—¿Cómo? ¿Vas a dejarme, Renato?
—Sólo por una hora, mi vida. Mónica no puede hacerlo todo ella sola. Es justo que yo llegue hasta allá para prestarle un poco de ayuda.
—¿Qué? ¿Vas a ir hasta el otro valle? ¿Y a eso le llamas estar una hora fuera? Sólo para llegar allí gastarás una hora, y otra para volver.
—Y unos minutos en echar un vistazo.
—Ya será, por lo menos, otra hora también. Total: tres horas sin verte, tres horas aquí abandonada.
—Abandonada… ¡qué terrible palabra! —se burla Renato con ternura—. Abandonada en una casa en donde están tu mamá y la mía, donde hay un verdadero ejército de criados esperando tus órdenes para satisfacer tus menores caprichos.
—No me interesan… no me interesa nadie más que tú.
—Entonces, vida mía, aguárdame. Te prometo tardar lo menos posible. Mira, en la biblioteca hay libros excelentes, además de las últimas revistas de Francia. También puedes practicar un poco tu piano o dormir un rato. Es una dulce hora para la siesta. Además, hay unas labores de aguja…
—No quiero hacer nada. Te aguardaré furiosa y aburrida, ya lo sabes. Vete… vete ya que no tiene remedio, pero no tardes demasiado.
Aimée ha echado los brazos al cuello de Renato, besándolo mientras él sonríe. El juego del amor no es difícil para su alma flexible y astuta. Lo jugaba a diario entre petimetres que formaban su corte en Saint-Pierre… tiene un íntimo y femenino goce al comprobar el efecto de sus mimos, de sus sonrisas, de sus besos, de aquellos gestos largamente estudiados que le han dado el fácil dominio sobre los sentidos del hombre. Renato le ha besado las manos antes de cruzar con paso rápido la ancha galería. Cuando su figura ha desaparecido, Aimée se deja caer con gesto de fastidio, en el diván de raso, se hunde en los almohadones y entrecierra los párpados…
Con esfuerzo, brutalmente hostigados por el látigo que implacable empuña Juan, los robustos caballos que arrastran el liviano coche de dos asientos galopan cuesta arriba salvando el camino escarpado que deja atrás la costa. Con firme mano guía los dos caballos que, en lo alto ya de la primera loma, le dejan divisar aquel pequeño valle donde se extienden los cañaverales, donde se alza el primitivo ingenio de ladrillo, donde, amazona en el corcel que Sofía obsequiara a Aimée como uno de los regalos de boda, Mónica de Molnar aparece de pronto, atravesándose en el camino.
—Cuidado, mi amo —advierte Colibrí.
—¡Malhaya…! —maldice Juan frenando bruscamente a los poderosos caballos que relinchan y patalean sudorosos.
—¡La mató… la mató, mi amo! —exclama espantado el negro muchachuelo.
De un salto, Juan está junto a la mujer que ha rodado sobre el polvo del camino, pero que ya se alza sin esperar su ayuda para enfrentarle con más cólera que susto:
—¡Salvaje! ¡Es usted un salvaje!
—¡Santa Mónica…!
—¡Juan del Diablo…!
Ella ha retrocedido al reconocerle, mientras las pupilas de él se agrandan de sorpresa. Un momento quedan los dos desconcertados, como si no pudiesen dar crédito a sus sentidos, como si la mutua transformación les maravillara al mismo tiempo…
—¡Usted… usted…! ¿Pero es usted? —exclama Mónica realmente asombrada.
—Yo, sí… Yo…
Juan ha dado un paso hacia ella, mirándola intensamente, mientras en su corazón aletea un rayo de esperanza… Aquella espléndida mujer, ahora vestida con ropas civiles; aquella inesperada presencia, en las tierras de los D’Autremont, de la que él no puede imaginar más que en su lejano convento; aquella aparición atravesándose en su camino, ¿no puede acaso significar que las cosas no son de la manera que él piensa?
—Molnar… Molnar… ¡Usted es Molnar también! ¿O es la señora D’Autremont?
—¿Yo? ¿Está loco?
—¿No es usted la que se ha casado con Renato D’Autremont? ¿No es usted? Entonces, es Aimée, ¡Aimée…!
Ha ido hacia Mónica, pero ella retrocede más, y hay en sus ojos una expresión de espanto. Comprende, adivina más que comprender; es demasiado elocuente la expresión de aquel rostro viril, de aquellos labios que tiemblan, de aquellos ojos que relampaguean, de aquellas duras manos que se alzan tomándola por los brazos bruscamente, y de las que ella se desprende altiva y violenta, ordenando:
—¡Suélteme! ¿Cómo se atreve?
—¿Y cómo se ha atrevido ella a hacerme esto? ¡A mí! ¡A mí!
