—¡Mi Renato!
—Mamá…
Ansiosamente, como si las pocas horas de ausencia hubieran sido largos años, Sofía D’Autremont estrecha a su hijo contra el pecho, le separa después un poco para mirarle con aquella sonrisa de emoción y de orgullo que sube a sus labios cada vez que le ve, y se interesa:
—¿Hicieron buen viaje? Tardaron mucho. Yo ya estaba inquieta…
—Vinimos despacio para no fatigarlas más de la cuenta. Y, además, mirábamos el paisaje… Aquí están. No creo que sea preciso una presentación…
—De ninguna manera —niega Catalina acercándose—. Estoy encantada de volver a saludarla, Sofía.
—Bienvenida a esta casa, Catalina. Mejor dicho: Bienvenidas. ¿Cuál es Aimée?
Ha mirado con ansia a Mónica, como midiendo y valorando su casta belleza. ¡Qué linda y señoril parece bajo su traje negro! La frente pura bajo las trenzas rubias, profunda la mirada y el gesto dulce y grave. Sofía la contempla exquisita, perfecta, pero Mónica ha sonreído echándose suavemente a un lado, al aclarar:
—Soy Mónica, señora D’Autremont. Aquí tiene usted a Aimée.
—¡Oh…! —reacciona Sofía, sorprendida—. También es muy bella, —luego, afectuosa, exclama—: Hija mía… creo que puedo llamarla así, ¿verdad?
—Naturalmente, madre —interviene Renato en tono jovial—. Y mi único anhelo es que, cuanto antes, puedas hacerlo con todos los derechos. Cada día que pasa modifico el proyecto de apresurar la boda, dándole mayor brevedad a la espera.
—Es lo que yo digo. ¿Para qué esperar? —afirma Catalina.
—Mamá… —reprocha débilmente Aimée.
—No te ruborices, hijita —disculpa Sofía—. La señora Molnar ha dicho exactamente lo que yo pienso: ¿Para qué darle plazos a la felicidad? Mi hijo te quiere y, según sus informes, tú correspondes a sus sentimientos. No hay nada, pues, que se oponga a que esa boda, que todos deseamos, se celebre en seguida.
—¿En seguida? —casi se escandaliza Aimée.
—Bueno, es una forma de decir. Me refiero al tiempo indispensable para preparar las cosas, ya que el único inconveniente que suele haber en estos asuntos, que es el no conocerse bien, es imposible en un caso como el de ustedes, pues son amigos desde niños. —Luego, dirigiéndose a la señora Molnar, afirma—: Son muy bellas sus hijas. Catalina. Bellísimas ambas. Cada una en su tipo, me parece perfecta.
—Es usted muy amable, Sofía —agradece Catalina.
—Amable fue la naturaleza siendo tan pródiga con ellas. De Aimée ya tenía muchas noticias por Renato, pero Mónica me ha sorprendido extraordinariamente, y apenas concibo que quiera usted encerrar en un convento semejante encanto… ¡Ah! Yanina… acércate…
De la semipenumbra de la ancha galería, con suavidad de sombra, ha surgido Yanina, acercándose lentamente. Viste lo mismo que las otras doncellas que, de cerca o de lejos, miran a las viajeras: la falda amplísima, el corpiño ajustado, el redondo escote rematado por un ancho encaje y el típico pañuelo de Madrás cubriendo su cabeza, a la moda de las mujeres nativas. Pero son de oro macizo las argollas que penden de sus orejas, de filigrana coral y perla los collares que cubren su cuello. Usa medias de seda y va primorosamente calzada. También sus manos, cuidadas con esmero, revelan su verdadero lugar en aquella casa opulenta, y su presencia silenciosa hace que asome la curiosidad a los ojos de Catalina y de Aimée. Dándose cuenta de ello, Sofía explica:
—Yanina es mi ahijada. Mi hija adoptiva, como quien dice. Ella se ocupará de agasajarlas a ustedes más que yo misma, ya que, por desgracia, tengo tan poca salud que todo en la casa está en manos de ella. —Luego hace la presentación oficial—: Yanina, ésta es Aimée…
—Tanto gusto… —saluda Aimée en forma por demás fría.
—Es mío el gusto y el honor. ¿Cómo están ustedes? ¿Han hecho buen viaje?
—Excelente, hijita, excelente —agradece Catalina la deferencia de la mestiza—. Pero confieso que no puedo más… son muchas horas en ese coche.
—Llévalas a sus habitaciones, Yanina —ordena Sofía—. Pero, espera un momento. Creo que yo también puedo ir con ustedes.
—Apóyate pues en mi brazo, mamá —ofrece Renato.
—No es preciso que se moleste usted… —empieza a disculparse Aimée.
—Al contrario, hijita —la interrumpe Sofía—. Es un placer del que no quiero privarme. Ojalá y esos cuartos sean del agrado de ustedes. Hemos puesto el mayor empeño. ¿Vamos?
—Esto es lo que llamamos un plantador; y es, para mí, la mejor bebida de la tierra después del famoso ron-ponche —explica Renato con entusiasta jovialidad—. Y hasta todavía me parece mejor y más apropiada para el clima. Pero, sobre todo, es cosa del campo. En Saint-Pierre se bebe poco. Es jugo de piña con ron blanco, y el complemento ideal para algo que vamos a comer inmediatamente: los acrés de la amistad. ¿Quiere usted hacer que los sirvan, Yanina?
Yanina ha respondido sólo con un movimiento de cabeza, desapareciendo tras la amplia puerta. Están en aquel lado de la ancha galería anexa al comedor, donde, según costumbre martiniqueña, se pasa largo rato tomando aperitivos o cocteles antes de pasar a la mesa. Criados color de ébano, vestidos de blanco, se mueven llevando y trayendo carritos cargados de licores y botellas. En grandes jarras de cristal se sirven las bebidas frescas, jugos de frutas reforzados con ron, y en bandejas de plata, entre otras golosinas, las pequeñas frituras cargadas de especies, símbolo de amistad y bienvenida en las antillanas islas francesas de Guadalupe y la Martinica.
—Esto, supongo que sí lo han comido ya —advierte Renato.
