—Aimée se siente mal… le duele la cabeza y ha tenido que recostarse. Te ruega que la excuses.
La señora Molnar ha envuelto en una mirada de profunda gratitud a su hija mayor, de cuyos labios acaba de salir la mentira que disculpa a su hermana, mientras conteniendo su gesto de disgusto, Renato pone en las manos de la madre el ramo de flores y la gran caja de bombones que acaba de tomar de las del sirviente que le acompaña, al que despide con un movimiento de cabeza.
—Doña Catalina, ¿quiere darle usted esto en mi nombre a Aimée?
—Por supuesto, hijo, por supuesto. ¡Pero qué flores más lindas! Son una preciosidad. ¿Quieres ponerlas en un florero, Mónica? Para eso tienes tú más gracia que nadie.
—Las pondré en agua y la dejaré a Aimée el gusto de colocarlas ella misma en los floreros de su cuarto.
Un momento han temblado las manos de Mónica al tomar aquel ramo, acaso menos blanco que sus tocas de novicia, que sus pálidas mejillas, y lo oprime hasta sentir las espinas.
—Aguarda, Mónica —ruega Renato con cierta timidez—. Si Aimée estuviera un poco mejor y me dejara verla por un minuto nada más… Si no le molestara mucho salir un momento… Digo, si no sufre mucho…
—Voy a preguntárselo. Estaba mal, pero voy a preguntárselo —accede Mónica, alejándose.
Catalina y Renato quedan solos y silenciosos por unos instantes en la vieja sala de la casa de los Molnar, abstraídos cada quien en sus propios pensamientos, hasta que la voz de Mónica, que regresa, les devuelve a la realidad:
—Aimée te ruega que la excuses. No se siente con ánimos de levantarse.
—¿Tan mala está? Si me lo permiten, en un momento va mi criado y le trae al doctor Duval.
—Por Dios, no es para tanto. ¿Verdad, Mónica? —explica doña Catalina con verdadera angustia.
—En efecto, Renato, no es para tanto —asegura Mónica—. Aimée estará bien pronto; si sigue mal, yo mandaré por el médico del convento. Pero no te preocupes, porque no tiene nada… Al menos, espero que no sea nada.
Se ha vuelto hacia su madre con una mirada que pretende tranquilizarla, aprovechando un momento en que Renato, demasiado impaciente, da unos pasos por la ancha sala para volver después a insistir:
—No sabes cómo siento no verla, aunque sólo sea un momento, antes de marcharme, Mónica.
—La ausencia será corta si vuelves por nosotras el sábado.
—Reconozco que es corta, pero se me hace eterna, y como nunca estuviste enamorada… En fin, despídeme de tu hermana, ¿quieres?
—¿Por qué no das una vuelta y vuelves, hijo? —interviene Catalina—. Acaso en este tiempo…
—Es lo que estaba pensando. Voy a ir hasta el centro por un último encargo de mamá y antes de salir volveré a pasar por aquí. La verdad es que no estoy tranquilo marchándome mientras Aimée se queda mala. Si no ha mejorado, con permiso de ustedes traeré al médico. Perdónenme que me tome esa libertad, pero la quiero demasiado. Ríete de mí si quieres, Mónica. Tú seguramente pensarás que llego a lo pueril en mi ternura…
—No pienso nada, y aunque lo pensara, ¿qué importa? El mundo, para ti, se llama Aimée, ¿verdad?
—Eso, desde luego, y no creo que puedas reprochármelo. Pero me dolería parecerle risible a una hermana como tú, cuyo criterio e inteligencia tengo en tanto.
—Debes tenerme por un crítico muy severo, Renato.
—Tan severo como lo leo en tus ojos, Mónica. Y no sabes lo que me duele no ser santo de tu devoción. Pero, en fin, paciencia. Ahora sí me despido… hasta pronto…
Renato D’Autremont ha salido de la casa, donde quedan solas madre e hija. Catalina Molnar, con la angustia reflejada en el rostro, interroga a Mónica:
—¿La viste? ¿La encontraste? ¿Dónde estaba? ¿Pudiste avisarle? ¿Estará aquí para cuando él vuelva?
—No sé absolutamente nada, mamá. No está en la casa. No sé dónde ha ido. Pero voy a buscarla… Voy a buscarla por todas partes y, como no la encuentre, le diré la verdad a Renato: ¡Que sale de casa a todas horas!… ¡Que tú nunca sabes dónde está!