—¿Y quién es usted? No entiendo nada…
—Sí entiende. En sus ojos veo que sí entiende… ¡Ella no podía casarse con otro, y usted lo sabe perfectamente! ¡No podía, y le costará la vida haberlo hecho!
—¡Quieto! ¿Es que ha perdido la razón?
Ahora es ella quien le sujeta, quien audazmente se interpone, deteniéndolo cuando él va ya hacia el coche cuyas riendas sujetan las oscuras y temblorosas manos de Colibrí. Ella es quien lo ha visto todo en un momento, como si el resplandor vivísimo de un rayo hiriese sus pupilas, deslumbrándola al mismo tiempo que le muestra un impensado panorama de horror…
—¿Dónde va?
—¿Dónde he de ir sino a buscarla? ¡Donde esté, donde se halle, tengo que dar con ella!
—¡Está junto a su esposo!
—¿Y qué? ¿Piensa que voy a detenerme porque ese imbécil, ese monigote, ese mequetrefe…?
—¡Cállese, o soy capaz de abofetearlo! ¡Usted es el imbécil, el monigote, el mequetrefe!
—¿Quiere que empiece por apretarle a usted el pescuezo? —se enfurece Juan.
—¡Hágalo si se atreve a tanto!
—¿Que si me atrevo…? ¿Pero de veras quiere hacerme cometer un disparate? ¡Suélteme, quítese de en medio!
—¡No voy a soltarlo hasta que me oiga! ¿Con qué derecho va usted a llegar hasta Aimée?
—¿Cómo? ¿Con qué derecho? ¿Es que no sabe quién soy, quién he sido para ella? ¿Es que no sabe lo que he hecho para poder venir a cumplirle la palabra empeñada? ¿Es que no le contó ella que era conmigo, con Juan del Diablo, con quien tenía que unirse para siempre?
—¡Con Juan del Diablo…!
—¡Juan del Diablo, sí, Juan del Diablo! ¡Ese soy yo! Y si le molesta mi nombre, lo siento, pero Juan del Diablo soy y he de ser, y Juan del Diablo va a pedirle a su hermana de usted cuentas muy estrechas… tan estrechas como su cuello cuando estas manos dejen de apretarlo y lo suelten para que Renato recoja lo único que voy a dejar de ella: ¡el maldito cadáver!
—¡No! ¡Imposible!
Mónica ha estado a punto de caer desfallecida bajo la oleada de horror que le producen la mirada y el gesto de aquel hombre fiero, pero se repone bruscamente cuando las manazas de él la aprietan, a la vez zarandeándola y sosteniéndola.
—No se desmaye todavía Santa Mónica, ¡espere a verlo! —aconseja Juan con feroz sarcasmo.
—Usted no lo hará, porque a Renato D’Autremont…
—¡A ése lo parto en cuatro, por traidor, por imbécil!
—¡Renato no sabe nada! Ni siquiera sabe que usted existe…
—¿Que no sabe que existo?
—Nadie sabe que usted existe en la vida de Aimée. ¡Yo misma lo ignoraba!
—¡Mentira! Usted y yo ya nos habíamos visto las caras…
—¿Y qué? ¿Podía yo suponer que un sucio marinero era el amante de mi hermana?
—¡Pues debía suponerlo!
—Efectivamente. Ahora tiene usted razón —acepta Mónica con amargura—. Conociéndola, debí suponerlo. ¡Qué baja y qué despreciable!
—¿Por quererme…?
—¡Sí! Por todo cuanto ha hecho, y también por eso. ¡Por querer a un bárbaro como usted!
Mónica ha retrocedido, tambaleante, al borde del camino, hasta que el tronco de un árbol la detiene y ahí queda inmóvil, jadeante, como sin fuerzas, mientras sin aprovechar el instante de seguir su camino, Juan da unos pasos para acercarse a ella, un tanto mitigada su cólera, como si un sentimiento nuevo le bullera dentro con punzante fuerza niveladora, y murmura:
—Entonces, Aimée nos ha engañado a todos…
—Exactamente —confirma Mónica con voz ahogada—. Nos ha engañado a todos, se ha burlado de todos, ha pisoteado nuestros sentimientos. Todos tendremos derecho de pedirle cuentas de la misma manera que usted quiere hacerlo, y Renato D’Autremont más que usted, ¡cien veces más que usted!
Juan ha apretado los puños, ha alzado la cabeza altanera, ha mirado a uno y otro lado toda la tierra que sus ojos abarcan: a la derecha, cerca, el valle pequeño que termina en el mar, los cañaverales, el ingenio, los acantilados, el mar bravío; a la izquierda, lejano, ya envuelto entre la bruma azul de la tarde, Campo Real, el valle florido, dulce y fértil, en cuyo fondo se levanta el palacio anacrónico que es reino de los D’Autremont. Y como en un lamento, se rebela:
—Renato D’Autremont… Todo lo tuvo, todo lo tiene desde niño, todo está en sus manos… Pero no era bastante, no era suficiente… Tenía también que quitármela, tenía que arrebatármela a ella, lo primero mío que yo quise tener. ¡Maldito sea!
