Las ráfagas violentas que empuja el viento desde el mar, hacen girar la lámpara de petróleo que esparce, como en un aleteo, su luz amarillenta y trémula sobre las cabezas de los jugadores reunidos en una taberna del puerto de Saint-Pierre.
—¡Da cartas! Voy con todo lo que tengo para ver la dama de diamantes. ¿Por qué no acabas de echarlas? —apremia Juan al rudo hombrón que se encuentra sentado frente a él.
—Aguarda… Aguarda, porque mi resto no es igual al tuyo. Tienes que completar —observa el jugador contrario.
—Retira lo que sobra. No tengo más.
—Primera vez que te oigo decir eso, Juan del Diablo. ¿No tienes más ni de dónde sacarlo?
—¡Voto a Satanás! ¡Te apuesto el Luzbel contra tu barca! Los vivos rostros de los contertulios se han inclinado más sobre la mesa mugrienta, de mal unidas tablas, y los recios puños se cierran en ademán violento. Están en la última mesa de la peor taberna del puerto, nido de tahúres y de mujerzuelas, de contrabandistas y de borrachos… Alrededor de la mesa, donde dos blancos se lo juegan todo, hay rostros de color de betún y de color de ámbar, cabezas lanudas de africanos y mechones lacios que caen sobre las trentes bronceadas de los hindúes… Negros, chinos, indios, mulatos… Es el fermento de Saint-Pierre, la espuma amarga y venenosa que va quedando como residuo de todas las impurezas, de todos los vicios, de todas las miserias, de todas las degeneraciones humanas.
—¿Aceptas o no aceptas? —insiste Juan.
—Mi resto vale más que el tuyo —responde con terquedad su rival.
—Por eso te nivelo la apuesta. Mi Luzbel vale más que tu barca desvencijada. Pero no me importa, la acepto. ¡Echa las cartas! ¿O es que tienes miedo después de desafiarme?
—Los barcos no pueden jugarse así… Hay que traer papeles…
—¡Al infierno los papeles! Hay diez testigos… ¡Mi balandra Luzbel contra tu barca!
El círculo se ha estrechado más. Ya los mirones están casi encima de aquellos dos hombres dispuestos a jugárselo todo a la mugrienta carta que salga. Nadie ha reparado en la fina figura de un caballero que, tras observar de lejos la escena, se acerca muy despacio. Es joven, aún está a un lustro de los treinta años, y lo parece mucho más por su rostro lampiño, por sus cabellos rubios y lacios, por sus ojos claros, vivos e inteligentes como los de un muchacho precoz. Un viejo marinero que le acompaña le ha señalado a Juan, y a él se acerca para quedar mirándole con expresión indefinible…
—¡Va la apuesta! —se decide por fin el rival de Juan.
—Entonces, echa la última carta. ¡Pronto!
El contrincante de Juan del Diablo se ha puesto muy pálido. Sus manos hábiles, de largos dedos, sus manos de tahúr, de astuto jugador con ventaja, barajan muy de prisa el ancho mazo de naipes, pasándolos de una mano a otra con destreza inigualable. Se diría que los acaricia, que los embruja, que los domina, y al fin, rápidamente, va arrojándolos uno a uno, formando dos montones, mientras canturrea:
—Dos de trébol… Seis de corazón… Cuatro de diamantes… Cinco de espadas… Una dama… pero de trébol… ¡Rey de espadas! ¡Gané!
—¡Mentira! ¡Has hecho trampa! —aúlla Juan. Rápido como un rayo, el cuchillo de Juan ha caído, clavando en la mesa la mano del tramposo, que bufa ciego de dolor y de rabia… Uno de sus compañeros se ha lanzado sobre Juan, éste lo derriba de un golpe brutal… Se forma una baraúnda de golpes y de gritos:
—¡Tiene razón! ¡Es un tramposo! —afirma uno.
—¡Mentira… Mentira! ¡No hizo trampa! —rebate otro.
—¡La policía! ¡Pronto! ¡La policía! ¡Corre, Juan, viene la policía!
—¡Sujétenlo! ¡No lo dejen escapar! ¡Que no salga!
La confusión es indescriptible, pero Juan no ha perdido un instante. A puñados mete en sus bolsillos el dinero que le pertenece, derriba la mesa de un golpe, salta sobre el cuerpo caído de su rival, y gana la ventana del fondo, que da sobre el mar.
