—¡Que linda estás, hija… pero qué linda! Mírate un momento en el espejo…
Las blancas manos de Sofía acaban de prender la corona y el velo sobre los brillantes cabellos de azabache de Aimée de Molnar, mientras Catalina sonríe emocionada y las tres doncellas arreglan cuidadosamente los pliegues sobre la larguísima cola del traje de desposada.
—Ya puede sentirse feliz mi Renato… y orgulloso el padrino que va a llevarte del brazo al altar.
—Aquí está tu rosario y tu pañuelo. Que Dios te bendiga, hija mía. ¡Qué linda estás… qué linda eres! —Se entusiasma Catalina de Molnar.
El último alfiler de la cuidadosa toilette ha sido prendido, y las mujeres, que llenan la amplia alcoba, rodean a la novia entre comentarios y cuchicheos. No hay duda que Aimée está más linda que nunca en estos momentos. Por rareza están pálidas sus mejillas siempre sonrosadas, y en el rostro color de ámbar brillan, más ardientes y profundos, los grandes ojos negros. Tiembla la boca roja, trémula como un botón de rosa encarnada, y hay, a pesar suyo, un fulgor de profunda satisfacción en las pupilas cuando al mirarse en la luna de Venecia, que le devuelve su imagen, se halla a sí misma codiciable y bella. Saliendo de su momentánea abstracción, pregunta:
—¿Ya es la hora?
—Hace rato… pero déjalos que esperen —aconseja Sofía—. Hoy, aquí, la única persona verdaderamente importante eres tú, Aimée.
Ésta ha sonreído, escuchando el murmullo elegante que llega hasta ella. Jamás la casa D’Autremont, ni en sus mejores tiempos, pareció más brillante que aquella noche. Como un ascua relucen sus mármoles, sus bronces, sus espejos, sus adornos de Sévres, sus vajillas de plata… Las flores desbordan en todos los floreros y forman un camino perfumado desde la escalinata de piedra hasta la pequeña iglesia blanca, a cuyos flancos se agrupan los trabajadores de Campo Real y de las fincas vecinas, los cocheros y lacayos de los caballeros que llegaron de Saint-Pierre, los campesinos de muchas leguas a la redonda… Dos filas de criados, sosteniendo en alto antorchas, iluminan el trecho, que una noche nublada hace profundamente oscuro. De pronto, Aimée se vuelve a la señora Molnar e indaga:
—¿Dónde está Mónica?
—¿Mónica…? —balbucea Catalina—. Pues… pues no sé. Supongo que…
—Aquí la tienes —señala Sofía.
En efecto, Mónica se acerca, y es la única que no ha cambiado de aspecto: con su eterno traje negro de mangas largas y alto cuello, con sus rubios cabellos peinados con la misma sencillez de siempre, con el pálido y exquisito rostro sin afeites donde el cansancio dejó su huella, con sus grandes ojos a la vez puros y profundos, altivos y sinceros. Y dirigiéndose a Sofía, explica:
—El padrino está en la puerta esperando a Aimée. Y Renato le ruega a usted que ponga en sus manos esto.
—Ponlo tú misma, hija mía, no faltaba más. Sofía ha sonreído afectuosamente, observando, tal vez con el deseo de adivinar sus pensamientos, aquel bello rostro enigmático. Pero Mónica, sin vacilar, pone el blanco y perfumado ramo de novia en la mano de Aimée, al tiempo que indica:
—El último detalle, hermana. Ya no te queda sino ir hasta el altar.
—¿No me deseas buena suerte? —pregunta Aimée con un rumor de sorna en la voz.
—Con toda el alma, hermana —afirma Mónica con la mayor sinceridad.
Lentamente se acerca al altar la bellísima novia, apoyada la mano en el brazo del viejo Gobernador, que parece imponente bajo la bordada casaca de su uniforme de gran gala. La flor y nata de Saint-Pierre, de la isla entera, está en estos momentos bajo el techo de la iglesia de Campo Real, que brilla como una llamarada de oro bajo la luz de millares de velas. Junto a Renato, lánguida, y pálida bajo el severo traje negro, Sofía D’Autremont vive el minuto de emoción intensa que le da aquella boda, mientras los ojos de Renato, fijos en Aimée, la miran como si con ella se acercase toda la dicha del mundo.