—¡Aimée… Aimée…! ¡Oh…!
Mónica se ha detenido, retrocediendo luego un paso, sorprendida. Por el sendero estrecho, abierto en roca viva, que es el camino de la cercana playa, ha surgido la figura de Juan, acaso más ruda y descuidada que nunca. Éste no ha perdido más que unos minutos para llegar hasta su barco y ver desde lejos el movimiento de los soldados que vuelven al bote que los llevara. Apenas ha cruzado unas palabras con su segundo, mandándole reunir la dispersa tripulación, y ha corrido en busca de aquella mujer que le obsesiona, ha ido a buscarla, casi sorprendido del impulso que lo mueve así, pero se detiene y sonríe… sonríe enmascarando burlonamente su disgusto, acaso divertido al ver que las mejillas de la novicia se vuelven aún más pálidas, que toda ella se estremece a un viento de emoción, tensa y sensible bajo aquellos hábitos que en vano quieren ser una barrera contra el mundo, y pregunta con sorna:
—¿Qué le pasa, Santa Mónica? ¿Anda perdida por aquí?
—Estoy buscando a mi hermana. ¿Podría usted darme alguna razón de ella? ¿Sabe dónde está?
—¿Quiere decirme con eso que no está en su casa? —pregunta a su vez Juan.
—No quiero decir nada —contesta Mónica, impaciente—. Estoy preguntando…
—Y yo estoy respondiendo. No, no la he visto, Santa Mónica.
—¿Quiere no llamarme así? ¿A qué viene esa burla? ¡Déjeme pasar!
—Dicen que es pecado tener mal genio, hermana. Tiene libre el camino… Bastante malo para tanta tela como usted usa —observa Juan, haciéndose a un lado.
—¡Ah…! ¡Jesús! —exclama Mónica, asustada.
—¿Ve usted? —sonríe burlón Juan, extendiendo sus manos para sujetarla.
Espantada, Mónica ha vuelto la cabeza para no mirar la profunda grieta a donde ha estado a punto de caer, al resbalar sobre el borde mismo del acantilado. Luego se separa bruscamente, esquivando las manos de Juan que, al impedirle caer, apretaron sus brazos un instante más de lo necesario, y le reprocha:
—¿Cómo se atreve…?
—¿A impedir que se mate? La verdad es que yo mismo no lo sé. Hice mal en estirar la mano. Siga su camino y estréllese si ése es su gusto.
—¡Es usted todo un patán!
—Y usted tiene arrestos que no son de monja precisamente. Pero adelante, Santa Mónica.
—No soy santa, ni abadesa, ni siquiera hermana todavía. Puede ahorrarse las burlas —protesta Mónica visiblemente molesta.
—No son burlas —responde Juan con ironía—. Soy un ignorante, hablo por lo que salta a la vista. Usted tiene aires de abadesa mitrada. ¿No es así como se llaman? Conocí una en un convento de Trinidad. Hubo un incendio en el convento y las monjas escaparon por la playa. Tenían tanto miedo, que se metieron en mi barco. Cuando las gentes tienen miedo, se les acaba todo: la soberbia, el empaque, el aire de superioridad… y piden a gritos que alguien las salve, aun cuando sea el mismo diablo. Pero adelante… siga su camino… no la detengo más…
Se ha quitado la gorra, saludándola con una reverencia burlona, y acaso espera verla de nuevo resbalar, pero Mónica recoge levemente sus largos hábitos y cruza rápida y segura sobre las rocas resbaladizas, mientras él sonríe a pesar suyo.
—¡Aimée! ¿De dónde vienes?
—¡Oh, Juan! De buscarte como una loca. ¿Qué es lo que te ha pasado? No zarpaste, había soldados en tu barco, alguien me dijo que estabas preso… ¿Por qué? ¿Qué hiciste?
—Todo se arregló ya. El retraso fue sólo de unas horas. Pero si no salgo en seguida, no llegaré a tiempo a donde tengo que llegar.
—¿En qué empresas andas, Juan?
