Capítulo 22

—Aimée, mi vida, ¿qué es esto? ¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes muy mal?

—¡Oh, déjame!

—Perdóname, pero no comprendo, Mónica dijo que estabas mejor y que me llamabas…

—¿Qué sabe esa imbécil…?

—¿Imbécil tu hermana? —se sorprende Renato, profundamente estupefacto ante el exabrupto de su esposa.

—¡Imbécil, estúpida y entrometida! ¿Cuándo va a irse a su convento y dejarnos en paz?

—Pero, Aimée, yo creo que estás trastornada, fuera de ti… ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha pasado?

—¿Qué es lo que te ha contado ella?

—Nada me ha contado ni nada tenía que contarme. Tú eres la que me desconciertas. ¿Por qué hablas así de tu hermana? Es absurdo que reacciones contra ella de ese modo, cuando no puede ser más generosa, más solicita, más tierna contigo…

—¡Pobre Mónica! —suspira hipócritamente Aimée, algo tranquilizada ante las palabras de Renato.

—¿Ahora la compadeces?

—Es que no sé ni lo que digo…

Ha secado sus lágrimas, ha hecho un esfuerzo para reaccionar. Odia a Mónica… sí, la odia, y el rencor le sube a los labios como una espuma amarga. Pero en el rostro de Renato ha visto una expresión dura, severa, grave, y astutamente recoge velas mientras le observa, mientras, como un relámpago de esperanza, cruza por su mente la idea de un plan disparatado, e interroga de nuevo:

—¿No dijo nada Mónica de mi desmayo?

—Sí, mi vida, dijo que los padecías, cosa que yo ignoraba. ¿Te ha molestado que lo dijera? No tiene nada de particular. Además, tenía que decirlo para tranquilizarnos. Comprendo lo que sientes: te molesta, te humilla la idea de padecer algo. Pero, mi amor, ¡qué tonta eres! Eso no tiene nada de particular… todos padecemos de algo. Tú eres maravillosa y perfecta. Ese pequeño mal vamos a curarlo, y si no se cura, es igual. Mi amor es para siempre y para todo, Aimée, en dicha y en dolor, en salud o en enfermedad. Te quiero para siempre, y como dice el rito protestante: ¡Hasta que la muerte nos separe!

Dulcemente, Renato ha estrechado a Aimée entre sus brazos. Poco a poco ha ido cambiando su expresión y su gesto, mientras, mejor que puede hacerlo nadie, halla en sí mismo la disculpa perfecta, que borra la dolorosa impresión de ingratitud, de dureza y violencia que por un momento le causaran las palabras de Aimée. Y mientras su amor salva generosamente la distancia, Aimée caza la intención al vuelo, demasiado astuta para no aprovecharse de cualquier ventaja que se le ofrezca, demasiado calculadora para no querer guardarse contra todo riesgo… aun con el escudo de una lágrima falsa.

—Aimée, mi vida, pero ¿qué es esto? ¿Lloras otra vez?

—Perdóname… ahora es de pena por haber hablado mal de Mónica. Ella es muy buena, Renato.

—Sí, Aimée, inmensamente buena. Está haciendo una gran obra en el cuidado de los enfermos…

—Ya sé que estás encantado con ella; pero, de cualquier modo, su puesto no está aquí sino en su convento. Ella no es feliz con nosotros y es un egoísmo muy grande de nuestra parte empeñarnos en retenerla.

—Todavía no me he empeñado.

—Pero lo harás, te conozco muy bien. Y es un verdadero error de tu parte. El casado casa quiere. Tú y yo debíamos vivir solos, amor mío… solos en nuestra linda casa de Saint-Pierre. ¿No me respondes?

—Ahora no —evade Renato—, pero ya hablaremos de todo. Por el momento hay mucho que hacer en Campo Real, y como la suerte me pone a mano los colaboradores que soñaba…

—¿Colaboradores? ¿Quiénes?

—En primer lugar Mónica, y después… supongo que no pudiste verlo, te sentiste mal. El hombre que guiaba el carruaje…

—Lo vi perfectamente.

—Le conocías, ¿verdad?

—Bueno… —acepta Aimée sin negar ni afirmar.

