Capítulo 17

—Es un gran honor su visita para mí, señorita, pero francamente no recuerdo…

—No fatigue su imaginación, doctor Noel. Es la primera vez que nos vemos… de cerca. De vista le conozco bastante. En Saint-Pierre, más o menos, todos nos conocemos, ¿verdad?

—Yo no creo haber tenido el gusto hasta ahora.

—Mi nombre es Aimée… Aimée de Molnar…

—Ahora sí. ¡Acabáramos! Después de todo, no le falta a usted razón. De vista, más o menos, todos nos conocemos. Conozco a su señora madre, y su señor padre, que en paz descanse, fue amigo mío también. Pero ¿en qué puedo servirla? En primer lugar, siéntese… siéntese…

—No hace falta; mi visita será muy corta…

Dominando sus nervios, mirando furtivamente a las ventanas y a las puertas de aquel viejo y destartalado despacho, Aimée parece decidirse a jugar la peligrosa carta de su empeño. Lleva ya varios días en Saint-Pierre inquiriendo inútilmente, preguntando en vano, deslizándose al borde de los ambientes en que podría recoger alguna información, y al fin se ha decidido a visitar al viejo notario que ahora, al contemplarla entre curioso y complacido, afirma:

—La vi a usted algunas veces de niña, pero se ha transformado maravillosamente. ¿En qué puedo servirla, hija mía? La veo nerviosa…

—¡Oh, no! En lo absoluto… Mi visita es una tontería… Quiero decir que no es para nada serio. Pasé cerca y pensé: puede que el señor Noel sepa algo de mis encargos. No me entiende, claro. Perdóneme. Es un enredo… Resulta que yo le había dado unas monedas al patrón de cierta goleta para que me trajese de Jamaica perfumes ingleses.

—¿Perfumes ingleses? ¿No nos envía Francia los mejores perfumes del mundo? —Se escandaliza el buen Noel.

—Sí, sí… claro… Pero no se trata de eso. Era un perfume especial el que yo quería… Un perfume para caballeros… Y algunas camisas. Algunas de esas admirables camisas inglesas que no se parecen a ninguna. Se trata de un regalo que quiero hacer. Un regalo para mi prometido. Estoy de novia, doctor Noel. Me casaré muy pronto…

—Pues felicito a su futuro. Pero siga su cuento: usted dio unas monedas al patrón de una goleta…

—Para que me trajera perfumes de Jamaica. Pero el hombre no ha vuelto…

—Y quiere usted demandarlo. ¿Tiene recibo?

—¡Oh, no! Absolutamente. Creo que se trata de una persona de confianza. Me lo recomendaron como tal. Pero nadie me da razón de él, y como alguien me informó que era amigo de usted…

—¿Amigo mío un patrón de goleta? ¿Cómo se llama?

—El apellido no lo sé. Su barco se llama el Luzbel.

—¡Juan del Diablo! Pero es fantástico lo que usted me cuenta. ¡Juan del Diablo, comisionista de perfumes!

—Bueno… era un favor particular el que iba a hacerme. Se lo rogué, accedió, le di el dinero, me dijo que pronto estaría de vuelta, pero nadie sabe nada de él.

—En efecto, señorita Molnar. Nadie sabe nada de él, ni creo que sabrá en mucho tiempo. Me veo en la obligación de ser sincero, porque conozco a su prometido: conozco y quiero al joven caballero Renato D’Autremont.

—Doctor Noel… —se atraganta Aimée con el nerviosismo de la sorpresa reflejada en su lindo rostro.

—Y no sé por qué me imagino que es él quien la envía.

—¿Qué dice? —apremia Aimée ya en el colmo del asombro.

—Renato pertenece a la rara casta de hombres demasiado generosos, demasiado buenos. A él le preocupa extraordinariamente la suerte de Juan del Diablo, y no le ha bastado con sacarlo de un apuro recibiendo su ingratitud en pago. Ahora se empeña en saber qué ha sido de él, ¿verdad? Y como teme un sermón de mi parte la manda a usted…

—¿Yo… yo…? —balbucea Aimée, sin acertar a comprender.

—Mi linda señorita Molnar, mucho me temo que Juan, por el que confieso que siento afecto a pesar de todo, esté metido en un asunto bastante feo. No oye consejos. Se ha empeñado en hacer fortuna de repente. Con seguridad no sé lo que está haciendo, pero me temo que las autoridades se hallen ya sobre aviso con respecto a él. No creo que pueda regresar, no creo que volvamos a verle por Saint-Pierre en muchos años. Porque si volviera, es casi seguro que iría a parar al fondo de un calabozo, ¡y Juan del Diablo no es tan tonto para eso!