—¿Qué más te da? No te metas en mis negocios…
—Es que puede pasarte algo, y yo no quiero que te pase nada. Quiero que vuelvas, que vuelvas siempre… y mejor aún, que no te vayas, al menos tan pronto. Quédate hasta mañana, Juan. Esta noche hablaremos, ahora no puedo. He visto de lejos a Mónica. Sé que me está buscando…
—¿Y qué? ¿Por qué le tienes tanto miedo a tu hermana? Dile que se vaya al convento y que nos deje en paz.
—Es lo que yo quisiera: que volviera al convento, que profesara, que no saliera más.
—A ti te está pasando algo extraño. Antes no eras así.
—Antes no la tenía metida en casa…
—¿Es sólo por tu hermana? —Hay un tono violento en la voz de Juan cuando ordena—: ¡Júralo!
—¿Crees ya en juramentos? Cuando nos conocimos me dijiste que no creías en nada… —responde Aimée, suave y astuta.
—A veces pienso que me estás engañando —afirma Juan en tono rencoroso—. Eres libre, puedes hacer lo que quieras, pero no me mientas, no me engañes.
—¿Conque puedo hacer lo que quiera? —coquetea Aimée, provocativa.
—Ahora quieres desesperarme, ¿eh?
—¡Ay, bruto! Suéltame esa mano… —Un fuerte silbido ha interrumpido su queja y, sobresaltada, indaga—: ¿Qué es eso, Juan?
—Nada… me llaman. Es mi segundo. Tengo que zarpar esta tarde, aprovechando los vientos del Poniente.
—¿Y por qué no mañana al amanecer? ¿No puedes perder una noche? —Otro fuerte silbido se escucha ya más cercano, y Aimée le apremia—: Anda… te llaman… tu negocio parece muy importante.
—Y el tuyo también, porque estás muerta de impaciencia. ¿Qué pasa?
—¡Oh…! —se sorprende Aimée, pero en seguida reacciona y, disimulando su turbación, contesta—: No sé… llegó visita a casa.
—Ya vi cruzar la calle a dos jinetes: amo y criado. ¿Son ésos los que esperas?
—Yo no espero a nadie, pero hay visita y tengo que ir. Y a ti también te están llamando. —En efecto, nuevos e insistentes silbidos se dejan escuchar, y Aimée casi ordena más que invita—: Anda, que ese hombre está impaciente.
—¡No te vayas! Espérame dentro de diez minutos. Aguárdame aquí mismo… ¡Aguárdame o te arrepentirás! —sentencia Juan, alejándose con rapidez.
—¡Oh, Juan! ¿Estabas aquí todavía?
—Has tardado casi una hora, Aimée.
—Perdóname, no pude salir antes. Mónica…
—¡No digas que fue por tu hermana! ¡Fue por ese tipo que estaba de visita en tu casa! —asegura Juan, encolerizado—. Fue por él… Te vi despedirlo en la ventana.
—¿Estás loco? Fue Mónica la que…
—Me acerqué lo bastante para ver que eras tú y para ver quién era él.
—Un amigo… Un buen amigo de mi familia, de mi casa. Desde niños, Juan… te lo juro… Mira… cuando mandaron a Renato a Francia, fue a cargo de mamá. Yo, como comprenderás, era muy pequeñita. Después, naturalmente, visitaba la casa. Entraba y salía… Yo le miro como a un hermano. Al volver a Saint-Pierre, es lógico que nos visite. Es amable, atento…
—Y millonario. El hombre más rico de Saint-Pierre. Supongo que lo sabes… El hombre más rico de la isla.
—¿Tanto como eso? —finge sorprenderse Aimée.
—Y uno de los más ricos de Francia. ¿Te importa mucho eso? ¿Te agrada? Te gusta el dinero, ¿verdad?
—¿Y a quién no le gusta, Juan?
—Pero a ti más que a nadie. Vi cómo te brillaban los ojos. Sí, Renato D’Autremont es muy rico, puede darse el lujo de tirar sus onzas al mar, de arrojar una limosna cuantiosa, como se arroja una piltrafa, para sentirse superior frente a un pobre diablo, para humillarle con su esplendidez y con su generosidad.
—¿Por qué hablas de ese modo, Juan?
—Óyeme, Aimée. Si el dinero te gusta, yo pronto voy a tener mucho dinero. Volveré rico de este viaje —afirma Juan, violento y apasionado—. No me mires así… No me estoy burlando… Te digo la verdad. Traeré dinero, mucho dinero, para comprar todo eso que a las mujeres les agrada: joyas, vestidos, perfumes, casas con cortinajes… Mucho dinero para satisfacer tus caprichos, ¡y para arrojárselo a Renato D’Autremont a la cara!