—Mónica sí; Mónica le conoce perfectamente. Y él, de vista al menos, afirmó conocerte. Mónica me recordó que la casa de ustedes, en Saint-Pierre, está muy cerca de la playa. Parece ser que Juan acostumbraba tomar tierra por una playuela que queda justamente detrás del jardín de ustedes. Lo curioso es que tú no lo conozcas más que ella, puesto que llevas más tiempo viviendo en esa casa…

—Ya te dije que sí lo conocía, pero no simpatizo nada con él, y no me preguntes por qué, pues no sabría decírtelo; pero no me es nada, nada simpático. ¿Se fue ya?

—No, Aimée, no se ha ido. Le he comprometido a que pase unos días con nosotros. Durante ellos trataré de convencerlo para que acepte un puesto en Campo Real.

—¿Estás loco? —reprocha Aimée con vivacidad—. Él no sabe nada de fincas, es un hombre de mar… y con bastante mala fama por cierto. Lo acusan de contrabandista y de pirata.

—En efecto. Pero yo tengo mucho interés en que cambie de vida para que no le acusen más de nada de eso. Somos amigos de la infancia, mi padre le prometió al suyo velar por él. Por desgracia, murió sin poder hacer lo que se proponía, y yo considero un deber moral hacer por Juan lo que mi padre hubiera hecho.

—¿Y él está conforme en trabajar para ti?

—Todavía no. Mas ya te lo dije antes: espero convencerlo. Él ha tenido suerte en su último viaje y trae algún dinero. Tal vez no quiera trabajar conmigo, sino establecerse por su cuenta, y en ese caso también lo ayudaré; pero, de un modo o de otro, quiero lograr su amistad. Por eso siento que no simpatices con él y que no seas tú la única, pues tampoco mamá quiere nada con Juan del Diablo, como le llaman. Sin embargo, confío en ir limando asperezas…

Aimée ha inclinado la frente hasta ocultar el rostro a las miradas de Renato. Teme delatarse con un gesto y tiembla como si tuviera fiebre, mientras él acaricia sus manos con ternura, e indaga solícito:

—¿Te sientes mejor? ¿Crees que puedes acompañarnos a la mesa?

—¡Oh, no, Renato! Me siento muy mal. Me duele horriblemente la cabeza y no creo poder ponerme de pie siquiera. No me obligues a levantarme…

—Claro que no te obligo, ¡qué ocurrencia! Yo mismo voy a llevarte a nuestro departamento…

—¿Le molestaría mucho a doña Sofía que yo pasara la noche en este diván? Por lo menos, déjame aquí unas horas, déjame sola, totalmente sola y a oscuras para reponerme. Con eso acabaré de sentirme bien. Te lo ruego, Renato, tienes mil cosas en que ocuparte.

—Está bien. Si es tu gusto, te dejo sola; pero, de todos modos, prevendré a tu doncella para que esté atenta.

Ha salido, y Aimée hace tras él un gesto de impaciencia. No puede más; se siente enloquecer de desesperación, y afloja al fin los contenidos nervios. Ha resbalado del diván hasta caer al suelo, mordiéndose las manos, mesándose los negros cabellos, retorciéndose como bajo la agonía del más cruel tormento… La sangre le hierve en las venas, el corazón le late hasta ahogarla y, al fin, se alza como aferrándose a una determinación y murmura en voz alta:

—¡Juan… Juan…! Tengo que hablarle a solas. ¡Pase lo que pase, tengo que hablar a solas con él! —De pronto, oye unos pasos suaves que se deslizan sigilosos, y alarmada, indaga—: ¿Quién anda ahí? ¡Oh, eres tú, Ana! ¿Qué hacías detrás de esas cortinas?

—Pues nada, mi ama, ¿qué quiere usted que haga? El señor Renato me dijo que estuviera cerca y que esperara…

—Ven acá…

Dócil a la voz de Aimée, la oscura doncella que Sofía ha cedido a su nuera se acerca a ella, sentándose muy cerca, a sus pies, en la alfombra, y ladea la cabeza mirándola con solicitud de animalejo doméstico. Nada parece haber cambiado en ella durante aquellos quince años: es como si hubieran resbalado sobre su alma infantil, como si eternamente tuviera aquella adolescencia ingenua que hace brillar sus ojos como dos azabaches y aparecer los dientes blanquísimos como carne de coco sobre la piel color tabaco.