—Naturalmente —replica Aimée—. Nos estás tratando como a extranjeras.
—Como a una soberana que pisa por primera vez su pequeño reino quisiera yo tratarte, Aimée. Tengo la pretensión de que Campo Real es un mundo nuevo, un mundo en miniatura, pero un mundo al fin, y ese mundo les está saludando, en este momento, con lo mejor que tiene. Aquí hay un nuevo coctel de mi invención.
—¿Qué es? —indaga curiosa Aimée.
—Una variedad del plantador: jugo de piña, pero con champaña en vez de ron. ¿Qué te parece?
—¡Fantástico! Lo mejor que he tomado en mi vida.
—En ese caso, le pondremos tu nombre, Aimée, y brindarán por ti nuestros nietos cada vez que lo beban. Hay un estallar de murmullos y risas de aprobación, mientras a una indicación de Sofía pasan todos al lujoso comedor de la mansión de Campo Real.
La suntuosa comida toca a su fin. Ya han pasado a un salón próximo para tomar los licores y el café, y a compartir éstos, así como a conocer a las Molnar, han llegado propietarios de fincas vecinas. Aprovechando el momento en que nadie la mira, Mónica ha escapado de todo eso, ha bajado las escalinatas de piedra, ha cruzado el jardín y se aleja de la casa, como si huyera. Parece que se asfixia, que se ahoga bajo los artesonados del techo, entre las lujosas paredes tapizadas como para otro clima, como para otro mundo. No puede más. A los vapores de aquellas cálidas bebidas traicioneras se encienden en su mente mil imágenes atormentadoras, y es fuego, en vez de sangre, lo que circula bajo su piel. No puede ya soportar la presencia de Renato. No puede verlo junto a Aimée, encendidos los ojos de amor y de pasión. No puede soportar la hipócrita sonrisa con que ella parece responder a aquel amor que él brinda apasionado y ciego.
Ha cruzado un bosque de cacao, un platanal espeso, y se detiene contemplando, entre los troncos flexibles de las palmas de coco, la enorme hoguera encendida frente a una barraca. También hay fiesta en aquel mundo bajo y lejano; también, como allá arriba, los aromáticos licores circulan aquí de mano en mano, y los gruesos dedos negros tamborilean sobre los parches. Es una música salvaje, monótona y ardiente: música arrancada al corazón del África, música que en la tierra antillana tiene, sin embargo, un nuevo sentido, un vaho de naturaleza primitiva, de pasiones desatadas, a cuyo ritmo se agitan en danzas lúbricas los negros cuerpos. Y el alma torturada de la novicia, se estremece. Temblando, las blancas manos se juntan para la oración:
—Señor… Señor… dame valor, dame fuerzas. Arráncame a todo esto. Vuélveme a mi convento. Vuélveme a mi convento, Señor…
—¡Mónica! —exclama Aimée acercándose sorprendidísima a su hermana.
—¡Aimée! ¿Qué haces aquí? ¿Qué buscas? —se alarma Mónica saliendo de su momentánea abstracción.
—Caramba… es lo que iba a preguntarte yo precisamente: ¿Qué haces aquí? No es éste tu lugar. —Luego, con la ironía rebosando en sus palabras, comenta—: Sería fantástico que te gustara todo esto…
Ha vuelto la cabeza para mirar, a través de los árboles, la larga fila de mujeres negras, que se trenza y retuerce alrededor de la hoguera, como una enorme sierpe. Van semidesnudas. A la luz rojiza brilla el sudor sobre las carnes prietas. De pronto, entran los hombres. Llevan, también, los torsos desnudos, en alto los machetes de trabajo en cuyas hojas tiembla, como sangre, el resplandor de la hoguera.
—A mí esto me fascina y, al fin y al cabo, somos hermanas —recalca Aimée sin abandonar su tono irónico—. Tenemos puntos de contacto, algunos muy notables. Este puede ser uno de ésos.
—¿Para qué dejaste a Renato? ¿Dónde? ¿Por qué? —soslaya Mónica, haciendo caso omiso de la mordacidad de su hermana.
—No te preocupes por él. Está encantado de la vida bebiendo sus refrescos con champaña. ¡Qué infantil, qué ridículo me resulta Renato a veces! ¡Oh!, pero no te molestes en indignarte. De todos modos, me casaré con Él. No se desprecia un partido semejante. Es, efectivamente, el hombre más rico de la isla.
—¿Y sólo por eso…?
—Por eso y por todo lo demás, Santa Mónica…
—¡No me llames así! —estalla Mónica, ahora indignada de verdad.
—Ya sé que no lo mereces. Te gusta este espectáculo salvaje, lo prefieres a la contemplación de Renato… tu Renato.
—¡Ni es mío ni tienes por qué llamarlo de esa manera!
—Claro que no es tuyo. Eso ya lo sé. Nunca fue tuyo. Te diste el lujo de cedérmelo, o de hacer que me lo cedías; pero, en realidad, nada me diste, porque no tenías nada que darme. El que eligió fue él, y me eligió a mí. ¿Qué quieres, hermana? Mala suerte… Pero, vamos… mamá te echó de menos. Me preguntó dónde estabas y yo salí a buscarte. Por una vez me tocó a mí el papel de hacer volver al redil a la oveja descarriada pero si tardo demasiado, nos echarán de menos a las dos.
—¡Vuelve tú, que eres la que importa que estés allí!
—No lo creas. Aún hay dos vecinos de visita. Renato te agradecerá que los entretengas… Todo lo que le obligue a no ocuparse sólo de mi le molesta. Claro que a mí no me interesa, pues yo preferiría quedarme aquí. Es la primera cosa interesante que veo en Campo Real, porque lo que es la momia de mi suegra y el caserón pintado de purpurina, es como para morirse de aburrimiento. —Aimée ríe suavemente y objeta con sorna—: No me mires con cara de espanto. Las cosas son tal como las pensé. Esto se puede soportar un mes al año… el resto lo pasaremos en Saint-Pierre. Te aseguro que el arreglo de la casa de la capital va a empezarse de inmediato y completamente a mi gusto. Ya tengo la palabra de Renato. ¿Te sorprende?