Brusco, exaltado, sacudido por una pasión violenta y repentina, Juan habla inclinándose casi al oído de Aimée. ¡Qué rojo relámpago de celos, qué violenta llamarada de rencor, de anhelo de desquite, ha provocado en él la presencia de Renato D’Autremont en la casa de las Molnar! No sabe nada, pero presiente; no puede adivinar, pero intuye la verdad, la fea y áspera verdad desnuda, frente al alma de aquella mujer que para él no tiene secretos, porque se le entrega sin pudores, libre de recato y de farsa… Pero Aimée de Molnar no cree sus palabras, no recibe el halago a su belleza, que de ellas se desprende… Tiembla sólo temiendo la represalia del amante brutal, busca una disculpa, una forma para calmarlo, y susurra:
—Pero si yo no quiero nada… si yo no pido nada…
—Tú lo quieres todo. Pero soy yo, no él, quien tiene que dártelo. Se te iluminó el rostro de alegría cuando te dije que Renato D’Autremont era el hombre más rico de la isla. Te agradó… te agradó demasiado, te sentiste orgullosa de que rondara tu casa y…
—No la ronda por mí.
—¡Júralo!
—Bueno… te lo juro…
Vacilando, ha jurado en falso, temblando más por superstición que por imperativo de su conciencia. Pero el duro rostro de Juan se suaviza y sus anchas manos crispadas se ablandan para acariciarla.
—¿No lo quieres a él? ¿No te importa que sea millonario?
—No, Juan. ¿Por qué ha de importarme? Y ahora que pienso, ¿de dónde conoces tú a Renato? ¿Tienes algún negocio con él?
—¿Con D’Autremont? —ríe Juan—. ¿Por quién me tomas? Además, él no tiene negocios: hace recoger con sus capataces la sangre y el sudor de sus esclavos, y lo vende a peso de oro en forma de café, cacao, caña, tabaco… Son barcos completos los que salen de Saint-Pierre cargados de su mercancía, y chorros de monedas de oro que caen en sus arcas. ¿Es que no lo sabes? ¿No dices que eres su amiga desde niña?
—Amigo de la casa… mucho más amigo de Mónica que mío…
—No vas a hacerme creer que viene por la monja. Ésa es una arpía vestida de blanco. Me mira como a un perro sarnoso. Hoy me dieron ganas de gritarle…
—¿Estás loco? ¿Qué hiciste?
—Tranquilízate. No le dije nada. Ella sí me insultó porque le di la mano cuando resbaló al borde de los farallones.
—¿Por qué no la dejaste caer?
—Se hubiera matado.
—¡Y qué! —salta Aimée con ira que no puede disimular.
—¿Quisieras verla muerta? ¿Por qué la odias tanto? —pregunta Juan desagradablemente sorprendido.
—No es que la odie… Es mi hermana, pero… a veces hablo sin saber lo que digo… Es que Mónica llega a desesperarme.
—¿Por qué quiere meterse a monja?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? Además, ¿qué puede importarte?
—¿A mí? Claro que nada. Tú sola me importas, y he de volver por ti y hacerte mía para siempre.
—¡Soy tuya para siempre, Juan!
—No de este modo: mía de verdad. Llevarte conmigo donde yo quiera, que nadie tenga el derecho de mirarte, que no mires a nadie… Te daré todo lo que el más rico pueda darte: tendrás casa, tierras, sirvientes…
—Apenas puedo creer lo que oigo… ¿Me estás ofreciendo matrimonio, Juan? —pregunta Aimée con burla sutilmente contenida.
—¿Matrimonio…? —se sorprende Juan, desconcertado.
—Me quieres para ti solo, con todos los derechos legales… Volverás rico para ofrecerme una casa opulenta…
—¡Y anillos, y collares, y trajes como no los tiene la mujer del Gobernador, y una casa más grande que la de Renato! Y todo conseguido por mí, ganado por mí, arrancado al mundo por estas manos…
—¿Con qué negocio? —inquiere irónica Aimée—. No es grata una luna de miel en la cárcel…
—¿Piensas que soy un imbécil? —se encrespa Juan.