—¡Quieto! ¡Si da un paso más, lo clavo! ¡Quieto, polizonte! —amenaza Juan a un hombre que le ha seguido, interponiéndose en su fuga.
—¡Guarde ese cuchillo o disparo! —ordena Renato; pues no es otro el hombre que Juan tiene frente a él.
—¡Apunta bien, porque si yerras… habrá un gendarme menos! ¡Tira! ¿Por qué no tiras?
—Porque no vengo a detenerte, Juan. Vengo como amigo.
La sorpresa ha hecho vacilar a Juan, pero la aguda punta de su cuchillo, manchado de sangre, se acerca más al pecho de Renato, que en gesto decisivo hunde en su bolsillo el revólver con que le amenazaba, y le mira a los ojos con mirada intensa, buscándole el alma.
—No soy tu enemigo, Juan, no estoy tratando de detenerte.
—No te acerques, porque…
—Ya no tengo el arma en la mano. Guarda tú la tuya y hablemos.
Están al borde del farallón de rocas. Lejos, entre las casuchas del puerto, se confunden las luces y los gritos de la taberna que ambos acaban de abandonar. Cortada a pico, la costa acantilada cierra el paso a Juan, pero la luna baña totalmente con sus últimos rayos la noble figura de Renato, y, tras un instante de vacilación, el dueño del Luzbel abate el arma, al tiempo que indaga:
—¿Hablar? ¿No eres policía ni amigo de ese… tramposo?
—No, Juan del Diablo.
—¿Para qué corriste detrás de mí? ¿Quién demonios eres?
—Tienes mala memoria, Juan. No creo haber cambiado tanto. Cálmate y mírame bien. No tengas cuidado, porque no te persiguen. No era cierto que la policía llegara. No suele ser tan oportuna. Alguien quiso acabar la riña, y…
—¿No llegó la justicia? ¡Ese perro va a pagármelas!
—Ya te las ha pagado. Perdió la apuesta y el dinero, lo has dejado inútil de una mano, quién sabe por cuánto tiempo, ¿y todavía no te parece bastante?
—Ya veo que no eres policía, sino fraile. Pero guárdate tu sermón.
—¿No te interesa recordar quién soy, Juan?
—Por las trazas, uno que quiere despeñarme, pero…
—Soy Renato… Renato D’Autremont —le ataja éste, manteniendo su serenidad—. ¿Tampoco mi nombre te dice nada? ¿No recuerdas? Una noche, un arroyo, un muchacho a quien le llevaste los ahorros y el pañuelo, y a quien bajaste soñando con hacer su primer viaje por mar… Sí… sí recuerdas… Vas recordando…
Sí, Juan recuerda. Por un instante le ha mirado de otro modo, como si no le mirase él sino aquel muchacho desgraciado y hosco que quince años antes escapara de Campo Real. Ha dado un paso hacia Renato, pero de repente parece reaccionar, otra vez cambian su ademán y su gesto, otra vez vuelve a ser el rudo capitán de un balandro pirata.
—No tengo tiempo para esas niñerías. Zarpo al amanecer y no me entretendrás para que me agarren. Otro día que juegue con más suerte, te devolveré tu puñado de reales…
Juan ha huido de Renato, esquivándole, saltando hacia el lado en que los farallones terminan en una estrecha playa, y desaparece tras aquel salto increíble…
Y como antes de niño, frente al arroyo hirviente, Renato D’Autremont lo ve hundirse en las sombras, como si la oscuridad se lo tragara…
—Mi querido Renato… ¿Usted otra vez? Yo le hacía camino de Campo Real —se extraña Pedro Noel.
—Efectivamente, debía haber emprendido anoche el camino, pero no lo hice y empleé unas horas en desobedecer su consejo.
—Buscó usted a Juan, ¿eh? Estaba seguro de que lo haría. Es muy raro que un D’Autremont atienda los consejos de nadie.
—Y lo encontré. Pude comprobar, por mí mismo, que sus informes eran exactos. Lo hallé en una inmunda tabernucha del puerto, presencié una de sus riñas, le vi defender sus derechos con la ley del más fuerte y abrirse paso entre enemigos… Lamentable, es cierto; pero le confieso que no pude evitar el admirarle.
