El olor de la sangre

Mientras contemplaba con la vacilante llama del encendedor el cadáver de la mujer, sin poder creer lo que tenía ante mí, una especie de palpitación agitó de repente los harapos a la altura del pecho y vi aparecer entre ellos una rata, que chilló al vernos. El chillido fue contestado al unísono por otras ratas, como si se tratara de una protesta colectiva por nuestra presencia en la cueva, y apagué el encendedor con objeto de evitarme la visión del cadáver. Incluso hice un gesto para arrojarlo al agua, pero uno de los Fenton lo impidió (no me di cuenta de quién) agarrándome por la muñeca.

La presencia de los restos humanos en la cueva volvió aún más aterradora la situación. El abad negro, el liento y hediondo subterráneo, el agua que seguía subiendo de nivel amenazando con ahogarnos, las ratas, el cadáver descarnado de la mujer… ¿Qué otros horrores me iba a deparar esa repelente bodega, que podía llegar a convertirse en nuestra tumba? ¿Qué nuevas abominaciones me reservaba la noche, después de lo que había sucedido también en el Hampton? Venciendo la repugnancia que me inspiraban todo ello y el viciado aire, contagiado por el hedor del abad negro, inspiré profundamente para poder hablar.

—Vuestra tía había muerto… —dije en voz baja, más para asegurarme de lo que había visto y oído que por deseo de insistir en ello; aún no podía creerlo, me parecía un mal sueño.

—Fue al final del verano del año pasado, unos días antes de que empezara el curso. Falleció repentinamente por la noche, en la cama —la voz de Camille surgió de la oscuridad, y aunque se había expresado con susurros me pareció que sus palabras despertaban un eco en la bóveda—. Padecía del corazón.

—¿Y por qué no avisasteis de lo que había sucedido? ¿Cómo habéis podido mantenerlo en secreto durante tanto tiempo?

—Al principio nos dio miedo —repuso Geoffrey—. Temíamos la soledad…, y luego pensamos que al no estar ella podríamos tener dificultades a la hora de cobrar el dinero que papá seguía enviando todos los meses para nuestra manutención y educación. Todavía somos menores de edad y en el banco nos consideran insolventes… Tenemos que vivir y no podíamos hacerlo sin contar con ese dinero.

—¡Eso no es una excusa, debíais habérselo dicho a vuestro padre! —alcé la voz; las palabras se me atropellaban en la garganta—. Él habría encontrado una solución al problema y hasta es posible que os hubiera llevado a vivir con él. ¿Acaso no os dais cuenta de la monstruosidad que habéis cometido? ¡Por Dios, se supone que somos personas civilizadas y que vivimos de acuerdo con unas normas de conducta!

—¿Se le ha ocurrido pensar que tal vez no queríamos ir con él? —apuntó Camille.

—La presencia de tía Catherine en la bodega nos daba seguridad, hacía que nos sintiéramos menos solos, aunque estuviera muerta. Usted no sabe lo que es la soledad —se quejó el muchacho.

—Bajasteis el cuerpo aquí, lo ocultasteis en este agujero… Me habéis estado mintiendo todo el tiempo. ¡Claro que habíais bajado a la bodega…, y no solos! Por eso no queríais que nos refugiáramos aquí. ¿Cómo pudisteis introducirlo por un lugar tan estrecho?

—Tuvimos que empujarlo —me aclaró Geoffrey.

—No lo entiendo…, no lo entiendo —murmuré.

—Nadie puede entenderlo…, ni siquiera usted —dijo Camille—. Siempre ha vivido rodeada de amigos, y con sus padres. Nosotros no tenemos padres ni amigos y nuestros compañeros de colegio nos odian porque somos diferentes a ellos.

—Sé lo que es la soledad, Camille, lo sé perfectamente —pero también sabía que la muchacha había acertado: se suele odiar lo diferente, como si fuera una rémora de nuestro primitivo estado tribal.

—Quizá esté mal lo que hemos hecho, pero con ello no hemos perjudicado a nadie; tratábamos de protegernos contra los demás —insistió la muchacha.

—¿Y lo del abad negro?

—Ya se lo hemos explicado. Nos dimos cuenta de que era demasiado tarde para solucionarlo.

Aunque no podían verme, moví la cabeza asintiendo en silencio, incapaz de hablar. ¿Qué más podía decir ante aquel horror?

El macabro descubrimiento me había hecho olvidar por unos minutos la presencia del abad negro en el subterráneo, pero él mismo se encargó de recordarlo con un rugido. Me sentía cansada, al borde de la derrota, e ignoro qué habría hecho si no hubiera sido porque uno de los hermanos me pasó el encendedor a tientas en la negrura. En ese momento no supe si se trataba de Geoffrey o de Camille, pero el roce de mi mano con la suya, el único contacto humano en aquel mundo de horror y de tinieblas, me produjo una sensación de alivio y mis ojos se humedecieron de lágrimas.

—Tenga, Miss Boyle —oí la voz del muchacho.

—Gracias, Geoffrey, gracias… Hablaremos de todo eso, y no os preocupéis, conseguiremos salir de aquí —musité.

Pero sabía que iba a resultar difícil. El agua, que cubría parcialmente la boca de la cueva, impedía entrar al abad negro y, sin embargo, éste no cesaba en su asedio. ¿Sería capaz de permanecer apostado allí toda la noche? Me extrañaba que no hubiera desistido ya para ir en busca de otras presas más fáciles que nosotros. ¿Cuánto faltaría para la llegada del alba? Hice girar la ruedecilla del encendedor con la intención de consultar el reloj y, ante mi desánimo, vi que la esfera se había roto a causa de algún golpe recibido durante nuestra huida y las manecillas se habían detenido a las tres y media, lo cual nos condenaba a afrontar el asedio sin saber la hora exacta. Tardé en pensar que probablemente Geoffrey y Camille llevarían reloj.