—No, Juan —responde Aimée, ahora sincera de verdad—. Pienso que te gusto, que me quieres, que me deseas más que nada, que volverás por mí ya que tanto te importo. Y eso me hace feliz, muy feliz…
Apasionado, Juan la ha besado en los labios con uno de aquellos besos suyos con los que parece arrebatarla a la realidad… recios besos de fuego que son como el batir del mar contra las rocas: imperiosos, apasionados, casi brutales.
—Para volver como quiero volver, tardaré algo más de seis semanas —indica Juan—. Tendré mucho que hacer en el mar, ¡y pobre de ti si no eres capaz de aguardarme!
—¡Cómo! ¿Pero es usted, hija mía?
—Sí, Padre, esperé que todos terminaran. ¡Tenía tanta necesidad de hablarle a solas…!
—Le mandé decir que mañana la escucharía junto con las otras novicias…
—No pude esperar a mañana. Perdóneme, Padre, pero me sentí desesperada.
Los últimos rayos del sol de la tarde se filtran tras los vitrales de colores del ancho ventanal que respalda el altar de la Virgen de los Desamparados, y el Padre Vivier, menudo, nervioso, de cabellos blancos, hace un gesto a la pálida novicia, señalando la puerta de la sacristía e invitándola a entrar:
—Pase, hijita. Hablaremos ahora mismo, ya que lo desea tanto. Dígame…
—Necesito que se revoque la orden que me ha dado. Quiero volver al Convento, Padre. Que se abran para mí, otra vez, las puertas del noviciado… Quiero profesar cuanto antes.
—No creo que su salud haya mejorado lo bastante como para eso —murmura el Padre Vivier, lento y grave.
—Estoy perfectamente, Padre. Mi salud no tiene importancia…
—Tal vez la de su cuerpo… ¿pero la de su alma, hija mía?
—¡Quiero salvar mi alma! ¡Quiero olvidarme del mundo, borrarlo, hundirlo! Estoy desesperada… ¡tengo miedo de caer en la tentación!
—No es ése el estado de ánimo en que puede usted elegir su camino. ¿Aún lucha con su amor humano?
—Sí, pero lucho en vano y me siento vencida. ¡Todo es inútil… no puedo matarlo, vive, renace, me ahoga…! A veces tengo el anhelo de gritarlo, de proclamarlo. Me atormentan los celos, el odio…
—¿Puede usted, acaso, ofrecer a Dios un alma en semejante estado?
—¡Quiero morir para nacer de nuevo; quiero oír las campanas que doblen por la triste mujer apasionada que he sido hasta hoy, y las voces que digan: muerta para el mundo! Muerta, sí, muerta, y que sea ese convento como la tumba en que se hunda para siempre Mónica del Molnar…
—¡Cuánta pasión, cuánta soberbia hay aún en ese corazón! Ese corazón que necesita purificarse para ofrecerse al divino esposo, ese corazón que no ha sentido aún la llamada de la vocación verdadera, ese corazón tan apegado al mundo, a ese mundo para el que pretende morir…
—¡Padre… Padre, no me abandone!
—Nadie la ha abandonado. Se le indicó la prueba necesaria y usted la rechaza.
—Es demasiado horrible, demasiado humillante estar junto a él, verlo… Su sonrisa, su mirada, su palabra, todo para la otra… ¡No, no. Padre, quiero quedarme aquí, profesar…!
—No es posible. No es el rencor humano, es el amor divino lo único que puede hacerla digna de vestir esos hábitos. Y el único sendero que lleva hasta él es el que usted pretende abandonar: el de la humildad.
—Quiere…
—No diga más esa palabra —le ataja el Padre Vivier, con severidad—. Se le ha pedido prueba de obediencia. Cúmplala. Si realmente quiere tomar el camino que dice, no puede rechazarla. Dios le dará tuerza, si es que la ha elegido para pertenecer a su rebaño. —Y suavizándose, ofrece—: Si necesita de mi ayuda espiritual, puede volver cada mañana.
—Veo que no sabe usted todo lo duro de mi prueba. Padre. Si continúo en mi casa, debo alejarme de Saint-Pierre mañana.