—Ya se estaban poniendo feas las cosas en esta casa, ¿verdad, señora Aimée? Igualitico que la otra vez que vino el niño Juan…

—¿Qué otra vez?

—Bueno… la otra… Cuando se mató el amo viejo, que fue el que trajo a Juan. Entonces, el niño Renato tenía este alto, y ni Yanina ni Bautista mandaban en la casa…

—¿Es que los D’Autremont conocían ya a Juan?

—Pues, claro. Y mire usted que se dijeron cosas… ¿Quiere que le traiga una taza de caldo?

—No. Dime dónde están los demás… ¿Qué hacen?

—Cada uno, una cosa distinta. La señora Sofía, encerrada, furiosa como la otra vez… Dicen que le dijo al niñito Renato que ella no iba a comer en la mesa mientras estuviera aquí Juan. Seguro que lo hace para que el señor Renato lo eche. Pero que va, ahí está Juan en el comedor, tan alto y tan buen mozo como el amo don Francisco hace veinte años. Se le parece, ¿sabe, señora Aimée? Cuando lo vi de pronto, hasta me di un susto. Era entre dos luces y me pareció que se trataba del ánima del amo…

—Dices muchas tonterías, Ana, y no respondes a lo que te he preguntado. ¿Dónde están todos? ¿En el comedor acaso? ¿Están comiendo ya? ¿Y Mónica? ¿Qué hace Mónica?

—Ahora no sé. ¿Quiere que vaya a verlo y vuelva a avisarle?

—Sí, Ana, porque necesito hacer algo grave, importante… algo en que tú sola vas a ayudarme, y que será un secreto entre las dos. Si sabes guardarlo, te regalaré un traje nuevo, de seda, y unos zapatos, y un collar, y todo lo que quieras. Pero tienes que aprender a hacer las cosas como yo te las mando, y a callarte, Ana, a callarte como una tumba. ¿Sabrás hacerlo? ¿Me lo juras?

—Pues claro. No voy a decir ni una palabra a nadie. Yo sé hacerlo muy bien… ¡La de cosas que yo me callo! Si yo hablara, señora Aimée… si yo hablara…

La doncella nativa ha hecho un gesto expresivo, mostrando al sonreír la doble sarta de sus dientes blanquísimos, dichosa y encantada de haber llegado a aquel punto de la confidencia en el que su joven ama nueva va a abrirle las puertas de su intimidad. Diáfana y simple, incapaz de pensar, es quizás la cómplice menos adecuada; pero es demasiado violento el torbellino de pasiones que arrebata el alma de Aimée. Necesita de alguien, y no es capaz de ser prudente…

—¿No quieres que hablemos un momento, Mónica?

—Claro… si lo deseas, con el mayor gusto, Renato. Están en uno de los saloncillos contiguos al amplio comedor. Mónica y Renato apenas han probado el café y el coñac servidos después de la cena. Juan acaba de retirarse, y Mónica parece respirar con un poco más de confianza. Aún la presencia de Renato es para ella preciosa… Aún saborea como una golosina, inquietante y amarga, el sentirlo a su lado, hasta en aquellos momentos de tensión y de angustia, sintiendo palpitar en torno suyo el peligro de una catástrofe.

—En primer lugar, quiero darte las gracias: eres la única que no ha desertado, la única que ha venido a acompañarme a compartir la mesa con Juan.

—Aimée está enferma, y mamá…

—Sí, ya sé: sufre de jaqueca. También mi madre, oficialmente al menos, tendrá jaqueca durante los días que Juan pase en esta casa. Y en cuanto a la enfermedad de Aimée, pienso que ella ha exagerado, pues tampoco le es simpático el pobre Juan.

—¿Te lo dijo ella…?

—Me lo dijo con toda franqueza. Como siempre le he pedido que sea absolutamente sincera conmigo, se lo agradezco. ¡Pero me hubiera gustado tanto encontrarla, como a ti, comprensiva y amable con Juan…!

—No creo que Juan encaje en el ambiente de esta casa. Tú mismo lo estás viendo, Renato. El no parece contento aquí. ¿Por qué no lo dejas alejarse?

