Capítulo 18

—¡Colibrí! ¡Colibrí!

—Aquí estoy, mi amo. ¿Qué me manda a hacer?

—Ven a ensayar las gracias con que vas a lucirte en Saint-Pierre.

En la puerta de la cabina del capitán, ágil como una ardilla, negro como el betún, alegre como un cascabel, el nuevo tripulante del Luzbel se contorsiona en la más graciosa de sus muecas. Puede tener doce años, y los grandes ojos brillan como luceros sobre la piel oscura y lustrosa. La redonda cabeza, en la que el negrísimo pelo finge granitos de pimienta, gira como pudiera hacerlo la de un muñeco, y el flexible talle se dobla en una burlesca reverencia de corte, que acompaña el más picaresco de los gestos.

—Perfecto —aprueba Juan, riendo—. Así tienes que saludar a tu nueva dueña, y como para entonces te habrás puesto tu traje nuevo, todo de terciopelo rojo…

—¿De veras, mi amo? —se entusiasma el llamado Colibrí—. ¿Me va a regalar un traje nuevo? ¿Un traje colorado, con cascabeles?

—Claro que sí. ¿Cuándo te he dicho yo mentiras?

—Nunca, mi amo. Me dijo que me iba a traer a su barco, y a su barco me trajo. Que aquí todos los días iba a comer, y todos los días estoy comiendo. Que ya no iba a tener que cargar más leña, y ni una astilla cargo. Pero también me dijo que me iba a dar un ramo de uvas, grande, grandote… y eso sí que…

—¡Bandolero…! Estás aprendiendo a pedir demasiado pronto, y eso no me gusta. Pero el ramo de uvas, aquí lo tienes. Tómalo y lárgate.

Riendo, Juan del Diablo ha lanzado al aire el más hermoso racimo de uvas de cuantos hay en una bandeja sobre la tosca mesa, y el muchachuelo lo atrapa con uno de sus rápidos movimientos, huyendo después alegremente, como pudiera hacerlo un pequeño colibrí.

—Está usted embobado con ese muchachuelo, patrón —comenta el segundo de a bordo—. No sirve para nada en el barco, más que para distraer a la gente. Es fuerte y ágil. Pudiera ser un buen grumete…

—No quiero grumetes. No hacen falta en mi barco. Recluto hombres a quienes romperles el pescuezo si no cumplen, no niños a quienes maltratar cuando a cada cual le venga en gana hacerlo.

—Está bien —acepta el segundo; y en seguida, cambiando de tono, solicita—: ¿Puedo echarme un trago, patrón?

—¿Para qué? ¿No crees que bebiste suficiente?

—Ya ni beber se puede en este barco.

—Muy pronto beberás hasta caerte, cuando seas tú el patrón.

—¿Pero es de veras que va usted a quedarse en Saint-Pierre? ¿Es en serio?

—¿Cuándo te dije yo algo que no fuera de veras? Lentamente, Juan se ha puesto de pie tras de rellenar su pipa de tabaco rubio y la enciende, aspirando pensativo el humo azul y espeso. Lleva siete semanas en el mar, su piel parece aún más curtida que antes de emprender aquel viaje definitivo, sus cabellos rizados y oscuros se encrespan rebeldes sobre la ancha frente, su mentón es cuadrado, firme, voluntarioso… Pero hay una expresión diferente en sus grandes ojos italianos, y los carnosos labios ardientes y sensuales sonríen levemente a la imagen lejana de una mujer.

—Hay que ver cómo ha cambiado usted, patrón.

—¿Cambiar yo? ¿En qué?

—En todo. Como si le hubieran dado a beber una de esas pócimas que preparan en Haití, quién sabe con qué yerbas… Esas pócimas con que le roban a uno el alma… De ellos se dice que son muertos…

—Y yo estoy muy vivo, segundo. Además, soy rico. ¿No te das cuenta?

—¡Humm! Creo que usted confía demasiado en ese poco de dinero que tiene.

—No es poco. Basta y sobra para lo que quiero hacer.

—Dejar el Luzbel, meterse tierra adentro —refunfuña el segundo—. ¿Quién ha visto eso?

—Nunca hablé de meterme tierra adentro. Sobre las rocas del Cabo del Diablo haré mi casa, recia como una fortaleza. Compraré las diez leguas de tierra que quedan detrás, un carruaje con dos caballos, cuatro barcas para la pesca… Compraré después todas esas cosas bonitas que les gustan a las mujeres: espejos, vestidos, perfumes…

—Sólo piensa en eso. Lo que puede cambiar un hombre, Señor.