Pedro Noel ha hablado dejándose llevar por sus sentimientos sin reparar apenas en el efecto que sus palabras hacen en la linda muchacha que le escucha consternada, juntas las manos, agrandadas las pupilas, conteniendo milagrosamente la oleada de desesperación que la envuelve. Al fin, Aimée de Molnar se pone de pie y, más que hablar, sus labios balbucean:

—¿Está usted seguro de eso?

—Naturalmente. Dígale a Renato que no se preocupe más de él, que lo deje correr su suerte. Bien dichosos podemos estar con que no lo ahorquen un día de éstos o le partan el corazón de una puñalada, en una riña de taberna. Que si hasta ahora ha salido bien de todos los enredos, no quiere decir que esa suerte va a durarle siempre. Un día se le acaba, y ¡zas!, un loco menos…

—¿Cree usted que está loco?

—Creo que fue muy desgraciado de niño y que esas cosas siempre dejan huella. Nació con una estrella negra… Es una historia larga y confusa… Más vale que no hable de ella. ¿Para qué?

—Es que yo quisiera saber… Si usted me lo dice, le doy mi palabra de no repetirlo a nadie… ni a Renato siquiera. Bueno, la verdad es que él no sabe que he venido. Yo vine por mi cuenta, inquieta al verle preocupado. Y también lo de los perfumes es cierto. Él me prometió volver… volver en cinco semanas.

—Espérelo cinco años… y acaso vuelva. ¿Sus encargos eran regalo para Renato?

—Sí, pero no quiero que él lo sepa.

—Mi consejo es de que se olvide de todo eso usted también.

—¿Se olvidará también usted de mi visita?

—Bueno… Si usted lo desea…

—Se lo ruego. Me ha hecho usted un gran favor… un enorme favor…

—Sí, Renato, ve a buscarlas. Me parece muy buena idea. Ve a buscarlas y apresura las cosas. Guíate siempre por tu razón, por tu criterio, que es el que debe prevalecer en el matrimonio. Malo es que un hombre acceda en todo a los caprichos de una mujer. Ya sé lo que piensas: que cómo te hablo de este modo, siendo yo mujer. Pues, porque eres mi hijo, Renato, y te sé blando, complaciente, tierno, demasiado generoso, acaso demasiado enamorado…

—Pero, mamá… —Hay una repulsa en la voz de Renato por los conceptos de su madre.

—Nadie nos oye. Creo que puedo serte absolutamente sincera. Tú sabes que nadie te quiere más que yo. ¡Nadie!

—Aimée me quiere…

—Desde luego, hijo. En eso confío. Te quiere, no tiene por qué no quererte. Bien contenta puede estar con su suerte. Te quiere, pero, además de quererte, debe respetarte, entender que su destino es estar sujeta a ti, que su primer deber es complacerte. Aimée, que es deliciosa, me parece, sin embargo, un poco inquieta, consentida y mimada en extremo. Una madre muy blanda, un padre ausente primero y luego muerto… Su hermana mayor parece muy descontenta con ella. Y Mónica, a pesar de sus arrebatos, me parece una persona excelente, sólida y recta.

—Siempre la tuve como tal, pero ahora, sus nervios…

—¿Cuál es el origen de esa enfermedad nerviosa?

—No lo sé, mamá. A veces me parece que tal enfermedad no existe, que es una forma de disculpar, de explicar un estado de ánimo hosco y hostil con todo el mundo, o al menos conmigo. No quería decírtelo, pero ya que llevas las cosas por ese camino, más vale que lo sepas: Mónica no es mi amiga desde que emprendí las relaciones con Aimée.

—¿Tiraba ya para monja cuando eso?

—No; su vocación religiosa apareció después. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. A veces la imaginación va muy lejos y más vale no dejarla volar. En definitiva, Renato, mañana sales para Saint-Pierre y las traes. Puedes quedarte allí dos o tres días, lo necesario para activar los papeles de ella, que seguramente no te tomará más tiempo. Cuando vuelvas, todo estará dispuesto. Quiero que te cases aquí, en nuestra vieja iglesia, donde te bautizaron, donde velamos a tu padre, donde un día me velarás a mí también… Es nuestra tradición. Nunca amé demasiado a esta tierra. Ahora creo que hice mal. Aquí está mi vida, puesto que está la tuya y estará la de tus hijos. ¡Quiero que me des muchos nietos! Quiero verlos crecer sanos y alegres en tu Campo Real, y que la linda mariposa, que es hoy tu novia, se convierta en la mujer fuerte y serena que yo soñé a tu lado. Quiérela, pero no la abandones a su antojo. Guíala, sostenía, hazla a tu modo, modélale el alma para que sea tu mujer, no la linda tiranuela en que amenaza convertirse. Que sea digna de tu amor, y estará en Campo Real como una reina.