—Lo dejaré, ¡qué remedio me queda! Pero es absurda la mala voluntad que todos tienen contra Juan. Es hosco y áspero, porque ha sufrido mucho… Su historia es larga. Otro día te la contaré, aunque la verdad es que aun para mí mismo guarda muchos puntos oscuros. Mi padre tenía en él un empeño tan grande… pero dejemos a papá, aunque está ligado con lo que quería decirte. Quiero hacer una modificación completa del régimen de trabajo en Campo Real. Hemos empezado por lo más perentorio, que eran los enfermos; pero en todo hay que poner la mano. Claro que para eso necesito tener aquí al viejo Noel, y mira qué casualidad… pensaba mandar a buscarlo la próxima semana, y hace poco vinieron a traerme el aviso de que estaba detenido en mitad del camino, por una rueda rota del coche de alquiler en que viene. Y, como es natural, mandé un coche a buscarlo… ¿Pero qué te pasa? Estás inquieta…

—No me pasa nada. Son tantas cosas, que…

—Una a una las iremos solventando. Si no estás muy cansada, saldremos a la galería a ver si llega Noel. Mucho me temo que su presencia tampoco va a ser del agrado de mamá.

—¿Entonces…?

—No le gusta nada que sea contra Bautista, pero yo estoy resuelto a terminar con él y con todos sus abusos. Su presencia aquí es el mal que hay que extirpar y para eso no valen paños tibios: es preciso cortar por lo sano… ¿Oyes? Me parece que llega un carruaje… ¡Vamos…!

—El señor Renato y la señorita Mónica salieron al jardín porque oyeron llegar un coche, pero no era la visita que esperaban… Era el coche grande, con los encargos de la señorita Mónica para esos enfermos que está cuidando. De modo que el señor y la señorita se quedaron muy entretenidos con tantos paquetes —informa Ana a Aimée, de acuerdo con el encargo que ésta le hiciera.

—¿Y Juan? ¿Fue con ellos Juan?

—¡Qué va! El Juan se fue del comedor acabando de comer, diciendo que a acostarse. Pero qué va… se fue a buscar a ese muchacho que trajo con él, a averiguar qué le habían dado de cenar. Y le dijo a Esteban que no lo pusiera en ningún cuarto de sirvientes, porque Colibrí, que así se llama el condenado negrito, tenía que dormir con él en el mismo cuarto.

—¿Y dónde está ahora?

—Paseando con el muchachito por el segundo patio, y sin hablar.

—Óyeme, Ana. Es preciso que llames a ese niño, que te lo lleves a cualquier parte, que dejes sólo a Juan…

—¿Para qué, mi ama? —se sorprende la sirvienta.

—No preguntes y haz lo que te mando. Mira, ¿te gusta esta sortija? Tómala… es tuya… Para ti… Pero haz inmediatamente lo que te mando. ¡Anda!

—Mi amo…

—¿Qué quieres, Colibrí?

Juan se ha detenido en uno de aquellos lentos paseos de los que ha dado muchos ya de uno a otro extremo del segundo patio. Ha llegado hasta allí llevando consigo al muchachuelo, pero no le mira ni le habla. Está demasiado absorto en sus amargos pensamientos, y su mirada, al oírle hablar, es casi de sorpresa, como si despertara de un sueño poblado de siniestras imágenes, como si el pequeño y oscuro rostro amigo le consolara un tanto…

—¿Nos vamos a quedar en esta casa, mi amo? En la cocina dijeron que nos íbamos a quedar para siempre, y que usted iba a mandar, y que iban a echar a un hombre muy malo que es el que ahora está mandando. Pero cuando él llegó, todos se callaron. ¡Es un viejo más feo, patrón…! Llegó regañando, y a un gato que estaba bebiendo leche, le dio una patada. De verdad que es muy malo, pues el gato no le hacía daño a nadie. ¿Es cierto lo que dijeron, mi amo?

—No, Colibrí, no es verdad. Mañana mismo nos iremos de esta casa…

—¿Sin ver al ama nueva? ¿Sin buscarla?

—No hay tal ama nueva, Colibrí —se lamenta Juan con amarga tristeza—. Nos iremos otra vez al Luzbel. Pondremos proa al centro del mar, y no volveremos nunca más a la Martinica.

—¿Y la casa grande que iba a hacer allá, en aquellas piedras? ¿Y todas las cosas lindas que usted pensaba, mi amo?