Largo rato ha permanecido inmóvil Juan del Diablo, cerrados los puños, apretados los dientes, tan amarga la expresión, tan doloroso el gesto, que Mónica de Molnar le contempla desconcertada. Sólo ahora nota la gran transformación habida en él; sólo ahora le mira de pies a cabeza, desde las altas botas de charol brillante hasta la bien cortada chaqueta que ciñe impecable su cuerpo airoso y recio. Ahora es cuando nota con extrañeza la blanca camisa de hilo bordado, la botonadura de oro que la cierra, los cabellos cortados de otro modo, las mejillas pulcramente afeitadas, y aquella expresión desconcertante, de dolor noble y hondo, que borra un momento la fiereza de sus ardientes ojos italianos. Le ve distinto, joven y atractivo, fuerte y hermoso, y la voz sale para él como para un ser humano:
—Juan, ¿quiere usted que hablemos?
—¿De qué? No vine para hablar… vine para proceder… vine para vengarme. Es lo único que me queda ya por hacer: vengarme, y vengarme con estas manos. ¡Matarla a golpes, como una ramera! ¡Y matarlo también a él!
—¿Está loco? ¿Qué mal le ha hecho él? ¿Qué mal consciente, voluntario, le ha hecho Renato D’Autremont?
—¿Consciente y voluntario? No sé… tal vez ninguno… ¡Con vivir, con nacer, ya me hizo todo el daño!
—¿Con vivir? ¿Con nacer? Ahora sí no lo entiendo —se sorprende Mónica.
—Naturalmente. ¡Qué va usted a entenderme! Acaso tampoco él pueda entenderme…
—¿Por qué le odia entonces? ¿Por qué le maldice?
—¿Y usted por qué le defiende con tanto empeño? Usted es hermana de ella; pero él, su cuñado, ¿qué puede importarle?
—No es sólo él —esquiva Mónica angustiada—. Es todo, son todos… Mi pobre madre, una anciana tímida, buena, débil… Cuanto haga usted contra Aimée, será contra ella, porque una madre… una madre… ¿Recuerda usted a su madre, Juan del Diablo?
—No, Mónica —niega Juan con amargo sarcasmo en la voz—. No la recuerdo. Y si la recordara, sería para odiar más el nombre D’Autremont, para maldecirlo, para aborrecerlo, para querer borrarlo con sangre. Sí… ¡Para borrarlo con sangre de la faz de la tierra!
Con amargura inmensa ha hablado Juan del Diablo; con infinito asombro, Mónica le escucha y le contempla. Es alguien muy distinto, sí, es otro totalmente: un hombre que en nada se parece al insolente marinero que discutiera con ella en los alrededores de su casa de Saint-Pierre. Hay algo noble y digno en su dolor y en su cólera; algo recto, limpio y certero aun en su odio, aun en sus maldiciones, como si tuviese demasiada razón para odiar y maldecir, como si fuese demasiado justo aquel duro y amargo gesto rebelde con que se enfrente al mundo entero. Y a pesar de sí misma, Mónica de Molnar le admira… y le teme. El enigma que encierra se le clava en una interrogación que es casi una disculpa:
—En realidad, no sé nada de usted…
—Ni usted ni nadie; pero es igual, puesto que a nadie le interesa. ¡A nadie! Pensé que le importaba a una mujer, pensé que una mujer me amaba, ¡y no era cierto! Fui sólo su mofa, su juguete, alguien de quien reírse mientras llegaba la hora de la boda. Pues bien, ahora no reirá ella sola, ahora reiremos todos y yo seré el último en reír, ¡y el que ría con más gusto!
—¿Pero es que no puede pensar más que en ella? La señora D’Autremont está enferma…
—¡La señora D’Autremont! —estalla Juan rabioso—. ¡Oh, santa señora D’Autremont! ¿Todavía enferma? ¿Aún no se muere? ¿Piensa vivir cien años, mientras revientan los demás en tomo de ella?
—¡Juan… Juan! —reprocha Mónica.
—¡Basta ya, Santa Mónica, hemos hablado de más!
—No; porque no me ha escuchado usted. No conozco su vida, no sé su historia, ignoro qué motivos de rencor pueda usted guardar para los D’Autremont, pero, fuere lo que fuere, sé que Renato es inocente…
—Inocente, inocente… ¿y qué? ¿Acaso sólo carga uno con sus culpas? ¿No basta un nombre para ser bien o mal nacido? ¿No se heredan con él honores y riquezas? ¿No se heredan baldones y dolores? Pero no es eso, no es eso… ¿qué importa el pasado, después de todo?
