Capítulo 12

La poderosa voz de Juan ha penetrado, resonante, hasta el fondo de la gruta, bañada con aquel nombre que es miel en sus labios:

—¡Aimée… Aimée!

Pero no hay respuesta a su llamada. Rápidamente da unos pasos hundiendo los pies en la arena blanda. Luego retrocede y vuelve a salir a la desierta playa. Con la agilidad de un felino salta sobre las piedras cortantes y trepa por el sendero casi impracticable, a través de los ásperos acantilados.

Ha llegado hasta el apretado grupo de árboles que forman el fondo del jardín de los Molnar. Muy cerca, las inquietas aguas de un arroyuelo saltan entre las piedras, refrescando el aire, y de los gruesos troncos de los árboles pende una trenzada hamaca de seda de colores: trono, ahora vacío, de la peligrosa mujer a quien ama. Junto a la hamaca, en el suelo, hay una flor, deshojada por aquellos dedos nerviosos y ardientes, un abanico, un diminuto frasco de perfume y el último número de la más picaresca revista parisién… Juan del Diablo aparta con el pie aquellas naderías, y con su paso cauteloso, de tigre en acecho, va acercándose a la vieja casa, mientras susurra con la voz en diapasón:

—¡Aimée… Aimée…!

—¿No te alegras de estar de nuevo aquí, hijita?

—Sí, mamá, me alegro de estar otra vez a tu lado. Mónica de Molnar acaba de llegar del convento y aún viste las tocas almidonadas y el hábito blanco de las novicias del Verbo Encamado. Un corazón de plata prendido al pecho, pulido y brillante como una joya, completa el religioso atavío que tan maravillosamente realza su porte señoril.

—Ha sido tan amargo volver a esta casa sin ti —se lamenta Catalina Molnar, con un sollozo fluctuando en su garganta—. ¡Te he echado tanto de menos!

—Ya irás acostumbrándote, mamá…

—Nunca, hija, nunca. Si cambiaras de idea, mi Mónica… En todas partes se puede servir a Dios.

—Ya lo sé, mamá; pero también sé que muy pronto, apenas te haré falta. Aimée se basta por sí sola para llenar la casa… Además, pronto se casará, y entonces vivirás con ella, como es natural. Yo seguiré mi camino… Pero ¿dónde está Aimée?

—Salió con unas amigas desde por la mañana. Ni ella ni yo podíamos sospechar que iban a llamarme para permitir que dejaras el convento. Ya verás qué contenta se pone cuando vuelva y te encuentre aquí. Tu hermana es alocada, pero muy buena. Y te quiere mucho, hija, créeme.

—Así lo creo, mamá…

Con pasos inseguros, Mónica va cruzando las grandes estancias de aquella antigua casa de gruesos muros encalados, viejos y bien cuidados muebles, y anchas ventanas abiertas al jardín selvático, única herencia que el difunto señor Molnar dejara.

—Supongo que te podrás quitar los hábitos, ¿no?

—Desde luego, aunque prefiero conservarlos.

—Está bien… —acepta Catalina con gesto de resignación—. No seré yo la que quiera otra vez contrariarte… Éste es tu antiguo cuarto. ¿Quieres volver a ocuparlo? Creo que es el mejor, el que tiene más luz y aire… Espérame aquí un momento mientras voy a disponer las cosas para que lo arreglen. Voy a llamar a la criada…

Mónica de Molnar ha quedado sola, pero no se detiene en aquel cuarto de anchas ventanas y paredes empapeladas. Siente una angustia que sordamente la oprime, una inquietud que la sacude, que la arrastra… Bruscamente echa a andar sin rumbo fijo. Sigue cruzando la larga fila de amplias habitaciones… Se mueve como una autómata, impulsada por una fuerza extraña, mientras tiembla su corazón emocionado bajó el techo de la vieja morada paterna. Al fin llega al último cuarto, sin muebles, el cual tiene una única ventana con las grandes hojas entornadas; pero tras ellas hay como una sombra que se agita un instante… Luego, una mano audaz que, dándoles un empujón violento, las hace abrirse de par en par, y una voz masculina que exclama:

—¡Aimée… por fin…!

Mónica ha retrocedido estremecida, temblando, porque un rudo rostro varonil ha asomado tras las rejas de aquella ventana. Por un momento, como dos aceros han chocado en el aire las dos miradas; después, las pupilas de Mónica se dilatan para hacerse más duras, más fijas, más altivas… Por primera vez en su vida, Mónica de Molnar está mirando a Juan del Diablo…

Juan no ha retrocedido, no ha tratado de disimular su sorpresa. Lleva un pantalón descuidado, arremangado hasta debajo de la rodilla, y una tosca camiseta a rayas. Podría ser el último marino de cualquier barco de cabotaje; pero su gesto es demasiado altanero, su porte demasiado arrogante, pisan con demasiada firmeza sus anchos pies descalzos, está demasiado seguro de sí mismo… y sonríe… sonríe con leve y fina sonrisa burlona, mientras examina con calma el bellísimo rostro de mujer que enmarcan las tocas almidonadas, y exclama, disculpándose:

—¡Caramba! No se asuste tanto… No tiene delante a Satanás…

—No me asusto —responde Mónica, serenándose a medias.

