La inocencia devuelve la vida

Los hermosos versos de Gérard de Nerval no surgieron solos en mi mente: lo hicieron acompañados por el recuerdo de Geoffrey y Camille Fenton, en quienes no había vuelto a pensar esa noche por culpa del feroz asedio al que acababa de verme sometida en el Hampton College. Sin embargo, seguían estando en su casa, expuestos al peligro. Eso me hizo sentir una punzada de remordimiento. Mi olvido era imperdonable. ¿De qué modo les habría afectado el renacimiento del abad negro? ¿Habrían sufrido alguna agresión por parte de aquel ser? Cualquier cosa parecía posible en esa noche terrible, que iba a suponer la culminación de las noches que la habían precedido desde mi llegada a la ciudad. Yo temía por mí, pero sentía también una gran preocupación por la suerte que podían haber corrido los dos hermanos, e incluso su tía, ocupantes de otra vivienda aislada en aquel lugar de pesadilla.

La tormenta me acompañó hasta casa. Mi primera intención después de haber pensado en los Fenton había sido seguir hasta la suya, pero decidí llamarles por teléfono para salir cuanto antes de dudas.

Sin cambiarme de ropa ni dar la luz del recibidor, descolgué el auricular y marqué su número tras haberlo buscado con torpeza en mi agenda, la cual resbaló de mis manos y fue a parar al suelo. No sólo no me agaché a recogerla sino que, exasperada, la envié con el pie a un rincón. Estaba tan nerviosa que antes de marcar no me había detenido a comprobar si había línea, pero me tranquilizó oír el familiar sonido del timbre. Estuve escuchando las sucesivas llamadas, y cuando ya creía que no iban a responder, Geoffrey se puso al teléfono. Su voz sonaba titubeante, como si tuviera miedo de contestar.

—¿Estáis bien? Soy Miss Boyle.

El muchacho guardó silencio y su respiración entrecortada me indicó que estaba llorando. En su lugar percibí la voz de Camille.

—¿Puede venir a casa? Nuestra tía ha tenido que hacer un viaje urgente…, estamos solos y Geoffrey tiene miedo.

Creí detectar una vacilación en ella.

—¿Sólo Geoffrey tiene miedo? —inquirí.

—¿Qué está insinuando?

—Me ha parecido que estás asustada.

—Digamos que no estoy tranquila. Geoffrey todavía no se encuentra bien y ya le he comentado que estamos solos… Hace un rato hemos oído unos ruidos en el jardín.

—¿No habéis avisado a la policía?

—¡Para qué!

Su tono era tan despectivo que me confirmó que sabía mucho más de lo que estaba dando a entender: si hasta entonces no habían telefoneado a la policía, quizá se debía a que eran conscientes de que ésta no podía hacer nada contra el abad negro, aparte de dar por supuesto que no les creerían.

—No os mováis de ahí, iré enseguida a reunirme con vosotros —le dije.

—Por favor, no tarde. Creo…, creo que a Geoffrey le ha vuelto la fiebre.

Era la primera vez que la oía solicitar un favor, y en su voz no quedaba ni rastro de la altanería y suficiencia que tanto me habían desagradado. Parecía al fin una persona vulnerable. Me aseguré de que seguía lloviendo y antes de salir me cambié de ropa, pues la que vestía estaba completamente empapada. La situación tenía algo de absurda: ¡temía pillar un resfriado cuando estaba en juego la vida de todos nosotros! Atravesé el jardín y fui corriendo a la casa de los Fenton, más atenta a la lluvia que a los charcos por los que iba chapoteando en mi camino. Poco antes había tenido la confirmación de que era cierto que el agua paralizaba al abad negro —o lo hacía menos poderoso—, pero aun así el escepticismo trataba de abrirse paso en mi mente susurrando a mi oído que aquello no era posible y debía mirarlo con los ojos de la razón. Sin embargo, acababa de verlo, no se trataba de un fenómeno de autosugestión. Más todavía: gracias a ello seguía estando viva. Camille vino a abrir la puerta del jardín llevando un paraguas blanco que destacaba en la oscuridad con un fulgor fantasmal. Sin decir nada me dejó entrar, volvió a cerrarla con llave y echó a correr hacia la casa, por lo que tuve que seguirla deprisa.