—Aimée de Molnar y Bixet-Villiers, ¿quieres por esposo a Renato D’Autremont y Valois?
—Sí quiero…
La mano del sacerdote se ha alzado para bendecir aquellas dos frentes que se inclinan junto al altar, y en el silencio de las respiraciones contenidas vibra la emoción de aquel minuto, tan distinta en los diversos corazones… Hay lágrimas en los ojos de Sofía y en los de Catalina; hay una sonrisa bondadosa, indulgente, de madurez, en los labios del hombre que representa la autoridad de Francia en la lejana isla tropical; hay una plenitud de dicha pura en las claras pupilas de Renato; hay un extraño fulgor enigmático en los ojos de Aimée… y un poco apartada de los demás, junto a la puerta lateral del templo, las manos sobre el pecho, como si quisieran contener el latido desorbitado de aquel corazón que ahoga su dolor en silencio, Mónica asiste a la ceremonia, casi como ausente. Sus labios están resecos y febriles; sus ojos, envidriados de tristeza, no saben ya de llanto; sus rodillas se doblan suavemente, como si fuera mucho para ellas el frágil peso de su cuerpo; y el pensamiento; que se quema en sí mismo, que arde alumbrando y consumiéndose como las velas del altar, se reconcentra en dos palabras que son una oración:
—¡Dame fuerzas! ¡Dios mío… dame valor y dame fuerzas…!
Ya brilla el aro de desposada en el dedo de Aimée, ya cayeron sobre la bandeja de plata las trece arras de oro, ya la mano del sacerdote se alza de nuevo, y sus labios van susurrando:
—Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor, por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia. Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, porque está escrito en el Segundo Libro del Génesis, Versículo 24: «Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará con su mujer y serán los dos una misma carne». Cada uno de vosotros, pues, ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer obedezca y respete a su marido… Unidos para siempre quedáis, hijos míos, con el santo y fuerte lazo del matrimonio, más fuerte aún en los que, como vosotros, tenéis el deber de dar ejemplo. Que sea vuestro hogar el modelo para los que menos saben y menos tienen. Que sea vuestra vida espejo y norma de virtudes cristianas, de bondad y prudencia, y sean la paz y la felicidad en este mundo, y la salvación eterna en el otro, los premios que el Señor os otorgue. Amén.
Sin fuerzas para acercarse, Mónica ha escuchado los saludos, los parabienes; ha visto los abrazos, las manos que se estrechan, y ahora, transida de un dolor sin nombre, ve cruzar a Aimée, del brazo de Renato, por la estrecha senda de flores que lleva a las puertas de la iglesia, y les mira alejarse y perderse, como si toda la luz del mundo se apagara de un golpe, como si se abriese la tierra para tragarse toda la belleza de la vida, como si perdiera en un instante toda su razón de existir, y en voz baja, reza:
—Hágase, Señor, Tu voluntad, así en la tierra como en los cielos…
La luz deslumbradora y violenta del rayo cercano es lo único que alumbra la playuela desierta, los altos acantilados de rocas, el mar enfurecido, todo aquel imponente concierto de naturaleza salvaje y desencadenado, que hace sonreír a Juan del Diablo, como si con todo ello escuchase la vieja música terrible que envolvió su infancia: El Cabo del Diablo, el pedazo de costa más áspera de todo el litoral, y aquella anónima playuela escondida, desconocida, casi inaccesible, que es para él entrada exclusiva y secreta a la cercana ciudad de Saint-Pierre.
A una sola flexión de sus brazos de Hércules, ha metido el bote playa adentro, librándole de la posible furia del mar. Va a echar dentro los remos cuando algo se mueve bajo el banco, e indaga airado:
—¿Qué, es eso? ¿Quién está ahí?
