Capítulo 11

—¿Quieres entrar a ver si puedo hablar con mi madre, Ana?

—Sí, niño. ¡Cómo no! Yo sí puedo entrar, pero resulta que la señora está con su jaqueca, le duele la cabeza, y cuando a la señora le duele la cabeza no quiere hablar con nadie, porque cuando habla con alguien le duele más.

La mirada de Renato D’Autremont, un momento antes encendida de cólera, se ha dulcificado contemplando la oscura y familiar figura de Ana. Nada parece haber cambiado en su ancha casa natal, y menos que nada aquella pintoresca sirvienta nativa que cuidó su infancia. Como quince años atrás, su rostro, de color de cobre, es fresco y terso; viste el alegre traje típico de las mujeres de aquella tierra, anudado el pañuelo de colorines sobre la cabeza mulata de rizos apretados, y hay, como entonces, una luz plácida e ingenua en los grandes ojos infantiles y una sonrisa bobalicona y dulce en los carnosos labios…

—¿Desde cuándo está enferma mamá?

—¡Uy! ¡Quién sabe! El niño como que ya no se recuerda, pero a la señora siempre le duele algo. Por eso siempre hay que estar en silencio en esta casa…

—¡Ay, Ana…! Tú no cambias… —afirma Renato, gozoso y sonriente—. ¡Vaya… vaya! Ve a avisarle a mi madre, pues es absolutamente necesario que yo le hable y que se empiece a arreglar lo que está mal.

—Lo que usted mande, niño. Voy en seguida… —acata Ana, penetrando en la alcoba de Sofía D’Autremont.

Han pasado apenas unos segundos cuando Ana reaparece apremiando a Renato, al tiempo que se aleja pasillo adelante:

—Pase, niño, pase. La señora lo está esperando. Para usted, como que no le duele nada. Pase… pase…

Tiernamente, Renato D’Autremont se ha inclinado para besar las manos de su madre, tan blancas y tan suaves como cuando él era un muchacho. Ahora es un hombre de espléndido corte: fino, delgado, flexible, ni pequeño ni alto. Tiene los claros ojos de Sofía; los cabellos, como los suyos, color de lino claro; y el porte arrogante de aquel Francisco D’Autremont que fue su padre. Tiene, como aquél, la frente despejada y altiva, la mirada profunda y penetrante, y arde en ella, más viva aún que en los días de su infancia, aquella llama de inteligencia superior, de sensibilidad generosa e inquieta, que le hace a la vez comprensivo y sencillo, tierno y humano, apasionado y soñador.

—¿Mamá, te sientes realmente mal? Me duele haber tenido que molestarte, pero…

—¿Cómo se puede usar esa palabra tratándose de ti, hijo?

—Ana me dijo que tu salud seguía siendo delicada. Mucho me temo que no la hayas atendido como es debido, pero ahora… ahora si vas a hacerlo, ¿verdad?

—Dejemos mis achaques. Ven aquí, acércate… Quiero volver a mirarte de cerca, una y otra vez. Mentira me parece tenerte ya a mi lado. No se sacian de ti mis ojos, hijo mío… Mi Renato…

Tras contemplarle con orgullo, mira Sofía la pequeña fusta que aún sostiene en la mano, y las finas espuelas de plata que calza sobre las botas brillantes…

—Ya veo que vienes de recorrer la finca.

—De un extremo a otro…

—Mucho has tenido que galopar. ¿No te has cansado más de la cuenta, hijo?

—Sólo me he cansado de ver injusticias, mamá.

—¿Cómo? ¿Qué dices, Renato?

—Pues… la verdad. Lo siento, pero yo siempre soy sincero. Creo que hay muchos males a los que hay que poner remedio en Campo Real. Y, desde luego, quiero advertirte que no estoy conforme, en absoluto, con la administración de Bautista.

—¡Pero, hijo! ¿Qué quejas puedes tener de un hombre que vive por entero entregado a su trabajo?

—Es duro y cruel con los trabajadores, mamá… más que duro, inhumano con los que aumentan nuestra riqueza con su sudor y con su trabajo… y no estoy conforme. Hay cosas que no pueden seguir ocurriendo, mamá. No espero sino tu permiso para tratar de remediarlas. Son cosas con las que estoy seguro que tú no puedes estar conforme, que no es humanamente posible que tú hayas autorizado. Él dice que sí, pero…

—¿Él? Entonces, ¿le has hablado, has discutido con Bautista?