—¿En Campo Real…?

—Claro. ¿En qué piensas?

—Aimée soñaba con vivir en Saint-Pierre, y yo le había prometido mandar reparar nuestra vieja casa… Es tan joven, tan alegre… Me temo que se aburre demasiado en el valle.

—¿Qué locura es ésa? Poca confianza tienes en ti mismo sí piensas que puede aburrirse tu mujer estando a tu lado. Bueno, ni una palabra más de esa tontería. Las obras que he mandado hacer en el ala izquierda de la casa estarán a tiempo para que paséis allí una deliciosa luna de miel. A Saint-Pierre podrá ir cuando tú la lleves de paseo. Éste es el hogar de los D’Autremont, éstas son tus tierras y es aquí donde ha de vivir la mujer que se case contigo.

—Yo pienso como tú, mamá, naturalmente. Pero es duro comenzar por discutir con ella. No creas que me falta carácter. Todo cuanto dices era también mi propósito. ¡Pero la quiero tanto! ¡Tengo tal anhelo de verla feliz!

—Ya lo sé. Y es contra la debilidad de tu gran amor contra la que te prevengo. Cólmala de amor, pero exígele que te corresponda plenamente. Y si no estás seguro de poder hacerlo, no te cases con ella.

—Sí, madre. Me casaré y será tal como tú lo deseas: mi esposa, mi compañera en todo. Lo haré, madre. Tengo que hacerlo, porque yo no podría vivir sin ella, porque la quiero más que a mi vida, y como a mi propia vida defenderé el derecho de que sea mía totalmente.

—¡Juan! ¡Juan!

El nombre ha escapado, como un sollozo, de la garganta trémula de Aimée. Está sola en la playa. Sola frente al mar siempre inquieto que baña las costas martiniqueñas. Sola frente a la tormenta de su alma, frente a la marejada brutal de los recuerdos, y murmura:

—No volverás; no volverás nunca tal vez, y yo… yo…

Ha retrocedido hasta llegar a la entrada de la cueva, aquella gruta profunda, de piso de arena, que huele a yodo y a salitre… aquella gruta, tálamo de su amor tempestuoso, que brindó a sus horas de locura el verde terciopelo de sus algas y la frágil cortina de sus helechos. Ha entrado con paso tambaleante. Sus rodillas se doblan, su cuerpo se inclina hasta que las manos trémulas cubren el rostro y tocan otra sal: la de sus lágrimas. Es como una despedida dolorosa y cruel…

El nombre de Aimée suena a lo lejos, como la llamada de otros mundos, como el grito de la razón que llega hasta la enamorada de Juan, despertando su instinto de combate, su egoísmo, su soberbia, su anhelo de triunfar, su ansia de lujo, su sed de placeres:

—¡Aimée…! ¡Aimée…!

Al solo recuerdo de su hermana, se alza la cabeza de Aimée, se yergue su torso con brusco ademán altanero. No quiere que la encuentre así: humillada, vencida, llorando frente al amor que se fue. No ha respondido a su llamada, pero ya Mónica se acerca. Ha visto el camino labrado a pico desde el acantilado de piedra y ha bajado por él hasta la playa, buscando con sus grandes ojos anhelantes hasta descubrir la entrada de la cueva, y corre a ella como impulsada por un presentimiento…

—Aimée, ¿qué te pasa? ¿No me oías? ¿Por qué no me contestas? ¿Qué tienes?

—Nada. ¡Estoy harta de que me persigas siempre!

—Merecías qué no lo hiciera… Levántate, ven… Renato te espera en la casa. Lo que hayas decidido, se lo dirás a él…

Aimée se ha levantado de un salto, trémula de sorpresa. Ha sentido como si el propio Renato la sorprendiera allí, en aquel santuario de su amor por Juan, como si aquella mujer, celosa rival aun cuando corra la misma sangre por sus venas, fuera capaz de adivinar su pensamiento. No, no perderá a Renato. No lo perderá todo, tras el golpe cruel de haber perdido a Juan, y allí está Mónica dispuesta a arrebatárselo, decidida a luchar quién sabe con qué armas… Mónica, en cuyos ojos arde la enorme fuerza de su amor y de su voluntad. Pero Aimée está bien decidida, será más astuta, más rápida, aun cuando la sorpresa la sacuda en este momento, y serenándose tras un esfuerzo supremo, inquiere:

—¿Que Renato está en casa…?