Geoffrey estaba sentado en un sofá del vestíbulo. Tenía el rostro lívido y la bata casera que vestía lo hacía parecer mayor; en sus ojos había huellas de un llanto reciente. Se levantó al verme entrar para venir a estrecharse contra mí, casi tembloroso.

—Tiene que protegernos, Miss Boyle —me pidió.

—Tranquilo, lo haré —le aseguré, tratando de mostrar más convicción de la que sentía: ¿cómo podría ayudarles si ni siquiera había podido ayudarme a mí misma en el Hampton?—. Pero he sido yo quien os ha telefoneado…, ¿qué pensabais hacer si no hubiera venido?

—Precisamente acabábamos de decidir llamarla para pedirle que viniera —repuso la muchacha.

Daba la impresión de estar más tranquila que su hermano, pero su huidiza mirada y sus gestos denotaban que estaba poseída por la misma inquietud. Se había apoyado contra la pared, junto a la puerta, y se notaban los esfuerzos que hacía para controlar el ritmo de su respiración. Entonces reparé en que estábamos hablando como si diéramos por sobreentendido que la amenaza que pesaba sobre nosotros provenía del abad negro y, hasta ese momento, ninguno de los tres habíamos hecho la menor referencia a él.

—¿Lo habéis visto? —les pregunté.

—¿A quién?

—Es inútil seguir disimulando: hablo del abad negro.

—Sí —contestó en voz baja Geoffrey, mirando al suelo—. Lo he visto en el jardín antes de que empezara a llover.

—¿Cuánto tiempo antes? —quise saber, pensando en lo que había sucedido en el Hampton College: aún podía ver ante mí los cuerpos desangrados y sin ojos de Mrs. Gregson y Dick Higgins.

—Una hora, quizá un poco más —repuso con voz débil.

—Y ¿cómo sabes que se trataba de él?

—Nosotros lo devolvimos a la vida.

Aquellas palabras, dichas con sencillez, como si estuviéramos manteniendo una conversación normal a la hora del té, me provocaron un escalofrío, como suele suceder cuando lo insólito se manifiesta en nuestra cotidianidad. Ahora todo adquiría sentido: la actitud que mantenían ambos, sus frecuentes visitas a la abadía por las noches, el miedo que habían mostrado cuando los encontré en la bodega de ese lugar y, por encima de todo, la rara predicción que, según constaba en el cuaderno de Stanley Fenton, había formulado el abad negro. ¿Cómo podía saber éste siglo y medio atrás, que la inocencia le devolvería la vida algún día? Y aunque por fin le encontraba un sentido, me parecía increíble y espantoso.

—Debéis explicármelo con detalle —les exigí con voz ronca.

—Ahora no —apuntó la joven—. El abad negro reaparecerá en cuanto cese la lluvia. Hay que pensar algo…

—Lo mejor que podemos hacer es ir a refugiarnos en la ciudad; no sé, quizá podríamos alquilar una habitación en un hotel; así, al menos, no quedaremos aislados en un lugar tan solitario.

—¿Y cómo vamos a ir con esta lluvia? —inquirió Geoffrey—. La ciudad está demasiado lejos, no podemos ir andando hasta allí. Y si mientras tanto dejara de llover, el abad negro podría reaparecer…, nos sorprendería en el camino.

—Voy a pedir por teléfono un taxi —repuse; lamentaba no haber llevado a cabo mi propósito de alquilar un coche para utilizarlo durante el tiempo que estuviera viviendo en Stoney, porque de ese modo habríamos resuelto el problema.

—Pues ya puede darse prisa…, está dejando de llover —dijo Camille, que había ido a mirar por una de las ventanas del recibidor.

No esperé para ir a asomarme yo también; en efecto, la lluvia parecía ceder y apenas se oían sus monótonos golpes contra la gravilla y las plantas y flores del jardín. La perspectiva no podía ser peor; de seguir así, no tardaríamos en recibir la visita del abad negro. Les pregunté dónde estaban el teléfono y la guía, y fui al rincón de la estancia que indicaron. Pasé con nerviosismo las hojas buscando el servicio de taxis.