—Naturalmente, mamá.

—Mal hecho, hijo. Me temo que hayas sido ingrato con él. ¡Y le debemos tanto…!

—Más debemos a los trabajadores, mamá, a esos cientos de desdichados… ¡No podemos seguir explotándolos en la forma en que Bautista lo hace! Viven peor que si fueran esclavos.

—Pasan de dos mil, hijo. No puede manejárseles sin un respeto, sin una disciplina, sin una autoridad… No te fíes de la primera impresión. Bautista sabe cómo tratarlos. ¿Sabes que nuestras tierras, con él, rinden el doble de lo que rendían en tiempos de tu padre y de Pedro Noel? ¿Sabes que se han adquirido fincas nuevas, uniéndolas todas a Campo Real, y que casi media isla te pertenece? Mira, ven aquí. Hoy es 15 de mayo de 1899. Yo nombré administrador a Bautista al día siguiente de morir tu padre: el 6 de mayo de 1885. En catorce años, nuestra riqueza se ha duplicado. ¿Qué podemos, en realidad, reprochar a un administrador semejante?

—Sigo hallando impropio el trato que se da a los trabajadores en nuestra finca, mamá. Sigo considerando inhumanos los procedimientos de Bautista, aunque hayan doblado nuestra fortuna…

—Ya veo que eres un soñador… pero no un hombre cualquiera… Un D’Autremont… con derechos, por ser quien eres, a vivir como rey en esta tierra que los D’Autremont honran con pisar. Esta tierra salvaje…

—¡A la que amo con todo mi corazón! —ataja Renato, con gesto decidido y orgulloso—. No sólo soy el amo de esta tierra, también soy su hijo. Siento que le pertenezco y he de luchar porque, sobre ella, los hombres sean menos desdichados. No quisiera chocar contigo, mamá, pero…

—Está bien. Si no quieres chocar conmigo, no hables en este momento. Tiempo habrá. Hablaremos más adelante, cuando te hayas hecho un poco al ambiente. Cuando puedas verlo todo con más claridad, serás hacendado… más tarde. Sé mi hijo unos días, un par de semanas. No creo que sea pedirte demasiado, después de una ausencia tan larga. Al fin y al cabo, todo se hará como tú digas. Eres el amo, y así quiero que lo sientas. Pero, por el momento, hablemos de cosas más gratas. Me pareció entender que tenías novia, que estabas enamorado, ¿no?

—Sí, mamá —responde Renato en tono suave y tierno—. Estoy enamorado de la criatura más adorable de la tierra, de la mejor de las amigas de mi infancia… sensible como una mujer, traviesa y alegre como una chicuela, mimosa como una criatura que desea ser llevada siempre entre los brazos, exuberante como sólo puede serlo una hija de esta tierra…

—¿Una hija de esta tierra? —se sorprende Sofía—. Pensé que tu novia estaba en Francia…

—En Francia estaba, pero ahora está mucho más cerca. Ha nacido, como yo, en la Martinica. Ha vivido aquí hasta los siete años. Regresó hace seis meses.

—¿A qué familia pertenece? Espero que no hayas puesto los ojos en quien no sea digna de ti, por su casta y por su sangre.

—Lo es, madre. Lo es en todo sentido. Y se llama Aimée de Molnar…

—¡Ah…! —se sorprende gratamente Sofía—. ¿Es posible? ¿Aquella niñita…?

—Aquella niñita es hoy la muchacha más hermosa que puedas imaginarte, mamá. ¿Te parece bien? ¿Te agrada mi elección?

—¡Caramba… caramba! —comenta divertida y con agrado Sofía—. Mira tú por dónde… Confío en que me agrade la muchacha. De la familia, y otros detalles, no hay nada que objetar. Es decir, algo que en realidad tiene poca importancia. Y mira tú lo que son las cosas… Tiene poca importancia, gracias a los buenos servicios de Bautista.

—¿Qué dices, mamá?