—¿Usted a él?
—Paradójico, ¿verdad? Es curioso, pero hay en él algo raro, una fuerza extraña que arrastra irresistible simpatía…
—Sí… La vida tiene cosas extrañas y casualidades curiosas —afirma Noel, pensativo—. Yo creo que hay una fuerza misteriosa, ignorada, que nos gobierna sin que nos demos cuenta… Providencia, casualidad, fatalidad… ¿Habló usted con Juan?
—Traté de hablar y no quiso escucharme. Creo que guarda para mí el mismo sentimiento de absoluto desdén que cuando tenía doce años.
—Es probable, aunque debajo de ese desdén aparente haya, sin duda, algo más, mucho más. Pero volvamos a la casualidad. En este momento acabo de enterarme que nuestro turbulento Juan ha sido puesto a la disposición de las autoridades… Detuvieron su barco a punto de zarpar. El hombre a quien hirió en una riña de taberna ha perdido mucha sangre y está grave. Hay muchos testigos de que Juan perdió una apuesta y no quiso pagarla. El deudor herido le acusa de intento de asesinato.
—¡Pero no fueron así las cosas! —asegura Renato con vehemencia.
—Cuando estos tipos escurridizos, que siempre salen bien librados, caen bajo el peso de la ley, los jueces suelen cobrar todas las viejas cuentas en una sola.
—¡Lo considero injusto! —protesta Renato, y en seguida, con gesto decidido, exclama—: Noel, usted es amigo de todos: jueces, autoridades, magistrados… Me ofreció su ayuda y voy a usarla inmediatamente. ¡Quiero, necesito ayudar a Juan!
Pedro Noel ha mirado a Renato con cierta sorpresa primero, y luego con indisimulado agrado que destruye el gesto falsamente severo con que hubiera querido contestarle. Parece como si de repente estuviese a punto de estrecharle las manos, de darle las gracias. En seguida recoge velas, con la prudencia de los que han vivido demasiado, para salir del paso con una exclamación trivial:
—Impulsivo, ¿eh? No desmiente usted la casta. Pero mi consejo fue exactamente lo contrario…
—Perdóneme que una vez más desoiga sus consejos. ¿Cuento con usted?
—Naturalmente, muchacho. Hasta donde alcancen mis pobres fuerzas. Pero le advierto que no va a ser fácil ni barato.
—No me importa el dinero que cueste, Noel.
—Pues, en marcha… —finaliza el notario, gratamente impresionado.
—Aimée… ¿Te he asustado?
—Naturalmente… andas sin hacer ruido…
Con sordo rencor, Aimée ha mirado los pies de su hermana, calzados de suaves y silenciosas zapatillas de fieltro, y mira después con expresión interrogadora el rostro bello y pálido que enmarcan las tocas blanquísimas. Están fuera de los límites el jardín de la casa, al borde de los farallones de rocas, desde donde por un abrupto y estrecho sendero se baja hasta la playa cercana. El sol de la mañana de mayo cae como un baño de oro y fuego sobre el paisaje realmente soberbio, que se divisa desde la pequeña eminencia. A un lado de la ciudad, el campo; y cerrando el paisaje, los tres montes gigantescos. Al otro, la pequeña bahía redonda, las rocas abruptas contra las que eternamente se estrella el mar, y alejándose de la ciudad, la costa bravía sembrada de salientes, grietas y hondonadas, playuelas diminutas y promontorios que se adentran o que surgen improvisadamente, como un manojo de cuchillos negros, entre las aguas azules y espumosas. Como siempre que se hallan a solas, la mirada profunda, interrogadora y penetrante de Mónica parece molestar a Aimée, y su suave palabra la estremece de mal humor.
—Me ha sorprendido que te levantes ahora tan temprano… Madrugar no entraba en tus costumbres, Aimée.
—Las costumbres cambian con frecuencia. Ahora madrugo y me gusta estar sola.
—Ya voy a dejarte, no te preocupes. Vine porque mamá me pidió que te llamara. Desea empezar a disponer el equipaje y… Pero ¿qué te pasa?
—Absolutamente nada —se impacienta Aimée—. Miro el mar. ¿También vas a criticarme porque miro al mar?