—¡Dese prisa, creo que ha dejado de llover del todo! —me urgió Camille.

Cuando por fin di con él, marqué el número, mas nadie atendió la llamada. Fue inútil que lo dejara sonar repetidamente. Estaba sucediendo lo mismo que en Londres los días de lluvia: resultaba imposible encontrar un taxi; noté cómo una creciente sensación de inquietud se iba apoderando de mí.

—¿Vuestra tía no tiene coche? —mi voz sonó histérica a mis propios oídos.

Los dos hermanos se intercambiaron una mirada entre recelosa y cómplice, como si en lugar de haberles preguntado eso hubiera querido enterarme de un secreto familiar.

—Sí, está en el garaje, pero hace meses que no lo usa porque tiene una grave avería —respondió Camille.

Me sentía como si estuviera encerrada en un sitio incomunicado con el resto del mundo, sin posibilidad alguna de moverme de él, y no sabía qué hacer. El silencio que había dejado la lluvia tras ella era exasperante: pesaba en el aire, tenía algo de amenazador. La impaciencia y el nerviosismo me empujaron de nuevo hacia la ventana. A pesar de que seguía relampagueando, no llovía y, aunque no había luna, se advertía el brillo húmedo de las plantas como una suerte de baba siniestra.

—Es posible que sólo deje de llover unos minutos —apuntó Geoffrey—, las tormentas suelen durar bastante por aquí.

Tuve que contenerme para no descargar mi ira contra ellos. ¿Qué demonios habían hecho en la abadía? ¿Cuándo y por qué se les había ocurrido la idea de volver a la vida al abad negro? ¿Y cómo lo habían logrado? ¡Todo era tan absurdo…, tan anómalo!

—Fue con la sangre de mi mano, me hice un corte…, necesita la sangre para vivir —me explicó el muchacho, quien parecía haber leído mi pensamiento.

—Dejemos eso para luego —dije—. Hay que hacer algo para marcharnos de esta casa. No llueve…, ¿es que no lo veis?

De manera impulsiva volví a marcar el número del servicio de taxis y esta vez tuve suerte, ya que recibí respuesta. El hombre que me atendió repitió la dirección que yo le había dado.

—Venga lo más rápido posible, por favor, es una urgencia —le insté.

A pesar del resultado positivo de la llamada, Geoffrey y Camille se miraron inquietos. No hacía falta estudiarlos mucho para percibir su preocupación.

La espera del taxi se hizo angustiosa. Habíamos apagado las luces de la casa con objeto de no delatar nuestra presencia en ella, y no nos atrevíamos a salir al porche ni, menos aún, a aguardar en la carretera la llegada del vehículo solicitado. Oprimidos por el espeso silencio que se había creado después de la lluvia, nos limitamos a asomarnos de vez en cuando a la ventana con temor y moviendo levemente la cortina para escrutar en las sombras. Nada alteraba la quietud que pesaba sobre la casa y el jardín, y la noche parecía tener años de vejez; yo tenía la impresión de que el tiempo había retrocedido hasta los días de Stanley Fenton, como si me encontrara viviendo en el siglo veintiuno una aterradora aventura del diecinueve.

Me esforcé por pensar en otras cosas; cualquier tema, siempre y cuando eludiera lo sucedido en el Hampton, cuyo recuerdo aún me llenaba de horror: la ausencia de la tía de los muchachos y las semejanzas y diferencias de aquella casa con respecto a la que me había asignado Mrs. Gregson; ambas eran curiosamente similares, pero si todo estaba en consonancia con las dimensiones del recibidor, las estancias de ésta debían de tener tres o cuatro veces el tamaño de las mías, lo cual constituía un signo del poderío económico de la familia Fenton. Geoffrey cortó mis pensamientos:

—Tengo una vara escondida en mi dormitorio, la he cortado esta mañana del fresno de nuestro jardín y le he sacado punta con la navaja.