—Se ha roto mi reloj, ¿sabéis la hora? —pregunté con un hilo de voz.

—Sólo lo utilizamos cuando vamos al colegio…, los relojes están en nuestros dormitorios —repuso Camille.

El agua alcanzaba mis muslos y no había señal alguna de que fuera a dejar de afluir. Para colmo, el arañazo del brazo empezaba a dolerme. Le entregué el encendedor a Geoffrey, pidiéndole que se hiciera cargo de él para que yo pudiera examinar la herida. Allí donde las largas uñas del abad negro habían traspasado la ropa se había formado una mancha de sangre. ¿Podría suceder que fuera el olor de la sangre lo que mantuviera a aquel ser delante de la boca de la cueva, como un cazador implacable?

Ante la duda, sumergí el brazo en el agua y, al sacarlo, desgarré la tela para dejar la herida al descubierto; las uñas habían hecho unos surcos bien visibles en la piel y era más profunda de lo que había creído. Volví a sumergirlo, esta vez como si se tratara de un baño purificador, porque aquellos arañazos del abad negro habían hecho que me sintiera sucia, contaminada, y luego cubrí la herida con un pañuelo, anudándolo.

Estaba tan ocupada con mi brazo que no hice caso a algo que decía Camille, y la muchacha tuvo que repetirlo:

—Me parece que está llegando menos agua, hace rato que la noto al mismo nivel.

—¿Tú crees? —le pregunté.

—Yo no me he dado cuenta —comentó Geoffrey.

Les pedí que guardaran silencio para prestar atención a los sonidos que nos rodeaban. No se oía ningún rumor y ni siquiera percibí el jadeante respirar de aquel ser. ¿Sería posible que hubiese desistido de atraparnos cuando el agua dejaba de afluir?

—Es verdad, el agua no sube de nivel —corroboró el muchacho—. La lluvia ha debido de provocar una avería y han interrumpido el suministro; ya le he dicho que todo funciona mal por esta zona de Stoney…

Con el encendedor examiné de nuevo a distancia la boca de la cueva y no vi más que oscuridad; no había ninguna señal de que el abad negro siguiera allí. Por otro lado, una parte de ella estaba cubierta por el agua, y el espacio que había quedado libre tras el providencial corte del suministro no bastaba para que aquel ser pudiera entrar sin mojarse y sin la ayuda de alguien. ¿Sería eso lo que le había hecho renunciar a nosotros? ¿O habría llegado el amanecer? Lo terrible era que no me atrevía a asomarme para comprobarlo, por temor a estar equivocada. ¿Cuánto tiempo tendríamos que permanecer ocultos antes de atrevernos a abandonar nuestro refugio?

Pronto descubrí que no podía ser mucho. Hacía rato que notaba las piernas heladas, lo cual también debían de experimentar los hermanos, y sabía que no podríamos seguir mucho tiempo así, porque el frío llegaba hasta la carne como el filo de un cuchillo. La visión del cadáver de la mujer me provocó otro estremecimiento cuando me volví hacia los jóvenes. Cerré involuntariamente los ojos y apagué el encendedor. El hedor que impregnaba la atmósfera no me servía como respuesta a mis preguntas sobre la presencia del abad negro, porque éste había permanecido durante tanto tiempo en la bodega que había dejado el aire saturado de su olor.

—No veo a ese ser, pero todavía no me atrevo a salir… ¿Notáis mucho frío en las piernas? —inquirí.

—No creo que pueda ser capaz de moverlas —respondió Geoffrey, quizá en nombre de los dos.

—Además, no sabemos ni qué hora es —añadí—. Hay que esperar para salir de este agujero; procurad aguantar un rato más.

No ignoraba que lo que les pedía no era sólo una cuestión de voluntad, sino que hacía falta una gran fortaleza física, pero no podía decirles otra cosa, y yo misma notaba las piernas agarrotadas. A falta de reloj, y para distraer la tensa espera, me dediqué a contar en voz alta, y cuando llegué a mil ochocientos supe, por un rápido cálculo mental, que habían transcurrido treinta minutos; treinta minutos durante los cuales no había sucedido nada. Después de una vacilación, empecé a contar de nuevo.

—¿Es necesario que siga contando y contando? Con eso nos está poniendo más nerviosos —protestó Camille.

—No está mal disponer de una referencia para controlar el paso del tiempo —dije.

—¿Una referencia en relación con qué hora? Vamos, Miss Boyle, cuando ha empezado a contar no sabíamos si eran las cuatro, las cinco o las seis, y por mucho que cuente seguiremos sin saberlo —razonó su hermano.

Reconocí que era cierto, pero no quise admitir ante ellos que lo había hecho por nerviosismo: se suponía que era yo quien debía conservar la calma. Al interrumpir mi recuento de segundos, el silencio volvió a adueñarse de la bodega; no se oía ni el chillido de las ratas, lo cual, si bien por un lado era un alivio, por otro resultaba poco tranquilizador. Quizá, pensé, había llegado el momento de intentar salir de la cueva. El ruido del agua al ser removida por mis piernas cuando eché a andar en dirección a la boca del agujero sonó casi con estridencia.

—¿Adónde va? —me preguntó Geoffrey.

—Tenemos que saber si se ha marchado, no podemos seguir más tiempo en el agua —expliqué.

—Vaya con cuidado —me pidió Camille.