—No. El mar es muy hermoso. Pero sigues sorprendiéndome… Nunca pensé que te interesaran los paisajes. ¿Qué buscas en el mar? De repente te has puesto muy pálida.
—Si te interesa tanto saberlo, te diré que la vela de un barco.
—¿Cuál? ¿La de aquel balandro? No está desplegada…
—Ya lo veo, no soy ciega. El Luzbel no ha zarpado ni tiene trazas de zarpar.
—¿El Luzbel? —se extraña Mónica—. ¿Se llama así ese barco?
—Sí, hermana, se llama el Luzbel, y puedes santiguarte si crees que por nombrarlo va a llevarte el diablo —contesta Aimée, desabrida y con cierto retintín.
—El Luzbel —repite Mónica, pensativa—. Es un bello nombre, al fin y al cabo. Además, guarda una gran enseñanza. Luzbel era el más hermoso de los ángeles y perdió el cielo por un gesto de soberbia. Su caso es más frecuente de lo que parece. ¡Qué fácil es comprometer, por una ligereza, por un capricho, todo un paraíso de felicidad! ¿Has pensado en eso, Aimée?
—¿Sabes que es muy temprano para escuchar parábolas?
—No es una parábola, sino un consejo.
—También, es muy temprano para escuchar consejos o máximas morales.
—Lo siento. Ahora no tenía la menor intención de moralizarte. Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué te pasa? Tú no eres la misma que con los ojos llenos de lágrimas me juraste que Renato D’Áutremont era tu vida entera, que eras capaz de matar y de morir para conservarlo… Has cambiado… Has cambiado mucho. En este momento, aunque me lo niegues, estás fuera de ti.
—¡En este momento, te estoy aborreciendo! —salta Aimée, exasperada—. ¿Por qué tienes que perseguirme y hostigarme de la manera que lo haces? Eres como mi sombra. ¡Una sombra agorera que no sabe pronosticar más que desgracias!
En este momento, una barca cargada de soldados acaba de arrimarse al costado del Luzbel, y Aimée da un paso hasta el borde del acantilado, trémula de una emoción, de una angustia que no le es posible contener más. Pero la mano de la novicia se aferra a su brazo con fuerza insospechada, obligándola a prestarle atención, cuando vuelve a interrogarla:
—¿Qué te pasa? ¿Qué pasa en ese barco?
—Es lo que yo quisiera saber.
—¿Quisieras saber…? ¿Por qué? ¿Por qué te importa tanto?
—¡Si supieras cómo te odio en este momento…! ¡Déjame en paz!
Se ha soltado bruscamente de aquella mano que la detiene, alejándose rápida. Un instante vacila, mide la distancia que la separa de la playa, da unos pasos como si fuese a bajar por el sendero estrecho, labrado a pico entre las rocas, pero se detiene, vira en redondo y echa a correr hacia la casa cercana…
Mónica la ha visto alejarse, y vuelve luego la cabeza para mirar al mar… El Luzbel… A pesar de la distancia, ve hormiguear a los soldados que llegan ya a cubierta, desparramándose como para librar un combate. Pero nada indica resistencia; ninguna forma humana, aparte de aquellas que visten uniformes azules, se agita sobre las lisas tablas. Recogidas las velas, echada el ancla, con su arboladura pintada de rojo y su casco de negro brillante, el Luzbel sólo puede asociarse, en la imaginación de Mónica, con aquel hombre de ancho pecho desnudo, mirada insolente y sonrisa audaz.
—El Luzbel…
Ha repetido el nombre para recordarlo, para grabarlo en su memoria, como grabado está para siempre aquel rostro sólo visto unos instantes tras las rejas de una ventana. Luego, muy despacio, vuelve ella también a la casona de los Molnar.
—Espere aquí un momento, Renato. Déjeme que sea yo el primero en hablarle. Aguarde un momento…
Renato D’Autremont se ha detenido, obedeciendo al viejo notario, bajo el macizo arco de piedra que da acceso al pasillo de las celdas. Es un lugar negro, sucio, sombrío, apenas ventilado por las estrechísimas ventanas abiertas a modo de aspilleras en los anchos muros que miran al mar. Entraña de un castillo de otros siglos, que es cuartel, fortaleza y cárcel… Desde la sombra que lo oculta, Renato mira a Juan, duro, erguido, arrogante, sin prisas por cruzar la puerta que se le franquea, con una leve sonrisa desdeñosa en los labios cuando Pedro Noel se acerca lo bastante para ser reconocido, mientras se aleja el carcelero.