—Ya lo veo… Ni siquiera se ha persignado al oír el nombre del enemigo, lo cual es raro en la gente de su clase.

—¿Puedo saber qué desea usted, señor? —indaga Mónica, visiblemente molesta.

—Con usted, nada —expresa Juan con cierta insolencia burlona, pero sin un asomo de aspereza en la voz.

—¿Con quién, entonces? —inquiere Mónica con gesto altivo.

—Ya dije el nombre de la persona a quien buscaba, a quien esperaba ver llegar…

—¿Aimée? ¿Busca usted a mi hermana? —se asombra Mónica sin ocultar su disgusto.

—Así parece… ¿No está ella?

—¡No tengo por qué informarle! —se encrespa Mónica, ya sin poder dominarse.

—Altanera, ¿eh?

—¡Y usted, insolente! Me llama altanera y me está faltando al respeto desde que empujó esa ventana.

—¡Oh! Por poca cosa se ofende la abadesa…

—No lo soy ni estoy dispuesta a tolerar sus estúpidas burlas.

—¡Caramba! Habla fuerte Santa Mónica… ¿No es ése su nombre? ¡No… no se vaya! Me está usted dando una gran sorpresa. Yo pensé que las monjas eran más amables y… menos bonitas… ¡Oh!, no se ofenda tanto. En cierto modo, es un halago. Además, no estoy diciendo más que la verdad…

—¡Voy a llamar a un criado para que le obligue a retirarse!

—¡Pobre hombre! —ríe Juan, realmente divertido—. No ponga en ese compromiso a nadie, ni quiera aparentar conmigo lo que no es… En su casa no hay criados.

—¡Es el colmo! —se exaspera Mónica, abandonando el cuarto.

—¡Mónica…! ¡Santa Mónica…! ¡Escúcheme…! —llama Juan. Y al no hacerle caso ésta, exclama riendo—: ¡Terrible cuñada!

—Mónica, hija, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? Estás demudada. ¿Por qué?

—Por nada, mamá… ¿Dónde está Aimée? —indaga Mónica. Se ha sentado, ahogándose casi: tan bruscamente late su corazón, tan apresuradamente corre por las venas su sangre, subiendo a su garganta en borbotón de ira incontenible.

—Ya te dije antes que había salido con unas amigas desde por la mañana…

—¿Y dónde ha ido? —apremia Mónica a su madre—. ¿Qué amigas son ésas?

—Bueno, hija, de los nombres no me acuerdo muy bien. Son muchachas de aquí, amigas de la infancia… Tu hermana ha reanudado algunas gratas amistades… Se aburre sola en este caserón y, naturalmente, entra y sale…

—¡Mi hermana está comprometida para casarse con un hombre dignísimo!

—Ya lo sé; pero no creo que tenga nada de particular…

—¡Nunca ves nada de particular en lo que Aimée hace! Con tu excesiva indulgencia, fomentaste siempre todas sus locuras, todos sus caprichos… —reprocha Mónica a su madre, sin poder disimular su indignación.

—Pero, hijita… ¿Por qué me hablas así? —se alarma Catalina Molnar.

—No es el tono que debo emplear contigo, mamá. Lo sé demasiado —se suaviza Mónica, arrepentida de su arrebato—. Pero a veces no es una capaz de contenerse, y en este caso… Bueno, manda a buscar a Aimée en seguida. Que le digan que yo la llamo, que la necesito… que venga… —Observa que su madre vacila, e indaga: ¿O es cierto que no hay en casa ningún criado? Respóndeme a eso, mamá.

—Está la muchacha que cocina, lava y plancha… Pero no se trata de eso… Lo que pasa…

—Lo que pasa es que no sabes dónde está; que, como siempre, Aimée hace su capricho; que entra y sale sin que tú sepas a dónde va ni con quién anda. Y, sin embargo, la has dado en compromiso, has permitido que un hombre como Renato…

Mónica se ha mordido los labios furiosamente, hasta que el violento dolor la hace reaccionar y calma el arrebato de cólera que la sacudió como una descarga… hasta que baja la cabeza juntando las manos, en aquel gesto con que se fuerza a la oración, mientras solícita, la madre pregunta:

—Hijita, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te has puesto así de repente?

—Nada, mamá —intenta disculparse Mónica—. Los nervios… Estoy fuera de mí… Ésa es mi enfermedad…

—¡Vaya, por Dios! La Priora me habló de tristeza y debilidad, no de tus nervios. Pero, en fin, todo irá remediándose. En el fondo, creo que tienes razón, un poco de razón al menos. Tu hermana es caprichosa, alocada… No me obedece… Nos hace mucha falta tu pobre padre…

—De él también se burlaba —se queja con amargura Mónica—. De él y de todos; pero no va a burlarse de Renato… Ella prometió hacerlo feliz.