—¿Y qué puede ganar con dar un escándalo como el que pretende?
—No pretendo ganar nada: me conformo con que todos pierdan, con pisotearlo todo, con mancharlo todo…
—¿No ha pensado jamás en vengarse con más nobleza? Al fin y al cabo, ¿cuáles son los agravios de usted? Una mujer fue suya… lo fue porque quiso, sin condición, sin cálculo… Supongo que fue sin cálculo…
—Claro… el cálculo lo hizo después, el negocio lo hizo con la boda…
—Pero de eso no es usted el que tiene derecho a vengarse. Es él, es Renato D’Autremont. Lo único que usted puede hacer es decírselo, delatarla, jactarse de algo que un hombre debe callar siempre… Echar a los cuatro vientos la lista de los favores que una mujer le otorgó, pensando que, por lo menos, era usted lo bastante hombre para callar…
—¡Basta, basta… no me enrede!
—No estoy diciendo más que la verdad. Y usted sería el último de los canallas, delatándola públicamente.
—Calle, calle, logrará trastornarme por completo…
—Lograré llegar a su corazón, lograré hacerle comprender. No es usted el vejado ni el ofendido.
—Soy el burlado porque había puesto la vida en ella. Fui un loco, un imbécil; pero ahora, ¡cómo la desprecio!
—¡Eso es lo único que debe usted hacer! —aconseja Mónica tomándole la palabra—. ¿Qué mejor venganza que su desprecio, su gran desprecio? Si ella le engañó, si le mintió, si fue con usted desleal y embustera, piense que, al menos, tuvo la suerte de conocerla a tiempo. El mundo es grande, hay en él millones de mujeres… ¿por qué destrozar su vida por ella, si usted sabe ya que no vale la pena? ¿Por qué hacer tanto mal a los que son inocentes, y hacérselo a usted mismo? ¿Qué le espera después de vengarse? La venganza no es más que un minuto y, ¿qué va a quedarle después de ella?
Juan del Diablo ha quedado inmóvil y pensativo. Una a una, cual flechas certeras, las palabras de Mónica se le han clavado corazón adentro. De pronto, la mira como si la viese por vez primera, vacila como bajo el hechizo de una sugestión, y murmura lentamente:
—En efecto… hay muchas mujeres. Supongo que todas son como ella: embusteras e hipócritas. Aunque, a decir verdad, usted no lo parece. Pero…
—¡Jesús! —le interrumpe Mónica, azorada al oír el galope de un caballo que se acerca—. Es Renato… es Renato el que llega. Por piedad, no le hable, no le diga… Le ruego, le suplico, le imploro por Dios que está en los cielos…
—No creo en nada ni en nadie, Santa Mónica.
—Por usted mismo, Juan, por su propia conciencia —ruega Mónica en voz baja—. Llorando le suplico…
Juan ha clavado en Mónica una mirada intensa, mirada interrogadora y extraña. Un momento parecen suavizarse sus ojos soberbios. Luego sonríe con amargo sarcasmo y, también en voz baja, murmura:
—Ahí está el hombre más dichoso de la tierra…
—Mónica, ¿qué ha pasado? Me crucé en el camino con tu caballo suelto… —empieza a decir Renato, que se acerca alarmado. Más de pronto, se sorprende al reconocer al acompañante de Mónica y, con sincera alegría, exclama—: Juan… Juan… Esto sí que es fantástico. Creo que te envía el cielo, Juan…
Ha ido hacia él con los brazos abiertos, le ha estrechado con gesto tan espontáneo, tan fraternal, tan sincero y abierto, que Juan del Diablo no acierta a rechazarle. Se ha dejado abrazar correspondiendo con un torpe gesto, volviendo luego la cabeza para mirar de frente, pleno de amargo sarcasmo, el pálido rostro de Mónica, y habla al fin, totalmente sereno:
—¿Tú crees que es el cielo? Pues Santa Mónica no comparte tu opinión. Por poco tenemos un accidente. La atropellé cuando atravesaba el camino, y es un milagro que no haya sufrido ningún daño. Por supuesto, ni a ella ni al animal les ha ocurrido nada. Le estaba presentando mis excusas en este momento.
—¿Santa Mónica dijiste? —se extraña Renato.
—Es una broma… una broma de mal gusto, naturalmente, como todo lo mío. Pero la señorita Molnar me perdona. Más pesada broma fue echarle encima el coche, pero no lo hice de intento.
—¿Se conocían ustedes?
—Poca cosa, pero algo. ¿Verdad, señorita Molnar?
—Efectivamente —corrobora Mónica, vacilando—. Nuestra casa en Saint-Pierre está muy cerca de la playa. El señor Juan…
—Del Diablo —completa Juan.