—De ti no me sorprende nada. Pero óyeme, Aimée: no vas a hacer desdichado a Renato. ¡No lo consentiré!
—¡Haré lo que me dé la gana, y ni tú ni nadie…!
—¡Aimée… Aimée…! —la interrumpe la voz de Renato que la llama desde lejos.
—Ahí está. Salió a buscarme —señala Aimée, plenamente satisfecha—. No puede estar sin mí… No puede vivir sin mí. ¿Comprendes? Él, y no tú, me da con eso todos los derechos.
—¡Aimée… Aimée…! —vuelve a llamar Renato, ahora ya más cerca del lugar donde se hallan las dos hermanas.
—Aquí estoy, Renato…
Solícitamente acude Aimée al encuentro de Renato, mientras, a favor de la oscuridad, Mónica retrocede, buscando pasar inadvertida bajo la sombra de los grandes árboles. No, no podría soportar en ese momento la presencia de él, esa presencia que ha llegado a ser como un martirio: martirio de los sentidos, a los que atormenta su voz y sus palabras para otra mujer; martirio de su alma, crucificada en cada palabra de ternura, en cada ademán de solicitud, en cada muestra de amor con que tanto soñara en vano…
—Aimée querida, ¿qué has venido a buscar aquí? —reprocha Renato cariñosamente.
—Nada especial, querido. Salí sin rumbo a tomar un poco de aire, oí de lejos la música, vi el resplandor de las hogueras y me acerqué, pero no demasiado…
—No es para ti eso, Aimée. —Renato la ha tomado del brazo, dejando resbalar su mano de caballero sobre la fina piel, sintiendo en alma y carne la influencia de la noche, del ambiente, de la tierra dulce y salvaje; la sugestión de aquéllos cuerpos brillantes y semidesnudos que se destacan a lo lejos, en la más lúbrica de las danzas, y propone—: Vámonos de aquí, Aimée.
—¿No te gusta verlos bailar? Espera un momento. ¿No sabes lo que significa esa danza? Yo sí. Tuve una nodriza negra. Desde muy niña me dormía arrullándome con canciones como ésa. Una canción primitiva y monótona con sabor a mundos lejanos, a naturaleza exuberante: una canción de amor y de muerte…
Aimée ha pensado en Juan con un ansia que le enciende los labios, con un sacudimiento que es el resbalar de un escalofrío sobre su piel: Juan… salvaje como el mar bravío que abraza la isla ardiente, estrechándola, envolviéndola en sus fieras caricias, como si quisiera sepultarla, hundirla, acabar con ella para siempre, para al fin destrozarse sobre sus farallones de rocas o besarla en sus breves playas rubias… Juan, el loco, el pirata, que se fue jurando volver con la riqueza, para pagar, con la moneda comprada en sangre, su rescate de un mundo a otro…
—Vamos, Aimée —ruega Renato con amorosa suavidad. El brazo de él oprime su talle dulcemente, sus labios la buscan para un beso contenido y tierno, caricia vacía que ella está a punto de rechazar y que, al fin, acepta cerrando los ojos, como algo que resbala sin dejar huella.
Van muy juntos bajo los árboles y tras ellos marcha Mónica, tan leve el paso que ni siquiera crujen bajo sus pies las hojas secas, crucificada el alma en su tormento, mientras cada vez oye más tenues las roncas voces de la fiesta negra, las que ella también escuchara desde la cuna en una canción de amor y de muerte.
—¿Estás contenta, Aimée? —inquiere Renato con timidez.
—Pues claro, tonto, ¿no lo ves?
—Nos casaremos en seguida. Mi madre lo desea y la tuya también. No hay ninguna razón para esperar más tiempo… ¿O es que no estás segura de tu amor?
—¿Lo estás tú del tuyo, Renato? Mira, yo soy caprichosa, no siempre estoy de buen humor. Puede que algunas veces goce con hacerte rabiar un poquito. Es mi manera de querer a la gente…
—Entonces, ¿he de traducir por amor tus caprichos?
—Naturalmente. Cuanto más te exija y más te moleste, será porque te quiero más. Cuanto menos lógica le encuentres a mis razonamientos, será que estoy más y más enamorada. Pero, claro está; tienes que quererme tú de la misma manera para soportar eso. Si no estás loco por mí…
—¡Estoy loco, Aimée! —asegura Renato con vehemencia.
—Y es por eso que yo te adoro…
Ahora es ella quien le echa los brazos al cuello, quien busca sus labios una y otra vez. Han dejado atrás la arboleda espesa, pisan ya las veredas de arena de los jardines, cuando una sombra inquieta surge frente a ellos con unas palabras iniciales de disculpa:
—Perdón por interrumpir…
—¡Yanina…! —estalla Renato visiblemente disgustado.
—Dispénsenme. La señora me mandó que los buscara. Las visitas se van… preguntan por ustedes… ¿Debo decir que no les encontré?
—No tiene por qué decir ninguna mentira —responde Renato conteniendo a duras penas su mal humor—. Vamos inmediatamente a despedirnos de ellos.
Con paso rápido se han dirigido hacia la casa. Yanina les mira un instante, vacila, alza la cabeza, y sus ojos oscuros distinguen una forma entre las sombras. Es Mónica de Molnar, que da unos pasos hasta llegar al banco de piedra, desplomándose en él como sin fuerzas y cubriéndose el rostro con las manos. Sin el menor ruido, Yanina se acerca a ella, indagando con frialdad:
—¿Se siente mal? ¿No puede soportar el espectáculo?
—¿Eh? ¿Qué está diciendo?
—Usted venía detrás de ellos… No, no se moleste en negarlo, la vi perfectamente. Si no se siente demasiado mal, debería ir al salón. También notaron su ausencia… y puede haber comentarios…
—¿Y a usted qué le importa? —se encrespa Mónica, movida por una ira repentina.