—Y lo hará. Claro que lo hará… Si el pobre muchacho está más enamorado… Cada día recibe tu hermana sus atenciones y sus regalos, y en cualquier momento lo verás por aquí…

—¿Cómo? —se alarma Mónica—. ¿No está en su finca de Campo Real?

—Está, pero ya se ha escapado dos veces en los diez días escasos que lleva en la Martinica. No hay camino largo cuando se quiere tanto, y Renato está loco por tu hermana. No hay más que mirarlo frente a ella… Todo cambia: su expresión, su mirada… Ella, a su modo, le quiere. El representa para ella todo lo que necesita en la vida para triunfar, aparte de ser un buen mozo. Lo que yo deseo es que se casen cuanto antes y, una vez casada, ya verás cómo las cosas cambian. Sin contar con que en Campo Real no habrá muchos galanes para que tu hermana ejerza la coquetería.

—Me temo que la coquetería de Aimée puede ejercitarse en cualquier parte y hasta con el hombre más repugnante. La creo capaz de mirar a un gañán, a un mendigo…

—¡Calla! —ordena Catalina visiblemente disgustada—. Ahora sí estás ofendiendo gratuitamente a tu pobre hermana. Parece mentira, Mónica…

Desde fuera llega el ruido característico de un coche que se detiene, y un estallar de voces y risas juveniles.

—Creo que ahí está tu hermana —informa Catalina—. Ya verás qué contenta se pone al encontrarte. Te quiere más que tú a ella, Mónica.

—¿Crees eso? —observa Mónica con un matiz de amargura en la voz.

—Me lo estabas demostrando con tus palabras de hace un momento. Ella no te critica nunca… siempre está de tu parte. Fue la primera en tratar de convencernos, a tu padre y a mí, de que te dejáramos hacer tu gusto y tomar los hábitos. Te quiere más que tú a ella… Mucho más…

—¡Adiós, Gustavo! ¡Hasta mañana! No dejes de venir tú también, Ernesto… y traigan a Carlos… —se oye la voz de Aimée, despidiéndose alegremente.

—¿Son esas sus amigas? —inquiere Mónica con mordacidad.

—Amigas vinieron a buscarla —asegura Catalina—. Estaban en un grupo… Ahora han venido a dejarla los muchachos… No creo que tenga nada de particular.

—¡Qué ciega estás! Anda, adviértele que yo he llegado a casa.

—¡Quieta!

—¡Oh…! —se asusta Aimée; pero en seguida susurra zalamera—: ¡Juan…! Pero, Juan…

—He dicho que quieta —insiste Juan con energía. Bruscamente, sujetándola por los hombros desde la espalda, obligándola a echar hacia atrás la cabeza para beber con ansia la miel de sus labios, Juan besa largamente a Aimée, sorprendiéndola en el momento en que iba a recostarse en la suave hamaca de mallas de seda. Un instante saborea ella también ávidamente la caricia, para rechazar después, falsamente indignada:

—¡Pirata… salvaje…! ¿Qué manera de tratarme es ésa? ¡Ay! ¡Suéltame! Y no levantes la voz. Pueden oírte desde la casa.

—No lo creo. Está muy lejos… Te fabricaste un buen rincón entre estos árboles. Pero es mejor mi cueva en la playa. Esta noche te espero allí.

—¡Esta noche no puede ser! —niega Aimée vivamente.

—Esta noche te espero, y esta noche irás.

—No sé si pueda…

—Podrás. Te estaré esperando. Ya verás qué fácil te es arreglar las cosas cuando pienses que yo te estoy esperando allá abajo, y que si tardas…

—Ya lo sé… te irás… —sentencia Aimée en tono burlón.

—No. Vendré a buscarte, y te llevaré aunque sea a rastras.

—No seas bárbaro. Es casi seguro que iré a la cueva esta noche.

—Es absolutamente seguro que irás. Mi barco sale de madrugada.

—¿Hasta dónde? ¿Por qué no me lo dices? No voy a delatarte…

—Perderías el tiempo. Las leyes son mallas muy burdas. Los peces vivos de mi calaña, que saben coletear, no quedan nunca entre esas redes.

—¡Ah! ¿Luego es cierto que hay un misterio en tus viajes? ¿Hasta dónde va tu barco? Dímelo… Anda… ¿Dominicana? ¿Guadalupe? ¿Llegarás hasta Trinidad, o pondrás proa a Jamaica?

—Volveré dentro de seis semanas…

—¿Seis semanas? ¡Es una enormidad!

—Tal vez cinco… ¿Me echarás de menos?