—Soy yo, patrón…
—¡Rayo del infierno! ¿Y qué demonios viniste a hacer? ¿Cómo te metiste ahí? ¿Por qué hiciste eso? ¡Contesta!
—Yo quería venir con usted, patrón… quería conocer a la ama nueva…
—Entrometido —pretende regañar Juan, pero su voz desdice su gesto—. ¿Quién te dio permiso de desobedecerme? ¿Y si se hubiera volcado el bote antes de llegar a tierra?
—Con usted no se vuelca. Y si se vuelca, yo sé nadar también. Me sé tirar desde lo más alto y llegar hasta el fondo buscando una moneda.
—Ya… supongo que has tenido que buscar monedas hasta en el fondo del infierno —acepta Juan. Y adoptando un gesto severo, rezonga—: Pero cuando yo doy una orden es para que se cumpla. Dije que bajaría solo y tú fuiste a esconderte en el bote.
—Yo ya estaba aquí, patrón. Desde por la tarde me había metido para que me trajera. Yo quería venir con usted. Si necesita algo en tierra, ¿quién va a servirle, mi amo?
—Bueno, está bien, Colibrí. Ven, trepa por aquí… Vas a conocer la buena tierra de la Martinica, y vas a ver a la ama nueva…
Juan ha empezado a subir los acantilados con paso firme y rápido, y el pequeño Colibrí le sigue con gran esfuerzo, hasta que de pronto advierte con entusiasmo:
—¡Allá hay luces, patrón!
—¡Quieto! No es allí donde vamos. Es más cerca… por este lado. La casa está a oscuras…
—¿Eso es una casa?
—Sí, Colibrí. Ésa es la casa de tu ama.
—Pero está durmiendo… —se desilusiona el muchacho.
—Tal vez duerme… y sueña con Juan del Diablo. ¡Pobre de ella si soñara con otro!
—¿Pobre de ella?
—Todavía no sabes de eso, Colibrí. Pero cuando un hombre quiere a una mujer, la quiere para él solo o no es un hombre. ¿Comprendes?
La mano ancha y recia se ha apoyado en la espalda del muchachuelo, zarandeándole en ruda caricia. Luego pasa sobre la redonda cabeza de cortísimos cabellos rizados, y le explica, orgulloso:
—Tu ama es la mujer más linda que has visto nunca, Colibrí.
—Usted me dijo un día que tenía los ojos como luceros…
—Como luceros sobre el mar le brillan los ojazos negros, y es toda ella… como una flor. Sí, Colibrí: como una flor de fuego…
—¿Ella no sabe que usted llegó? Usted dijo que le mandaba cartas con el pensamiento…
—¡Qué tonto eres! —ríe Juan verdaderamente divertido—. Pero ya te avispará ella. Son las mujeres las que, al fin y al cabo, lo avispan a uno, y las que le enseñan buenas maneras… ¿No me ves a mí? Nunca pensé que una mujer me hiciera esperar al raso, hasta que amaneciera… pero quiero llegar como un caballero. ¿Tú sabes lo que es un caballero, Colibrí?
—Sí sé, patrón… Es un hombre que va a caballo…
—También es eso —ríe Juan a carcajadas—, y me has dado una idea. Si yo comprara un buen caballo, si nos presentáramos vestidos de otra manera, no con estos harapos mojados… Vamos a comprar ropa Colibrí. —Una ráfaga huracanada, de viento y lluvia, hace maldecir a Juan—: ¡Rayo del infierno! Vuelve a llover, y tú estás temblando. ¿Tienes frío?
—No, patrón.
—¿Cómo que no, si das diente con diente? Vamos a la taberna del Sordo. No nos vendría mal algo qué mascar y algo qué beber. —Vacila un momento y exclama—: ¡Claro que no sé cómo me aguanto para no tocar esa puerta…!
Ha dado un paso hacia la casa oscura y cerrada, se ha acercado a la ancha puerta del frente… saltando como un picaflor. Colibrí va tras él, y advierte:
—La puerta está cerrada por fuera, patrón. Mire: un candado…
—Pues es cierto. Una argolla y una cadena con otra cerradura… Esto quiere decir que no hay nadie en la casa.