—Personalmente, nada, por supuesto —responde Yanina con suave ironía—. Sólo cumplo con mi deber de velar por la tranquilidad de la señora D’Autremont. El médico ha prohibido para ella las emociones fuertes. Necesita vivir en paz y sentirse feliz. En Campo Real puede arder la casa, con tal de qué ella no se entere. Todo cuanto yo hago es para eso, y el señor Renato lo sabe. Aquí no importa nadie más que la señora D’Autremont. ¿Comprende?
Mónica se ha erguido, pálida y fiera, con un relámpago fulgurante en las pupilas. Pero frente a su cólera, a punto de estallar violentamente, la mestiza baja la cabeza en ademán sumiso, y ofrece sincera:
—Por lo demás, señorita Molnar, aunque supongo que no le interesa, quiero decirle que cuenta usted con todas mis simpatías y con mi sincero deseo de ayudarla si alguna vez lo necesita.
—¡Jamás he contado sino conmigo misma, señorita…! —rehúsa colérica Mónica.
—Yanina, simplemente —aclara la mestiza, suave y dócil—. No soy sino una criada de confianza, de absoluta confianza y absoluta lealtad para los D’Autremont. Ahora, con el permiso de usted… yo sí necesito estar junto a mi ama cuando las visitas se despidan.
Mónica arde de ira, pero se han secado sus lágrimas, se ha erguido su talle, se ha sentido, de repente, fuerte y altanera, y con paso firme va hacia la escalinata de piedra.
—Seis meses son una enormidad, querida —objeta Renato.
—¿Te parece…? —titubea Aimée con astucia.
—Claro que sí, y apelo al criterio de nuestras madres. ¿Por qué no empezamos a prepararlo todo inmediatamente? Se corren las amonestaciones, se reúnen los papeles precisos y, cuando todo esté listo, nos casamos santamente.
—¿Cuánto tardará todo eso?
—No lo sé. Cuatro semanas, cinco, acaso seis…
—¿Nada más? Pues no es posible, Renato querido. En cinco o seis semanas no puede estar lista mi canastilla de novia. Aunque nos volviéramos locas cosiendo, necesitaríamos poco más o menos los seis meses de que hablé antes…
—Por tu ajuar de novia no te preocupes —interviene Sofía—. Era una de mis sorpresas pero ya que ha llegado el caso, más vale que se los diga de una vez. Tu canastilla de novia, la más linda que pueda soñarse, estará aquí justamente en ese tiempo: cuatro semanas, cinco, a lo sumo seis…
—Mamá querida, creo que te comprendo —exclama Renato profundamente contento.
—Desde luego, hijo —conviene Sofía. Luego, alzando la voz, llama—: ¡Yanina…!
—¿Me llamaba usted, madrina? —pregunta la mestiza, acercándose.
—Sí; trae la libreta donde apuntamos los encargos hechos a Francia, ¿quieres?
—Sí, madrina, en seguida.
Silenciosa, rápida, diligente, con aquella eficiencia que es su característica y aquella discreción que tanto tiene de indiscreta, Yanina se ha apresurado a poner en manos de la señora D’Autremont la libreta pedida. Han pasado ya varios días desde que las Molnar llegaran a Campo Real, y están juntos en grupo familiar: Renato, apasionado; Aimée, defendiéndose entre remilgos y coqueterías; la señora Molnar, humilde y sonriente, tratando de hacer el milagro de dar la razón a todo el mundo; pálida, silenciosa, tensa, Mónica de Molnar, pendiente de cada palabra, de cada gesto, como espiando el latir de los pulsos de aquel pequeño mundo que Sofía D’Autremont preside con su lánguido gesto de enferma, con la falsa condescendencia de su educación exquisita…
—Exactamente. El pedido se hizo hace casi un mes —corrobora Sofía, tras consultar la libreta—. El mismo día que me hablaste de Aimée, de tu amor por ella.
—¿Es posible, mamá? —comenta Renato gratamente sorprendido—. ¡Es que me adivinaste el pensamiento! Eso era lo que yo quería.
—Ya es casi lo único que queda como madre amorosa de un hijo único: adivinarte el pensamiento —observa Sofía en un arrebato de ternura. Luego, dirigiéndose a su futura nuera, pregunta—: Y bien, Aimée, ¿te has quedado pensativa? Ya no hay problema por tu canastilla. ¿Era ésa tu única preocupación, el único motivo para esperar seis meses el feliz día de tu boda?
—Tal vez Aimée no esté segura de sus sentimientos —sugiere Mónica sin poder dominar este acto impulsivo.
—¿Qué dices, Mónica? —se extraña Sofía.
—Digo que bien puede ser eso lo que la haga dudar. A veces hace falta tiempo para darnos cuenta de una equivocación… —insinúa blandamente Mónica.
—¡Tú eres quien se equivoca totalmente! —salta Aimée con gesto agresivo—. De mis sentimientos no hay duda ninguna. Ni la tengo yo, ni Renato puede tenerla. Y para que no sigas interpretando las cosas a tu antojo, me decido en este momento: Nos casaremos cuando quieras, Renato, ¡cuando tú quieras! ¿Dentro de cinco semanas? Pues bien, ¡dentro de cinco semanas seré tu esposa!
Relampagueantes las pupilas, como un felino a punto de saltar para luchar con todas sus fuerzas, ha respondido Aimée a las palabras de Mónica, mientras un soplo tempestuoso cruza sobre la reunión familiar. Sofía D’Autremont la mira sorprendida, desconcertada; Yanina ha dado un paso colocándose detrás de ella, como si se dispusiera a respaldarla, mientras Renato, pálido de ira, contiene su expresión con esfuerzo, y Catalina de Molnar acierta por fin a balbucear las palabras que el espanto ahogó en su garganta:
—Mónica, Mónica, pero ¿has perdido la razón, hija? ¿Por qué dices eso?
—¿Por qué ha de decirlo si no porque me odia? —no puede contenerse Aimée—. ¡Me odia, me aborrece!
—En mi opinión, ninguna de las dos sabe lo que dice —interviene, conciliadora, Sofía—. Se han acalorado sin razón de ninguna especie. Seguramente Mónica ha cedido a un rapto involuntario de impaciencia.
—Creo que le debes una explicación a tu hermana, Mónica —aconseja Renato, categórico y severo.