—Vino a resolverlo todo para la boda, pero si como me prometiste has hecho examen de conciencia…

—¡Oh, déjame!

Aimée ha cruzado ya la playuela, trepa por el sendero abierto entre los riscos, mientras Mónica la mira alejarse como si una fuerza extraña la detuviera bajo el tosco arco natural que da entrada a la cueva. Sus ojos recorren ésta con sorpresa. Con paso tambaleante se interna en ella. Jamás pensó que la naturaleza pudiera brindar al hombre una estancia natural como aquélla, y cual un torbellino cruza una imagen por su mente: la de Juan del Diablo… Recuerda su rostro curtido, su sonrisa desdeñosa, sus ojos altaneros, su aire a la vez atractivo, natural y salvaje como el de aquella cueva. Ha presentido, ha adivinado casi, pero rechaza aquella idea punzante, como quien rechaza un mal pensamiento, y haciendo la señal de la cruz sobre su frente, sale siguiendo los pasos de Aimée…

—¿Entonces, mi vida; no hay ningún inconveniente?

—Nunca hubo ningún inconveniente, Renato mío. Hoy mismo pensaba escribirte, buscar un propio con quien enviarte unas líneas diciéndote que por mí todo estaba dispuesto.

Suave, tierna, sonriente, con aquella coquetería mimosa un tanto pueril con que suele dirigirse a él, Aimée ha cortado las posibles preguntas de Renato diciendo que sí a cada palabra, a cada petición…

—Mamá desea verlas en Campo Real cuanto antes…

—Iremos cuando quieras, querido. Ya te dije que todo lo tenemos dispuesto, al memos mamá y yo. De Mónica no sé y más vale que sea mamá la que le pregunte. Está tan nerviosa y tan rara en estos días… No me extrañaría que no quisiera asistir a nuestra boda, que se empeñara en volver a su convento… —Aimée se interrumpe al ver a su hermana que ha llegado junto a ellos y, con voz casi melosa, exclama—: ¡Ah, Mónica! De ti hablábamos precisamente…

—Ya te oí —asiente Mónica con serenidad—. Oí todo cuanto dijiste.

—No quisiera que interpretaras mal… —empieza a disculparse Aimée, pero Mónica la interrumpe y puntualiza con toda claridad:

—No creo que lo que has dicho se preste a ser interpretado. Está más claro que la luz del día: esperas que vuelva al convento y que no asista a vuestra boda…

—No espero; temo…

—Iba a hacer la modificación, Mónica —interviene Renato—. Te aseguro que me darías un gran disgusto negándote a estar junto a nosotros en un día que tanto significa, y no creo que las reglas de ninguna orden, por severas que sean, te nieguen el permiso de asistir a la boda de tu hermana.

—Por el momento estoy fuera de todas las órdenes y de todas las reglas del convento. Tengo licencia por tiempo indefinido…

—Pero, Mónica querida —comenta Aimée—, eso es algo completamente nuevo. Al menos, nunca lo habías dicho.

—No hubo ocasión. Solemos hablar tan pocas veces… Pero sí, hermana, estoy libre. Puedo ir a donde me plazca y hacer lo que desee, inclusive decidir no volver al convento. Por algo se da tiempo a las gentes antes de que hagan los votos definitivos. Hay cosas que requieren ser pensadas y meditadas muy seriamente antes de decidirse a ellas. Sobre todo, el matrimonio y las órdenes religiosas, pues es irreparable el daño que se hace a los demás, y a sí mismo, yendo a ellos indebidamente, sin una absoluta seguridad de nuestros sentimientos.

Aimée ha apretado los labios, sintiendo que la sangre enciende sus mejillas, pero es demasiado astuta para dejar escapar una palabra imprudente, para no desconfiar frente a la helada serenidad de Mónica, que se dispone a salir del vetusto salón con una disculpa:

—Con tu permiso, Renato. Tengo aún algunas cosas qué disponer. Quedas, naturalmente, en la mejor compañía.

—Menos mal. Tu hermana parece sentirse mejor —comenta Renato sintiendo cierto alivio.

—No sé qué decida —soslaya Aimée con ira contenida—. De las gentes lunáticas no es posible fiarse. Siempre salen por donde menos se las espera. ¿Me permites también a mí un momento? Te dejaré solo un minuto nada más…

Ha salido con paso rápido, ha visto a Mónica que se aleja hacia el jardín, con paso mesurado, y corre tras ella, llamándola:

—¡Mónica…! Mónica, quiero que hablemos en seguida.

—Te estaba esperando precisamente para eso. Iba a llegar hasta un lugar del jardín donde pudiéramos hacerlo a solas sin que nadie nos oyera.