—Lloraré por ti todos los días. ¡Te lo juro, Juan! No sé qué tienes… Me trastornas… A veces maldigo la hora en que te conocí, en que te escuché…

—Esta noche no la maldecirás. Te espero…

—¡Iré… iré! Pero ahora escóndete, vete, alguien viene. Es mi hermana. ¡Vete… vete, por caridad! —suplica Aimée, nerviosa—. Si nos ve juntos, estoy perdida.

—¿Perdida? ¿Por qué?

—¡Vete, Juan! —ordena más que ruega Aimée, desesperadamente. De un brusco empujón le ha apartado, y corre al encuentro de Mónica.

—¡Mónica… hermanuca! —exclama Aimée, sofocada, pero intentando ser jovial.

—¿De dónde vienes? —indaga Mónica, severa.

—¿De dónde he de venir? Del jardín… ¿No lo ves? ¿Por qué no te quitas los hábitos? No sé cómo los resistes con el calor que está haciendo… ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Qué te pasa?

Mónica ha apoyado las manos finas y nerviosas en los hombros de Aimée para mirarla lenta, fijamente, como penetrándole los pensamientos. Están a la entrada de aquellas últimas habitaciones del caserón de los Molnar, y el corazón de Aimée late apresurado, temiendo, como desde los días de su infancia, aquella mirada sagaz de su hermana mayor, a la que su alma apenas puede ocultar secretos.

—No has contestado a mi pregunta, Aimée. ¿De dónde vienes?

—Ya te dije que del jardín. ¿Qué más quieres que te diga? Si vas a empezar como antes, a regañarme apenas llegas…

—Yo no quería volver aquí. Otra voluntad más fuerte que la mía me obligó a hacerlo. Ahora pienso que tal vez fue un designio de la Providencia.

—¡Ay, ay, ay! Ahora sí estoy aviada. En cuanto tú nombras la Providencia…

—No te hagas la inconsciente, porque no lo eres. Estás muy crecida también para el papel de niña mimada…

—En definitiva, ¿qué es lo que quieres? —se subleva Aimée, presa de la ira—. A mí no me estorba qué estés aquí, si no te metes en mis cosas.

Tengo que meterme, Aimée. Entre nosotras hay un pacto… un pacto solemne. Juraste, Aimée… Juraste con lágrimas en los ojos, y has de cumplir tu juramento.

—No estoy haciendo nada de particular…

—¿De veras? Con la mano en el corazón, sinceramente, ¿crees estar cumpliendo tus deberes de prometida de Renato?

—¡Ya salió Renato!

—Tiene que salir, puesto que vas a casarte con él, puesto que prometiste hacerle dichoso…

—Que lo sea… Yo no le estoy haciendo nada. Pero ya ves… En diez días lo he visto dos veces. Eso, después de seis meses de ausencia… seis eternos meses metida en este caserón que es una tumba.

—Una tumba muy frecuentada… Llegaste con amigos, sales a todas horas, te vienen a buscar y te conocen por tu nombre tipos que…

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —ataja Aimée francamente alarmada.

—Te oí hablar en el jardín… ¿Con quién?

—Con nadie.

—¡No mientas! No mientas, porque es lo que más me subleva de ti. Entre esos árboles sonaba claramente la voz de un hombre, y a esta ventana vino a buscarte un hombre y conocía tu nombre. Un hombre inmundo, repugnante, insolente. Una especie de marinero…

—¡Ah! El pobre Juan… —comenta hipócrita y ladina Aimée—. ¿Hablaste con él? ¿Qué te dijo? Te advierto que no anda muy bien de la cabeza. Es un infeliz, pero…

—¿Infeliz? ¿Loco? ¿Pobre? ¡Pero la forma en que habló de ti…!

—¿Qué pudo decirte el muy canalla?

—No es lo que dijo, sino cómo lo dijo. Ya veo que le conoces… ¿Quién es ese hombre?

Aimée ha sonreído, tranquilizándose totalmente, otra vez segura de sí misma, otra vez dispuesta a hacer de su cinismo el arma que nunca le falló, y sin dar valor a sus palabras, explica:

—Es un pescador. Tiene una barca y se va lejos… A veces trae muy buen pescado. Yo se lo compro, y en esta soledad, en este absoluto aburrimiento, he tenido la debilidad de hablar con él… sobre detalles de su oficio. Aquí no se guardan las distancias, no se vive con tanta etiqueta como en París o en Burdeos. ¿No puedo interesarme en lo que hace un pescador? ¿No puedo ni siquiera hablar con las gentes? ¿Vas a convertirte en mi cancerbero? ¿Vas a hacerme la vida imposible por…?

—¡Calla, Aimée!

—Está bien. Nos callaremos las dos… Comprenderás que no voy a ser yo la que se calle siempre para que tú digas lo que te dé la gana. Si hablas tú, hablaré yo también, y le diré a Renato…

—No dirás una sola palabra —exclama Mónica con violenta ira apenas contenida—. ¡No dirás nada a nadie! ¿Entiendes? Te olvidarás de lo que, por desgracia, sabes. Callarás para siempre, porque como te atrevas…

—¡Mónica, me haces daño! ¡Ay…! —se queja Aimée.