—El señor Juan… de Dios… —rectifica Mónica— desembarcaba con frecuencia junto a los farallones de la costa y pasaba por casa. Alguna vez hablamos… De eso nos conocemos.
—Una forma bastante rara y sorprendente —comenta Renato.
—En la vida hay muchas sorpresas —indica Mónica—. También lo ha sido para mí comprobar que ustedes se conocen de antes, que son amigos…
—Amigos de la infancia —recalca Renato con satisfacción—. Pero tienes mala cara, Mónica, estás muy pálida. ¿Te asustaste mucho con el choque? ¿No te sientes bien?
—Claro está que no se siente bien —interviene Juan dominando la situación—. Pero, por fortuna, la casa está cerca. Si me lo permite, la llevaré hasta allí en el coche. Vamos, suba usted.
La ha alzado en brazos bruscamente, colocándola en el asiento. Ha empuñado el látigo y las riendas, y mientras Renato va hacia su caballo, la observa de nuevo con una mirada intensa.
—¡Gracias… gracias! —susurra Mónica en un hilo de voz.
—Todavía no me las dé. Tal vez he hallado, como usted me sugirió, una forma distinta de vengarme, un modo más fino, ¡y más cruel!
—Renato, hijo, ¿qué ha pasado? —interroga Sofía—. El caballo que montaba Mónica llegó suelto…
—Mi caballo, Renato… mi precioso caballo llegó todo estropeado, arañado, lleno de tierra, con un estribo roto… —se queja Aimée.
—Ya lo sé. Me crucé con él en el camino, y apuré alarmado yo también; pero, por fortuna, Mónica no ha sufrido ningún daño. Estará aquí dentro de un momento. Viene en aquel coche al que yo me adelanté justamente para tranquilizarlas si se habían alarmado.
—¿En aquel coche? —pregunta Aimée.
—Que la atropello al cruzar el camino —concluye Renato—. Por suerte, a Mónica no le ha ocurrido nada; y el culpable del accidente solicitó el honor de traerla él mismo.
—¿El culpable del accidente…? —se extraña Sofía.
—Para el que, desde luego, te pido indulgencia, mamá.
—Si atropello a Mónica por torpeza…
—No sólo por el atropello, mamá, sino por otras cosas. En una palabra, también me adelanté para eso. Sé que no es santo de tu devoción, pero te suplico, te ruego que le trates con indulgencia, que lo soportes, que ya después hablaremos de él…
—¿Pero quién es? —se alarma vivamente Sofía.
—Un réprobo que confío pueda arrepentirse. Un loco a quien sueño con hacer sentar la cabeza. Un pecador a quién anhelo redimir desde hace mucho tiempo…
—¿Acabarás de decir el nombre, hijo? —apremia Sofía, ya alarmada en grado sumo.
—Yo también estoy en ascuas, Renato —asegura Aimée—. ¿Quién puede ser todo eso?
—Juan… del Diablo… Justamente, aquí lo tienen ustedes…
Renato ha ido hacia la escalinata de piedra, frente a la que ya se detiene el cochecillo de dos asientos donde Juan llega trayendo a Mónica. Colibrí, acurrucado en el estribo, salta a tierra para dejar espacio, mientras trémula de ira y desconcierto da Sofía unos pasos detrás de su hijo. Por fortuna para ella, nadie ha mirado a Aimée, que se agarra al respaldo del sillón para no caer, para no desplomarse, aunque se doblan sus rodillas, aunque su vista se nubla… Un instante ve que todo gira a su alrededor: rostros y paisajes… y ahogando el grito que va a escapar de sus labios, cae, hundiéndose en la inconsciencia…
—¡Aimée… Aimée…! ¿Qué es esto? —se alarma Renato.
—Un desmayo… estaba muy nerviosa —explica Sofía—. Llama, hijo, llama a las doncellas.
Juan ha bajado del coche lentamente. Desde lejos ha visto a Aimée; la ha visto tambalearse y caer; ha visto que todos corren acudiendo a ella; ha dejado pasar a Mónica, que se dirige hacia su hermana…
—¡Pronto! ¡Que corran por el médico! —ordena Sofía con autoridad—. Ha perdido el pulso; está helada…
—Ella padece estos accidentes —explica Mónica—. Pero no es nada. Necesita reposo y silencio. Por favor, Renato, llévala a su alcoba…
—La mía está más cerca… Vamos… pronto… —ofrece Sofía, alejándose junto con Renato, que carga el cuerpo inanimado de su esposa.
—Juan, váyase ahora… Aléjese en este momento —suplica Mónica transida de angustia.