Su recomendación no habría hecho falta. Avancé lentamente hasta llegar al agujero y, una vez ante él, dudé. ¿No me estaría arriesgando demasiado? Como no disponía de un objeto o una prenda para asomarlos al exterior por encima del nivel del agua, saqué con cautela la mano izquierda y esperé con los dientes tan apretados que casi noté dolor en las sienes. No hubo respuesta por parte del abad negro, lo cual parecía indicar que el monstruoso ser se había marchado, pero también podía tratarse de una trampa.

La única cosa que podía hacer para asegurarme de que estábamos solos era bucear hasta alcanzar el otro lado de la gruta, mas la estrechez del agujero me impedía salir por debajo del agua. Así, pues, tenía que arriesgarme, y pedí a los Fenton que acudieran a ayudarme.

—Piense bien lo que va a hacer, Miss Boyle —me advirtió Geoffrey.

Entre ambos me ayudaron a salir, luchando contra el agua y la estrechez del agujero, mientras yo trataba de no pensar en sus esfuerzos para introducir por allí el cadáver de su tía. «Olvídate de eso ahora», me dije. La negrura que encontré al salir me pareció aún más impenetrable. En esas condiciones, sólo podía permanecer atenta, con medio cuerpo sumergido y tiritando a causa del frío. A pesar de ello, respiré aliviada cuando comprobé que el abad negro seguía sin manifestarse.

—Creo que podéis salir —animé a los jóvenes.

No fue necesario que les ayudara mucho para salir del agujero porque, si bien soy delgada, ellos lo eran todavía más. Cogidos de la mano, seguimos el camino hacia la escalera abriendo yo la marcha. La oscuridad y el agua nos obligaban a avanzar despacio, y aun así mis piernas tropezaron más de una vez con algún obstáculo. Yo desconfiaba de la aparente quietud y pensaba que eran el frío y la claustrofobia lo que nos había hecho abandonar la protección de la cueva, y no la certidumbre de que estuviéramos fuera de peligro.

Formando una cadena de tres llegamos al inicio de la escalera, donde nos detuvimos en silencio, pendientes de cualquier ruido, hasta que por fin nos decidimos a subir. El agua había inundado los peldaños de la parte baja y seguía cayendo, aunque en menor cantidad, y por ello subimos con dificultad, chapoteando. La rejilla que cerraba la trampilla había desaparecido, dejando el hueco al descubierto.

Vacilé antes de asomarme a la cocina. Aún debía de ser de noche, porque la oscuridad no permitía divisar nada; si ya hubiera amanecido, me dije, habría llegado algo de luz a través de la puerta. Ese descubrimiento, tan inquietante, me hizo pensar que tal vez nos habíamos precipitado al salir del agujero y de la bodega, ya que el abad negro podía encontrarse dentro de la casa. Pero, una vez llegados hasta allí, no teníamos más remedio que decidirnos a salir, sobre todo teniendo en cuenta el agua y el frío. Luchando contra la pesadez de las piernas, entumecidas a causa de la mala circulación de la sangre, me encaramé para salir a la cocina, apoyando las manos en el suelo, y luego ayudé a los dos hermanos.

Camille y Geoffrey callaban, quizá porque habían extraído las mismas conclusiones al ver la oscuridad de la cocina. El agua cubría el suelo, aunque seguía cayendo lentamente al sótano, haciéndolo resbaladizo. Al llegar a la puerta descubrí que, en efecto, era de noche; el abad negro había destrozado las persianas y los cristales de las ventanas del recibidor, y por ellos no entraba ni un pálido asomo de luz.

—Aún puede estar por aquí —se atrevió a decir Camille.

—Si estuviera, ya nos habría atacado —traté de razonar—. Es extraño, no lo entiendo.

Un ruido en el exterior me incitó a prestar atención. Lo reconocí en el acto: estaba lloviendo otra vez. Eso me hizo pensar que aquel ser debía de haberse marchado a su refugio. Por más que la noche estuviera transcurriendo para nosotros con desesperante lentitud, no debía de faltar mucho para el alba, y probablemente el abad negro había considerado que sería mejor ocultarse y posponer nuestra caza hasta la noche siguiente.

A no ser que hubiera encontrado un refugio dentro de la propia casa…

El reloj de péndulo del recibidor marcaba las seis y cuarenta y un minutos. Faltaba un rato para el amanecer, pero mientras durara la lluvia estaríamos protegidos en la casa…, siempre y cuando el abad negro no estuviera allí. Esa posibilidad se insinuaba una y otra vez a mi mente, y llegué a la conclusión de que no podría sentirme mejor hasta que hubiéramos inspeccionado toda la casa encharcada. Y no obstante, ¿cómo hacerle frente si lo encontrábamos?

No quise pensar más en eso y recorrí la planta baja con Geoffrey y Camille. Cada vez notaba más frío, si bien podía andar con mayor seguridad. El agua había encharcado todas las estancias, pero constatamos que el abad negro no estaba en ninguna de ellas. La oscuridad de la escalera por la cual se subía al otro piso constituía al mismo tiempo una tentación —esa fascinación que el peligro despierta en muchas personas— y un recordatorio de que aún faltaba por registrar parte de la vivienda. ¿No sería más probable que si aquel ser buscara un sitio donde esconderse hubiese subido a la parte de la casa que no se hallaba anegada? Por otro lado, me parecía ilógico que lo hubiera hecho en un lugar donde podía ser fácilmente localizado durante el día.

—Arriba tengo mi vara de fresno —me recordó Geoffrey mirando también hacia la escalera.

—Subamos —propuse—. Debemos asegurarnos de que no está dentro de la casa.

—¿Y si está? —preguntó Camille con voz temblorosa.

