Capítulo 10

La vieja casa de los Molnar se alza solitaria y aislada al final de una de las anchas calles de los arrabales, que, como todas las de Saint-Pierre, termina en el mar. Sus sólidos muros; pintados de cal, abren amplias estancias frescas y ventiladas, amuebladas con lujo un poco anticuado. Es una de esas casas en las que se sostiene con esfuerzo la apariencia de una posición que fue mejor, en que se remiendan las cortinas y se lavan los viejos pisos hasta hacerlos brillar. Tiene muchos cuartos desocupados, y la rodea un jardín, descuidado y selvático, en cuyo fondo se agrupa una espesa arboleda… Detrás de ésta se encuentran los acantilados, y luego el mar… el mar imponente y bravío de aquellas costas siempre castigadas por vientos y huracanes, siempre destrozadas, y renovadas siempre por el soplo vital de una tierra feroz.

Aimée de Molnar ha cruzado una habitación sin muebles, ha abierto una ventana que da sobre el fondo del jardín, y ha quedado aguardando, tensa, ardiente, indiferente a las ráfagas de viento, a las gotas de lluvia que de cuando en cuando golpean con violencia sus cabellos oscuros, su frente despejada, sus mejillas morenas, ahora pálidas de deseo, sus labios ávidos y sensuales, que se crispan en gesto de impaciencia cuando entre los ruidos de la tormenta destaca un ruido más: el de unos pasos firmes. Alguien llega hasta aquella ventana, chapoteando en el fango, indiferente a la furia del huracán… Como ella, tenso y ávido. Alguien llega para estrecharla en un abrazo brutal, para besarla en los labios, trémulo y anhelante…

—¡Al fin! Desde ayer te esperaba, Juan. ¿Qué hacías? ¿Dónde estabas? —indaga Aimée.

—En el mar… Llegué, contra todos los vientos. Estuve cien veces a punto de estrellar el barco por entrar esta noche… ¿Y todavía vas a quejarte?

—¡Es que no puedo vivir sin ti! ¿No lo comprendes? Cuando faltas a tu palabra, pienso que estás con otra y me vuelvo loca. ¡Y quisiera destrozarte, matarte…! ¿Y tú?

—¡Fiera…! —reconviene Juan, satisfecho y sonriente—. ¡Yo también, a veces, quisiera matarte! Sal, ven conmigo…

—¿Estás loco? ¿Con esta noche?

—Mejor… así no habrán de espiarnos. Sal o me voy…

—No… no te vayas… Saldré… Tirano… Juan del Diablo.

Satisfecho, Juan ha vuelto a besar a Aimée, a sujetarla, abrazándola a través de los barrotes que se le clavan en el pecho duro y ancho. Luego la empuja, ardiente la mirada de pasión y dominio:

—Ven… Ven pronto… Te espero entre los árboles. Si tardas demasiado, no me encontrarás…

La hora de amor ha pasado, y también amainó la tempestad. El viento ha empujado las nubes, desgarrándolas, y en los trozos oscuros, como jirones de celeste terciopelo, titilan las estrellas cual claros diamantes.

La honda gruta abre a la estrecha playa la ancha boca erizada de cuchillos cortantes. Sobre la blanca arena que cubre el piso de la cueva, reclinada en el hombretón que está a su lado, todavía se estremece Aimée por la dulzura del instante pasado. Los negros cabellos destrenzados le caen sobre los hombros, arde su boca sensual y húmeda y son sus ojos, en la oscuridad, como otras dos estrellas que brillaran en las sombras… Y es el aroma de su cuerpo joven, como el rugido de aquel mar áspero, incitante, que en festones de espuma se extiende por la playa…

—Me vuelves loco, Aimée. Eres como esta tierra, ¿sabes? Siempre hay que ganarla en una batalla, pero no hay otra más linda, que huele más a flores, que dé frutos más dulces… Como tú… como tu boca. —Ha vuelto a besarla. Luego, bruscamente, la separa para mirarla muy fijo, el rostro endurecido—. ¿Por qué me hiciste esperar tanto?