—Los Molnar están casi arruinados, pero no importa. Tú eres lo bastante rico para olvidar ese detalle. Tráeme cuanto antes a tu novia… —Ha vuelto la cabeza y de pronto, sorprendida, exclama—: ¡Ah… Yanina…! Acércate. Es Yanina, Renato, sobrina de Bautista y mí ahijada. Pero debo añadirte algo más: mi enfermera, mi compañera en esta soledad, mi hija casi…

Renato D’Autremont ha vuelto la cabeza, también sorprendido, para mirar a la muchacha que está de pie tras él. Ha llegado silenciosamente, sin un gesto, sin una palabra… Tiene un rostro moreno al que sirven de marco negrísimos cabellos lacios, unos grandes ojos oscuros, rasgados, enigmáticos, que acusan claros rasgos mongólicos… Unas mejillas trigueñas y pálidas, donde abren los labios rojos y frescos, aunque plegados en un gesto extraño de amargura, de desencanto, mientras vibra, contenida y tensa, su rara personalidad.

—Conque sobrina de Bautista… ¿Me recuerda?

—No es de tu tiempo. Vino a esta casa cuando ya tú te habías marchado; pero tiene diez años junto a mí.

Sofía se ha puesto de pie, apoyándose en la muchacha, que bien puede tener unos veinte años, y sonríe siguiendo la mirada de sus grandes ojos, fijos, como deslumbrados, en el rostro de Renato.

—Creo que no habías llegado a ver a mi hijo de cerca, Yanina…

—No, no, señora. Cuando llegó él, no estaba yo en Campo Real, ya usted lo sabe. Y luego no he tenido ocasión…

—No, efectivamente. ¿Qué te parece?

—El señor es magnífico. Todo un gran señor, como es natural…

—¡Por Dios, mamá! —salta Renato—. ¡Qué manera de forzar un elogio!

—No es forzado —niega Sofía jovialmente—. Yanina no dice nunca sino lo que siente, ¿verdad? Desde niña la he enseñado a ser totalmente sincera conmigo, absolutamente franca.

—Una maravillosa cualidad —acepta Renato sonriendo y mirando a la muchacha un poco desconcertado. Sin saber por qué, aquella criatura no le es simpática… Acaso la asocia demasiado con su tío.

—¿Qué querías, Yanina? ¿Para qué entraste? —pregunta Sofía.

—Mi tío esperaba que el señor lo llamase después de hablar con la señora. Mandó decir que estaba, afuera, aguardando…

—Pues dile… —empieza a decir Renato, pero su madre le interrumpe:

—Perdóname que sea yo quien tome la palabra, Renato. —Y dirigiéndose a la muchacha, advierte—: Dile que, por el momento, no vamos a necesitarlo. Más adelante hablaremos de todo… Ahora tenemos otra cosa más grata en qué ocuparnos. Pronto tendremos huéspedes, ¿verdad, Renato? La señora Molnar y sus hijas… Digo sus hijas porque tengo entendido que la mayor todavía no se ha casado…

—Ni creo que se case, mamá. Repentinamente se despertó en ella la vocación religiosa. Se empeñó en tomar los hábitos y estuvo un año de postulante en un convento de Burdeos. Luego fue trasladada aquí, a Saint-Pierre. Está en el noviciado de las madres del Verbo Encarnado y, naturalmente, no sale, ni es de suponer que acompañe a Aimée y a su madre. Fue, en verdad, algo extraño… —Renato queda de pronto pensativo, como rememorando tiempos pasados.

—¿Extraño? —se interesa Sofía.

—Sí, porque nadie sospechaba en ella nada parecido. Es también una criatura encantadora, llena de vida, de espiritualidad. Te advierto que yo me llevaba maravillosamente con ella… Casi podría decirte que era más amigo de Mónica que de Aimée. Ella se ocupaba de mí siempre, resolvía mis pequeños apuros de estudiante y era a mi lado como una hermana buena.

—¿Y está contenta con todo eso la señora Molnar?

—Es lo bastante religiosa para no oponerse a una vocación sincera.

—Bueno, hijo, ella sabrá… ¿Quieres venir ahora conmigo a dar una vuelta por las habitaciones que solemos usar para los huéspedes? Necesito mandar arreglar de nuevo las dos mejores, lo más rápidamente posible, porque quiero conocer a tu Aimée cuanto antes. Mucho tengo que querer a la mujer que va a ser tu esposa para perdonarle el que me haya robado la mitad de tu corazón… Porque pienso, me hago la ilusión al menos, de que es tan sólo la mitad lo que me ha robado.

—¡Mamá querida… no te ha robado nada! Mi corazón entero te pertenece, como también le pertenece a ella. A los que saben querer, el corazón se les ensancha y deja sitio para muchos afectos.