—Todas se acabaron, Colibrí. ¡Nos iremos para no volver más!

—¡Chist… chist…! —llama Ana, la sirvienta mestiza.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —se violenta Juan.

—Llamaba al muchacho, señor Juan. Lo llamaba para llevármelo. Van a hablarle a solas a usted —murmura Ana en voz baja y tono misterioso—. Quieren hablarle sin que nadie se entere.

—¿Quién quiere hablarme?

—No grite. Tiene que ser sin que lo sepa nadie. Váyase a aquel rincón que está bien oscuro, y no grite. No hable alto. Es un secreto. El ama no quiere que lo sepa nadie…

—¿El ama? ¿Qué ama? —pregunta Juan; pero, de pronto, comprende y exclama—: ¡Aimée!

—Chist… No grite… No grite… —suplica Ana y alejándose, ordena—: Vámonos, muchacho.

Un momento, Juan ha quedado inmóvil, sacudido por un sentimiento que es sorpresa y es cólera, y también una especie de alegría salvaje. Aimée está allí, frente a él, a pocos pasos… Más que verla la adivina en el rincón oscuro; distingue su figura y, al acercarse, ve su rostro pálido, sus labios trémulos, sus manos que se extienden hacia él, suplicantes. Sin proponérselo, baja la voz… Acaso le ahoga el golpe del corazón que se desboca, o el inexplicable escalofrío que recorre su espalda, y murmura:

—¡Tú! ¡Tú!

—¡Mátame, Juan! Me acerco a ti, para que seas tú el que me mates…

—A matarte vine, Aimée… pero, al fin y al cabo, no creo tener ningún derecho…

—¿No crees tener derecho? ¿Y cuándo has necesitado tú tener derecho para extender las manos y arrancarle a la vida cuanto la vida quiso negarte? ¿Cuándo, Juan?

Aimée, ha dado un paso fuera de la penumbra para mirarle con sorpresa, casi con rabia. Aquel rostro frío, impasible, hermético, no es el que esperaba ver en Juan. Para salirle al paso, esquivando su violencia, se ha jugado el todo por el todo en una frase, y ahora se siente como defraudada en su anhelo morboso: Juan, su Juan del Diablo parece otro bajo aquellas ropas de caballero. Parece otro, como está ahora: enigmático, con un fulgor satánico en las pupilas…

—¿Para qué quieres que te mate? ¿No amas a tu esposo, al noble caballero D’Autremont? ¿No eres feliz siendo dueña de Campo Real? ¿No eres dichosa con tus trapos de seda y la basura de tus collares y tus alhajas?

—Tú sabes bien lo que me hace feliz, y no es nada de eso, Juan, tú lo sabes…

—Yo no sé nada. ¿Qué puedo yo saber de la señora D’Autremont, la esposa de mi mejor amigo? La esposa de Renato D’Autremont, tan generoso y tan solícito para mí como si tuviéramos la misma sangre, tan preocupado de mi porvenir, que no quiere dejarme seguir en el mar; tan atento a mi bienestar, que quiere velar por él personalmente; tan seguro y confiado, que me ofrece un puesto en el que me sería muy fácil arruinarlo y, además, deshonrarlo.

—¿Pero estás loco?

—Lo está él, en todo caso. Aunque mis palabras te suenen a sarcasmo, son la pura y estricta verdad. Gracioso, ¿no? Extraordinariamente gracioso… Pero no hay razón para que te muestres desesperada. Al contrario… eres una mujer de suerte, Aimée, de suerte extraordinaria. ¿Qué más quieres?

—Quisiera saber si eres sincero; quisiera saber por qué hablas como hablas. Y además, ¿para qué has venido? ¿Qué te propones? ¿Qué vas a hacer al fin?

—Para lo que he venido, ya lo dije antes: para matarte. Pero alguien me detuvo en el primer impulso…

—Mónica… ¡Ésa fue Mónica!