Con violenta ira repentina, ha sacudido aquella cadena que cruza entre argollas reforzando la vieja puerta, pero al violento tirón cede la podrida madera y la mano audaz empuja decidida. Juan del Diablo ha penetrado sin vacilar. Una amarga desilusión, una impaciencia irresistible, que es terrible sospecha, le impulsa. No se ha detenido para entrar como una tromba a través de las desiertas habitaciones, donde todo denota que aquella casa ha sido abandonada para un largo tiempo: las ventanas sin cortinas, las camas deshechas, las paredes sin cuadros ni imágenes… Como por instinto, se detiene en el centro de la que fuera alcoba de Aimée. Una fuerza extraña parece envolverlo, como si aún flotara en el ambiente algo de ella, como si la delatase el sutilísimo perfume que aún parece persistir, como si el espejo de luna verdosa guardase en su fondo, misteriosamente, aquella imagen que le obsesiona. Y, sin poderse contener, murmura:
—Aimée… Aimée… ¿Dónde estás, Aimée?
Sin ella es como si, de repente, el mundo estuviese vacío: todo ha perdido su razón y su objeto. Le parece moverse en un mundo irreal, hasta que la oscura figurilla de Colibrí se agita tras él, haciéndole volver a la realidad:
—¿No está aquí el ama, patrón? ¿Se fue de viaje?
—¿De viaje? ¿De viaje has dicho? —se alarma Juan, dominado por repentina ira—. ¿Adónde y por qué? ¿Por qué?
—¿Por qué no le pregunta a algún amigo, patrón? —insinúa tímidamente Colibrí—. ¿No tenía amigos el ama nueva?
—Mucho me temo que demasiados, pero no los conozco ni sé nada de ellos.
—¿Y usted, patrón? ¿No tiene amigos?
—¿Yo? ¿Amigos yo? No, Colibrí, creo que no los tengo. Me temen o me atacan, me odian o me respetan, pero nadie es amigo de Juan del Diablo.
—Yo sí, patrón —afirma Colibrí, en un arranque infantil.
—¿Tú sí? Puede ser… Bueno, ven… vámonos de aquí…
—¿Y qué va a hacer patrón?
—Buscarla, buscarla y dar con ella donde quiera que esté.
—¡Aimée, mi vida…!
Aimée se ha estremecido, volviendo la cabeza vivamente. Está sola junto a la balaustrada de aquel ancho portal que rodea la casa, frente al departamento preparado especialmente para ellos en el ala izquierda. Ha llegado escapando del bullicio, todavía con el blanco traje de desposada, y aspira con ansia el aire fresco y húmedo de la noche lluviosa, mientras mira correr las nubes negras, despejando a trozos el transparente cielo tachonado de estrellas.
—No sabía dónde estabas —explica Renato—. Te he buscado por toda la casa…
—Escapé porque no soportaba ya tanto bullido y tanta gente.
—Pronto estaremos solos, mi vida.
—¿Pronto? ¡Quién sabe! Eso no depende de tu deseo. Si hubieras hecho las cosas como yo quería, habríamos tomado el camino de Saint-Pierre inmediatamente después de la boda, y que se quedaran aquí de fiesta hasta el amanecer si querían. Pero con este sistema del tiempo de nuestros abuelos…
—Son sólo unas horas de paciencia, y han sido meses de adelanto en nuestra boda. Si hubiéramos hecho las cosas como tú querías, aún estaríamos esperando que acabasen de reparar la casa de Saint-Pierre. No estaría yo a tu lado como estoy en estos momentos: con el dulce derecho de llamarte mía…
Ha querido besarla, pero ella esquiva el beso. Ahora que la boda se ha realizado, siente una angustia extraña, algo muy parecido al miedo. Acaso teme la necesidad de dar a Renato una explicación desagradable. Acaso es más punzante el disgusto que desde hace días crece en ella. Acaso el hecho de sentirle cerca con todos los derechos de esposo, provoca en ella frialdad y despego; pero comprende que no puede menos, que disculparse:
—Me siento mal, Renato. Me duele la cabeza…
—Es natural, mi vida. Los nervios, el ruido, la obligación de saludar continuamente, de responder a todos, de sonreír a todos… Sin embargo, yo aún puedo decir, como decían nuestros abuelos: ¡Hoy es el día más feliz de mi vida! ¿No sientes tú lo mismo, Aimée? ¿No me respondes?