—¡Mi Juan… Mi Juan…! —susurra Aimée vibrante de pasión—. ¿Te digo la verdad? Quise ver si era cierto que te ibas si tardaba…

—¿Ah, sí? ¿De veras tardaste por desesperarme?

—¡Ay, salvaje! No me aprietes así, me haces daño… ¡Qué tonto eres! —ríe satisfecha—. Tardé porque mamá empezó a hablarme.

—Cuando tú quieres, bien sabes cortar una conversación.

—Claro… Pero no quise: me hablaba de mi hermana.

—¿La monja?

—No tengo otra hermana. Pero, además, todavía no es monja. Novicia nada más. Mamá no quiere que profese.

—Pero ella sí, y lo hará.

—Claro. Es terca como yo, nos parecemos en muchas cosas, y en eso más que en nada.

—¿Parecerse…? —Juan estalla en una burlona risotada—. ¡Habría que verte a ti con tocas monjiles!

—Puede que de pronto me dé la ventolera, como le dio a ella.

—¿Y te iban a aceptar?

—¿Por qué no? ¿Qué te crees? ¿Piensas que soy cualquier cosa, que no valgo nada? ¿Piensas que no valgo nada porque me digné mirarte?

—Algo más que mirarme… me parece… —insinúa burlón Juan.

—¿Y por eso? Los hombres no agradecen nada…

—Yo te agradezco ser hermosa, tener la piel de raso y el corazón malvado. Así eres y por eso me gustas. ¿Te ríes?

—Me río porque hablas como yo. También detesto a los sentimentales. Te quiero porque no lo eres; por rudo, por salvaje, por diablo… Juan del Diablo… ¿Quién te puso ese nombre?

—Cualquiera… ¿Qué más da? Para mí es bueno… Para mí es buena cualquier cosa.

—Es cierto, para ti es buena cualquier cosa mala. También me gustas por eso. Y te quise sin preguntarte nada. Ni siquiera sé, a ciencia cierta, quién eres…

—¿Qué puede importarte?

—Nada… pero a veces siento curiosidad. ¿Dónde naciste? ¿Quiénes fueron tus padres? ¿Cuál es tu nombre verdadero? ¿Qué eras antes de ser capitán de un barco, que no se sabe lo que carga ni de qué puerto viene, ni a qué puerto va? ¿Qué eres ahora? ¡Contesta!

—Soy de aquí; soy lo mismo que mi barco, y mi nombre es Juan. Si no te gusta Juan del Diablo, puedes llamarme Juan de Juan. Aparte del diablo, sólo a mí mismo me pertenezco.

—Y a mí un poquito, ¿no?

—¡Claro! A ti, como tú a mí… por un rato —ríe divertido y burlón.

—¿Sabes que a veces me resultas demasiado brutal? No te rías de ese modo. ¡Tu risa es mala! No sé por qué te quiero, no sé por qué me acerco a ti, ni de qué medios te valiste para enamorarme…

—Fuiste tú la que me enamoró, querida. ¿No te acuerdas ya? Y fue en esa playa. Tú pasabas con tu sombrilla de encaje; yo llegaba en mi bote. Te quedaste mirándome… Sin duda pensaste: hermoso animal. Y te propusiste amaestrarme… pero no es tan fácil. Fue un buen chasco…

—¿Por qué hablas así? Eres muy malo… —Y con la pasión reflejándose en sus negros ojos, Aimée exclama—: Te quiero, Juan. Te quiero y me gustas más que nada, más que nadie… ¡Bésame, Juan! Bésame y dime que tú también me quieres… Dímelo muchas veces, ¡aunque no sea verdad…!

Juan no responde con palabras. Vuelve a besarla, loco, apasionado, mientras los párpados de ella se entornan cubriendo las pupilas ardientes, y, en la línea imprecisa del horizonte, asoma la claridad del alba…

—Mónica, hija mía, recuerde que es la obediencia el primer voto que ha hecho usted al vestir esos hábitos.