—Puedes salir, Juan —invita Noel—. Has navegado con más suerte que Sebastián Elcano, que le dio la vuelta al mundo en redondo, en un barco de vela, y vivió para contarlo… ¿No entiendes? Estás libre…
—¿Por qué? ¿Por quién? —indaga Juan con visibles muestras de extrañeza.
—Por alguien que no ha reparado en molestias ni en gastos con tal de sacarte del aprieto. No, yo no. Ni tengo dinero ni creo que merezcas salir tan bien librado de una aventura semejante. Por mí, podías haberte podrido en este rincón y haberte quedado sin barco. Y muy cerca has estado de que te pase todo eso. Ya puedes agradecerle a tu buena estrella…
—A mi buena estrella no le agradezco nada, pero a usted sí Noel. Usted es el único hombre sobre la tierra a quien yo tengo que agradecerle algo… Y el único que me dirigió una buena palabra cuando yo era un muchacho.
—¿Yo? ¿Yo? —rehúye Noel con falso malhumor—. Estás totalmente equivocado…
—No me gusta regresar al pasado, pero voy a volver, por un instante, para recordar el último coche de una caravana donde, como una alimaña cazada en red, llevaban a un muchacho salvaje… un muchacho tan duramente tratado por los hombres y por la vida, que casi no era un ser humano. Era casi insensible, los golpes rebotaban en su cuerpo como los insultos en su alma… No tenía más ley que su instinto… Sabía que comer era necesario y, para comer, trabajaba o robaba… Pero en aquel viaje, en aquel lejano y extraordinario viaje, el muchacho tenía miedo. Un miedo que era angustia y espanto por haber sentido la muerte muy cerca por primera vez, un miedo al mundo extraño al que era llevado poco menos que a la fuerza…
—Bueno… bueno… vamos a dejar eso, Juan —pretende atajar el notario, conmovido muy a pesar suyo.
—En una aldea se detuvo el coche —persiste Juan, haciendo caso omiso a la súplica del viejo Noel—. El cochero y los criados fueron hasta un puesto vecino para satisfacer su sed y su hambre. Desde lejos, alguien llamó al notario. Nadie pensó en la fierecilla humana, demasiado orgullosa para pedir, pero el notario bajó del coche, compró un gran cartucho de naranjas y lo puso en las pequeñas manos mugrientas, con una sonrisa. Era la primera vez que alguien le sonreía a ese muchacho, como se sonríe a un niño. Era la primera vez que alguien ponía un regalo en sus manos. Era la primera vez que alguien compraba para él un cartucho de naranjas…
Profundamente conmovido, luchando en vano por no dejar ver su emoción, escucha Noel las palabras de Juan, tan increíblemente sinceras y tiernas, tan tristemente delatoras del dolor y el abandono de su infancia… Varias veces el notario ha intentado hacerle callar, con el rubor del hombre honrado que recibe un pago enorme por un favor insignificante; pero Juan sigue hablando, la ancha mano apoyada en la endeble espalda del viejecillo, los duros ojos audaces extrañamente dulcificados, y desde la penumbra en que lo escucha, bajo el arco en tinieblas, Renato D’Autremont recoge cada una de aquellas palabras, como si los pecados de aquel mundo, en que él ha obtenido todos los privilegios, pesaran repentinamente sobre su alma. Y con brusquedad, pero en tono afectuoso, exclama, adelantándose:
—Juan… Juan…
El rostro de Juan se ha transformado, desvanecido la visión infantil, roto el encanto, y otras son su voz y su mirada al indagar:
—¿Qué es esto?
—El señor D’Autremont… a él le debes que se haya arreglado todo —aclara el viejo notario—. Es el amigo que se ha molestado en ayudarte.
—Pues lo siento muchísimo —responde Juan con frialdad—. No era preciso que se tomara ese empeño. Mi prisión era injusta, y yo…
—Tu prisión no era injusta, y te hubieras podrido aquí dentro —le ataja Pedro Noel.