—¿Y qué? La quiero y será mía para siempre. Nadie va a mirarla cuando sea mía. Nadie pondrá los ojos en ella. Yo le daré todo lo que quiera, todo lo que pida, todo lo que sueñe…

—Con una mina de oro no basta para tener contenta a una mujer, si es de las que les gusta el lujo.

—Y yo tengo una mina: ésta… el Luzbel. El Luzbel seguirá en el mar, contigo de patrón. Ya sabes el camino de las buenas, cosechas…

—Pero a veces las cosas se ponen muy malas. No se fíe de este viaje en que todo ha salido bien. Ha tenido usted mucha suerte, patrón.

—De ahora en adelante la tendré siempre. La estrella de Juan del Diablo no va a apagarse.

—Pero puede ponerse roja de repente…

—¿Para qué haces el papel de agorero? —reprocha Juan francamente enfurecido.

—Quisiera que pensara un poco más, patrón. No sería bueno volver por la Martinica en algunos meses. A veces la policía se pone muy curiosa, y teniendo usted enemigos como los que tiene…

—¿Lo dices por mano cortada? Ese perro ladra, pero no muerde. A ése se le tapa la boca con unas monedas. En Saint-Pierre, lo único que quedó fue una deuda… Una deuda con el ilustre Renato D’Autremont… Se la pagaré hasta el último centavo y quedaré en paz con el hijo de doña Sofía.

Ha mordido la pipa mientras se cierra su recio puño. Tal vez un quemante recuerdo de la infancia roza su alma, trayéndole la amargura a sus labios, pero otro más reciente vuelve de nuevo, suavizándolo todo, y exclama:

—¡Qué sorpresa va a llevarse ella! Se imaginará que vuelvo, pero no cómo voy a volver: llevándoselo todo… todo… y un regalo especial… Colibrí —llama imperioso.

—¿Qué me manda, mi amo? Aquí me tiene.

—¿Cómo vas a saludar a tu nueva dueña? A ver, haz la reverencia. —Juan no puede contener las carcajadas—. ¡Magnífico! ¡Perfecto! ¿Te comiste las uvas? Toma otro racimo, y lárgate.

El segundo ha bajado la cabeza. Juan deja atrás la única cabina de su nave, cruza la cubierta, se apoya en la borda y su mirada de águila distingue, en la línea imprecisa del horizonte, la alta cima de aquella montaña de laderas inaccesibles que hunde en las nubes su pico de fuego. Luego, su mano cae sujetando al muchachuelo negro, enseñándole con extraña emoción la sombra de aquella cima que se ve a lo lejos, y explica:

—El Mont Pelée. Esta noche estaremos en Saint-Pierre…

—¡Pero qué preciosidad, qué cosa más linda! ¡Qué sedas, qué bordados, qué encajes…! —exclama Catalina con incontenible entusiasmo.

—Sí, mamá, todo está precioso —conviene Aimée con cierta frialdad.

—¿Te gusta de veras tu ajuar? —pregunta Sofía.

—Claro, doña Sofía, tiene que gustarme, puesto que se tomó usted la molestia de hacerlo traer de Francia para mí…

—No, hija, no por eso…

—Por eso también, aparte de que todo es lindísimo. Mi hija agradece en todo lo que vale su interés y su cariño por ella Sofía.

Empeñada como siempre en demostrar hasta el límite su satisfacción y su gratitud, la bondadosa y asustadiza señora de Molnar se deshace en elogios frente a aquella canastilla de boda verdaderamente magnífica, que extienden sobre el ancho lecho de la futura pareja, las blancas manos de Sofía D’Autremont.

Todo está listo, ya para aquella suntuosa boda, acontecimiento máximo en las tierras de los D’Autremont y en toda la isla de la Martinica. Durante la última semana, los sirvientes no se han dado reposo. Hasta los trabajos del campo se han suspendido para atender a los de arreglo y embellecimiento de la enorme finca, que luce ahora como nunca: pintada y decorada de nuevo, resembrados los jardines, renovados adornos, colgaduras, cortinajes, brillantes como espejo los pisos pulidos. Hasta los caminos que conducen allí han sido reparados. Todo el que es alguien en la Martinica asistirá a esa boda: desde el Gobernador, con fueros de padrino, hasta el Obispo, que será el encargado de bendecir la unión.

—¿No sería bueno ir guardando todo esto en el armario? —propone Catalina.

—Supongo que la doncella nueva puede hacerlo —observa Aimée.

—Claro que sí —corrobora Sofía—. Te he cedido a Ana, porque es magnífica: la mejor auxiliar que puedes tener para el cuidado de tu persona.