—Dispénsame. No quise hacerte daño. No quiero tener que hacerte daño nunca, hermana. Pero hay un pacto entre las dos, y es preciso que lo respetes. En él me va más que la vida. ¿Entiendes? ¡Más que la vida!

—Mamá nos está llamando —indica Aimée; pues, en efecto, llega hasta ellas la voz de Catalina, llamándolas—. ¡Por favor, Mónica, no te pongas de esa manera! No tomes así las cosas… No pasa nada… No te van bien esos arrebatos con el traje que llevas… Todo lo tomas por la tremenda… No sabes vivir en el mundo, hermana.

—¡Aimée, hijita! ¡Aquí está Renato! ¡Ven…! —es la voz de la señora Molnar que se va acercando en busca de su hija.

—Renato… Renato ahora. ¿Oíste eso, Mónica? —indaga Aimée en tono burlón—. Cálmate, serénate. Renato siempre tuvo el don de llegar a tiempo. ¿No te parece?

Mónica no responde. Inmóvil, apretados los labios, blancas las mejillas, parece repentinamente una estatua de cera bajo las tocas inmaculadas. Aimée la contempla un momento, sonríe forzada, y sacude el brazo de su hermana con gesto afectuoso:

—Cálmate y ponle buena cara a Renato. Va a tener una gran sorpresa al encontrarte aquí. Seguramente tiene mucho que charlar contigo, Mónica. Sé buena y entretenlo. Ya sabes que él te aprecia. No seré egoísta y te lo prestaré un buen rato para que arreglen el mundo en teoría, como tienen por costumbre hacerlo. Y no te preocupes, que Renato es feliz y lo será mientras me quiera.

Junto a la alta ventana de la sala colonial, por donde penetran los últimos rayos dorados del sol que muere, Renato D’Autremont estrecha las manos de Aimée en el empeño pueril y enamorado de robarle un beso. Desde lejos, fingiendo un ir y venir oficioso. Catalina Molnar les observa complaciente. ¡Qué recatada y pura parece ahora la ardiente amante de Juan del Diablo! Otras son sus miradas, su sonrisa; otro su gesto, perfecta imitación de novia íntima, enamorada, ingenua…

—¡Aimée… mi amor, mi gloria, mi vida…! —exclama Renato, apasionado.

—Cálmate… No te acerques tanto… Mamá nos observa… —coquetea Aimée, riendo—. Me asustas con esos arrebatos.

—Perdóname. Te adoro, Aimée, ¡te adoro y no veo el momento en que por fin seas mi esposa!

—Para eso falta mucho tiempo…

—Sólo el que tú quieras. Por mi parte, todo está dispuesto. Mamá lo sabe ya. Está conforme, dichosa… Sólo espera el momento de conocerte, de darte su bendición y de fijar la fecha de la boda.

—¿Qué estás diciendo? ¿La señora D’Autremont…?

—Dulce madre mía… Ya te quiere, sólo con saber cómo te quiero yo. ¡Cómo he pensado en ti estos días, mi vida! ¡Cómo he soñado con verte allí, en mi casa, entre esos campos que serán tu reino! Porque allí serás como una princesa, como la soberana de un cuento de hadas…

—¡Pero, Renato! —protesta Aimée—. Me prometiste que viviríamos en Saint-Pierre…

—Bueno… En Saint-Pierre tenemos una vieja casa. Más adelante mandaré repararla; pero te aseguro que cuando veas Campo Real, nada te parecerá más grato, porque si el Paraíso estuvo en alguna parte de América, es en ese valle al pie de las montañas, donde no es posible ya reunir más belleza: flores, paisaje… y tú… Cuando tú estés, no será un paraíso terrenal, será el propio cielo…

—¡Qué bonito hablas, Renato! Claro que pierdes el tiempo… Mamá lleva cinco minutos ausente y no me has dado un beso.

—¡Mi vida…!

La ha besado con ternura, con respeto, conteniendo sus ansias, sujetando la pasión que arde en sus venas, haciendo dulzura y rendimiento de aquella llamarada de deseo que provocan los labios sensuales, la piel aterciopelada, los ojos profundos, el perfume exuberante de flor tropical que emana de la carne de aquella mujer.

—Ahora, estate quieto. Mónica va a salir de un momento a otro…

—¿Mónica? Es cierto… tu mamá me dijo que estaba en casa, que había salido por unas semanas del convento. Será muy grato saludarla. Aunque no sé… De algún tiempo a esta parte, tu hermana me ha retirado toda su amistad, todo su afecto. A mamá no se lo dije, pero si vieras cómo me preocupa eso… Que recuerde, yo no le he hecho nada… Conscientemente, al menos, yo…

—¡Qué tontería! —le interrumpe Aimée—. Claro que no pasa nada. Eso forma parte de su vocación religiosa y del estado de sus nervios. Mónica se ha vuelto tan extraña… Está muy mal de salud. Delicada, nerviosa, excitable… Por cualquier tontería hace una tragedia. En el propio convento no saben qué hacerse con ella. Por eso se empeñaron en que saliera un par de meses. A veces me pregunto si no estará un poquito trastornada…

—¿Qué dices? ¡Vaya una ocurrencia! Mónica es una criatura excepcionalmente inteligente, equilibrada, entera… Una mujer admirable por todos conceptos.