—Contestaré cuando se haya ido el último invitado.
—Algunos van a pasar aquí la noche. Por fortuna, los menos. Como amainó la lluvia, muchos se disponen a regresar, y el Gobernador entre ellos. ¿Sabes que aproveché la ocasión de hablarle de alguien que me interesa mucho?
—¿A ti? ¿Quién?
—Un amigo a quien no conoces, pero en el que pienso como candidato a la administración de Campo Real. Tengo muchos proyectos y necesito tener a mi lado colaboradores capaces, que compartan mis ideas plenamente… —Vacila un momento al observar que Aimée no le presta atención, y casi se disculpa—: ¿No te interesa lo que digo?
—No es el tema del que desea oír hablar una mujer unas horas después de casarse. Pero como en ti los asuntos de la finca son una obsesión…
—Perdóname, pero es algo tan ligado a nuestra vida… Campo Real, tú y yo, somos la misma cosa, para mí al menos. De nuestros sentimientos depende el bienestar de mucha gente, y nosotros también, en cierta forma, dependemos de ellos. Es la cadena de la vida, ahora más fuerte que nunca, porque teniéndote a mi lado, en mi Campo Real, el mundo para mí se encierra en este valle… Aunque, no te asustes… escaparemos de él siempre que quieras.
—Por mí gusto estaríamos bien lejos ahora y siempre.
—¿Siempre? ¿No te gusta la finca? ¿No sientes, como yo, que nuestro hogar está en ella?
—Mi hogar todavía no sé dónde está…
—¿De veras? ¿Es posible?
—Si te empeñas en obligarme a hablar…
—Pues sí. En cualquier caso, prefiero que seas sincera. ¿Qué te pasa, mi Aimée? No pensé encontrarte así en estos momentos. Hay en ti algo extraño, desconcertante… ¿Por qué, mi vida? ¡Te quiero tanto!
Se ha acercado más a ella, la ha tomado por el fino talle, atrayéndola a sí, y ella siente el impulso de rechazarlo, pero se contiene. Piensa que en el cercano salón dorado, lo mejor de Saint-Pierre celebra sus bodas. Piensa que es la señora D’Autremont, envidiada por todas las muchachas casaderas de la sociedad en que habita. Piensa que es de oro su cadena, y sonríe… sonríe ahogando la protesta de su alma y de su cuerpo:
—No me hagas mucho caso, Renato. Estoy cansada y nerviosa… Me gustaría tomar un poco de champaña…
—Desde luego… Aquí lo tienes… mira… ven…
La ha hecho cruzar el umbral del gabinete que precede a la alcoba. Sobre el bordado mantel de una pequeña mesa, hay golosinas en bandejas de plata: dulces, frutas, y un cubo de hielo del que emergen dos botellas de champaña. El propio Renato llena las copas, pone la de él en los labios de ella y murmura apasionado:
—Aimée… mi amor… mi esposa…
Han bebido, y las copas se llenan de nuevo una y otra vez, siendo vaciadas entre sonrisas y besos… Un último relámpago pone su pincelada lívida sobre el cristal de los espejos; luego, la luna asoma, pálida y fría, y Aimée comenta:
—Ya se fue la tormenta…
—¡Te adoro, Aimée! —Renato ha vuelto a besarla, la ha alzado en brazos suavemente, y cruza con ella la cortina de raso de la dorada alcoba, mientras murmura sin poder dominar su pasión—: ¡Te quiero! ¡Te quiero!