—¿Quiere usted decirme que el señor D’Autremont ha sobornado a las autoridades en honor mío? Tengo entendido que también eso es un delito. Si hemos de guiarnos por esas leyes que usted pretende que yo respete, también el señor D’Autremont debe estar entre rejas. Desde luego, pueden justificarlo legalmente con media docena de palabras rimbombantes. Mi delito era dolo, estafa, incumplimiento de palabra, intento de asesinato. El de él puede llamarse complicidad por ayuda a un criminal, soborno a funcionarios públicos y abuso de autoridad moral. Si rebusca usted un poco en su código, notario Noel, le salen varios años de cárcel…
Sin despegar los labios, Renato le observa, acaso trata de descender, de llegar hasta el fondo de aquella alma, como Dante en su viaje a los infiernos, y resbala, sin ofenderle, todo el sarcasmo amargo que desborda en las palabras de Juan.
—Entonces, usted entra y yo salgo —proclama Juan en tono irónico.
—Basta de bromas estúpidas —corta Noel con severidad—. El señor D’Autremont pagó la indemnización que exigía el hombre a quien heriste, para retirar su acusación, y liberó tu barco de la orden de embargo que sobre él pesaba.
—¡Caramba! Pero todo eso debe haberle costado un dineral. Por lo menos, la sangre de diez esclavos —persiste Juan en su tono irónico.
—Yo no tengo esclavos, Juan —aclara Renato, conciliador—, y quisiera que habláramos como amigos, como hermanos, como mi padre me pidió que…
—¿Qué?
El gesto de Juan ha sido tan violento, su mirada ha brillado con tan atroz relámpago de viejo rencor, que la palabra queda trunca en los labios de Renato. Por un instante parece que fuera a prorrumpir en injurias, pero luego calla, calla, limitándose a sonreír con sonrisa de hiel. Y mordaz, deja escapar el reproche:
—Su señor padre, Francisco D’Autremont y de la Motta-Valois… Sangre de reyes, ¿eh?
—No sé qué tratas de decirme con eso, Juan.
—Absolutamente nada —ríe desagradablemente Juan—. Pero si mi barco está libre gracias a su generosidad, debo salir cuanto antes. Ahora tengo que trabajar más que nunca. Soy deudor de una cantidad importante. Un buen montón de onzas de oro debió cobrar ese canalla tramposo por el adorno que le puse en la mano y por las gotas de su puerca sangre. Un buen puñado de onzas que, naturalmente, le devolveré en cuanto pueda, señor D’Autremont. A la mayor brevedad, y unido a nuestra vieja deuda: el famoso pañuelo de reales que sirvió para mi primera campaña…
—Bueno, Juan, lo tuyo es… —interviene el viejo Noel.
—Déjelo hablar Noel —le interrumpe Renato con serenidad—. Que diga lo que quiera. Después va a tener que escucharme.
—Lo siento, pero no me interesa lo que un señor como usted pueda contarme. No tengo tiempo para escuchar de Francia. Excúsenme… y muy buenas tardes.
Juan se ha alejado con paso rápido por el largo pasillo en cuyo fondo se abre una puerta bajo la luz del día. Un momento se detiene deslumbrado cuando el sol le baña; luego se echa a la frente el gorro de marino y cruza altanero ante los centinelas que guardan la entrada.
—¿No es cómo para volver a pedir que lo encierren? —se sulfura el buen Noel—. ¿No merece esa cárcel de la que se empeñó usted en librarlo? Espero que comprenda ahora la razón de mis consejos. Y si con toda justicia está usted indignado o arrepentido de haberlo ayudado…
—No, Noel. ¿Lo está usted de haber comprado aquel cartucho de naranjas?
—¿Cómo? ¿Oyó usted…?
—Sí, Noel. Y pienso lo mismo que usted seguramente está pensando, a pesar de su indignación exterior: que no puede ser malo, esencialmente malo, el hombre capaz de recordar, como él recuerda, la primera sonrisa y el primer regalo que le fue otorgado… En fin, todo salió a pedir de boca…
Han dejado atrás el sombrío pasillo de la cárcel y, como a Juan, les deslumbra un instante el torrente de sol que baña el ancho patio: A lo lejos, por la callejuela inclinada, alta la frente y firme el paso, se aleja Juan del Diablo…