Su hermana le chistó para que guardara silencio. El tictac del reloj de pared me crispaba los nervios, incitándome a mirar una y otra vez por la ventana, ya que no podía estar de pie, sólo pendiente del paso del tiempo, y sin hacer nada más que esperar la llegada del taxi. «No puede tardar mucho», me dije. Fuera seguía habiendo una rara quietud. El repentino sonido de un claxon me hizo dar un respingo.

—El taxi está aquí —dijo innecesariamente Camille; estaba claro que sentía la necesidad de expresarlo en voz alta.

Geoffrey se encargó de abrir pero no le permití que saliera delante. Lo hice yo, después de haberme asegurado de que no advertía ningún movimiento por la oscuridad del jardín. El taxista nos recordó con otra insistente llamada de claxon que estaba esperando. Los dos hermanos salieron detrás de mí, la muchacha cerró y en aquel momento sentí que el sonido de la puerta al ser cerrada significaba algo así como una despedida a la seguridad. Estábamos a poca distancia del taxi, por lo que llegar a él sólo era cuestión de dos o tres minutos, pero en cuanto puse los pies en el jardín me asaltó una impresión de lejanía: había algo en la atmósfera que inspiraba una profunda desconfianza, una especie de vaga hostilidad. Inmediatamente se manifestó el hedor que yo conocía tan bien; surgió al mismo tiempo que un estrépito llegaba a nuestros oídos, semejante al que produciría un coche al ser aplastado, seguido de unos gritos. Aquello reavivó en mí el recuerdo de lo acontecido en el Hampton y, con ello, el intenso miedo que había padecido.

Camille y Geoffrey también gritaron. Si yo no lo hice fue porque las náuseas lo impidieron.

—¡Tenemos que volver adentro! —dije; aunque había pretendido gritar, mis palabras sonaron como un murmullo.

Pero no habría hecho falta que lo dijera: los hermanos habían retrocedido hasta la puerta y Camille trataba de introducir con nerviosismo la llave en la cerradura. Geoffrey miraba continuamente hacia atrás, instándole a abrir. El ruido, también conocido por mí, de una respiración dificultosa se hizo oír desde allí y entendí que el abad negro ya había entrado en el jardín. La joven logró abrir por fin la puerta y nos precipitamos dentro. Lo último que vi antes de cerrarla fue una figura negra erguida entre las plantas: me recordó la representación icónica de la muerte en las antiguas estampas.

—Debemos bajar inmediatamente todas las persianas —ordené—. Como no conozco la casa, yo me encargaré de las de abajo…, vosotros podréis hacerlo mejor que yo con las de arriba. ¡Rápido, no perdáis tiempo! —añadí, elevando la voz al ver que no reaccionaban.

Se habían quedado paralizados en medio de la estancia, mudos de espanto, y tuve que repetírselo hasta que parecieron entender lo que les había dicho, y echaron a correr hacia la escalera. Evitando mirar afuera, bajé las persianas de las dos ventanas del recibidor y a continuación, tropezando con todo tipo de muebles, hice lo mismo en el resto de las habitaciones de la planta, extrañada por que pudiera hacerlo sin sufrir contratiempos; eso confirmaba que el abad negro no tenía prisa por entrar en la casa, ya que estaba seguro de su poder. Cuando fui a descolgar el teléfono con la idea de solicitar ayuda, descubrí con desaliento lo que temía: no había línea.

Camille y Geoffrey no tardaron en bajar. Estaban sobreexcitados, lo cual se hacía notar en su respiración y en la incoherencia con que se expresaban; más que hablar, balbuceaban. A duras penas conseguí entenderles cuando me informaron de que no había luz en la casa.

—Lo sé, y tampoco funciona el teléfono…, estamos aislados —les dije.

Después de tanta actividad nos quedamos de pie completamente inmóviles, como si eso nos hubiera vaciado y no supiéramos qué otras cosas podíamos hacer para protegernos. Si sólo nos hubiésemos dejado guiar por el silencio, habríamos imaginado que no sucedía nada y que en la casa y fuera de ella no había nadie más aparte de nosotros, pero los tres sabíamos que se trataba de una apariencia de calma. Un golpe contra una de las ventanas del recibidor confirmó que el abad negro se hallaba al otro lado. La reacción de Geoffrey y Camille fue acercarse a mí. Enseguida oímos crujir la madera, sonido al que siguió el de la rotura del cristal.