—Pero tomemos más champaña, Renato —intenta eludir Aimée—. Mucho más champaña. Trae la otra botella.
—Colibrí, ¿dónde estabas?
—Ni me mire tan serio, patrón que le traigo buenas noticias. Fui hasta la casa del ama nueva…
—¿Y qué? ¿Qué? —Juan se ha puesto de pie empujando violentamente la banqueta que cae detrás de él. Es ya mediodía y pocos parroquianos quedan en la destartalada taberna del Sordo, muy cerca de los muelles y no demasiado lejana de la colina donde se alza la vieja casa de las Molnar—. ¿Acabarás de hablar?
—Ya va, mi amo, déjeme que respire, porque fui y vine corre que te corre… —Colibrí parece muy dichoso de poderle llevar a Juan del Diablo una buena nueva, tras la noche pasada junto a él en la sórdida taberna oyéndolo maldecir y viéndolo beber—. En la casa de enfrente había una muchacha barriendo la escalera y me dijo que la ama nueva… Bueno, ella no dijo así, dijo que la señora y las señoritas que vivían enfrente se habían ido a pasear al campo, y que ella no sabe cuándo van a volver, pero que seguro, seguro que vuelven…
—¿Dijo eso? Al campo por unos días… ¡Claro está! ¿Cómo no se me había ocurrido eso? Fueron al campo, sólo al campo… Y yo que pensé… —se detiene un momento y pregunta—: ¿No sabe ella el lugar al que han ido?
—No, patrón. Dice que a nadie se lo dijeron, pero que ya otra vez se han ido y han vuelto.
Juan se ha acercado hasta la puerta de la taberna y el claro sol le baña por entero. Todo le parece ahora diferente: el cielo, las calles, las montañas cuyos picos se alzan allá lejos… Una bocanada de alegría le llena el pecho, una sacudida de alborozo le recorre de pies a cabeza, y afirma con resolución:
—Iremos a buscarla Colibrí. No habrá palmo de tierra donde yo no la busque. Pero antes, me vestiré de caballero.
—¡Juan del Diablo! ¿Pero qué es esto? —se sorprende Pedro Noel.
—Me encuentra cambiado, ¿eh? —sonríe Juan.
—¡Caramba! Pareces otro… Pero ¿qué haces aquí? ¿No te llegó mi recado? ¿No te dijeron de mi parte…?
—Llegó el recado y justamente vine a agradecérselo. El Luzbel se cruzó con la goleta Esperanza, ya a la vista de estas costas, y el patrón se tomó la molestia de venir hasta mí en un bote para decirme lo que pasaba. Gracias por el aviso.
—Ya veo el mucho caso que has hecho de él. Por lo visto, no te importa parar en la cárcel. A menos que…
El viejo ha interrumpido sus palabras para mirar más detenidamente a Juan del Diablo, examinándole de pies a cabeza. Tanto le diferencia el cambio de indumentaria, que apenas da crédito a lo que ven sus ojos. Recién rasurado, bien cortado el pelo, la gallarda figura bajo un traje comprado al mejor sastre de Saint-Pierre, Juan del Diablo parece realmente un caballero. Sus anchas espaldas, su elevada estatura, su porte desenvuelto, traen a la mente del notario un recuerdo punzante: el de otro cuerpo robusto, el de otra figura altanera, el de otro paso altivo y firme. Porque vestido de esa manera, el rudo patrón del Luzbel se parece demasiado a Francisco D’Autremont. Tanto se parece que las piernas del buen viejo flaquean, obligándole a tomar asiento, mientras un sudor frío, le baña las sienes, y murmura:
—¡Es asombroso! ¡Igual, idéntico…!
—¿Idéntico a quién?