—No se preocupe… Esperaré. Vaya con ellos… Esperaremos. —Ha vuelto la cabeza para mirar al muchachuelo negro, de pie junto a él, los grandes ojos espantados, y le sonríe con sonrisa de hiel—. Vaya tranquila, Santa Mónica, mi secretario y yo esperaremos…
Bajo el dintel de la puerta que da a la galería, Sofía D’Autremont se ha detenido, apoyándose en el brazo de su hijo, y ambos contemplan un momento la figura arrogante que ha permanecido inmóvil junto a la escalinata de piedra. Un momento, Sofía D’Autremont ha sacudido la cabeza como espantando una idea horrible. También ella, como el viejo notario, ha sentido que un escalofrío la recorre, que un sudor helado humedece sus sienes, porque el mozo que aguarda de pie, fruncido el ceño y alta la cabeza, se parece demasiado a aquel Francisco D’Autremont que, faltando a todas las leyes humanas y divinas, le diera el ser. Es, como él, a la vez esbelto y recio, fuerte y ágil; tiene, como él, los ademanes anchos y el gesto desdeñoso, alza con la misma altivez, la cabeza. Sólo su piel más oscura le diferencia; sólo sus cabellos, más rizados y negros; sólo sus grandes ojos italianos, aquellos ojos iguales a los de Gina Bertolozi, que son para Sofía D’Autremont la más intolerable de las ofensas…
—Con el desmayo de Aimée, lo dejamos plantado —murmura Renato—. Pero tú oíste mi ruego, ¿verdad, madre?
—Renato, yo soy quien te ruego…
—¿Por qué ese rencor, madre? —reprocha con suavidad Renato—. Al fin y al cabo, ¿qué mal nos ha hecho?
—¡Es un ladrón! —se defiende Sofía en voz baja y rencorosa—. ¡Todo el mundo lo dice!
—Todo el mundo se engaña con respecto a él. Yo creo comprenderlo. Déjame hacer una prueba, madre, déjame darle una oportunidad en la vida. Yo te prometo que si no responde a ella, le volveré definitivamente la espalda…
—Perdónenme que les interrumpa —se disculpa Juan, acercándose a los D’Autremont—; pero tengo prisa en regresar al pueblo. Vine sólo para saldar una cuenta con Renato, señora D’Autremont, y les ahorraré en seguida la molestia de verme. Aquí está lo que debo…
—¿Qué dices, Juan?
—Toma… Lo que pagaste por mí cuando me detuvieron, lo que le diste al manco para que retirara la demanda, lo que costó el embargo del Luzbel… y esta cuenta más vieja: el pañuelo de monedas que te quité cuando éramos niños… dos monedas de oro y veintiséis reales de plata. Los robé para poder escapar de aquí, para no morir de hambre como un perro a las puertas de tu opulencia, pero ya está pagado todo, ¡hasta el último centavo!
—¡Juan… Juan…! —llama Renato al ver que Juan se aleja con paso rápido.
Ha corrido detrás de Juan y le detiene apoyando en su brazo robusto la bien cuidada mano de caballero. Es grave su presión, tanto como la de Juan es tempestuosa; es noble y sencillo su porte, tanto como el de Juan es altanero; y hay una luz profunda de comprensión y afecto en sus ojos azules, mientras en los negrísimos y fieros ojos de Juan del Diablo brilla la chispa de aquel rencor amargo, de aquel odio ancestral con que nutrieron su infancia miserable, su horrible adolescencia, su dura y rebelde juventud…
—Juan, ¿por qué te portas de esta manera?
—¿De qué manera me porto? ¿Pagar mis deudas? No es sólo patrimonio de bien nacidos el hacerlo… Déjame, Renato. ¿Por qué no me dejas?
—Porque soy más terco que tú, Juan del Diablo —afirma Renato en tono cordial—. Porque tengo empeño en ser amigo tuyo, aunque me hayas rechazado siempre con los peores modales.
—¿Qué quieres? Yo no soy un caballero. ¡Déjame, Renato! Será mejor para ti que me dejes…
—Vamos, basta de hacerte el réprobo. Ni aun de niño lograste espantarme con tus bufidos de fiera. Juan, yo sé que eres bueno…
—¿Bueno yo? —ríe Juan con amarga rabia.
—Ríete cuanto quieras. Juan, te comprendo como tal vez nadie en el mundo te comprende. Hay algo en ti que me atrae, que me hace sentirme hermano tuyo… Y la verdad es que no sé a qué atribuirlo… Acaso porque te vi llegar a esta casa de la mano de mi padre a quien siempre admiré; acaso, y esto es casi un secreto, porque con ser tan breve nuestra amistad de niños, tú eres el único amigo que tuve en la infancia.
—¿Qué estás diciendo?