Mi reciente experiencia en el Hampton College me había enseñado que no había obstáculos para el abad negro a la hora de entrar en cualquier lugar; si la gruesa puerta de un aula no había servido de contención contra él, ¿qué no sucedería con una sencilla persiana y un frágil vidrio? Era mejor no pensar en ello.

—En el dormitorio de nuestra tía hay una pistola, es de papá —oí que decía el muchacho.

—Geoffrey…, sabes que con una pistola no podemos hacer nada…, no digas tonterías —le reprochó su hermana.

Los golpes sonaban de una forma terrible, cada vez más fuertes. La persiana parecía estar ya a punto de romperse y una lluvia de fragmentos de cristal iba adornando el suelo como las cuentas de una gargantilla rota.

—Tengo la boca seca, bebería un poco de agua… —dijo Geoffrey.

—¡Calla! —le ordenó Camille.

La queja del muchacho hizo que se me ocurriera una solución desesperada: si la lluvia había conseguido paralizar al abad negro, ¿no sucedería lo mismo con el agua?

—Abriremos los grifos de la cocina y del cuarto de baño —propuse—, a ver si tenemos tiempo de que el agua inunde el suelo del recibidor…, quizá eso le impida moverse por dentro de la casa. Luego, nos ocultaremos en alguna parte.

Aún no había acabado de exponer mi ocurrencia cuando Camille y Geoffrey se dirigieron hacia dos puertas del recibidor que permanecían cerradas; cada uno entró por una de ellas y no tardé en oír el ruido del agua saliendo por los grifos. Antes de ir a ayudarles, miré con desaliento en torno mío: la estancia era demasiado grande para poder inundarla en cuestión de minutos; pocos, porque el abad negro había aumentado la fuerza de sus embestidas y vi cómo una de sus manos enguantadas aparecía a través de la persiana y del cristal rotos.

—¡Llenad un par de botellas de agua o dadme dos de agua mineral, si hay! —les grité a los Fenton.

Geoffrey, asomado a la puerta de la cocina, me entregó dos botellas de agua mineral desprecintadas. Reprimiendo mi pánico, fui a la ventana, por la cual habían surgido ya las dos manos enfundadas en guantes negros, y derramé sobre ellas el contenido de los recipientes. Las manos desaparecieron en el acto, pero no tardé en oír cómo aquel ser arremetía contra la persiana de la otra ventana.

El suelo del recibidor seguía estando seco.

—Ahora empieza a desbordarse la bañera —me informó Camille saliendo del cuarto de baño.

Yo dudaba de que fuéramos a tener tiempo suficiente para ejecutar mi plan, pues los golpes del abad negro eran todavía más fuertes que los anteriores. Los dos hermanos miraron hacia allí.

—Arriba hay otros servicios —me informó Geoffrey—. ¿Le parece bien que suba a abrir los grifos?

—Ya no podemos esperar más —les dije—. Dejad que el agua siga saliendo y vamos a refugiarnos en otra parte…, bajemos al sótano.

—¡No, al sótano no! —gritó Geoffrey.

Al asomarme a la cocina y al cuarto de baño vi que el agua había rebasado el límite del fregadero, la bañera y el lavabo, y, después de llegar al suelo, buscaba salir al recibidor, aunque lo hacía de un modo excesivamente lento, teniendo en cuenta la premura con que necesitábamos que se expandiera. El muchacho había puesto en funcionamiento la lavadora dejándola abierta, y el agua surgía por la portezuela igual que un vómito. En la ventana, los golpes se habían recrudecido y sonaban a mis oídos como un maligno concierto de percusión.

—Dejadlo, vamos al sótano —insistí.

—No podemos ir al sótano —contestó Geoffrey, con el rostro enrojecido por la tensión a la que se estaba viendo sometido.

—¿Por qué demonios no podemos? ¿Se baja por alguna puerta o hay alguna trampilla? —pregunté.

—Nuestro padre suprimió la puerta hace muchos años porque la bodega no se utilizaba, pero en la cocina hay una trampilla —explicó el muchacho con evidente desgana.