Se han alejado juntos, tiernamente apoyada Sofía, en el brazo de Renato, mientras inmóvil, tensa, los grandes ojos fijos en ellos, Yanina los contempla alejarse…

—Me gustaría que ordenases cambiar esas cortinas, mamá, por algo más alegre, más claro, más tropical… Ahí, y que hicieras abrir esas dos ventanas, que no sé por qué están condenadas…

—Las mandé clavar, hijo, porque a veces el viento las abre y entra por ellas mucho sol.

—Toda la luz del sol es poca para alumbrar a mi novia, mamá —afirma Renato en una exaltación de entusiasmo y de pasión—. Ella adora la luz, el color, el cielo azul y el clima de esta tierra de eterna primavera.

—Di mejor, de eterno verano.

—Por el calor, sí, desde luego… Pero no ese seco verano de Europa en el que la tierra parece que se muere de sed, sino este verano fecundo, de aguaceros torrenciales, en el que las plantas crecen como por arte de magia, en el que las flores no viven más que un día, pero abren por millones cada mañana. Tú no sabes lo que hablábamos Aimée y yo de esta tierra, allá en Francia, y con qué ansias anhelábamos regresar…

—Pues ya estás aquí… en tu Campo Real…

—Y aquí es donde quiero verla a ella. Éste es el marco que le corresponde a su belleza… su belleza cálida, exuberante, un poco tempestuosa a veces, mamá. Bueno, no quiero adornártela demasiado… Mi Aimée tiene su genio y sus arrebatos… Hasta en eso se parece a esta tierra que, con gustarme tanto, a veces me da una sensación de terror… Es como un temor sordo de que, repentinamente, sobrevenga una catástrofe. Ha habido tantas…

—Ya pasaron esos tiempos, y me atrevo a pensar que definitivamente.

—Ocho veces ha sido destruida Saint-Pierre por los terremotos, ¿no? Más o menos destruida, ¿verdad, mamá?

—Por fortuna, no vi ninguno. Tengo entendido que sí, que desde que se tiene memoria de la isla, además de muchos pequeños ha habido ocho grandes terremotos. Pero el diabólico volcán que los ha engendrado tiene ya sesenta años de absoluta calma. No es fácil que vuelva a repetir las viejas hazañas, y también me atrevo a pensar que los arrebatos de tu linda novia pasarán en la paz del hogar que vas a proporcionarle, en la dicha de tenerte por esposo. Tú la quieres, y eso basta para que yo la acepte como hija… Pero vales tanto tú, mi Renato, que, para mi corazón de madre, no hay en el mundo mujer capaz de merecerte.

—No me engrías así, mamá —ríe Renato—. Vas a convertirme en algo insoportable.

—La sangre, gota a gota, daría por verte feliz… plenamente feliz… Amado, respetado, reverenciado por los tuyos…

—Con lo que poseo soy ya plenamente feliz… Sólo tengo un anhelo: que los demás también lo sean un poco… Repartir algo de esta dicha, para sentirme con más derecho a disfrutarla… Hacer un poco de obra de justicia, de bondad… Y me vas a perdonar que toque un tema que antes, a ti, no te era agradable…

—¿Cómo? —se alarma, sin saber por qué, Sofía.

—Que te pregunte por alguien a quien nunca quisiste mucho. Supongo que tu amor de madre temía su influencia nociva en mí, cuando yo era un muchacho…

Sofía D’Autremont ha apretado los labios, ha palidecido, mientras sin mirarla, sin darse cuenta de su turbación, sigue Renato hablando con el alma en los labios:

—Mamá, ¿te acuerdas de aquel muchacho que papá trajo a la casa el día antes de la desgracia que le costó la vida? ¿Recuerdas su interés por él, su recomendación postrera de que yo le amparara?

—¿Quién podría olvidar eso, Renato? —observa Sofía, seca y tensa.

—¿Has sabido algo de él? ¿Qué fue de su vida? Inútilmente te pregunté en algunas de mis cartas y me temo que nadie pueda darme razón, que nadie haya vuelto a saber de él después de escaparse…

—Todo Saint-Pierre sabe de ese hombre —explica Sofía con marcada dureza en la voz y en el gesto—. Es un aventurero repugnante, un jugador de ventaja, una especie de pirata. Debería estar en la cárcel, pero anda suelto jactándose de sus hazañas. Es muy conocido en las tabernas, en los burdeles, en las casas de juego del puerto, y todavía siguen llamándole… ¡Juan del Diablo!