—¿Te parece admirable? —dice Aimée en tono burlón—. ¿Y por qué no te enamoraste de ella?

—¿De Mónica? —se asombra Renato, divertido—. No sé… cualquiera puede enamorarse de una criatura encantadora como ella lo es sin disputa, pero estabas tú y fue de ti de quien me enamoré, y es a ti a quien adoro, a quien querré siempre… definitivamente… ¡hasta el día de mi muerte!

—Dímelo otra vez, Renato. Dímelo muchas veces. ¿Me querrás siempre, pase lo que pase? ¿Me quieres?

—¡Te quiero, Aimée! —afirma Renato, arrebatado de pasión—. ¡Te quiero tanto, tan total, tan profundamente, que si un día… lo que es locura pensar, claro está… que si un día fueras indigna…!

—¿Me perdonarías?

—¡No, Aimée! No podría perdonarte nunca una traición, pero tampoco podría dejarte vivir para que fueras de otro. ¡Te mataría, sí! ¡Te mataría con estas mismas manos que te adoran, que tiemblan al estrechar las tuyas! ¡Te mataría, aunque con el dolor de matarte se acabara mi vida también!

Bruscamente, Aimée se ha levantado, arrancando sus manos a las de Renato. Junto a ellos, muy cerca, llegada bien a tiempo a oír las últimas palabras, está Mónica, silenciosa y serena, no es sólo el sobresalto de su presencia lo que sacude a su bella hermana. Lo es también el gesto fiero, la mirada ardiente que ha descubierto en el rostro de Renato D’Autremont, la mueca casi feroz con que sus labios se distendieron. Pero la presencia de Mónica le transforma de manera absoluta. Ceremoniosamente ha puesto de pie para saludarla, aguarda en vano a que su mano se extienda, y ante la inmovilidad de la novicia, inclina la frente en un saludo que más tiene de cortés que de cariñoso:

—A sus pies, Mónica. ¡Cuánto gusto de verla! ¿Cómo está usted?

—Bien. ¿Y usted, Renato? —corresponde Mónica en forma amable, pero fría.

—En el mejor de los mundos, naturalmente —exclama Renato con jovialidad… Tanto que, lo confieso, a veces me da miedo.

—¿Miedo de qué? Si alguien merece la dicha en el mundo, es usted.

—Le agradezco la afirmación. Con frecuencia pienso que la vida me ha dotado en demasía, y me atormenta la impaciencia de realizar las buenas obras, a que supongo estoy obligado para no ser ingrato con mi destino feliz.

—Usted siempre procede noblemente, y hace dichosos a los que dependen de usted. No creo que tenga en realidad esa deuda que pretende…

—Pues yo sí creo, Mónica, y no sabe cómo me alegro de que la casualidad me permita contar con usted, algunas cosas que deseo hacer y que considero muy urgentes.

—¿Contar conmigo? No comprendo…

—Claro. No he perdido la mala costumbre que me reprochó usted más de una vez. Empiezo a referir las cosas por el final. No puede comprenderme, puesto que no conoce el principio. Pero aquí llega la señora Molnar… Por favor, doña Catalina… acérquese… Hay una invitación para toda la familia y quiero que toda ella me escuche. He venido por ustedes…

—¿Cómo? ¿Para qué? —indaga la señora Molnar.

—Para una visita al paraíso. Perdónenme la jactancia de llamar de esta manera a mis tierras de Campo Real. Necesito que preparen sus cosas y que salgamos para allá inmediatamente.

—¿A Campo Real nosotras? —se asombra Catalina Molnar.

—Yo sé que lo más correcto sería que mi madre viniera primero, y que la invitación fuera hecha personalmente; pero confío en que la excusen al saber que hace más de diez años no abandona la finca. Su salud es bastante delicada para no hacerlo. Ella me ruega que la perdonen por no venir, por enviar solamente esta carta con su mejor emisario, que soy yo mismo. Es para usted, doña Catalina. ¿Quiere hacerme el favor de leerla?

—Sí, hijo, pero… —empieza a protestar Catalina.

—Creo que no hay ningún inconveniente para que vayas con Aimée a Campo Real, mamá —interviene Mónica—. Yo, como es natural, volveré a mi convento, y al regreso…

—De ninguna manera, hija. Saliste del convento porque tu salud es delicada. Justamente, tanto tu confesor como la abadesa me dijeron que sería magnifica para ti una temporada en el campo, y puesto que la mamá de Renato nos invita a las tres…

—La señora D’Autremont no contaba conmigo —la interrumpe Mónica.