—En tal caso, estamos perdiendo el tiempo hablando —dije entrando en la cocina, de donde el agua seguía saliendo en abundancia; de reojo advertí que llegaba ya al recibidor.

Geoffrey señaló una trampilla enrejada que se hallaba situada en un rincón de la cocina.

—Preferiríamos no bajar al sótano; sería una ratonera porque no podríamos movernos de allí; no hay otra salida —dijo Camille, que había entrado detrás de mí.

—¡Escuchadme! ¡Por si no lo sabéis, ese demonio es capaz de desplazarse por el aire! —grité mientras me agachaba para levantar la rejilla, bajo la cual, comprobé, nacía una estrecha escalera de madera; inspiraba poca confianza, y en otras circunstancias no me habría decidido a bajar por ella, por temor a que se rompiera algún peldaño podrido por la humedad—. Ahora, la bodega es el lugar más seguro de esta casa, el único en el que no podrá entrar porque se lo impedirá el agua; si fuéramos arriba, podría llegar hasta nosotros sin tener necesidad de poner los pies en el suelo.

Les indiqué autoritariamente que bajaran delante de mí al oscuro agujero que acababa de abrirse en el suelo de la cocina, y me sorprendió advertir que accedían a regañadientes, como si la bodega les asustara más que la presencia del abad negro. Geoffrey alegó que padecía claustrofobia y Camille se quejó de que no veía nada y de que en aquel lugar había ratas. Para ayudarles, le pasé mi encendedor al muchacho para que iluminara los peldaños y, en cuanto ambos bajaron, lo hice yo, volviendo a colocar después la rejilla tal como estaba. El cierre de la trampilla coincidió con un estrépito y un rugido, los cuales nos advirtieron de que el abad negro había entrado en la casa. Me humedecí los labios secos; también noté reseco el paladar, como le sucedía a Geoffrey. Algunos peldaños crujieron de forma amenazadora bajo mi peso.

—Está aquí —les dije.

El muchacho me entregó el encendedor.

—El plástico quema —comentó.

No tuve ocasión de ver las dimensiones de la bodega, porque la oscuridad era tan densa que no lo permitía, pero apestaba a humedad, a cerrado y a descomposición orgánica. Seguramente Camille tenía razón y aquello debía de estar infestado de ratas. En cambio, sí oía la agitada respiración de los dos hermanos y el sonido del agua saliendo por los grifos encima de nosotros, convertido en un rumor de fondo. Poco después me di cuenta de que también estaba cayendo a mi cabeza a través de la rejilla, y recomendé a Geoffrey y a Camille que se alejaran de allí. Estar en aquel lugar era tanto como hallarnos encerrados en la bodega inundada de un barco, sin posibilidad de salida y rodeados de ratas —cuyos chillidos estaba empezando a oír—, y a pesar de que el agua nos favorecía, tuve la sensación de estar tomando una repugnante ducha de agua sucia.

Arriba, los rugidos provenían de diferentes lugares y eso me hizo suponer que aquel ser debía de estar recorriendo la casa a distancia del suelo —en ese momento era la única forma que tenía de hacerlo—. No tardó en entrar en la cocina. Lo supe gracias al hedor, que se superpuso a la viciada atmósfera de la bodega, provocándome una náusea. Pero tranquilizaba un poco saber que el agua iba a impedirle levantar la rejilla que cerraba la trampilla. Debió de arrojar algún objeto contundente contra ella, pues oímos un fuerte ruido metálico, seguido de un chapoteo. Aplasté cuanto pude mi cuerpo contra la pared.

—Sabe que estamos aquí, pero le hemos hecho imposible que pueda bajar —dije en voz alta.

—Tiene toda la noche por delante, seguro que se le ocurrirá una manera de abrirla —repuso Camille con pesimismo.

—Contamos con el agua a nuestro favor.

—Depende; está cayendo demasiada a través de la rejilla y eso va a impedir que la casa se inunde pronto, en cualquier caso no antes del alba; si parte del agua viene a parar aquí, será más fácil que se anegue primero la bodega —expuso la muchacha con sorprendente frialdad.