No le contesté, porque no sabía qué decir. Los seres humanos somos a veces bastante extraños: sabíamos que si encontrábamos al abad negro en el primer piso nos veríamos indefensos ante él, pero aun así nos dirigimos hacia la escalera.

—Estaríamos más seguros fuera, bajo la lluvia —comentó la muchacha.

—Pero tenemos que saber adónde ha ido, no podemos perder su rastro —le dije—. Además…, además puede dejar de llover, y sería peor que nos pillara al aire libre.

La parte superior de la casa también se asemejaba a la que yo ocupaba por deferencia del colegio, aunque todo era mucho más grande allí, como sucedía en la planta baja. Sin separarnos, recorrimos una a una las habitaciones y hasta miramos debajo de las camas y dentro de los armarios (una iniciativa comprensible si se considera lo acontecido con el armario de mi dormitorio). No oculto que sentí alivio al comprobar que no estaba en ninguna de ellas ni tampoco en el desván. El registro del dormitorio de la tía de los Fenton me dejó una fuerte impresión: todo estaba igual que si la mujer siguiera viva y fuese a ocuparla en cualquier instante. Incluso había en el aire un olor a perfume rancio, y el camisón se hallaba extendido sobre la cama, como si aún esperara ser utilizado o fuese el único residuo dejado por un cuerpo al desaparecer. El recuerdo del cadáver visto en la bodega me instó a salir de allí rápidamente.

—Todavía quedan por inspeccionar el garaje y el cobertizo donde antes se guardaban las herramientas para el jardín —me comunicó Geoffrey, tosiendo; lo miré con preocupación: los tres estábamos empapados, y la humedad y el frío podían empeorar su estado, ya que parecía ser de constitución débil.

—Bien, vamos a mirar ahí y luego os cambiaréis de ropa…, Geoffrey podría recaer —dije.

Cuando abrimos la puerta para salir, una fuerte ráfaga de viento nos salpicó de lluvia. Visto desde el umbral, el jardín, sumido en la oscuridad, ofrecía un aspecto inquietante. La lluvia arrancaba una primitiva, disonante música de las plantas, las flores y los árboles, y el suelo se hallaba sembrado de hojas secas.

—El garaje está al lado, junto al cobertizo —indicó Geoffrey.

El muchacho había cogido la vara de fresno en el dormitorio y la empuñaba con la mano derecha, apuntando decididamente a la oscuridad, si bien me di cuenta de que temblaba y de que cambiaba de actitud, apretándola contra su pecho. Me extrañaba que no hubiera en el jardín un camino para la entrada y salida de los coches, pero comprendí que tantos meses sin usar el vehículo y los frecuentes temporales de lluvia lo habían hecho desaparecer debajo de las piedras, el barro y las hojas. Un recuerdo más de otra época…

Inspeccionamos primero el garaje; en él había un antiguo Rolls cubierto de polvo y, dentro de éste, sólo telarañas espesas como sudarios y más suciedad, que había penetrado a través de los cristales rotos, formando en el suelo y en los asientos una capa de barro. El lugar apestaba a gasolina, y la falta de uso y la erosión provocada por el paso del tiempo habían dejado el automóvil inutilizable. Tampoco hallamos al abad negro en el cobertizo, que en realidad no era más que un depósito de viejas herramientas herrumbrosas. Resultaba incomprensible que aquel ser hubiera desaparecido de repente, después del largo asedio al que nos había sometido.

En cuanto salimos del cobertizo descubrimos que había dejado de llover. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron en un acto reflejo, sentí nacer una aguda aprensión y miré con inquietud en torno. La lluvia parecía complacerse en entablar con nosotros un juego macabro. Sin embargo, no había señales de que el abad negro estuviera en el jardín, y los movimientos de las hojas de los árboles y de las plantas parecían deberse al viento. ¿Dónde estaría oculto? Una franja de luz, todavía incierta, se dibujaba entre las nubes, indicando que no tardaría mucho en amanecer, y una idea se fue abriendo paso poco a poco en mi mente: debíamos buscar el escondrijo de aquel ser para concluir la tarea que Stanley Fenton había dejado inacabada más de siglo y medio atrás; se lo debíamos a sus víctimas, pero también al resto de la población de Stoney y a nuestra propia seguridad.

—Sospecho que la intuición de la llegada del día le ha hecho ir a ocultarse —les dije a los dos hermanos—. Es nuestro momento… Vais a acompañarme a la antigua abadía, estoy segura de que se ha escondido en ella.

—No lo dirá en serio —protestó Camille.

—Si habéis sido arriesgados para devolverle la vida, tendréis que serlo para quitársela —repuse con severidad—. Escuchad, sé que os estoy pidiendo algo muy serio, pero no podemos dejar que vuelva la próxima noche. Y vosotros sabéis mejor que yo dónde puede refugiarse.

—No podemos ir por ahí, mojados, pillaremos una pulmonía —arguyó el muchacho.

—Os concedo cinco minutos para cambiaros de ropa —dije, resuelta.

—¿Y usted?

—Nos detendremos un momento en mi casa, justo el tiempo necesario para cambiarme también. Y traed la linterna, nos será útil.

—Como quiera, pero no servirá de mucho porque la pila está casi agotada y en casa no tenemos otra de recambio —me advirtió.

Geoffrey me entregó la vara de fresno que había estado apretando contra su pecho, y entró con Camille en la casa para hacer lo que les había ordenado. Se tomaron al pie de la letra mis palabras, pues apenas tardaron cinco minutos en reaparecer vestidos con otras ropas. Los esperé sin moverme del porche, mirando con recelo la agitación de las oscuras copas de los árboles; en cada estremecimiento suyo me parecía interpretar una amenaza. No acababa de entender el porqué de la repentina desaparición del abad negro y, aunque el amanecer parecía cada vez más próximo, sentía que seguíamos estando en peligro.