—A nadie —elude el notario—. A un fantasma…
—¡Caramba! —exclama Juan con jovialidad—. No me halaga demasiado el parecido, y tampoco me atrevo a creer que toda su emoción sea por miedo a que me metan preso. Le aseguro que no hay ningún motivo legal para hacerlo. He rozado la ley, pero no he ido abiertamente contra ella. Tengo argumentos con qué defenderme de cualquier acusación grave que se me haga. He tenido suerte, mucha suerte, en el último viaje. Y ahora, mi buen Noel, estoy decidido a cambiar de vida. ¿Le sorprende? Sigue mirándome como a un fantasma…
—¡Vas a cambiar de vida, Juan del Diablo! —se entusiasma Pedro Noel—. Sí, vas a cambiar de vida totalmente. Alguien va a ayudarte… alguien que puede y debe hacerlo ¡Y yo me encargaré de que lo haga inmediatamente!
El viejo notario ha hablado con voz emocionada, conmovido y trémulo, sintiendo que un noble anhelo de justicia se levanta en su pecho. Siente que es necesario, que no puede ser de otra manera, frente al porte gallardo de aquel Juan del Diablo que tanto se parece a Francisco D’Autremont. Sí, parece otro hombre el rudo patrón del Luzbel bajo sus ropas de caballero… Parece el que realmente es: el hijo a quien Francisco D’Autremont no pudo dar su ayuda, su amparo, su apoyo a través de la vida; el que fue desposeído de todo y empujado al abismo para que pereciera; demasiado fuerte para ser destruido, demasiado altanero para esperar nada de nadie en este momento en el que sonríe con burlona indulgencia al asegurar:
—Nadie tendrá que ayudarme, Noel. Pedir ayuda no entra en mis costumbres. No necesito de nadie. Cambiaré de vida a mis expensas. A decir verdad, he comenzado a cambiar ya. ¿Quiere asomarse a la ventana un momento? ¡Mire…!
Él mismo ha abierto de par en par la cerrada ventana del despacho. En la estrecha callejuela aguarda un coche de dos asientos, nuevo, lustroso, reluciente, como también brillan los arneses del soberbio tronco que tira de él, fielmente guardado en este momento por la graciosa figura de aquel Colibrí de oscura piel y ojos refulgentes, ahora también vestido de pies a cabeza como un pequeño caballero.
—¿Qué es eso? —indaga Noel francamente extrañado.
—Mi carruaje y mi secretario particular —proclama Juan alegre y risueño—. No se asuste, que esto no es más que el comienzo. Vine a darle las gracias y algo más también. Mientras aguardo a mi novia que está ausente, he dado vueltas arriba y abajo por Saint-Pierre. Ya sé de lo que me acusan y por qué tenía usted miedo de que me prendieran. He hecho correr algunas monedas y creo que no me molestarán si alguien no pone especial empeño en revolver las cosas contra mí. Desembarqué en mi Cabo del Diablo, y por allí dejé escondida mi goleta. Me pareció más saludable que no vieran al Luzbel en la rada de Saint-Pierre…
—Es lo único razonable que has hecho.
—Todo cuanto he hecho es razonable. En lo alto de la peña existe una cabaña en ruinas. Nadie ha puesto la mano en ella. Supongo que los vecinos de la aldea la consideran de mi propiedad.
—Mejor supón que a nadie le interesa ese maldito peñasco.
—¡Magnífico! Quiero tenerlo legalmente y comprar el poco de tierra que está tras él. Edificaré allí una casa sólida. Desde luego, para todo eso hacen falta papeles…
—¡Papeles y dinero!
—Yo traigo el dinero, pone usted los papeles, y en paz.
—Pero, Juan, entonces es cierto que has hecho fortuna…
—No es la fortuna de los D’Autremont —contesta Juan en tono burlón—: pero, vamos… traigo dinero para darle a una mujer cuanto ella quiera.
—Una mujer… y antes dijiste: «mi novia»… ¿Qué tratas de decirme?
—Quiero a la mujer más hermosa del mundo Noel —manifiesta Juan con repentina pasión—. La quiero para mí solo. Usted verá cómo se arregla eso…
—No conozco más que una forma: el matrimonio. ¿No quieres casarte?
—¿Por qué no? Lo que sea. También hacen falta papeles, ¿verdad?
