El recuerdo de lo vivido en aquella noche de pánico me acompañó mientras abandonábamos en silencio la abadía. Una luz acuosa se derramaba sobre el claro que teníamos ante nosotros, insinuando que la lluvia volvería a abatirse pronto sobre aquel lugar. Los tres estábamos cubiertos de polvo, y mi mejilla izquierda ardía como si hubiera sido quemada con un hierro al rojo vivo; al apartar mi mano de ella, vi sangre en los dedos. En el rostro de Camille y en el de Geoffrey —y es de imaginar que también en el mío— se advertían las huellas del horror. Fuimos caminando despacio hacia el viejo cementerio y, al llegar allí, les pedí que se detuvieran, pues no tenía el menor deseo de pasar por el Hampton ni de empezar a dar explicaciones.
—Tendremos que contar muchas cosas y es posible que al principio no nos crean —les advertí—. Pero los tres sabemos bien lo que ha sucedido…
—Imagino que excavarán en la galería derruida y descubrirán el cuerpo del abad negro —apuntó Geoffrey.
—Sí, supongo que lo harán —repuse, lacónica.
En ese momento no quería pensar más en las declaraciones que deberíamos prestar, en las veces que tendríamos que repetir el relato de los hechos, por no hablar de todo lo referente a lo sucedido con la tía de los muchachos. El cansancio me hizo suspirar. Camille también debía de estar pensando en eso, porque preguntó:
—¿Qué cree que nos harán por haber ocultado la muerte de nuestra tía?
—No lo sé, querida —contesté sinceramente—. Aunque no les hará ninguna gracia enterarse, no os pueden condenar a nada por lo que hicisteis…, pero no sé qué sucederá. Supongo que no será fácil.
—¿Nos obligarán a ir a vivir con nuestro padre?
—Es posible… Sin embargo, estaré a vuestro lado y no permitiré que os obliguen a hacer nada que no queráis.
La joven me besó en la mejilla herida y su hermano la imitó, con los ojos todavía empañados por las lágrimas; después de su arriesgada conducta, su expresión volvía a ser la de un niño desamparado.
—Me gustaría que se quedara a vivir con nosotros, que fuera nuestra tutora —dijo inopinadamente Camille.
—Veremos qué sucede… Insisto en que debéis prepararos, porque nos van a marear con declaraciones y preguntas; tendréis que ser muy fuertes.
—¿Acaso lo duda? —inquirió Geoffrey.
Sonreí por primera vez en muchas horas.
—No, en absoluto. Ahora me gustaría ver dónde están enterrados Shaverin y Stanley Fenton…
Pasando junto a numerosas sepulturas de tierra resquebrajadas, me llevaron sin protestar hasta una cubierta de barro y hojas secas, sobre la cual habían crecido una especie de matorrales espinosos y retorcidos que ocultaban la lápida. Tuve que apartarlos con cuidado para poder leer: Stanley Fenton. 1811-1859.
—¿Y la de Shaverin?
—Está más allá —me explicó Geoffrey, señalando a lo lejos.
Asentí mirando hacia la inscripción con los ojos empañados de lágrimas. Leí varias veces el nombre y las fechas y, cuanto más me concentraba para hacerlo, mayor paz sentía, como si fuera consciente de haber concluido una tarea que el hombre que yacía debajo de esa tierra, de quien ya nadie parecía acordarse, había dejado inacabada, o tuviese la impresión de que por fin ahora podría descansar para siempre.