Después de hacerme cargo de la linterna fuimos hacia la puerta del jardín y, cuando la abrimos para salir a la carretera, una náusea revolvió mi estómago vacío al ver el cadáver del taxista tendido entre los charcos formados por la lluvia, sin ojos, con las ropas desgarradas y el cuello manchado de sangre. Era un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, corpulento. El taxi se hallaba parado delante de la puerta del jardín y mostraba visiblemente las huellas de la agresión del abad negro: el techo estaba abollado, los cristales de las ventanillas rotos y la portezuela del conductor, arrancada de cuajo, yacía unos metros más allá.

—A este pobre hombre no le importará que utilicemos su vehículo para ir a la abadía… Espero que el motor funcione —dije.

Los Fenton parecían reticentes a subir al taxi, mas debían de sentirse tan culpables por lo que estaba sucediendo que no tuve necesidad de repetirlo. Se acomodaron en la parte trasera y me senté ante el volante. En contra de lo que temía, todo funcionaba a pesar de los brutales golpes que había recibido el vehículo, lo hice arrancar en cuestión de unos pocos segundos y me detuve ante mi casa. Hasta entonces nunca había conducido un automóvil sin puerta y tuve una sensación extraña. Me proponía decir a los Fenton que esperaran dentro del taxi mientras me cambiaba de ropa, pero lo pensé mejor y les pedí que me acompañaran: como todavía era de noche, no me parecía seguro ni conveniente dejarlos solos en el automóvil.

Atravesamos corriendo el jardín, dejé a los dos hermanos en el recibidor y entré en el dormitorio para secarme y ponerme unos tejanos y un jersey, aunque sintiéndome un tanto recelosa por el hedor que saturaba la atmósfera, el cual no presagiaba nada bueno. Ni siquiera me detuve a desinfectar y vendar la herida del brazo y salí inmediatamente para reunirme con ellos. Estaban mirando todo con curiosidad, como si se dieran cuenta de que se encontraban ante una réplica a escala reducida de su propia vivienda, y no parecían prestar atención al mal olor.

Me disponía a añadir algo a propósito de las diferencias de clases sociales y de la arquitectura que imitaba los modelos estéticos del Poder como forma de consolación para quienes no lo detentaban, cuando un ruido procedente de la escalera me hizo guardar silencio. Recordé que los peldaños crujían al pisarlos.

Alguien acababa de hacerlo…

Y el hedor era tan intenso…

Con un gesto les pedí que se acercaran a la puerta sin hacer ruido, y fui despacio tras ellos. El crujido de la madera se repitió en el momento en que puse una mano sobre el pomo para abrir, cosa que hice sin perder tiempo, invitando a salir a Geoffrey y a Camille. Antes de cerrar la puerta detrás de nosotros vi, entre la oscuridad del recibidor, la figura del abad negro al pie de la escalera. Otra vez pensé en los antiguos grabados de la muerte…

—¡Corred hacia el taxi! —grité, cerrando de golpe.

Por fortuna, el hecho de que el jardín fuera bastante más pequeño que el de los Fenton nos permitió cruzarlo con mayor rapidez. Pero, en cuanto subimos al vehículo, el abad negro surgió por encima de la puerta, como una siniestra ave nocturna, y saltó. Hice girar la llave de contacto y el ruido del motor al ponerse en marcha no pudo acallar los gritos de pánico de los dos hermanos. Cuando el taxi arrancó, noté que algo pesado se posaba de golpe sobre el techo aplastado del vehículo, lo cual me hizo temer que aquel monstruo se hallara encima de nosotros, y por ello conduje haciendo eses, tratando de que los bruscos movimientos le hicieran perder el equilibrio y caer al asfalto. De ese modo pasé al otro lado de la carretera, sin apercibirme de que lo hacía por delante de un camión que circulaba en dirección a la ciudad. ¡Precisamente tenía que pasar un camión en ese momento!

Fue casi milagroso que no chocáramos con él. No sé si el chófer se daría cuenta de que llevábamos encima a alguien; lo único que recuerdo es el ruido de un violento y estridente frenazo, seguido por unos sonidos de claxon.

El edificio del colegio surgía ante nosotros cuando vi aparecer al abad negro en la portezuela rota, agarrado con una mano a la parte superior del vehículo. Su otra mano se dirigió hacia mí tratando de aferrarme y, sin dudarlo, di un brusco volantazo que lo hizo salir despedido, pero el taxi fue a chocar contra uno de los árboles que flanqueaban la escalera del Hampton, acompañado por los gritos de los Fenton. El golpe me dejó aturdida por unos segundos. Tras asegurarme de que no les había sucedido nada a los dos hermanos, vi al abad negro de pie, interpuesto entre el taxi y el camino a la abadía; pero no nos miraba a nosotros sino al cielo, en el cual ya se hacía más visible la luz del amanecer. Lanzó un rugido y, elevándose del suelo, se volvió de espaldas y desapareció por el lateral del edificio, sin duda para buscar en la abadía el refugio contra la luz solar.

Después de que hubo desaparecido, todavía me quedé mirando hacia allí, como hipnotizada, sin acabar de creerlo. Todo había acontecido de tal forma que un sólo minuto de diferencia nos habría costado la vida.

—Menos mal que hemos tardado en salir del agujero de la bodega —pensé en voz alta, porque tenía ganas de expresar mi alivio—. También ha sido una suerte que hayamos perdido unos minutos cambiándonos de ropa; si hubiera sido un rato antes nos habría atrapado.