—Puede que fuese ella. Le debes la vida. Ya tienes algo que agradecerle. Pero también puedo pensar que fue Renato. Es difícil dar de puñaladas a un niño que sonríe y que nos llama «el mejor amigo de su infancia». Y decirle a Renato quién eres, es peor que apuñalarle. Porque no sólo cree en mí ese… bendito de Dios. También cree en ti. ¿Has visto nada con más gracia? Cree en ti, Aimée, te considera la mujer más pura, más noble, más leal. Te ama como al sol que llegara a su vida, iluminándola y purificándola. —Y enfureciéndose lentamente mientras habla, escupe el insulto—: ¡A ti… a ti, carroña, basura, mujerzuela hipócrita y despreciable, más y más perdida que la última ramera! Pero tranquilízate, él no lo sabe y tú eres la señora D’Autremont, ama y reina de Campo Real —termina en son de burla.

—¡Oh, basta! ¡Mátame si crees que te he engañado, si defraudé tu amor y destrocé tu corazón; pero no me insultes, porque no voy a tolerarlo!

—¿No? ¿Cómo vas a hacer para no tolerarlo?

—¡Soy capaz de gritar, de ser yo la que lo diga todo!

—¿De veras?… Hazlo… será maravilloso… Dile la verdad a Renato. Dile, además, que te he tratado como a lo que eres. Llámale para que me pida cuentas de mi ofensa. Vuélvelo contra mí, que eso es lo que estoy deseando: que venga como hombre ofendido y que me injurie, que me ataque. Entonces sí será fácil destrozarlo con estas manos. Entonces sí que la partida estará igualada. ¡Hazlo, Aimée, hazlo! ¡Grita, llámalo!

—Demasiado sabes que no voy a hacerlo, y de eso te aprovechas para tratarme como me tratas —protesta Aimée brotándole la ira por todos los poros de su ser—. Sabes que estoy perdida, sin defensa. ¡Eres un cobarde!

—Sí… soy un cobarde, porque no debí haber escuchado una palabra de nadie, porque debería haber matado a cuantos me cerraron el paso, llegar hasta ti como me había propuesto y apretar tu cuello con estas manos… —Juan ve el temor reflejado en el pálido rostro de Aimée y, despectivo e irónico a la vez, la tranquiliza—: No, no te asustes, no grites. Tú sí que eres cobarde… cobarde y baja… Porque eres embustera, hipócrita; porque te arrastras, te arrastras mordiendo por la espalda, infiltrando tu veneno por la sangre…

—Juan… Juan… —suplica Aimée, adolorida—. Sé que me odias, tienes que odiarme. Sé que me desprecias, tienes que despreciarme. Pero en el fondo de tu corazón me amas, tienes que amarme, porque el amor no se arranca de golpe…

—El tuyo está arrancado, ¡y hasta la última raíz está fuera!

—No lo creas, Juan. Sólo estás luchando con él, como yo he luchado durante horas y días, y a cada tirón por arrancarlo te sangra el corazón, como a mí me ha sangrado, como aún me sangra y duele hasta enloquecerme. Porque yo te quiero, Juan, es a ti a quien sigo amando. Nada ni nadie me hará cambiar.

Se ha hundido en la penumbra, ha resbalado a lo largo de la columna en que busca apoyo, y ahora llora en silencio, cubierto el rostro con las manos, mientras Juan la mira llorar, rota la voluntad en la lucha titánica de aquella nueva turba de sentimientos y de ideas que han brotado en su alma, vacilando como entre dos abismos, y reprocha:

—Basta de mentiras, de embustes, de farsas… Si me hubieras amado, si me hubieras querido sólo un poco, sólo la mitad de lo que me jurabas…

—¡Te quería y te quiero!

—¡No mientas más! Ahí están los hechos, tus hechos, demasiado profundos, demasiado claros: ¡Te casaste con otro!

—Con otro a quien no amo. ¡Te lo juro! No lo quiero, no lo quise nunca. Lo detesto, me fastidia. Las circunstancias me empujaron. Yo no sabía que tú ibas a volver… Alguien me dijo que no ibas a volver más.

—¿Quién fue ese alguien?

—Pedro Noel, el notario. Indaga, pregunta… Me dijo que tenías líos con la justicia, que la policía te buscaba, que no podrías volver más a la Martinica, y yo pensé que tus palabras habían sido falsas, que mentías a sabiendas cuando te alejaste prometiendo volver. Pensé que te habías burlado de mi amor…

—¿Y por qué no esperaste un poco más?