Mónica no puede aguantar la tensión que la absorbe y domina, y sin decir palabra abandona el grupo, alejándose corriendo.
—¡Mónica! ¡Mónica! —la llama Renato hondamente estupefacto.
—No vayas con ella, Renato. No la tomes en cuenta. ¿No es suficiente que esté yo dispuesta a complacerte? ¡Déjala… déjala…!
—Tu novia tiene razón, hijo mío. Escúchala y atiéndele a ella, que bastante mortificada está por la intemperancia de su hermana.
—Quiero recordarles a todos que Mónica está enferma, y justamente de los nervios —intercede Catalina con el loable afán de restar importancia al acto tan desagradable—. Estoy segura que no quiso decir lo que dijo, ni molestar a nadie. Pero la pobrecita está mala: no come, no duerme…
—Usted sí debería ir tras ella, Catalina, y decirle lo que hace al caso. Desde luego, sin ser demasiado severa —aconseja Sofía con benevolencia—. En efecto, su linda hija mayor no se ve saludable, y nuestra adorable Aimée se estaba haciendo de rogar demasiado. ¿No te parece, hijita, que aparte de su rudeza, tu hermana ha hecho bien en ayudarte a que te decidas?
Aimée ha hecho un esfuerzo para contenerse, para sonreír, para recobrar la máscara angélica que un momento la hiciera abandonar la ira, y con falsa modestia responde:
—Yo estaba decidida ya, doña Sofía. No discutíamos sino una fecha. Yo soy tan feliz siendo novia de Renato, que no quiero ni necesito nada más.
—Las flores son bellas, pero dar fruto es la función natural del árbol. El noviazgo es como la primavera. Eres aún muy niña para comprender ciertas cosas. Sin embargo, piensa que estoy enferma, que no soy joven, y que el último de mis sueños es dormir en mis brazos a un nieto. Que sea cuanto antes esa boda…
Renato ha tomado entre las suyas la mano de Aimée, pero no sonríe. La mira gravemente, con una mirada profunda, como si quisiera penetrar hasta lo más íntimo de sus pensamientos, como si por primera vez hallara un misterio en aquella alma de mujer, en la que cifra toda su esperanza de dicha. Mas no es una pregunta, sino una promesa, lo que por fin escapa de sus labios:
—Viviré para procurar tu dicha, para hacerte feliz, Aimée.
Juntas las manos, inclinada la frente, de rodillas ante el altar del Crucificado que preside la pequeña iglesia de Campo Real, Mónica busca en vano palabras para su oración, y no las halla. Eleva sólo un pensamiento dolorido y rebelde:
—¡Perdón, Señor, perdón…!
Una espuma amarga, de rencor y de celos, se mezcla a la oración en sus labios y, como relámpagos, pasan sentimientos diversos iluminando el negro cielo de su mundo interior, mientras sigue su rezo:
—No fue por odio… fue por amor… Pero mi amor es culpable también. ¡Mi amor es peor que el odio…!
Está sola bajo la única nave del diminuto templo, casa de Dios de anchas paredes blanqueadas de cal, de toscos arcos coloniales en los que clavan sus tallos prensátiles las frescas enredaderas tropicales. Cerca del altar están los reclinatorios de terciopelo de los D’Autremont: luego, los largos bancos de madera para los jornaleros y sirvientes. Pero ni amos ni servidores asoman en este instante por sus altas puertas. Sólo la frágil mujer vestida de negro que reza y llora con las manos juntas, y, como una sombra, Renato D’Autremont que desde lejos la contempla…
—Señor, no permitas que mi lengua vuelva a moverse torpemente. Dame la fuerza de callar y la humildad de bajar la cabeza frente a la injusticia…
Sus lágrimas han corrido un instante, pero se secan al contacto de su piel ardiente. Algo como un presentimiento la estremece. Ha sentido que el calor de una mirada la envuelve. Alguien la observa, alguien está cerca de ella. Bruscamente, vuelve la cabeza y un escalofrío la sacude…
—¡Renato! ¡No… no…!
Mónica huye. Pretende huir, esquivar a Renato. No se siente con fuerzas de resistir ahora su mirada frente a frente, de escuchar sus palabras que adivina cargadas de reproches. Quiere escapar a ese tormento, pero no puede. Él la ha seguido, ha cruzado también el pequeño templo y la detiene cerrándole el paso apenas pisa los cuadros del jardín que lo rodea, reprochándole:
—Huyes como si hubieras visto al demonio. ¿Por qué?
—No te había visto. Terminé de rezar y…
—¡No mientas! —la interrumpe Renato—. Perdóname si te parezco brusco y rudo, pero tenemos confianza de hermanos. Te miré y te consideré siempre como la más fraterna de las amigas, y pronto seremos hermanos realmente.
—¡No se es hermanos sino por la sangre! —protesta Mónica, dolida por el reproche de Renato.
—Ya veo que de mí no quieres serlo, y es justamente por eso mi empeño en hablarte.
—No vale la pena. Molestaré poco. Creo que mañana mismo puedo regresar a Saint-Pierre y esperar en mi casa a mamá y a Aimée.
—¿Tan mal te sientes en la mía? ¿Tan desagradable te resulta mi presencia? Porque supongo que no será la de mi pobre madre, que te ha colmado de atenciones, que hasta hoy estaba encantada contigo, lo que… —se interrumpe y, adoptando un tono afectuoso, pregunta—: Mónica, ¿qué tienes? Mientras rezabas te vi llorar. Sería menester estar ciego para no darme cuenta que ahora mismo estás luchando con tus lágrimas. Sufres… veo que sufres… Pero ¿por qué? ¿Por quién?
Con qué terrible esfuerzo sujeta Mónica el corazón que se le desboca. Con qué alarde de voluntad suprema traga el nudo de lágrimas que se le enrosca en la garganta como una sierpe, y aprieta las manos clavándose las uñas en la piel, mientras el pálido rostro se serena, mientras halla milagrosamente la suficiente fuerza para responder fría y cortésmente.
—Eres muy amable preocupándote por mis lágrimas. Pero no le des más importancia que la que tiene: un poco de excitación nerviosa y un poco de nostalgia por la paz de mi convento. Te aseguro que no es más que eso.