—Con usted se cuenta siempre para todo, Mónica —asegura Renato—. Y si para que se convenza es preciso que mi madre haga ese viaje y venga personalmente a pedirle que nos acompañe un par de semanas en Campo Real, lo hará. Estoy seguro de ello. Además, déjeme decirle ahora el final, porque antes empecé. Cuento con su ayuda y sus consejos para remediar muchas cosas que no están a mi gusto allá en mis tierras.

—¿Conmigo? Pero si yo… —comienza a protestar Mónica.

—Usted era en otro tiempo mi mejor amiga, Mónica. Voy a prescindir de sus hábitos, de la barrera de frialdad que se ha empeñado en alzar entre nosotros dos, para decirle… para decirte, Mónica, como en aquellos tiempos en que éramos como dos hermanos, como dos soñadores imaginando un mundo nuevo, mejor y más generoso… Como cuando soñábamos con ser reyes de un mundo de dicha, de bondad, en el que nadie sufriera, en el que todo fuera paz y justicia… Pues bien, Mónica, ese mundo lo tengo, es mío… Pero no es un mundo de bondad, de dulzura, ni siquiera de justicia. En la belleza de mi paraíso hay rincones oscuros, amargos; gentes tratadas cruelmente; niños que necesitan de un porvenir mejor. Yo quiero remediar todo eso y te necesito a mi lado… como lo que fuiste en aquellos años de adolescencia: mi guía, mi compañera, mi maestra muchas veces…

Mónica de Molnar calla, inclinada la frente, temblorosos los labios, llenos los ojos de lágrimas que sólo con enorme esfuerzo logra contener. Así, frente a frente, no se atreve a rechazar las palabras de Renato; le llegan demasiado, hay una dicha intensa en medio de su dolor profundo, al escucharle hablar de esa manera. No podrá negarle nada que él le pida así. Sabe que no podrá negárselo y, sin embargo, balbucea una última resistencia:

—Necesitaría el permiso de mis superiores…

—Hoy mismo lo tendremos —afirma Renato, decidido—. Iré al convento, haré que mamá escriba a la Abadesa…

Mónica se ha serenado totalmente, como si de repente hubiese hallado dentro de sí la fuerza que necesita, y clava en el rostro de Renato su limpia mirada valerosa, al aceptar:

—Iré, Renato. Iré con ustedes…

—Es un postre exquisito, ¿lo has hecho tú, Aimée?

—Sí, claro… con una receta de Mónica, que ha aprendido a hacer maravillas en la repostería del convento, y ayudada un poquito también por mamá.

—Seguramente, tus manos le ponen algo angelical… Renato ha sonreído mirando a Aimée que le devuelve la sonrisa con esfuerzo, tensos los nervios, fija toda su atención no en aquella mesa familiar, sobre cuyo mantel blanquísimo refulgen los últimos restos de la vajilla de plata de los Molnar, sino en el antiguo reloj cuyas manecillas avanzan implacables, cuya campana cantarina pregona la hora de una cita a la que no sabe cómo acudir. Son las ocho, y el ardiente corazón se le desboca pecho adentro… Son las ocho, y claramente su imaginación le muestra la recia figura varonil del hombre que en aquel momento salta sobre la playa y penetra, buscándola hasta el fondo de la cueva… el mar que ruge, los brazos atléticos que pudieran estar estrechándola, la arena blanca como un áspero lecho perfumado de algas, y Juan del Diablo junto a ella, con sus ojos de abismo, con sus besos de fuego, con su cuerpo macizo como el de un oso y ágil como el de un tigre… con su atractivo irresistible de tritón, de fiera…

—Este postre es lo único especial que pudimos hacer para ti, hijo —explica Catalina, como excusándose—. Como no te esperábamos, y apenas nos diste tiempo…

—Fui hasta el centro buscando a un viejo amigo de mi padre: el notario Noel. Pero no tuve la suerte de hallarlo en su bufete. Cuando salga de aquí iré a su casa. Tengo empeño en hablar con él. Fue notario de los D’Autremont durante muchos años. No sé por qué motivo se alejó de mi casa, pero quiero que vuelva a ella. Es un hombre bondadoso y honrado, mi padre lo apreciaba enormemente…

El viejo reloj del comedor lanza al espacio el sonido vibrante de sus campanadas, y Aimée se alarma:

—¡Oh…!

—¿Qué tienes, Aimée? —indaga Renato, solícito.

—¡Uf! Nada… ¿Qué quieres que tenga? Calor… hace un calor terrible aquí adentro —se queja Aimée.

—¿Quieren que pasemos a la sala a tomar el café? —propone Catalina.