—Comprendo que te extrañe. Es raro, pero así fue. Yo no tuve amigos de niño. Mi madre no me dejó tenerlos. Su gran amor me envolvía en mimos y cuidados. No fui nunca a la escuela… los maestros no eran para mí sino sirvientes más o menos considerados, empleados a sueldo que se deshacían en elogios y halagos para el alumno único, cuyos padres pagaban espléndidamente. Claro que en Campo Real sobraban niños y muchachos, pero jamás se permitió que se acercaran a mí, ni yo a ellos. Tú fuiste algo nuevo, diferente… Me parece que te estoy viendo cuando te trajeron: áspero, hosco, salvaje como un gato montés. Pero había en ti algo de fuerte y de libre que me cautivó, que me hizo envidiarte… sí, envidiarte, Juan. Me consideraba dichoso con que me dejaras ir detrás de ti por los campos tratando de imitar tus proezas, y te hubiera seguido sin vacilar si tú, naturalmente, no hubieras preferido irte solo. Ya veo que te sorprendes…
—En efecto. A mí me parecías un rey. Yo, a tu lado, era menos que un perro.
—Acaso los demás vieran así las cosas, pero yo no. Para mí, tú eras el rey y yo el mendigo de los ásperos goces de tu infancia libre. Poco has cambiado, Juan. Entonces me mirabas como ahora: hosco y ceñudo, pero te apresurabas a ayudarme y a defenderme si me veías en el menor peligro. ¿Te acuerdas?
Juan ha bajado la cabeza. Sus anchos puños, recios como mazas, se cierran. Es como si bajara al fondo de sí mismo, como si descendiera al abismo interno de sus más íntimos sentimientos… al mundo de amargura, de rabia y de celos, en el que se debate como perdido. Y suena la voz de Renato más afectuosa, más fraterna, más profundamente cordial y sincera:
—Quiero que te quedes a mi lado, Juan; que cambies para siempre tus gorras y tus camisetas de marino por esa ropa que tan bien te sienta; que emplees para el bien, no para el mal, tu valor y tu fuerza; que seas, a mi lado, lo que soñé que fueras: amigo, colaborador, hermano… sí, hermano. Mi padre lo dijo así una vez y no he olvidado sus palabras. Te nombro administrador de Campo Real. Tendrás autoridad y dinero, honra y provecho, y a nadie más que a mí tendrás que rendir cuentas.
—¿Yo administrador de Campo Real? —Totalmente desconcertado, Juan ha alzado la cabeza, ha buscado la verdad en el fondo de aquellas pupilas azules, fraternas y leales para él, y ha sentido el golpe brusco de su propio corazón, que late apresuradamente—. ¿De veras has pensado eso? ¿Tú solo? ¿Por ti mismo? Doña Sofía me odia…
—No exageremos. No puedo negar que no le eres simpático, que nunca se lo fuiste. En realidad, creo que ni siquiera es eso, sino su amor maternal, su gran amor por mí, que le hace verme siempre pequeño, indefenso… Y no te ofendas, Juan… También materia propicia para que prendas en mí tu mal ejemplo. Mi pobre madre no comprende ciertas cosas, y es lógico que no las comprenda. Es otro su mundo, pero estoy seguro que todo eso pasará en cuanto te trate un poco. Es demasiado sensible y demasiado buena… Ya la irás conociendo…
—No lo creo, Renato. Porque aun agradeciendo con toda el alma lo que acabas de decirme, no estoy dispuesto a…
—No me des tu negativa de pronto. Espera un poco y piénsalo. Te hice mi proposición de repente, para rogarte, al mismo tiempo, que te quedes unos días…, unos días solamente, que a nada te comprometerán. En realidad, no debes decir que sí sin enterarte de lo que se trata. Es un trabajo duro y arduo: quiero transformar el régimen interno de Campo Real totalmente, desterrar los viejos procedimientos y arrancarle para siempre los colmillos a un viejo zorro: Bautista, ¿lo recuerdas? En otros tiempos, mayordomo de la casa; luego, administrador general; actualmente, un tiranuelo ridículo y despreciable contra el que Mónica y yo hemos comenzado la ofensiva.
—¿Mónica? —se extraña Juan.
—Sí… Mónica, mi cuñada, que fue, después de ti, mi única y verdadera amiga en la infancia y en la adolescencia, la musa inspiradora de mis quince años…
—¿Y por qué no te casaste con ella?
—¿Con Mónica? —se sorprende Renato—. Bueno… en realidad, no sé cómo no acabé por enamorarme de ella. Era encantadora, lo sigue siendo… Me llevaba mucho mejor con ella que con Aimée, pero el corazón es así… Un día cambió de rumbo y me cautivó esa criatura que tiene todas las gracias, todos los encantos. —Renato ha sonreído a su propio pensamiento, ciego en su ensueño, sin mirar el rostro de Juan, a quien el solo nombre de Aimée transforma, endureciéndolo, encendiéndolo de cólera violenta, que milagrosamente contiene—. Supongo que la conoces de vista, como a Mónica. Lamento muchísimo el malestar que me impidió presentarte a ella, pero será dentro de un rato… Soy muy feliz, Juan, inmensamente feliz. Y cuando se es feliz, es fácil ser generoso. Quiero que esta dicha mía llegué hasta el último rincón de mi hacienda; quiero que los más humildes bendigan el nombre de Aimée, pensando que el bienestar les llegó por ella, porque su amor supo hacerme más humano, más bueno… ¿Te sorprende?