—Es que antes te expresaste de una manera que… —rechaza Renato.
—Que no podía ofender a nadie —se rebela Mónica, alterada pero conteniéndose mediante un supremo esfuerzo—. Me limité a preguntarle a mi hermana si estaba segura de su sentimiento. Creo que en el matrimonio es preferible arrepentirse una hora antes que un minuto después.
—En efecto; pero ¿por qué había Aimée de arrepentirse? ¿En qué puedes apoyarte para pensar que no soy digno de ella?
—¡Yo jamás he dicho eso! —niega Mónica vivamente.
—No es preciso decir lo que se da a entender con toda claridad —se queja Renato con cierta amargura—. Hay algo en mí que no te gusta para tu hermana. Cambiaste totalmente, dejaste de ser mi amiga desde que te diste cuenta de que la amaba… es la verdad. Y hablemos claro de una vez: desde que saliste del convento, las pocas veces que nos hemos visto me has tratado con frialdad, con antipatía… casi podría decirte que con aborrecimiento. ¿Por qué? ¿Qué mal te he hecho? Ninguno, ¿verdad? ¿Qué puedes tener contra mí sino el miedo de que no haga feliz a tu hermana? ¿Qué fallas ves en mí? ¿Qué defectos me encuentras?
Otra vez Mónica le ha mirado en silencio, conteniendo sus emociones. Otra vez ha hecho el milagro de permanecer fría y serena, ahogando aquella verdad que con el latir de su corazón parece golpearle las sienes. Otra vez ha logrado responder cortésmente, con algo parecido a una sonrisa:
—Lo que dices es pueril, Renato. ¿Quién puede encontrar en ti un defecto? Eres el hombre más rico de la isla, el más importante después del Gobernador, y aun antes que él para la mayor parte de las gentes. Tienes nombre, fortuna, juventud y talento. ¿A qué cosa mejor que a ti puede aspirar una mujer?
—Te sobrepasas en el elogio, o eres cruel en tu burla. Si yo tengo todo eso, ¿qué tienes tú contra mí?
—Nada, Renato. ¿Qué puedo tener? Vivimos en mundos diferentes, y éste no es el mío; por eso resulto incomprensible a los ojos de muchos, de ti el primero. Olvídate de mí, que se olviden todos. Permítanme volver a Saint-Pierre, y tú sé feliz, tan inmensamente feliz como deseo que llegues a ser. Olvídate de mí, Renato. Es todo lo que tienes que hacer.
—¡Mónica… Mónica…! —llama Renato al ver que ésta se aleja con paso presuroso.
—Renato mío, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? —pregunta Aimée, acercándose solícita a su novio—. Estás alterado, muy pálido, y no creo que valga la pena. No debes hacer el menor caso de cuanto te ha dicho…
—Hablaba con Mónica…
—Ya lo sé. La vi pasar corriendo. Salí a buscarte, porque me imaginé que vendrías detrás de ella y no podía consentir que me calumniara…
—¿Calumniarte? —se sorprende Renato—. Nada dijo de ti. ¿Qué podía decirme? Yo soy quien, por lo visto, no satisfago su ideal para cuñado…
—¿Te dijo eso? —exclama Aimée en el colmo del asombro.
—Está demasiado claro para que no lo entienda. Creo que no me halla digno de tu amor y que le molesta ver cómo me quieres.
Aimée ha hecho un esfuerzo para contener una sonrisa burlona que juguetea ya en sus labios, y respira después profundamente, sintiéndose segura de sí misma, disfruta como nunca de la situación, con fuerza y poder para decidir tres vidas a su antojo y, condescendiente, le reprocha:
—Mi querido Renato, es increíble que confíes tan poco en tus propios méritos, que les des tanta importancia a las tonterías de Mónica…
—Tú se la diste primero que yo. Si son tonterías, ¿por qué te alteraste de esa manera?
—Yo, no soy más que una débil mujer. Tú, en cambio, eres el hombre fuerte, sabio, inteligente… Lo mejor es que te olvides de los arrebatos de Mónica.
—Es precisamente lo que me ha pedido ella: que la olvide, que la deje volver mañana mismo a Saint-Pierre para esperar allí el regreso de ustedes.
—Me parece muy acertado, pero no que se vaya ella sola. Será mejor que regresemos las tres, que arreglemos allá las cosas mientras tú las arreglas aquí, que mandes a reparar a toda prisa la casa de la capital, que es el lugar indicado para que pasemos nuestra luna de miel, y cuando hayan transcurrido esas cinco semanas indispensables para todo esto, nos casemos mientras Mónica vuelve a su convento, que es el lugar que le corresponde. Que tome al fin los hábitos, que profese. —Y con una jovialidad que más bien es ironía, declara—: Y que rece por nosotros, que rece por nuestros pecados, ya que ha elegido ese camino para llegar al cielo.
—¿Irte tú también? ¿Dejarme?
—Por unos días solamente, mi tonto querido. Es indispensable. Si hemos de casarnos, hay mil cosas qué disponer. Si estamos oficialmente comprometidos para casarnos, no es muy correcto que viva yo en tu casa, que durmamos bajo el mismo techo. ¿No te parece?
Lo ha besado con un largo beso ardiente, cerrando los ojos, acaso soñando que es otra boca la que besa, y un instante arrastrado por aquel torbellino, responde Renato a su beso de fuego, susurrando:
—¡Aimée… mi vida…!
—Y ahora, formalidad —aconseja Aimée, reaccionando—. Ve a disponer las cosas para que mañana temprano nos lleven a Saint-Pierre. Yo voy a decírselo mi mamá y… —Se interrumpe al ver a unos pasos de ellos a Yanina, y no puede menos que lanzar una exclamación de sorpresa—. ¡Ah…!
—La señora Sofía aguarda al señor Renato en sus habitaciones —avisa la mestiza, adoptando un tono humilde—. Le ruega que vaya inmediatamente.
—Con usted no gana uno para sustos, Yanina —bromea Aimée con intención aviesa—. ¿Qué es lo que se pone en los pies para pisar como los gatos?