Como si escupiera las palabras, como si trémula de rencor las mordiese, Sofía D’Autremont habla, mientras Renato la escucha fruncido el ceño, casi consternado. Y es de pena, no de condenación ni reproche, la frase que sube a sus labios:

—¡Pobre Juan! ¡Qué vida tan dura ha debido tener! ¡Cuánto habrá sufrido y luchado para llegar a eso!

—Si hubiese querido ser un hombre de bien y lo hubiera logrado, comprendería tus palabras: tendría el mérito de su esfuerzo. ¿Pero qué es lo que ha hecho? Nacer en el vicio, seguir en el vicio y hundirse en él más y más.

—Es cierto… Más cuando desde niño se vive con el alma envenenada…

—¿Por qué había de estar él envenenado? ¿Por qué no dices con más justicia que llevaba el vicio y la maldad en la masa de la sangre?

—No creo que mi padre tuviera tanto empeño en protegerlo si hubiese sido así.

—¿No lo crees? ¡Ay, Renato! Ya eres un hombre y puedo hablarte claramente… Tu padre estaba muy lejos de ser un santo.

—Sé perfectamente cómo era mi padre —salta Renato, impetuoso, como si le hubiese picado una víbora.

—Yo no quiero menoscabar tu respeto ni tu cariño de hijo —dulcifica Sofía—. Pero las cosas no son como te imaginas. Si tú pudieras recordar…

—Recuerdo perfectamente, madre, y hay algo que tengo clavado en el corazón como una espina. La última vez que hablé con mi padre, fue con insolencia, con rebeldía…

—Me defendiste de su brutalidad, hijo —pretende disculpar Sofía—. No tenías más que doce años. Nada más doloroso y humillante para mí que la actitud de Francisco aquella noche; pero nada más hermoso que el recuerdo de tu actitud, Renato. Si te duele haberlo hecho, si te pesa como un remordimiento…

—Nunca, mamá —la interrumpe Renato con decisión y firmeza—. Hice lo que tenía que hacer, lo que quisiera yo que un hijo mío hiciera, aun contra mí mismo, si, en un momento de cólera y locura, llegara a olvidar el respeto que le debo a su madre… Y él lo comprendió así, y su gesto, su actitud de aquella noche, todo me lo demostró… Sintió la vergüenza de aquel momento de violencia, huyó ocultándose a mis ojos, tomó como un loco aquel caballo, y en su desesperación, en su angustia, sobrevino el trágico accidente que le costó la vida. Y cuando volví a verlo, cuando me habló por última vez, su mano se extendió para acariciarme y hubo un elogio en sus palabras cuando me dijo: «Sé que sabrás defender a tu madre y velar por ella». ¿No recuerdas?

—Sí… Sí… —susurra Sofía, con un hilo de voz ahogada.

—Pero también hubo un mandato que era como una súplica —persiste con tesón Renato—. Me dijo que amparase a Juan, que le diera mi apoyo de hermano… Era un huérfano, lo sé. El hijo de un amigo que murió en la miseria. Mi padre, moribundo, me traspasó la súplica de otro moribundo, su voluntad que no pudo cumplir.

—Olvida las palabras de tu padre, Renato. Estaba casi inconsciente cuando las pronunció. No tenía sino la obsesión, la idea fija por la discusión que habíamos tenido horas antes a causa del maldito muchacho…

—¿A causa de Juan fue la discusión de ustedes? —se sorprende vivamente Renato.

—Naturalmente… Todo mi afán era defenderte de la carroña que tu padre se empeñaba en traer a la casa, y me lo agradeces poniéndote de parte suya… —se lamenta Sofía, con despecho—. Yo he sufrido infinitamente más de lo que imaginas. ¿Cómo piensas que he vivido durante catorce años de soledad, enferma, aislada, en un país hostil, en un clima que me hace daño? Pues he vivido pensando en ti, luchando por ti, defendiendo todo lo tuyo: tu fortuna, tu porvenir, tu casa, tu nombre inmaculado…

—Lo sé perfectamente —acata Renato, como en una disculpa.

—Pues si lo sabes, no deberías mortificarme por un…

—Está bien, mamá —la interrumpe Renato, con el deseo de cortar la desagradable escena—. Olvidemos todo esto… Mañana mismo iré a Saint-Pierre. Haré que Aimée y la señora Molnar se preparen para venir cuanto antes. Sé que Aimée te va a gustar mucho, y entre los dos vamos a tratar de compensarte todas las penas que has sufrido… Ya verás…