—Muy bien. Mientras más sola esté, más fuerza hallará en sí misma, más claro podrá ver en el fondo de su alma. Yo sigo creyendo que usted nació para el mundo, hija mía. Hay en su alma cosas que en la vida pueden ser cualidades, pero que el convento no perdona ni admite. ¿Por qué no esperar a que pase esa tempestad, sin comprometerse en un camino del que regresar será mucho más duro y más difícil? Además, su prueba tiene un término, un plazo. ¿Cómo puede haber resuelto todo en unos días? Necesita usted meses, tal vez un año…
—¿Y si dentro de un año vuelvo a llegar como hoy, Padre Vivier? —suplica Mónica con vehemencia—. Si hay lágrimas en mis ojos y desesperación en mi alma… si como ahora llego buscándolo porque me siento enloquecer, si como ahora caigo a sus pies de rodillas, junto las manos como frente a un altar, y llorando con lágrimas de sangre, le ruego: Padre, ayúdeme, quiero salvar mi alma… ¿Me ayudará usted, Padre? Necesito saberlo, necesito tener la seguridad… Dentro de un año, ¿puedo regresar?
—Regrese cuando haya encontrado la paz, hija mía, cuando sepa que su vocación es verdadera —murmura el buen sacerdote hondamente conmovido—. Vuelva entonces, hija. Si dentro de un año sigue pensando igual que hoy, nada podré decirle: ésta será su casa. Se abrirán para usted las puertas del convento, y se cerrarán para siempre después que haya entrado.
—Es todo lo que pido, Padre. ¡Gracias!
Mónica de Molnar ha caído de rodillas, inclinada la frente, juntas las manos. Por un instante parece que su alma se hundiera más y más en aquella desesperación sin nombre que la envuelve y la abrasa; luego alza la cabeza, y la mano del sacerdote se extiende para ayudarla a levantarse:
—Levántese, hija mía, y vuelva a su casa. Vaya en paz… ¡Ah, un detalle! Deje los hábitos en su casa. Vuelva al mundo como si fuese a vivir en él. Y recuerde que todavía no ha pronunciado ningún voto que la obligue a cerrar su corazón. Amar, para usted, todavía no es pecado, como no lo sería encontrar otro camino. Todos pueden llevar a Dios…
—Yo volveré por éste, Padre. Que la misericordia de Dios me haga encontrarlo abierto…
Mundano, galante, Renato D’Autremont ha sonreído a la señora Molnar, disimulando la leve impaciencia que le sacude. Corren las primeras horas de la mañana de aquel sábado en que han de emprender el viaje a Campo Real. Desde hace una hora se ha colocado en el coche el equipaje y, en manos de sirvientes nativos, piafa impaciente el magnífico caballo de Renato.
—No tiene usted idea del gusto con que les espera mi madre, Catalina.
—Es muy amable… mucho. Espero que no la molestemos demasiado. Nos esperaba a dos, y vamos tres…
—Se ha alegrado mucho de que Mónica pueda acompañarles. Mi madre las conoce y las quiere como si las hubiera tratado. ¡Le he hablado tanto de ustedes en mis cartas! Y mire qué cosa: de Mónica más aún que de Aimée. Éramos tan buenos amigos durante aquellos inolvidables años de la adolescencia… Confío en volver a serlo en Campo Real. Al fin y al cabo, yo no tengo otra hermana…
—Aquí tienes a tu Aimée… —le ataja la señora Molnar al ver que su hija se aproxima a ellos.
—¿Te hice esperar mucho, Renato? —pregunta Aimée.
—Ahora ya no importa… —disculpa Renato.
—Saldremos inmediatamente —afirma Catalina.
—No creo que pueda ser, mamá, pues las dos puertas de la alcoba de Mónica están cerradas. Dos veces le habló la muchacha y contestó que la esperaran, y como a ella no hay modo de ayudarla…
—Bueno, por mí ya no hay prisa…
Renato ha envuelto a Aimée en una mirada ardiente, intensa, mirada de devoto y de enamorado, mientras ella sonríe con coquetería sutilísima. A pesar de su amor por Juan, le divierte Renato, halla un encanto, un incentivo especial probando en él la sugestión de su belleza… Sonrisas, mohines, miradas lánguidas, ademanes encantadores, todo su arsenal de mujer hermosa y mundana, tan hábilmente envuelto, para el joven D’Autremont, en perfiles de ingenua…
—¿Tomarías una tacita de café acabado de colar, hijo? Voy a traértela mientras aguardamos a Mónica —ofrece Catalina al tiempo que se aleja, dejando solos a los novios.