—Mi deseo de servir a los D’Autremont, señorita. Como hasta ahora no ha habido en esta casa nada qué sorprender ni ocultar…
—Ni lo hay tampoco ahora, Yanina —reprende rudamente Renato—. Puede usted omitir las reticencias.
—Perdón, señor. Yo sólo dije…
—Oí perfectamente lo que dijo. No quiero seguir hablando del asunto, ya que aclaré el punto total y absolutamente. No hay misterios, pero no todo puede hablarse delante de la servidumbre.
—¿Qué? —se sorprende ahora Yanina.
—Será muy saludable que lo recuerde —recalca Renato. Luego, cambiando la expresión, se dirige a Aimée—: Con tu permiso, voy a ver qué quiere mamá.
—Y yo también voy a prevenir a mi gente. Hasta ahora mismo, ¿verdad?
—Hasta siempre, mi vida…
Se ha inclinado, llevándose a los labios la mano de Aimée y besándola con tierno respeto. Después se alejan ambos por distintos rumbos, mientras, inclinada la frente, ardiendo las mejillas como bajo la ofensa de una bofetada, Yanina permanece inmóvil, tensa, hasta que la mirada hosca y serena del hombre que se acerca, se fija en ella y observa:
—Yanina, ¿qué haces aquí?
—Nada, tío… —soslaya la mestiza haciendo un verdadero esfuerzo.
—A eso se aplican todos en esta casa: a no hacer nada. Y lo que es en el campo, si no estuviera yo siempre atento, con la fusta en la mano, no habría tampoco quién se moviera. ¡La vida voy a dejarme en las nuevas plantaciones de caña que estamos haciendo! Se han roturado cuatro parcelas en escalón, casi hasta lo alto del monte. Me gustaría que el señor Renato lo viera. Deberían darse una vuelta por allá. ¿Me oyes? —rezonga Bautista. Y al observar atentamente la extraña expresión de su sobrina, indaga—: ¿Pero qué es lo que tienes? A lo que parece, vas a llorar. ¿Qué te ha pasado?
—Nada. El señor Renato se ha dignado recordarme que no soy aquí más que una sirvienta. Le molestó que al acercarme lo viera besando a esa Molnar… a esa Aimée que no es más que una cualquiera…
—¿Pero cómo te atreves…?
—Cualquiera puede verlo. Basta con mirarla. Pero el señor Renato es sordo y ciego, porque no quiere ni oír ni ver. Bueno, más vale que yo me calle, tío.
—De acuerdo. Creo que más vale que te calles si vas a decir disparates. La señorita del Molnar será nuestra dueña dentro de cinco semanas según me dijiste.
—En Campo Real no habrá nunca más que una dueña: la señora Sofía. La otra, que no venga… ¡Qué no venga, porque le irá demasiado mal si viene!
—¿Pero qué dices? ¿Demasiado mal?
—¡Y yo seré la que me ocupe de eso!
—¿Qué haces, Mónica? Veo que apresuras las cosas… La voz de Aimée ha llegado hasta Mónica golpeando sus nervios en tensión, deteniéndola, para dejarla inmóvil frente a la pequeña maleta que está poniendo en orden. Se hallan en la amplísima alcoba que le han destinado en aquella especie de palacio campestre, la más sencilla de las tres, no obstante los ricos cortinajes, los pulidos pisos, los lujosos y bien cuidados muebles…
—¿Puedes dejarme un rato en paz, Aimée?
—No te preocupes. No vengo a discutir ni a hacerte reproches. Al contrario. No tendrían razón de ser. Estoy encantada por tu magnífica iniciativa de volver cuanto antes a Saint-Pierre. La idea es, desde luego, de mi más absoluto gusto.
—Me lo imagino. Sé cuánto deseas perderme de vista.
—En este caso, perder de vista a mi futuro palacio, a mi futura familia y a mi futuro reino…
—¿A qué viene todo eso?
—Comprenderás que mamá y yo nos vamos también. Ya se lo he dicho a ella y se ha quedado poco más o menos que con un ataque de nervios. Sería conveniente que la calmaras, tú que sabes hacerlo. La pobre mamá tiene un santo horror a que se nos escape Renato, pero yo no. Sé que lo tengo bien seguro y aunque te duela oírlo quiero afirmártelo una vez más.
—No me duele. Lamento muchísimo haber dicho lo que dije. Por eso quiero regresar a Saint-Pierre; pero regresar yo sola. De ningún modo que por mí se interrumpa la visita de ustedes.
—Por ti no se interrumpe nada, hermana. Cálmate. Yo soy la que quiero irme, yo soy la que estoy harta de todo esto.
—Y, sin embargo, pretendes casarte con Renato —refuta Mónica sin poder suavizar el tono violento de su voz—. ¿Por qué no eres leal con él? ¿Por qué me obligas a hacer lo que no quiero hacer? Si sigues como estás, me obligarás a hablarle claramente.
—No creo que te atrevas. Hoy perdiste una ocasión estupenda. Hubieras podido sincerarte, hablarle de tu amor, pero lo único que se te ocurrió fue darle a entender que no te gustaba para cuñado. Porque, desde luego, me lo dijo. Él me lo cuenta todo. Hasta sus más recónditos pensamientos me pertenecen. Y es un niño, ¿sabes? Es un niño tonto… y supongo que lo bastante bueno para seguir siendo tonto hasta el fin de sus días.
—¡Si supieras cómo me repugnas cuando hablas así! ¡Cómo te odio cuando…!
—¡Qué lío de sentimientos te haces, hermana! —la interrumpe Aimée con una risita suave—. Me odias porque estás celosa, y estás celosa porque lo quieres.
—¿Quieres callarte de una vez? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Volverme loca?
—Cálmate, Mónica, y no grites. Acertaste al decir que no estoy segura de mis sentimientos y, naturalmente, quiero estarlo antes de casarme.
—¿Qué dices, Aimée? —se esperanza la novicia.