—No quiero morir… —musitó débilmente su hermano.

—Nadie quiere morir, Geoffrey, pero es necesario afrontar con realismo la situación…, no vamos a sacar nada lamentándonos —le dijo Camille—. Y la situación es que estamos encerrados aquí abajo, aislados del resto del mundo, y que, o bien el abad negro encontrará la forma de bajar, o el agua inundará este lugar.

—Creo que exageras un poco —juzgué preciso intervenir—. Al ritmo que está cayendo el agua, la bodega no se llenará en toda la noche; en cuanto a que el abad negro pueda bajar, lo dudo, al menos mientras el agua nos proteja: lo hemos imposibilitado para tocar la trampilla y levantarla.

—Podría haber un corte de suministro. Es algo que sucede con frecuencia…, casi nada funciona bien por esta parte de la ciudad, y menos todavía los días que llueve mucho —apuntó Geoffrey.

—Es verdad —corroboró su hermana.

—Dios mío, espero que esta noche no —dije; pero no pude evitar pensar en la deficiente instalación eléctrica: si la del agua era como ella, no sería raro que el muchacho acertara.

Apenas había dicho eso, percibimos el estrépito de varios objetos estrellándose contra la rejilla. Cada golpe hacía que se agitara algo dentro de mí, como si el impacto se notara en todo mi cuerpo, y despertaba un siniestro eco en la bóveda de la bodega. Aquel monstruo continuaba intentando abrir la trampilla, acompañándose de rugidos de furia. Uno de los objetos que había arrojado debía de ser de cristal, porque oí con claridad el chasquido del vidrio, y varios pedazos fueron a parar al suelo de la bodega, mezclados con el agua. La llama del encendedor me permitió verificarlo. A ello le sucedió un rato de calma, durante el cual el agua siguió cayendo por la rejilla, y me pareció que lo hacía en mayor abundancia. Esa calma tornaba más insoportable el olor de la bodega y más tenso el silencio que había detrás del sonido del agua. Enseguida creí oír unos deslizamientos y unos correteos a nuestro alrededor: las ratas, sin duda.

—¿Cómo hicisteis para volver a la vida a ese ser? —les pregunté de repente; hacía varios minutos que estaba pensando en ello para distraer mi mente del asedio y de la posibilidad de un corte de agua, y cuantas más vueltas le daba a su conducta, ésta me resultaba más incomprensible.

—Usted ha leído el cuaderno, ¿no? —inquirió Camille a su vez—. Sabe, por tanto, que Shaverin tenía más libros, aparte del que le dejó a Stanley Fenton. Y cuando murió, pasaron a formar parte de la biblioteca de nuestro antepasado. Todavía están en casa, bien guardados. Los hemos leído a fondo más de una vez. En uno de ellos se explica cómo devolver la vida a un vampiro al que no se ha acabado de destruir. Apuntamos en un papel todos los pasos que había que dar.

Aquel papel debía de ser el que se le había caído a Geoffrey durante nuestra huida de la abadía; por eso se había preocupado de recogerlo rápidamente del suelo.

—¿No crees que lo consiguiera Stanley?

—Si hubiera sido así, figuraría por escrito en el cuaderno, y éste no acaba, o mejor dicho, termina bruscamente, lo cual es una señal de fracaso. Era lógico sospechar que no lo había logrado. De ser así, el cuerpo del abad negro debía de encontrarse desde aquel tiempo en alguna parte del subsuelo de la abadía, esperando.

Esperando… ¡Con qué calma e ingenuidad había pronunciado esa palabra! ¡Cuánto horror se ocultaba tras ella!

—¿Y por qué lo habéis hecho?

—Para nosotros era como un desafío…, queríamos saber hasta dónde puede ser cierta una leyenda, cuánto hay de real y de imaginario. Era emocionante estar ante una leyenda que afectaba a nuestra familia.

—En realidad, estábamos hartos de que la gente se burlara de las leyendas y no creyera en la existencia de seres de la noche —intervino Geoffrey—. Usted y nosotros sabemos que existen. Pero es difícil convencer a los escépticos. Había que encontrar el cuerpo y, a continuación, derramar sangre humana en los ojos del muerto mientras se pronuncian unas palabras rituales… Lo más difícil ha sido encontrar el cuerpo, eso nos ha llevado mucho tiempo…, muchas noches; ha sido más de un año de búsqueda.