—Aimée, tienes un aire extraño y delicioso, completamente inusitado en ti. Juraría que has llorado —dice Renato, recreando en sus ojos la linda figura de Aimée.
—¿Llorar yo?
—No voy a reprochártelo. Tu sensibilidad de mujer te permite hacerlo, aún por una niñería, ya que espero que sólo niñerías puedan ocurrirte, y que sólo por capricho tengas que llorar.
—¿Tan seguro estás de hacerme dichosa?
—Ahora no, claro. Pero cuando estés al lado mío para siempre, todo será maravilloso. Presiento tanta felicidad para nosotros dos…
—Ni que fueras tan bueno… —coquetea Aimée, mimosa—. La otra noche te despediste temprano, según tú para emprender el regreso a Campo Real, pero no te fuiste hasta el otro día por la tarde. ¿Puedo saber en qué pasaste la noche y la mañana?
—¡Oh! Retrasé el viaje, pero vine a verte antes de marcharme, por cierto dos veces.
—Responde a lo que te he preguntado. ¿En qué pasaste la noche y la mañana de lunes a martes?
—Hice una pequeña diligencia para ayudar a un amigo en desgracia… Uno a quien no conoces, aunque no sé por qué confío en que algún día lo conocerás. Es un amigo extraño, un amigo que se empeña en no serlo mío, aunque yo lo soy de él con toda mi alma.
—¡Qué cosa más rara! ¿Y por qué tienes ese empeño? En la Martinica no hay nadie que sea más que tú. No tienes por qué buscar y forzar la amistad de nadie…
—En este caso, sí, y te aseguro que vale la pena. Se trata de un personaje extraordinario y, además, de un viejo empeño de mi padre.
—Hablas en forma misteriosa… No te entiendo…
—Para que me entendieras tendría que hablar demasiado.
—Es absurdo que nos haga esperar así —se queja Aimée con disgusto—. ¿Qué demonios estará haciendo para tardar tanto?
—Poniéndose el hábito, seguramente. Pero no te impacientes, ya no puede tardar. Y estando contigo, ¡qué más da cómo corra el tiempo! Soy el hombre más feliz de la tierra cuando estoy a tu lado. ¡Que tarde cuanto quiera! ¡Qué más da…!
Catalina Molnar ha irrumpido en el comedor llevando en sus manos una humeante taza de café que ofrece a Renato. Éste, tras paladear unos sorbos, afirma galante:
—Le diría que es el mejor café que he probado en mi vida, doña Catalina. Pero aún tiene usted que tomar el que cultivamos en Campo Real. No es vanidad de cosechero, palabra. Ya me imagino lo que será nuestro café, preparado por sus manos…
—¡Zalamero! Por buenas palabras no quedará.
—No son sólo buenas palabras, le hablo sinceramente…
—Ya lo sé, hijito, ya lo sé —asiente Catalina ante el halago. El viejo reloj del comedor deja oír siete pausadas campanadas y la señora Molnar se escandaliza—: ¡Jesús, las siete ya y nos proponíamos salir al amanecer! Voy a ver qué le pasa a Mónica…
—Creo que aquí viene ya, mamá —la interrumpe Aimée; y con visible sorpresa exclama—: ¡Pero, caramba…!
—¡Te has quitado los hábitos, hija! —se sorprende también Catalina.
—Pensé que era más cómodo para el viaje —explica Mónica con cierta reserva.
Ha llegado hasta el centro del comedor, baja la frente, sin mirar a nadie. Lleva un traje negro de cuello alto, de mangas largas, de amplia falda que en todo recuerda el aire de las ropas monjiles, pero el cuello fino se alza desnudo sosteniendo la graciosa cabeza, los rubios cabellos peinados en dos trenzas, que se enrollan luego sobre la frente realzándola como una diadema de oro viejo. Con los zapatos de tacón Luis XV parece más esbelta, más alta, más flexible, más ágil…
—¡Que Dios te bendiga, hija de mi alma! No sabes la alegría que me das. Me parece como si te hubieras recuperado —expresa Catalina con emocionada alegría.
—¿Qué más da un traje u otro, mamá? Ni tiene importancia ni cambia en nada mi resolución.