—Buscar mi verdad en unos días de reposo y de aislamiento. Quiero volver a Saint-Pierre para eso: para estar sola. Para darme cuenta de cómo son las cosas realmente; para decidir si me caso con Renato, o si no me caso. Voy a hacer lo que tú llamarías examen de conciencia. Puede que me case. Son demasiadas las ventajas que Renato me ofrece. Puede que no me case, que prefiera la libertad a la riqueza. En el segundo caso… —Su voz no puede disfrazar la ironía que la invade—: En el segundo caso, mi querida hermana, te daré una prueba de esa generosidad mía que tanto has puesto en duda. ¡Te lo devolveré!
Cómo un relámpago de esperanza ha cruzado sobre el alma de Mónica, aunque las últimas palabras de su hermana la hieren y la ofenden. Duda, lucha, vacila, se retuerce en aquella dura batalla empeñada contra sí misma, mientras casi afable, casi sonriente, goza Aimée del desquite de verla temblar. Tal vez un momento cruza la compasión por los ojos oscuros de Aimée, pero se apaga al grito de su egoísmo, al benévolo placer de manejar otras almas a su antojo, mientras la palabra violenta estalla en los labios de Mónica:
—¡No tienes nada qué devolverme! ¡Pero no creas que vas a seguir divirtiéndote, jugando con él!
—¿Por qué no? Cuando se entrega el corazón sin condiciones, no podemos quejarnos demasiado de lo que sucede. Y él me entregó su corazón. Me quiere más que a sí mismo y sin ambages me lo confiesa.
—Porque está ciego, porque no sabe quién eres. Si te conociera realmente, si yo le dijera de ti… —advierte sordamente Mónica—, y demasiado bien sabes lo que podría decirle.
—Tú eres quien no lo sabes —se enfurece Aimée—. No puedes acusarme sino de tonterías, de chiquilladas, de simplezas. No tienes una prueba contra mí, y te desafío a que me acuses sin pruebas. Ya verás si te cree, ya verás contra quién se vuelve…
—Contra mí, por desgracia —acepta Mónica con profundo dolor.
—Me alegro mucho que lo comprendas. Pero aunque fuera verdad, aunque lograras demostrarle que soy indigna, ¿sabes lo que conseguirías con eso? ¡Que te odiase! ¡Porque matar su fe en mí es condenarle a sentirse el más desdichado de los hombres!
—De eso te aprovechas…
—No hago sino defenderme. Buena eres tú para no hacerlo. Si desde niña no hubiera estado yo alerta… Conmigo no te hagas la buena. Querrías verme muerta…
—¡Con cuánta injusticia hablas, Aimée! Yo querría verte feliz, pero haciéndole feliz a él también. Saber que eras capaz de ser honrada, digna, recta, de serle leal, totalmente leal…
—¿De veras? ¿Sólo con estar segura de eso te considerarías dichosa? Que sea leal, ¿verdad? Que sea sincera… pues bien, voy a serlo. Es justamente lo que te prometo: no me casaré con Renato sin estar segura de poder brindarle esa felicidad que tú quieres para él y que yo deseo para mí misma. Pero cuando me case, si me decido a hacerlo, me harás el favor de dejarme tranquila. Es todo un pacto. ¿Aceptas? ¿Sellamos con un beso?
—Acepto… pero no es necesario el beso.
—Rencorosa, ¿eh? —ríe burlona Aimée—. Yo soy la que debiera estar enojada. Buena puñalada trapera quisiste darme. Pero a mí no me importa. Eres la oveja blanca de las dos hermanas: la aplicada, la noble, la prudente, la buena… Yo tengo algunas manchas, pero soy la más fuerte y no te guardo rencor de ninguna especie. —Y diciendo y haciendo, besa a su hermana.
—Hijitas… vaya, menos mal. —Es Catalina, que llega junto a ellas—. Temí que siguieran discutiendo. Es tan doloroso para mí verlas de esa manera, una contra la otra… Duelen tanto en el corazón de una madre esas desavenencias… ¡Ay, si los hijos supieran…! —Un suspiro llena el corazón de la madre.
—Mamá, por Dios, no te pongas romántica —rechaza Aimée con alegre jovialidad—. Ya pasó todo; fue una nubecilla de verano. ¿Verdad, Mónica? Pero ya verás cómo no vuelve a suceder. De ahora en adelante, mi hermana y yo vamos a llevarnos maravillosamente: yo en mi casa y ella en su convento. La situación ideal para no disgustarnos. Y si andando los años me sale a mí una hija casquivana y coqueta, se la envío a su tía la abadesa para que la sermonee y…
—¡Aimée! —la interrumpe la voz de Renato que la llama desde el pasillo.
—Creo que me llama Renato —comenta Aimée; y luego, alzando la voz, responde—: Aquí estoy, querido. Entra.
—Perdónenme ustedes —se disculpa Renato desde el umbral—. Sin duda, interrumpo una conversación familiar, pero es el caso que mamá quiere hablarte en seguida, Aimée. A la pobre le ha caído bastante mal la noticia del viaje de ustedes.
—En dos minutos lo arreglo yo todo y la convenzo de nuestras magníficas razones —asegura Aimée—. ¿No vienes conmigo; Renato?
Éste se ha quedado mirando a Mónica, inmóvil frente a la pequeña maleta abierta, tan pálida, tan frágil, con una expresión tan dolorosa en los labios, que un irresistible sentimiento de amistosa compasión lo acerca a ella, y suplica:
—No quisiera que te fueras disgustada conmigo, Mónica.
—No lo estoy, Renato, ni habría razón para ello. Eres el mejor de los hombres…
—No lo soy, pero deseo serlo, para brindarle a tu hermana toda la felicidad que merece, para que un día puedas mirarme como hermano, aunque no tengamos la misma sangre…
Con rápido gesto ha tomado la mano de ella, llevándosela a los labios, y luego marcha tras Aimée…
—Qué buen muchacho, Señor —exclama Catalina—. No lo hay mejor en el mundo entero. Yo también me voy a preparar las maletas.
Mónica ha quedado sola, inmóvil, sintiendo sobre la piel de su mano derecha la dulce y ardiente sensación de aquel beso, el cálido deleite de aquella caricia que enciende de rubor sus mejillas… y furiosamente se clava las uñas, borrando con sangre la huella de aquel beso…