Ahora sí mira a Juan, y es él el sorprendido por la terrible expresión de aquel semblante. Sobre el rostro trigueño que la palidez hace blanco, son dos llamaradas de rencor los grandes ojos negros, y se aprietan los labios, de los que por un verdadero milagro no escapa su secreto.
—¿En qué piensas, Juan? Estás lejos… lejos, y en un lugar nada grato. Me doy cuenta… Te he propuesto quedarte aquí sin preguntarte nada. Acaso tú tengas tu amor también… Acaso una mujer…
—¡Malditas sean todas!
—¡Juan! —reprocha Renato; pero, comprensivo, indaga—: ¿Te ha herido alguna? ¿Has tenido la desgracia de tropezar con alguna mala mujer?
—¿Y cuál no es mala?
—Vamos… no hables de esa manera. No es digno de un hombre cabal maldecir así, a bulto, a todas las mujeres. Algunas son lo peor del mundo, estoy de acuerdo; otras, lo más alto, lo más noble, lo más limpio y puro que podamos hallar sobre la tierra…
—¿Lo dices por tu Aimée…?
—¡Naturalmente!
Renato ha contestado con brusquedad, ha fruncido el ceño, ha clavado en Juan una mirada dura y penetrante, ha erguido más la fina cabeza… pero la frase que tiembla en los labios de Juan del Diablo no llega a brotar. Hay una desconocida fuerza interna que le detiene. Al volver la cabeza, ve que Mónica de Molnar se acerca, y comenta indiferente…
—Tu cuñada…
—Aimée ha vuelto en sí, Renato —explica Mónica—. Preguntó por ti inmediatamente. Le sorprendió mucho que no estuvieras junto a ella.
—Sí, claro… voy corriendo. Salí sólo para detener a Juan. Que te cuente él lo que acabo de decirle… ¡Ah! Y tráelo para la casa. Mandaré que le preparen una habitación de huéspedes…
Renato ha cruzado con ágil paso el trozo de jardín que le separa de las escalinatas y rápidamente penetra en la mansión. Los ojos de Juan le han seguido hasta verle perderse, mientras Mónica, tensa de emoción, le observa…
—No me mire así… todavía no he dicho una palabra; todavía no he hecho nada —la tranquiliza Juan—. Me he dejado llevar y traer al gusto de todos ustedes…
—Que Dios se lo pague ¿Pero qué es lo que Renato le ha dicho? ¿Qué es lo que se propone usted hacer?
—Renato pretende que me quede en Campo Real. Que me quede indefinidamente. Me ofrece el jugoso puesto de administrador de su hacienda…
—Pero usted no ha aceptado eso, Juan. ¿Verdad? No puede aceptarlo. ¡Usted tiene que irse de aquí inmediatamente! Ya ha visto usted el efecto que su presencia hizo en Aimée.
—Un desmayo muy socorrido. ¡Qué cómodo, qué oportuno el mundo es para las mujeres…!
—No fue fingido. Su aparición la hirió como un rayo. Ahora está desesperada, enloquecida, sufre como en el fondo del infierno… Ella no sabía que usted iba a volver…
—¿Y para no saberlo me lo hizo jurar tantas veces? ¡Que no mienta! ¡Ella estaba segura de que me tenía bien sujeto, loco y enamorado como un imbécil, capaz de todo por ella…! ¡De todo, sí, de todo! ¿Usted sabe lo que yo he hecho? ¡Me he jugado la vida cien veces cada día! Y todo, ¿por qué? ¿Para qué? Para cumplir mi palabra; para poder acercarme a ella con ropas de caballero; para poder darle lo que yo sabía que ambicionaba; para llevármela del brazo a la luz del sol, cumpliendo con todo eso que ustedes llaman religión, familia, conveniencias…
—Juan, por piedad. Ha callado hasta ahora. Siga callando, aléjese. Yo le aseguro que, en este momento, Aimée llora con lágrimas de sangre…
—Entre los brazos de Renato —concluye Juan con infinita amargura.
—No piense en eso. Yo le ruego…
—¡Basta de ruegos! —corta Juan con aspereza—. No crea que va a seguir manejándome con súplicas y lágrimas. No soy un sentimental como Renato, no soy lo bastante feliz como para querer ser generoso. Al contrario, soy lo bastante desdichado para odiar hasta la luz del cielo, hasta el aire que respiro, hasta la tierra que me sostiene… ¡Y no he renunciado a vengarme!