—Ha sido muy amable de su parte, doña Sofía, pero no era preciso. Ana era su doncella…

—Yo tengo a Yanina y con ella me basta. Ana te será más útil a ti. Quiero cuidar personalmente de todos los detalles de tu comodidad, quiero que seas feliz en esta casa, hija.

Aimée ha respondido sonriendo con vaga sonrisa. Cada día, cada hora que se acerca a aquella boda suntuosa, se va sintiendo más intranquila, con un sordo presentimiento de angustia, con una especie de violencia contenida para cuantos le rodean. Odia la actitud de su madre, la generosidad de Sofía, la solicitud de los sirvientes, el rostro pálido y helado de Mónica, cuyas manos se mueven en actitud febril tomando por ella todas las iniciativas.

—Dejen ahí la ropa. Yo la pondré en el armario.

—No, Mónica, la arreglaré yo misma.

—Tú tienes que arreglarte para esperar a Renato. Ya va a ser la hora en que suele venir.

—Yo creo que tu hermana tiene razón, hijita —interviene suavemente Sofía—. Nosotras arreglaremos el armario. Ve a tu cuarto y ponte muy linda para cuando regrese mi hijo.

Aimée ha obedecido por no replicar violentamente a Sofía. Como una autómata abandona la alcoba que arreglan para ella, sale a la amplísima galería y se detiene frente a la balaustrada para mirar a lo lejos aquellos tres picos del Cabet que dividen en dos la isla, encerrando a Campo Real en aquel valle que es como una poza profunda y florida. Y un ansia repentina de huir, de cruzar la barrera de aquellos montes y asomarse al mar abierto y limpio que se ve desde arriba, la sacude con un anhelo de libertad, con un deseo violento de rebelarse contra la nueva vida que parece imponerle su destino. Y es el recuerdo, como saeta de fuego traspasando su alma…

—¡Aimée, mi vida! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

—¿Eh? ¿Qué? Renato… tú…

—¿No me esperabas? ¿Te asusté?

—No te esperaba. Pero ¿por qué había de asustarme? —replica Aimée, dominándose.

—Por nada, mi vida, pero pusiste una cara extraña. Por eso te lo pregunté. ¿En qué pensabas? Parecías angustiada y, por la expresión de tus ojos, hubiera podido jurar que tu pensamiento iba muy lejos. ¿Y sabes lo que sentí de repente? Celos…

—¡Pero qué loco eres, Renato! ¿Celos de quién? —refuta Aimée, pretendiendo aparecer alegre.

—No lo sé y espero no llegar nunca a concretar mis celos contigo. Creo que sería un tormento superior a mis fuerzas. Junto a ti, viviendo el uno para el otro como ya vivimos, me basta verte como ahora, la mirada perdida, fruncido el ceño, para tener la absoluta necesidad de saber en seguida a dónde voló tu pensamiento.

—¿A dónde ha de volar, tirano mío? Se me hacen eternas las horas en que me dejas sola. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te pasas tanto tiempo por ahí, Dios sabe dónde?

—Dios… y tú lo sabes también. Hoy crucé el desfiladero para ir a las tierras del otro lado, donde están las plantaciones de caña y el ingenio.

—Sí. Le oí hablar de eso a doña Sofía. Parece que es una obra de mucho mérito que ha emprendido Bautista. ¿No se llama Bautista el administrador de ustedes?

—Sí, desde luego. Bautista se llama. Pero no estoy de acuerdo con la forma en que se han hecho las cosas.

—Tu madre dijo que eso estaba dejando dinero.

—Tal vez. Pero las condiciones de vida de esos infelices no son adecuadas. Duermen hacinados en unos barracones sin luz y sin aire, trabajan de seis a seis, con sólo media hora para comer, en este clima agotador. ¿Comprendes? Hay algunos enfermos, verdaderamente enfermos, y ni siquiera están aislados de los demás. Es preciso hacer viviendas nuevas, canalizar un arroyo… Pero te estoy aburriendo, ¿verdad?

—No —responde Aimée en tono indiferente—. Pero pensé que en estos días, tú no estarías ocupándote de nada de eso, sino de cumplir cuanto me has prometido. ¿Comenzaron ya las reparaciones en la casa de Saint-Pierre?

—No ha habido tiempo, pero la casa de Saint-Pierre será reparada.

—¿Cuándo? No estará a tiempo para que pasemos allí la luna de miel.

—No será sólo una luna de miel lo que tú y yo vivamos, Aimée, sino muchos años de felicidad. Ya verás. De momento, no podíamos desairar a mamá que mandó arreglar, especialmente para nosotros, el ala izquierda del edificio. ¿No te gusta nuestro departamento?