—Estás muy linda —interviene Renato, que también se siente gratamente sorprendido—. Te queda muy bien ese peinado y ese traje…
—Son casi de monja las dos cosas. Creo que no valía la pena que cambiaras —reprueba Aimée, mordaz y despechada.
—Ése era mi deseo: no cambiar.
—Difiero de la opinión de ustedes —opone Renato—. No te pareces en nada a «Sor Mónica», y menos aún a la linda y alegre muchacha que salió para el convento, allá en Marsella. Pero el cambio ha sido para mejorar.
—Gracias por la galantería, mas no la repitas. Ya lo dijo con razón tu novia: esto es casi un hábito. Y en nada varía mis ideas y mis sentimientos. Mírame siempre como lo que soy: una novicia que anhela profesar y que no gusta de halagos mundanos.
—Perdóname, pero no quise halagarte: fui sincero —se disculpa Renato, algo cortado por la actitud de Mónica—. Ya veo que, además, fui torpe. Bueno, como sólo esperábamos por ti, y el coche está dispuesto, si no disponen ustedes de otra cosa…
—En marcha, hijo, en marcha —ordena Catalina—. Vamos a conocer, por fin, tu Campo Real.
El ancho y cómodo coche cerrado, bien preparado para la jornada que le aguarda, va recibiendo a las viajeras: Catalina y Mónica… Aimée se ha detenido en la puerta de la casona como si el soplo espeso del aire que llega del mar, cargado de salitre y yodo, fuera una sacudida irresistible para sus nervios. Ancho y azul se divisa el océano, zafiro fulgurante cuya presencia casi humana la estremece con el recuerdo de Juan el pirata… Así le llama en su imaginación desde el momento en que le viera partir prometiéndole la riqueza…
—¿No subes, Aimée? —apremia Renato.
—¡Oh, sí! Naturalmente. Pero miraba el mar… hoy está muy inquieto…
—¿Y cuándo es tranquilo en nuestra costa?
—Nunca, claro está… De Campo Real no se ve el mar, ¿verdad?
—No. Desde la casa no, pues lo tapan las montañas. Pero está bastante cerca. Hay que salir por el desfiladero que cierra nuestro valle, porque la parte central de la hacienda, lo que fuera Campo Real primitivamente, es sólo un valle entre montañas altísimas, una especie de mundo aislado de los demás. Por eso le llamo el paraíso. Está totalmente protegido de huracanes y vientos fuertes, cruzado por más de cien arroyos que bajan de las montañas. Por ello no hay terreno más fértil… ¡Cuántas flores y qué frutas más deliciosas! En fin, creo que más vale que no hable ya de Campo Real, puesto que vas a verlo.
—Pero no se ve el mar desde allá —se queja Aimée, en un suspiro.
—Se ve la caña, que es un mar verde, dulce en lugar de amargo, y sin peligros de ninguna especie. ¿No crees que es preferible?
—Te diré… tal vez el mar es bello por sus cosas malas también: su fuerza, su violencia… y su sal… ¿Nunca te has empalagado a fuerza de miel, Renato?
—Te confieso que no. Soy un goloso incorregible. Pero, por favor, vamos, pues ya Catalina se impacienta, y bastante la hizo esperar Mónica.
—Mónica… Mónica es un desastre sin los hábitos. Ya sé que tú la encuentras preciosa, y yo ridícula. No sé para qué tenía que dejar el convento.
—Tu mamá me explicó que su salud no andaba muy bien, pero en Campo Real va a reponerse. Estoy seguro…
—¡Aimée…! —llama la voz de Catalina desde el interior del carruaje.
—Vamos. Estamos abusando de la paciencia de tu mamá, que es demasiado buena —dice Renato; y luego, alzando la voz, ordena a su sirviente—: Mi caballo, Bernardo.
Se ha separado unos pasos, dejando a Aimée, que aún vuelve la vista al mar, recorriéndolo con mirada inquieta, un instante borrada su suave máscara de disimulo. Nada espera ver en él, bien sabe que la blanca vela del barco con que sueña está muy lejos. Un golpe de amargura le sube a la garganta, pero ya Renato D’Autremont está otra vez frente a ella, y el gesto de amargura se transforma en una sonrisa, al aceptar:
—Vamos cuando tú quieras…