—Me cegó el despecho; Renato me apremiaba…

—Naturalmente… apremiaba… Y como tú estabas jugando con dos barajas… No, a mí no me engañas. Sé quién eres, sé cómo eres… Yo no soy Renato, bueno y cándido. Sé toda la maldad, todo el egoísmo, toda la crueldad fría e hipócrita que tienes en el alma.

—¡Pero me quisiste sabiendo eso!

—Sí, te quise como puede quererse lo que más nos daña, la droga que envenena, el vicio que arrastra, el peligro en el que podemos perecer a cada instante… Así te quise, y por ti pensé lo que nunca había pensado: ser otro hombre, cambiar de vida, colmar tu ambición y tu vanidad, humillar lo único que tenía en el mundo: mi orgullo de pirata… Volverme como los demás, sólo para satisfacerte, para quererte a la luz del día, para saberte mía, mía solo, aunque el Luzbel se hundiera en otras manos, aunque no pudiera seguir llamándome Juan del Diablo, aunque todo lo mío se hiciera polvo, para hacer de ese polvo una alfombra de flores por donde tú pisaras. Así te quise… ¡Pero todo acabó, todo ha terminado! ¿Quisiste ser la señora D’Autremont? Pues a serlo. ¡A serlo de verdad!

—¡No! ¡No! ¡Me mataré si me dejas! ¡Te juro que me mataré si me dejas!

—¿Tú matarte? ¡Bah! —rechaza Juan en tono despectivo—. Si no te dejo, será para volverte loca, para atormentarte, para torturarte, para hacer de tu vida un infierno.

—¡No me dejes, Juan!

—Mi ama… mi ama… Viene gente… ¡Cuidado! —avisa Ana acercándose apresurada—. Viene gente por ese lado… y creo que es el señor Renato…

—¡Aimée! —llama Mónica aproximándose al grupo. Aimée ha retrocedido, hundiéndose en las sombras; Juan permanece inmóvil; Mónica ha dado un paso acercándose más a él, al tiempo que llega lentamente Renato, con una disculpa en los labios:

—Perdónenme si interrumpo una conversación interesante. Oí la voz de Juan, y como se había despedido para irse a acostar hace más de una hora…

—Sí… pero tuve calor. No sirvo para dormir encerrado.

Mónica ha respirado un poco más tranquila. Por un instante aguardó tensa, trémula de angustia, la respuesta que pudiese dar Juan. Ahora le sorprende su cambio repentino, la fría serenidad con que ha contestado a Renato, la leve y amarga sonrisilla que asoma a sus labios, al proseguir:

—Piensa que he pasado más noches de mi vida al raso que bajo techo.

—Me hago cargo. Las noches en el mar han de ser deliciosas.

—Sí… sobre todo cuando se es grumete o marinero de tercera clase, y lo despiertan a uno a puntapiés para hacer la guardia… —observa Juan con ironía.

—No quise aludir a esos recuerdos tan poco agradables —rehúye Renato jovialmente—; pero, siendo como eres patrón y propietario de tu barco, estoy seguro que las noches a bordo tienen para ti muchos encantos, tantos que casi, casi empiezo a darte la razón.

—¿La razón en qué?

—En algo de que antes hablaba con Mónica. —Y volviéndose de pronto a la aludida, le recuerda—: También tú te despediste para acostarte, Mónica. Me dijiste que estabas rendida, lo cual me pareció muy lógico, y renunciaste a esperar la llegada de Noel…

—¿Viene Noel? —pregunta Juan, extrañado.

—Le estoy esperando. Tuve un aviso que el coche que le traía había sufrido un accidente en el camino, pero ya no debe tardar. Una visita por sorpresa, como la tuya. Me seguiré con lo que estaba diciéndote: pienso que acaso hago mal en empeñarme tanto en que cambies de vida…

—No creo que hagas mal. Es una solicitud que te agradezco. Además, me dijiste que me necesitabas…

—En efecto, es lo que dije.

—Pues no creo que deba negarte esa problemática ayuda, cuando tan desinteresadamente has tratado de servirme siempre que lo he necesitado.

—Pero, Juan, lo que quiere decir Renato… —interviene Mónica, nerviosa.

—Déjale que termine, Mónica —la interrumpe Renato—. Por favor… habla Juan…

—Termino en seguida. Iba a decirte que acepto el cargo que me ofreces… ¡Que me quedo en Campo Real!