—Sí, desde luego. Al fin y al cabo, para veranear está bien. Porque, según me prometiste, donde viviremos es en Saint-Pierre. ¿O es que no te acuerdas?

—Me acuerdo de todo, Aimée, y habrá tiempo para hablar de ello. Por el momento, si me lo permites, voy a saludar a mamá. Después he de hablar con Bautista. Es urgente, hay que resolver algo con esos enfermos. Hubiera querido hablarte de ellos, Aimée…

—No, por Dios. Era lo único que me faltaba. Pero ahí tienes a Mónica; por ahí viene… A ella puedes describirle todas las dolencias de tus cortadores de caña. Tiene la paciencia que se necesita para el caso. Yo te confieso que no la tengo. Cuando hayas agotado el tema, tomaremos juntos una taza de té.

—Aimée… —reprocha Renato, extrañado de la actitud despreocupada de su novia.

—Hasta luego —saluda Aimée, alejándose. Y a su hermana, que va llegando, le advierte—: Mónica, te habla Renato.

—¿Querías algo de mí, Renato? —pregunta Mónica.

—Según tu hermana, abusar de tu paciencia. Trataba de hablarle de una especie de epidemia que se ha presentado en el valle chico, donde están las plantaciones nuevas y el ingenio, pero no quiso escucharme. Le molestan los enfermos, y es natural. Entonces, esa linda muñeca traviesa, burlándose un poco de nosotros, me envió a molestarte a ti al ver que te acercabas.

—Pues si puedo servirte en algo, Renato, habla. A mí no me molesta. Al contrario…

—Sé que eres lo bastante bondadosa para escucharme: pero si Aimée no quiso hacerlo…

—Somos diferentes. Además, ella sólo piensa en su próxima boda, lo cual es natural, ¿no te parece?

—Sí; naturalísimo. He sido inoportuno tratando de tocar con ella ese tema, pero te confieso que en estos asuntos me encuentro un poco solo. Mi madre no comparte mis ideas, está ciega con respecto a Bautista, cree cuanto él dice y aprueba cuanto él hace…

—Pero tú eres aquí el verdadero dueño, el amo, el que ha de disponer.

—Y así lo haré, aunque de momento prefiero hacerlo sin violencias para no disgustar a mi madre. He pensado en otro administrador para la hacienda. Mejor dicho, en repartir entre dos el trabajo de uno. Para hacer cuentas y calcular gastos y fletes, lo mismo que para los asuntos legales, he pensado en el doctor Noel: un hombre honrado a carta cabal, inteligente y bondadoso. Para estar en el campo, luchando con los trabajadores, necesito otro tipo de hombre: joven, enérgico, decidido, pero con ideas liberales, con generosidad para los que trabajan, con comprensión para los que sufren…

—¿Y tienes también candidato para ese puesto?

—Hay uno que pudiera serlo si quisiera, pero habría que conquistarlo. Se trata de un amigo de la infancia que creció áspero, díscolo como un gato montés. Además, es muy poco probable que acepte. Pienso ocuparme de eso más adelante.

—Pero antes dijiste que tenías un problema urgente.

—Sí. Los enfermos. Sospecho que las condiciones sanitarias en que viven y trabajan son peor que malas. Hay una especie de epidemia entre los cortadores de caña y los trabajadores del ingenio. Quisiera, por lo menos, separarlos de los demás, prestarles un poco de asistencia médica. En fin, no sé, no sé. Pensé dejarlo todo para después de la boda, mas temo que el mal sé extienda demasiado.

—¿Quieres que me ocupe yo de eso? ¿Dónde es el asunto?

—Me parece excesivamente duro para ti, pues el lugar se halla a más de tres leguas y los caminos están endiablados por las últimas lluvias. No creo que un coche pueda pasar hasta allí. Yo he tenido que ir a caballo.

—Pues a caballo puedo ir yo también. ¿Quieres disponer uno para mí?

—Dispondré un caballo, un sirviente para que te acompañe y una orden escrita para que te obedezcan en todo cuanto ordenes —apoya Renato alegremente—. ¡Qué buena eres, Mónica! ¡Cómo te lo agradezco!

Ha estrechado sus manos, se ha alejado después con paso rápido y alegre, mientras Mónica sonríe, saboreando la hiel de su martirio, clavándose más hondo la espina, que le hiere, como si apretase a su corazón las cuerdas de un silicio cruel, y susurra:

—Pasará todo el día junto a ella. Le dará, a todas horas, su amor y sus besos. Así será. ¡Así lo quiero…!