Geoffrey y Camille no hicieron comentario alguno y me di cuenta de que respiraban agitadamente y tenían la frente perlada de sudor. Aunque traté de poner de nuevo en marcha el vehículo, el motor no respondió a ninguno de mis sucesivos intentos. El cielo se iba abriendo por encima de nosotros en un amanecer lívido, espectral.

—Tendremos que seguir a pie hasta la abadía —dije.

Los dos hermanos siguieron guardando silencio, pero bajaron del vehículo. Geoffrey no había soltado la vara de fresno y seguía estrechándola contra su pecho, como si se tratara de una preciada posesión.

—Si pretendemos acabar para siempre con el abad negro, se nos olvida un detalle importante: hace falta agua bendita —dijo—. Lo leí en el cuaderno de nuestro antepasado. El agua es una buena arma y en la abadía sólo hay un pozo seco… No podemos ir sin llevar agua.

Sus rasgos habían adquirido una repentina dureza.

—¿Y se te ocurre algún sitio donde conseguirla? —inquirí, reconociendo en mi fuero interno que hasta entonces no había pensado en ello.

—En el colegio —repuso triunfalmente, señalando el sombrío edificio, cuya fachada parecía estar todavía sometida a la tutela de la negrura de la noche—. Hay agua en el bar y en los lavabos y agua bendita en la capilla… Y también habrá botellas.

Entonces me acordé de que la puerta del Hampton College estaba cerrada con llave. Abrumada por los hechos, no había tenido ocasión de contar a los dos hermanos lo acontecido en el colegio, y la sola idea de que tuvieran que ver alguno de los dos cadáveres me resultaba insoportable, excesivo para una sola noche. Incluso lo era para mí misma; y sin embargo, la sugerencia del muchacho no podía ser más acertada.

—Solamente podemos entrar por la ventana de la portería, porque la puerta está cerrada. Aún no he tenido ocasión de explicároslo, pero el abad negro ha matado a Mrs. Gregson y a Dick Higgins, y ha estado a punto de matarme a mí. Los cuerpos están dentro… Es largo de contar… —les dije.

—No me costará hacerlo —repuso Geoffrey mirando calculadoramente la cristalera rota de la ventana.

—Iré yo también. No podemos separarnos…, no me fío. ¿Quién nos asegura que ese ser no ha buscado refugio dentro del propio colegio?

Una sombra de pánico nubló por unos instantes la mirada del joven, pero se sobrepuso enseguida. Camille permanecía muda, como si el miedo la hubiera enmudecido.

—Si quieres, espéranos fuera —le dije—. El abad negro no se expondrá a la luz del día ahora que ya ha amanecido.

La muchacha asintió con la cabeza y, apoyada contra el taxi inutilizado, nos siguió con la mirada mientras subíamos por la escalera. Dejé de mirarla en el momento en que saltamos por el ventanal para entrar en la portería. Aunque habían transcurrido muchas horas desde mi odisea y la luz había sustituido a la tiniebla, el doble recuerdo del acoso del abad negro y las cuencas vacías de los dos cadáveres me pusieron un nudo en el pecho. Es lo primero que me vino a la mente cuando nos asomamos al oscuro vestíbulo, en el que no quise utilizar la linterna.

Como Geoffrey conocía mejor que yo las instalaciones del colegio, me dejé llevar por él a la capilla, donde descubrimos que la pila del agua bendita se hallaba semivacía. Expresé mi contrariedad con un chasquido de la lengua.

—No importa…, tal vez baste con la que hay, si la mezclamos —opinó el muchacho—. Cogeremos un par de botellas en el bar.

Para mi tranquilidad, no debíamos atravesar la puerta por la cual se accedía a las otras plantas del colegio, y eso nos evitó ver el cadáver de Higgins a un lado de la escalera. Geoffrey tuvo que forzar con un cortaplumas la sencilla cerradura de la puerta del bar, tarea que ejecutó con rapidez sorprendente, mientras yo permanecía atenta a la negrura que ocluía el fondo del pasillo. El hecho de que estuviera cerrada me hizo pensar que la encargada no debía de fiarse demasiado del portero de noche, y por ello mantenía a buen recaudo las botellas y las latas. Sin desprenderse de la vara, Geoffrey se hizo con dos botellas grandes de agua mineral, abrió una de ellas para verter en el suelo un poco de su contenido y, después de apoderarse de unas pajitas de un bote de plástico que había en el mostrador, regresó a mi lado.

No dejaba de sorprenderme la seguridad con que actuaba: en el transcurso de unos pocos minutos ya no quedaba en él nada del asustado muchacho que había tenido esa noche junto a mí. Había en su actitud algo —una forma de mirar y de moverse— propio de una persona adulta. En cuanto volvimos a la capilla, se encargó de trasvasar con una de las pajitas el escaso contenido de la pila a la botella que había abierto. Antes de entrar en la portería miré una vez más, con la misma aprensión, el oscuro vestíbulo. Detectaba algo en la atmósfera que me seguía provocando un fuerte rechazo, tal vez el recuerdo de mi aventura, o la visión —todavía presente— de los cadáveres sin ojos. Tenía la sensación de estar viviendo dentro de una terrible pesadilla. Ya no tardarían en llegar el portero de día, algunos profesores y los primeros alumnos, y me pregunté cómo reaccionarían ante el cuadro que les esperaba, qué sucedería cuando encontraran ante la puerta del jardín de mi casa el cadáver del taxista y descubrieran que yo no estaba allí ni en el Hampton.