Como si repentinamente hubiese tomado una nueva resolución, ha hablado Juan mirando con fijeza a Renato, un extraño matiz de desafío en el tono de sus palabras… Luego se vuelve lentamente hacia el oscuro rincón por donde Aimée desapareciera, con la esperanza de que ella esté muy cerca, de que haya escuchado sus palabras, de que recoja, valorando en cuanto significa, aquella determinación con que responde al reto, que ella le lanzara. Habría dado sangre de sus venas por poder mirarla a la cara en ese instante, para adivinar en sus ojos si había en ella placer o espanto, pero no atisba más que sombras espesas, y al volverse de nuevo ve otro rostro de mujer, pálido y helado como de mármol, dos manos blancas que se aprietan crispándose; una figura grácil que un instante se estremeció de angustia: Mónica de Molnar. Y aquella leve y burlona sonrisa que es siempre para él un arma contra ella, despunta en sus labios, al decir:

—¿Te ha dejado pensativo mi resolución, Renato?

—No, Juan —niega Renato con nobleza—. Al contrario; es algo que deseo desde hace mucho tiempo y déjame decirte las palabras que por los especiales incidentes de tu llegada todavía no te he dicho, pero que me salen del corazón: Bienvenido a Campo Real, Juan. Bienvenido a la que siempre debió ser tu casa, y lo es desde este instante.

—Gracias, Renato… —se conmueve Juan a pesar suyo.

—Espero que sea yo el que tenga que darte las gracias muy pronto, cuando hayamos logrado lo que deseo. Pero ha llegado un coche… Sí, ha llegado un coche al frente de la casa… seguramente es el bueno de Noel… Vamos allá… —invita Renato alejándose.

Juan no ha seguido a Renato. Ha quedado inmóvil bajo la mirada interrogadora y ardiente de Mónica, clavada en él como una amenaza, que se expresa al decir estupefacta:

—¿Debo suponer que está usted loco?

—¿Yo? ¿Por qué, Mónica?

—¿Piensa de veras quedarse en Campo Real?

—¿Y por qué no debo quedarme? Por lo visto, es el más ardiente deseo de los dueños de esta casa. Ya oyó usted a Renato, y supongo que también a la nueva señora D’Autremont, puesto que, seguramente, estaba usted escondida escuchando.

—¡No tengo semejantes costumbres!

—Pues aun contra su costumbre, parece que, al menos por esta vez, lo ha hecho. De otro modo no se comprende que saliera en un momento tan oportuno, a tiempo de cubrir la retirada de su hermana. ¿Estaba usted de acuerdo con ella?

—¿Quiere callarse? —ordena Mónica impulsada por la ira.

—No se enfurezca; ya veo que no… Debo suponer, entonces, que llegó por casualidad. Pero aun por casualidad, pudo oírla. Yo había decidido alejarme…

—¡Tiene que alejarse, Juan! ¡Usted no puede seguir aquí! ¿Qué se propone? ¿A dónde quiere usted llegar?

—Por el momento, solo hasta ese coche, Santa Mónica —contesta Juan burlonamente—. Voy a evitar que el viejo Noel cometa una indiscreción enterando al buen Renato de lo que más vale que ignore: que se ha casado con la amante de Juan del Diablo.

—¡Qué vil y qué despreciable me parece usted en este momento! —salta Mónica en voz baja, pero trémula de indignación.

—¿Yo…? —Juan se contiene haciendo un esfuerzo y con amargo cinismo explica—: Eso no es nada nuevo. Son los sentimientos que suelo inspirar a las personas como usted: puras e impecables… pero no se preocupe, que ya empiezo a saber cubrir las apariencias y, por lo visto, la apariencia es lo único que vale en el mundo de las gentes respetables. A sus pies, futura abadesa…

—¡Estúpido, payaso!

—Ése sí es un insulto nuevo… Payaso… Hasta ahora nadie me lo había llamado. ¿Payaso? Puede ser. Pero el que pretenda reír a costa de este payaso, pagará la función en moneda de sangre. Dígaselo a su hermana, a la joven señora D’Autremont. Prevéngala de que la entrada para el circo de Juan del Diablo cuesta muy cara. ¡Demasiado cara!