—Quiero llevarlos toda la vida, Madre abadesa. Quiero obedecer siempre y para siempre, pero…

—Su pero está de más. Nuestro camino es renunciación y sacrificio. ¿Cómo puede seguirlo, rebelándose a la primera orden que le desagrada?

—No es que me rebele, es que pido, ruego, suplico…

—¿Suplica no tener que obedecer? Sus súplicas son vanas.

—Es que sólo en este refugio he hallado algo parecido a la paz.

—Para que esa paz sea duradera, necesitamos una seguridad absoluta, total, de su vocación religiosa. Usted ha salido victoriosa de todas las pruebas del claustro. Ha de pasar por la prueba del mundo.

—Pasaré, Madre, pero más adelante… cuando las cosas cambien, cuando mi hermana esté ya casada…

La novicia se ha mordido los labios, inclinando la cabeza bajo la mirada dulcemente severa de la abadesa. Es en aquella celda de paredes blanqueadas, cuyas altas ventanas dan al mar. El viejo convento se alza sobre una colina, dominando casi la ciudad de Saint-Pierre, la bahía redonda y ancha, las bulliciosas calles centrales, los arrabales quietos y dormidos; más allá, el mar azul, y por el lado opuesto, las montañas, las enormes montañas que se alzan tan cerca de la ciudad, los pitones de Cabet, el más alto de los cuales hunde en las nubes su empinada cima: el monte Pelée, el enigmático volcán quieto desde cincuenta años atrás… el coloso dormido…

—Además, hay otra razón para enviarla por un tiempo a su casa —explica la abadesa.

—¿Otra razón? ¿Qué razón puede ser ésa, Madre?

—Su salud delicada. Eso salta a la vista, hija mía. Aquí no hay espejos y no puede ver su cara. ¡Pero ha cambiado usted tanto…!

Mónica de Molnar ha inclinado la frente, pensativa. ¡Qué extrañamente hermosa luce en este instante, al último reflejo dorado del sol de la tarde! Bajo las blancas tocas, son como flor de nácar su frente altiva, sus mejillas pálidas, y entre las negrísimas pestañas tiemblan sus ojos como gemas cambiantes. Las finas manos sensitivas se han enlazado como para una súplica, como para una oración, en aquel gesto que ya es en ella familiar, y luego caen, como flores tronchadas…

—¿Qué importa la salud de mi cuerpo, Madre? Ansiosamente busco la salud de mi alma.

—La hallará, hija, la hallará. Pero no tomará definitivamente las tocas hasta haberla encontrado. Yo estoy segura que hallará usted las dos muy pronto, justamente en ese mundo que se empeña en rehuir. Acepte la prueba de obediencia, hija mía, y cuide también de su cuerpo. Lo necesitamos sano y dispuesto para servir a Dios. Es la última palabra de su confesor… y la mía.

—Está bien, Madre —acepta Mónica, ahogando un suspiro—. ¿Cuándo podré volver?

—¿Por qué no pregunta primero, cuándo debe marcharse?

—Necesito saber antes cuándo me permitirán volver a mi refugio.

—De su salud depende. Ponga empeño en curarse, en reponerse, y su ausencia de nuestro lado será menos larga. Si no ocurre nada en particular, debe esperar nuestro aviso. Si ocurre algo, hija mía, si se siente usted realmente sola y desamparada, si le faltan las fuerzas, entonces no espere ni vacile: vuelva, vuelva en cualquier momento. Ésta es la casa de Dios, y ésta será su casa…

—Gracias, Madre. Me devuelve usted la vida con esas palabras —asegura Mónica, conmovida y feliz.

—Pero piense que sólo en un caso de verdadera, de absoluta necesidad, debe regresar antes de ser llamada.

—Así lo haré, Madre. Y ahora, si usted me lo permite, creo que debo escribir a mi casa… Mi madre ignora la resolución de ustedes. Debo prevenirla…

—La señora Molnar ha sido ya prevenida, y le aguarda en el locutorio. Ha venido a buscarla. Rece un momento en la capilla, diga adiós momentáneamente a sus hermanas de claustro, y vaya al locutorio. Allí la estaremos esperando…