—No puedes entretener mucho a Renato, mamá —reprende Aimée echando una mirada al reloj—. Ya oíste que tiene que ver a ese señor…

—Hay tiempo… Después de hablar con él, tal vez emprenda el regreso a Campo Real esta misma noche —explica Renato—. El camino es bueno. Gozamos de una luna espléndida, y estoy impaciente por decirle a mi madre el resultado satisfactorio de su invitación. Además, cuanto más pronto me vaya, más pronto vuelvo por ustedes. ¿Cuándo podrán estar listas? ¿El viernes? ¿El sábado?

—Yo creo que el viernes, ¿verdad, muchachas? —recaba Catalina.

—Yo estoy preparada en cualquier momento —asegura Mónica.

—¿Y tú? —pregunta Renato a su novia; pero al no recibir contestación de ésta, insiste—: Aimée… ¿no me oyes?

—¡Oh!, sí, sí, naturalmente… ¿Qué decías? —exclama Aimée, vacilando y como saliendo de un letargo.

—Renato hablaba de volver por nosotras el viernes, pero tú estás como en las nubes… —explica Mónica, con un velado reproche en la voz.

—Es que estoy asfixiándome de calor. ¿Cuándo acaban de traer ese café?

—En cualquier parte es igual —acepta Renato—. Lo tomaremos aquí mismo, ya que lo trajeron, y abreviaré la sobremesa, aunque no conozco nada más difícil que irse de esta casa.

Ha vuelto a sonreír mirando Aimée, cuya sonrisa es ahora casi una mueca. No puede más, está desesperada, y al mismo tiempo tiembla, teme, recuerda la amenaza de Juan: ir por ella si no acude a la cita.

En la puerta, dos mujeres miran marchar a Renato. Luego, Mónica se aparta dejándose caer, como sin fuerzas, sobre un sillón de mimbre, mientras la señora Molnar entorna suavemente el postigo buscando con la vista a su hija menor, y le pregunta a Mónica:

—¿Dónde fue tu hermana?

—No sé. Tenía calor… al jardín seguramente.

—Qué encantador es Renato, ¿verdad?

Mónica no contesta; baja la cabeza como si hundiese sus pensamientos en el agitado mar de su alma en tormento. La señora Molnar entra lentamente a su alcoba, mientras cruzando la casa, llena de impaciencia, irrumpe Aimée en la habitación de su hermana. Sobre una silla está el manto negro con que, para salir cubre su hábito de novicia Mónica. Sin detenerse se apodera de él y sigue su camino cada vez más de prisa. Al llegar al jardín se envuelve de pies a cabeza en la oscura tela, y como una sombra se desliza hacia los árboles, hundiéndose en ellos rumbo al camino de la playa.

—Mónica… ¡Qué raro! ¡Qué extraño que salga así! Qué raro es todo en ella.

Renato D’Autremont piensa en voz alta, a fuerza de desconcierto, de sorpresa. Está de pie, a cincuenta metros escasos de la casa de las Molnar, cuyas blancas paredes ilumina con su luz clarísima la luna llena. Se ha detenido en aquella esquina, por la que debe doblar perdiendo de vista la vetusta residencia. Se ha detenido con ese impulso irresistible de los enamorados, de mirar una vez más, aunque sólo sean las paredes del sitio en que vive el objeto de su amor. Se ha detenido ansiosamente, esperando ver la figura de Aimée recortarse tras las rejas de la ventana, pero nadie hay en la ventana ni en la puerta. Sólo ha visto cruzar a una sombra… Se siente extrañamente inquieto. Paso a paso ha vuelto a la casa y da una vuelta en torno a la misma. Hay luz en dos habitaciones. Dos de las tres mujeres que habitan esa casa están despiertas, piensa Renato. Como si cometiese un sacrilegio, penetra en el jardín de sombras.

Ha llegado al centro de aquel macizo de árboles espesos, donde una hamaca cuelga de dos troncos. Ahora, la luna, filtrándose entre las ramas, pone cuchillos de plata sobre la malla de seda y cabrilleos de estrellas en las aguas del arroyo cercano. Muy despacio se inclina a recoger del suelo un pañuelo perfumado de lilas, un espejo que quedó abandonado junto a la hamaca. Reconoce ese espejo. Es el juguete preferido de Aimée, lo ha visto entre sus manos cien veces, lo ha visto reflejar su belleza, como ahora, cual terso lago diminuto refleja las estrellas, y con una ternura que invade su voz, susurra:

—Aimée… mi vida…

Ha besado el cristal helado, aquél que reflejara tantas veces la boca breve, dulce, cálida, fuente de vida para él. Luego, baja la frente. Ha sentido una súbita vergüenza. Está allí casi como un ladrón. Inquieto, mira hacia la casa. De las dos ventanas iluminadas, una se apagó ya. La otra sigue brillando con luz amarillenta.

—Aimée… Tú no duermes, ¿verdad? ¿Piensas en mí, sueñas despierta? ¿Lees? ¿Rezas? ¿Acaso esperas con ansia, como yo, el día de mañana para verme de nuevo?

Suavemente desliza el espejo en sus bolsillos, y se aleja con paso rápido.