A la hora de saltar por la ventana, Geoffrey me pasó una de las botellas para que me hiciera cargo de ella. Su hermana seguía en el mismo lugar donde la habíamos dejado, mirando fijamente la escalera. Parecía ensimismada, ajena a la realidad, como si estuviera bajo el efecto de un fuerte choque, pero enseguida descubrí que no sólo no era así, sino que había dado una vuelta alrededor del colegio.

—He pensado que podríamos utilizar el coche de Dick Higgins para ir a la abadía…, está al otro lado —apuntó.

—¿Y las llaves? —le pregunté.

—Supongo que las llevará encima…, es cuestión de registrar los bolsillos del cadáver.

—Es la última cosa que haría en estos momentos —repuse con gravedad—. Tampoco hay tanta distancia, podemos ir a pie.

—No era más que una sugerencia —dijo, restándole importancia; pero daba la impresión de que se sentía decepcionada por mi rechazo.

Bajo la luz pálida del nuevo día, que desparramaba una claridad enfermiza sobre el paisaje, cruzamos a buen paso el sector abandonado, el cementerio y el claro tras el cual se alzaba la abadía. Disponíamos de varias horas para dar con el lugar de reposo del abad negro y me decía continuamente a mí misma, casi de una manera obsesiva, que no podíamos fallar.

A pesar de que había estado lloviendo durante buena parte de la noche, ni la tierra olía a mojada ni los raquíticos matorrales a vegetación humedecida; se podría decir que era un lugar muerto…, tan muerto como las casas que habíamos dejado atrás. En el claustro, volvió a asaltarme la impresión de que el tiempo había retrocedido hasta los días de Stanley Fenton; allí sí olía, a antigüedad, a aire viciado, como si el viento nunca hubiera soplado por esos corredores y estuviéramos respirando el mismo aire de siglo y medio atrás, cuando aquel ser iniciaba su demoníaco proceso de transformación. Pasamos por el agujero en el que iban a morir los corredores del claustro y, siempre en silencio, atravesamos la parte reservada a las celdas, derruidas en su mayor parte, por cuyos techos asomaba la blanquecina luz de la mañana, que hacía pensar en un gusano que jamás hubiera visto los rayos del sol, hasta llegar al hueco donde nacía la escalera de caracol por la cual se bajaba a la bodega. Al asomarnos, fuimos recibidos por una vaharada de olor pestilente.

—Está por ahí…, tiene que estar por ahí abajo, lo intuyo —dijo la muchacha, señalando a los primeros peldaños.

—Es casi seguro que estará en el mismo lugar donde lo descubrimos…, es lo más familiar para él…, ha estado allí todo el tiempo sin que nadie lo supiera —observó su hermano.

Conteniendo el asco que me inspiraba el hedor a putrefacción, fui la primera en bajar, sin soltar la linterna ni la botella, como si se tratara de un preciado talismán protector. Geoffrey le había entregado a Camille la otra botella y él continuaba empuñando la vara. En sus ojos se advertía el brillo de una absoluta determinación. Así, la ondulada escalera me llevó otra vez hasta el frío de tumba de la bodega de la abadía. Bajamos a oscuras, agarrándonos a la pared, pese a la repugnancia que hacía sentir el contacto con las viscosas telarañas, con objeto de reservar lo que quedara de la pila para un momento de necesidad o para ejecutar nuestro ritual de exterminio, pero en cuanto llegamos abajo tuve que recurrir a ella para orientarnos y, sobre todo, evitar caer por uno de los agujeros del suelo. Contuve la respiración durante unos segundos, asqueada por el olor.

Los Fenton me indicaron que era necesario ir más allá del recodo donde los había encontrado la noche anterior; después de hacerlo, sentí un escalofrío, al advertir que la bodega que tenía ante mí era aún más extensa por aquella parte, hasta el punto de que la linterna no bastaba para alumbrar su final, y también al reparar en que había numerosas tumbas sin lápida, en las que sólo figuraba la escueta inscripción de un nombre y un año: el de la persona allí enterrada y la fecha de su fallecimiento.

—Es aquí donde los enterraban antes de…, antes de que llegara ese hombre —balbució Camille.

—¿Está lejos el lugar al que vamos? —pregunté.

—Es en el fondo, hay dos agujeros…, lo descubrimos en uno de ellos; pero le advierto que no resulta fácil bajar…, hay que arrastrarse un buen trecho —me advirtió Geoffrey.

—¿Bajar? ¿Todavía es más profundo este lugar?

—Muchísimo más, y el más ancho lleva a otro grupo de tumbas —repuso el muchacho—. Parecía que se habían propuesto alcanzar el centro de la Tierra…

A medida que nos íbamos aproximando al fondo de la bodega, la sensación de frío fue en aumento, igual que la intensidad del hedor. La presencia de las tumbas alimentaba la idea de que nos hallábamos dentro de una inmensa cripta. Los Fenton habían dicho la verdad: allí había dos agujeros, uno grande como una puerta, y el otro, más estrecho, y cuando observé con la linterna la negrura que se abría tras ellos no recibí a cambio más que la mirada de la oscuridad.

—Es por éste —indicó Geoffrey, apuntando con la vara de fresno a la boca estrecha.

—Sin embargo, que lo encontráramos por ahí no implica forzosamente que haya tenido que volver al mismo lugar… Puede haberse escondido en una de las viejas tumbas que hay en el otro camino. Lo mejor que podríamos hacer es separarnos y registrar ambos a fondo —sugirió Camille.

—No pienso consentirlo. Sería muy arriesgado y, además, sólo disponemos de una vara de fresno —les recordé—. Iremos por el camino que ha apuntado Geoffrey.

—Pues yo creo que se oculta entre las tumbas del otro camino —insistió la muchacha.

