mirada sorprendida de los dos hombres, dominando la situación con soltura mundana—. Es una forma de compaginar las cosas. Yo sé que Renato no tiene otro deseo. Usted como amigo, y yo como esposa, Noel, vamos a hacer todo lo posible por complacerlo y ayudarlo. Creo que a usted no le falta autoridad ni diplomacia para amansar un poco a ese gato montés de Juan del Diablo. Hágalo, Noel, hágalo… por Renato.
Sólo unos pasos se ha alejado el notario de la joven pareja; sólo un instante les ha dejado solos, tratando a su vez de serenarse, de penetrar hasta el fondo el torbellino oscuro que ve agitarse en derredor. Pero ese momento ha bastado para que Aimée sonría a Renato, para que se apoye en su brazo haciéndole sentir la cálida y tierna presión de sus dedos, alzando la cabeza para mirarle muy cerca, frente a frente, con aquella mirada suya, intensa y cálida, cuyos efectos conoce muy bien, y susurra con humildad:
—Perdóname, Renato, a veces soy violenta, impaciente, malcriada… Sí, lo reconozco. Es mi carácter, y tal vez no le falte razón a los que aseguran que me mimaron demasiado. Perdóname… yo sé que a veces me pongo insoportable; pero es sólo un momento, mi Renato. Es como una ráfaga… qué sé yo… una especie de explosión de mis nervios… Naturalmente, no se puede tener en cuenta nada de lo que digo cuando estoy así, porque nada es verdad. Doy una impresión malísima, lo sé perfectamente: la impresión de odiar lo que más amo. Pero yo sé que tú eres capaz de comprenderme… de comprenderme y de perdonarme, ¿verdad?
—Tal vez yo deba también pedirte perdón —se disculpa Renato suave, pero dubitativo—: te traté ruda y ásperamente… Pero dijiste cosas tan duras y tan extrañas… Dijiste que odiabas mi nombre, mi casa… esta casa y este nombre que son tuyos, porque junto con mi alma y mi corazón entero te los he dado. Sentí algo espantoso, Aimée. Tuve la horrible sensación de que todo era mentira en la vida, porque tú habías sido capaz de mentirme y de engañarme. ¡La horrenda impresión de que nunca me habías querido!
—¡Pero qué locura, Renato! —protesta Aimée con falsa ternura—. Te pido de rodillas que olvides mis palabras. No me des explicación de ellas, no pretendas que yo te diga por qué las dije. Yo misma no lo sé, y ya ni siquiera podría repetirlas. Las he olvidado y es preciso que tú también las olvides. ¡Te lo ruego! Porque te quiero, te adoro, Renato…
Se ha arrojado en sus brazos, que la estrechan con ansia, con un temblor en el que aún vibran la duda y la angustia. Y mientras cerrados los ojos se apoya en aquel pecho leal, Aimée piensa en otros ojos, en otros brazos, en otro pecho más ancho y duro: piensa y sueña un instante, que otra vez está en brazos de Juan del Diablo…