—Aquí nadie nos oye y necesito saber, inmediatamente, qué es lo que te propones.

—Nunca me he propuesto más que una sola cosa: impedir que hagas desdichado a Renato, salirte al paso en cuanto hagas contra él qué no sea claro, leal y diáfano. Puedo apartarme de tu camino, cederte el campo, pisotear mi corazón, ahogar mis sentimientos, anularlos hasta que desaparezcan, pero no entregarte a Renato para que lo conviertas en un guiñapo con tus mentiras y tus astucias.

—No soy mentirosa ni astuta como supones. Yo lo quiero también.

—Eso juraste y eso creí un día: que le amabas; que, a tu manera, le querías, que había verdadero amor en ti y que eras capaz de vivir por él y para él. Y decidí apartarme. Pensé que mi única misión era ésa, que tenía el derecho de vivir sólo para mí misma, de buscar en el convento, la paz que me faltaba. Más ahora las cosas han cambiado. No perdamos el tiempo en repetir lo que las dos sabemos. Renato te quiere con locura y, amándote como te ama, está en tus manos desamparado y ciego…

—Bueno, lo único que quiero saber es lo que te has propuesto. No creas que vas a hacerme vivir bajo la amenaza de soltar la lengua diciendo tonterías.

—Pues así has de vivir, aunque no quieras. Y no serán tonterías las que yo cuente… De ti sola dependerá mi actitud, Aimée. Me prometiste reflexionar, ser sincera, hacer examen de conciencia, pesar las cosas en la balanza de tu corazón…

—Te prometí resolver, y he resuelto… He resuelto casarme con Renato, dedicarle mi vida entera, ser dueña absoluta de mi familia, de mi casa, de mi vida y la suya, y no permitir que ni tú ni nadie intervenga en lo que no le concierne. Te prometí tomar una determinación y es ésa. ¿Está claro? ¡Pues vete ya a tu convento y déjame en paz de una vez!

—Me iré cuando esté segura de que cumplirás tu promesa, pero no antes, Aimée. Es mi último derecho, y no lo entrego, no renuncio a él. Hay demasiadas cosas oscuras en tu vida… pero puedes estar tranquila, porque el pasado no voy a tenértelo en cuenta.

—¿Qué sabes tú de mi pasado?

—A ti no voy a decírtelo, Aimée. Sería tanto como quedar indefensa y eres una enemiga demasiado peligrosa. No haré nada, no diré nada mientras te portes correctamente con Renato. Y en último caso, tomo para mí el papel más ingrato: el de recogida, el de agregada. Quieras o no, seré junto a ti como la imagen viva de tu conciencia.

—Si piensas que voy a soportarlo…

—Lo soportarás. Y además, no será por toda la vida.

—Menos mal que le pones plazo a tu espionaje —comenta Aimée con rabiosa ironía.

—Precisamente. Cuando le hayas dado un hijo a Renato, me apartaré para siempre de ustedes. Confío en que tu conciencia de madre te baste a partir de ese momento. Confío…

—Perdónenme —interrumpe Renato, que se ha acercado silenciosamente—. Presentí que estaban disputando y no pude quedarme en la sala. Tus últimas palabras me parecieron muy interesantes, Mónica. Son las únicas que escuché y me gustaría saber a qué se refieren. Dijiste algo así como: «Confío en que tu conciencia de madre te baste a partir de ese momento». ¿A qué conciencia te refieres? ¿Eran dirigidas directamente a Aimée tus palabras?

Un gesto grave invade el rostro de Renato, dándole una expresión diferente a la que nunca tuviera frente a Aimée. A pesar de su astucia, a pesar de su cinismo, ella ha temblado. Pero Mónica sonríe… sonríe con perfecta sonrisa cordial, mientras apoya suavemente su blanca mano en el brazo de su hermana para soslayar con tranquilidad:

—Sí; pero no te pongas tan serio, hombre. Se trataba sólo de unos cuantos consejos de hermana mayor, acaso un poco demasiado monjiles. Aimée es muy joven para casarse, y ésa ha sido la única razón de mis temores hasta este momento. Comprendo que has interpretado mal las cosas por culpa mía, pero ella me ha jurado una vez más que te adora y que vivirá para ti. Yo creo en sus palabras, creo en ella… Es la mayor garantía de felicidad para los dos. Nada en el mundo me importa tanto como la felicidad de ustedes, y acabo de prometerle a Aimée velar por ella…

—¿Qué dices a esto, Aimée? —interroga Renato volviéndose hacia ésta y contemplándola con ternura.

—¿Qué puedo decir? Absolutamente nada… Me iré a disponer las maletas…