Desvié hacia ellos la linterna, haciendo pasar sucesivamente el haz de un rostro a otro, lo cual les hizo parpadear y cerrar los ojos.

—Estaba bien pensado, buscaremos primero por el camino estrecho —dije.

—Déjeme ir delante…, soy yo quien lleva la vara y conozco bien el pasadizo —propuso Geoffrey.

—No, iré yo, debo velar por vuestra seguridad.

El muchacho me tendió de mala gana la vara de fresno y, con ella en una mano y la linterna en la otra, me agaché para entrar por el agujero, seguida por los hermanos, pero tuve que seguir avanzando así hasta que, al cabo de un trecho, debí arrastrarme por el suelo.

—Estoy pensando algo, aunque sé que es inoportuno —oí la voz de Camille detrás de mí—. El abad negro debe protegerse de la luz del día y, por tanto, reposar en la oscuridad; sin embargo, eso no quiere decir que esté dormido y ni siquiera aletargado…, puede estar oculto por aquí, bien despierto. Si es así, nos agredirá. No es la misma situación que la de la otra noche. Entonces estaba muerto

—No digas eso ahora, por favor —dije con voz ronca; era algo que no se me había ocurrido, pero que podía ser factible.

—Le bastará con estar lo más apartado posible de la luz del día —insistió la muchacha.

La posibilidad de que así fuera, unida a lo angosto del espacio por el cual estábamos avanzando, ralentizó mis movimientos.

—Luego llegaremos a una especie de estancia más amplia. Estaba allí —dijo Geoffrey, sin opinar de lo que había apuntado su hermana.

Sus palabras aún sonaban en mis oídos cuando un rugido se propagó por el aire y vi surgir al abad negro del fondo de la oscuridad, cortándonos el paso como si se tratara del proceloso guardián de un mundo de tinieblas. Mejor dicho, vi su cabeza, oculta como siempre bajo la capucha. También se arrastraba en dirección a nosotros y el haz de la linterna cayó sobre él y mostró unos grandes ojos negros como el azabache en los que no se detectaba ni el menor asomo de vida. Cerré los míos al ver sus largos y afilados dientes, y la impresión me hizo dejar caer la linterna, que rodó hasta quedarse iluminando el techo tras haber provocado unos juegos de luz en las paredes. La semioscuridad no me impidió ver que aquel ser seguía viniendo hacia nosotros, emitiendo un sonido gutural. Camille y Geoffrey debieron de quedarse tan asustados como yo porque no fueron capaces de emitir ni un grito. Apreté con fuerza la vara, pero no me moví, fascinada a mi pesar por la figura que tenía ante mí.

—¡Coja la botella…, deprisa! —gritó Geoffrey.

Esas palabras me hicieron reaccionar y, con un rápido movimiento, me hice cargo de ella y derramé su contenido delante de mí, esperando detener con ello el avance de aquel ser, pero ante mi consternación descubrí que la porosa tierra engullía el líquido sin dejar otra huella de su paso que una leve capa de barrillo. El abad negro se hallaba cada vez más cerca de nosotros, y su aliento era tan frío y pútrido que producía náuseas.

No sé de dónde saqué el coraje suficiente para hacer lo que hice: en lugar de esperar su llegada, y sin hacer caso a los gritos con que Geoffrey me pedía que cogiera la otra botella, que entretanto le había pasado su hermana, tomé impulso y, empuñando la vara, fui directamente hacia el abad negro, mientras le pedía al muchacho que se hiciera cargo de la linterna caída e iluminara con ella. Me moví con tanta rapidez que debí de sorprenderlo y, tras apartarle la capucha del rostro, clavé la vara de fresno en su ojo derecho guiándome por lo que permitía ver la luz de la linterna. Lanzó un rugido tanto de dolor como de furia. Sin darle tiempo a reaccionar, extraje la vara y se la clavé en el otro ojo. Esta vez, su rugido fue acompañado por un violento manotazo y noté en la mejilla un contacto como de fuego.

Geoffrey no se quedó quieto: después de pedirme que me aplastara todo lo posible contra el suelo, pasó con agilidad por encima de mi espalda, llevando con él la otra botella de agua, y roció la cabeza del abad negro. Los rugidos aún fueron más impresionantes. El monstruoso ser, que había quedado tendido de bruces, ocultando el rostro y con las manos extendidas, arañaba desesperadamente el suelo con las uñas, que asomaban por los dedos de los guantes negros.

Una especie de rumor sordo y un hilo de tierra que cayó sobre nosotros nos advirtió de que iba a producirse un derrumbamiento del techo del subterráneo. Oí gritar a Camille.

El espacio en el que nos estábamos moviendo apenas nos permitía girar el cuerpo para retroceder, mas lo conseguimos en el preciso momento en que la techumbre empezó a derrumbarse entre nosotros y el cuerpo del abad negro. El temor a quedar encerrados en aquel lugar, condenados a sufrir una muerte lenta por asfixia, nos hizo arrastrarnos con mayor rapidez, en tanto la tierra seguía cayendo del techo. Era horrible avanzar en la más absoluta oscuridad, acompañados por el ruido de los sucesivos desprendimientos de tierra, cada uno de los cuales podía dejarnos encerrados para siempre, compartiendo la tumba del abad negro. La distancia parecía haberse duplicado. Ya no pensaba en el ser que habíamos dejado atrás, sino en salvar nuestras vidas; casi no pude creerlo cuando alcanzamos la salida del subterráneo, con el olor de la tierra metido hasta las entrañas. Incluso mi saliva tenía sabor a tierra. Al salir, me dejé caer de bruces en el suelo sin reprimir el llanto, y los dos hermanos se abrazaron a mí, llorando también.