—Bueno… sí… Pero ya lo arreglaremos. En último caso, ¡qué demonios!, cualquier cosa se hace… —El viejo notario vacila un momento, y con cierta timidez insinúa—: ¿Te molestaría llamarte Noel?
—Muchas gracias… Es demasiado… —responde Juan comprendiendo el ofrecimiento del buen Noel. Y profundamente conmovido, rehúsa—: Agradezco, pero no acepto. ¿No puede arreglar esos papeles con mi nombre nada más? Me llaman Juan…
—Juan del Diablo… No creo que a tu esposa le agrade… Bueno, ya buscaremos la fórmula legal. El nombre casi es lo de menos, lo importante es que de veras has cambiado y ahora sí veo clara la razón de ello. Quieres a una mujer, vas a hacerla tu esposa… Me arrodillaría para darle gracias a Dios, y hay otro que va a alegrarse muchísimo, pero muchísimo también. Otro a quien vamos a mandarle un aviso en seguida, porque se interesa por ti más de lo que tú piensas. Me refiero a Renato D’Autremont.
—Sí, ya sé —responde Juan, indiferente—. A él también quiero verlo. Tengo una cuenta pendiente y le quiero pagar hasta el último centavo.
—¿Estás loco? ¡Vas a ofenderle si lo intentas!
—¿Por qué? Me hizo un favor; se lo agradezco. Me dio un dinero, o lo gastó por mí; se lo devuelvo. Todo eso es correcto en el nuevo mundo en que voy a vivir.
—Bueno, bueno… de eso también hablaremos más tarde. Por el momento, voy a tomar nota de todo lo que quieres, y a ver por dónde empezamos. ¿Dices que tu novia está ausente? ¿Dónde?
—Eso lo tengo que averiguar. Según los vecinos, fue al campo unos días. El rumbo no lo saben, pero buscaré hasta dar con ella. Tal vez en eso pueda usted también ayudarme…
—Desde luego. En todo lo que quieras; pero espérame un momento…
Se ha alejado unos pasos, rebusca en el armario repleto de papeles, mientras Juan, impaciente, da vueltas al viejo escritorio. Sobre él, sujeta con un pisapapeles, hay una cartulina por donde sus ojos resbalan, primero descuidadamente, se fijan después con interés, y empieza a leer:
—«Sofía Valois de D’Autremont tiene el honor de participar a usted el matrimonio de su hijo Renato…».
—¡Ah, sí! Es cierto —exclama Noel, acercándose—. Iba a hablarte de eso. Por unos días, más vale que dejemos en paz a Renato, pero luego…
—«… con la señorita Aimée de Molnar» —termina de leer Juan, sin prestar atención a las palabras del notario. Y de pronto, un ronco grito brota de su pecho—:
—¡Aimée! ¡Aimée!
—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —se alarma Noel.
—¡Aimée de Molnar! ¡Aquí dice Aimée de Molnar! —estalla Juan ya fuera de sí—. ¡No puede ser! ¡Aimée de Molnar es la prometida de…!
—No su prometida; su esposa. Se casaron ayer —rectifica Noel completamente desconcertado.
—¡Mentira! —se enfurece Juan—. ¡Mentira! ¡Aimée casada con Renato! ¡Ella su esposa, su mujer…! ¿Dónde? ¿Dónde están?
—¿Te has vuelto loco? —reprocha el notario, francamente espantado—. ¿Dónde han de estar más que en Campo Real? Pero ¿qué es esto?
Juan ha zarandeado entre sus duras manos al notario, blanco de espanto, que apenas acierta a comprender. Le ha apretado como si fuera a estrangularle, soltándole después con violencia, mientras exclama:
—¡Canalla! ¡Maldito! ¡Y ella… ella…!
—Juan ¿qué pasa?
—¡Con su vida y su sangre pagará ella también!
Inútilmente, el notario ha corrido tras él. Juan marcha ya como un ciclón, como una tromba a quien nada detiene. De un salto está sobre su coche, tomando las riendas, empuñando con ademán feroz el látigo, mientras el espantado Colibrí apenas acierta a saltar tras él…