—Y vuestra tía ¿no se ha enterado de vuestras excursiones nocturnas?

No contestaron a eso.

—Seguramente ni siquiera os planteasteis pensar en las consecuencias de lo que hacíais… —dije.

—Nos dimos cuenta en cuanto vimos cómo rebullía la sangre en las cuencas vacías de los ojos del abad…, pero ya era demasiado tarde —repuso Geoffrey con tono contrito.

No pudimos seguir hablando, porque un sonido metálico semejante a una llamada atrajo nuestra atención hacia la rejilla, y para comprobar qué lo había producido no tuve más remedio que recurrir de nuevo al encendedor. Entre el agua asomaba un trozo de cuerda de cuyo cabo pendía un hierro retorcido al modo de un garfio. La cuerda subió hasta tropezar con la rejilla y alguien —sólo podía ser el abad negro— comenzó a tirar de ésta con el garfio.

¡Estaba tratando de abrirla para bajar a la bodega!

Resbalando en el agua que caía incesantemente sobre la escalera de madera, reavivando su suciedad, subí sin vacilar hasta situarme debajo de la boca de la rejilla, donde recibí en pleno rostro una fétida vaharada, y apliqué la llama a la cuerda. El agua la apagó más de una vez, pero protegiéndola con la mano izquierda conseguí desprender el garfio, que cayó cerca de mí, y volví al lado de Geoffrey y Camille.

—Esperemos que no vuelva a intentarlo —dije—. ¿No habrá en esta maldita bodega una linterna o una vela?

—Ya le hemos dicho que hace mucho tiempo que nadie la usa; no recuerdo haber bajado ni una sola vez —repuso la muchacha.

—Tiene que haber forzosamente algo…, no puedo soportar por más tiempo esta oscuridad… ¿Sabéis si la bodega es muy grande?

—Bastante —contestó Geoffrey.

—¿No habéis dicho que nadie la usaba? ¿Cómo puedes saberlo?

—Se lo oímos comentar a nuestro padre —dijo Camille.

—Pues en tal caso habría que explorarla; es posible que haya otro lugar más seguro donde ocultarnos —pensé en voz alta.

—Si nos quedamos aquí, sabremos mejor lo que sucede ahí arriba: podemos oír los ruidos en la trampilla —alegó la muchacha.

Aunque reconocí que no le faltaba razón, me disgustaba seguir allí. Por una parte, me parecía mejor permanecer atentos a las artimañas de aquel ser para abrir la trampilla, si bien arriesgándonos a que lo lograra y eso hiciera la fuga imposible; pero, por otra, tenía la confianza de que si recorríamos la bodega encontraríamos algún escondite. Me decidí por lo segundo.

—Vamos a ver qué hay por aquí —dije con un tono que les daba a entender que no admitía discusión.

Con el encendedor en la mano y chapoteando por el agua acumulada en el suelo, que era mucha más de lo que creía, abrí la marcha hacia el fondo de la bodega. Tuvimos que pasar por un pequeño arco ovalado de piedra, a través del cual se accedía a una estancia de grandes dimensiones, en la que el olor a humedad, a cerrado y a descomposición estaba acentuado, si cabe. Por todas partes había cajas, viejos sacos deshilachados e incluso sillas rotas. Unas ratas buscaban refugio desesperadamente en unos agujeros de la pared. Una estantería vacía testimoniaba que alguna vez debió de servir como depósito de botellas; en otra pared había una puerta. Por fortuna encontré también un paquete de velas cubiertas de telarañas.

—Estarán podridas, no servirán —apuntó Camille.

Eso podía ser cierto, pero no quise dejarlas allí sin comprobarlo. Después de limpiar con las manos las telarañas, me hice con una de las velas y, en contra de lo que esperaba, la llama del encendedor prendió el pábilo. Hubo un sordo chisporroteo y un hilo de humo esparció por el aire un olor a cera vieja, en mal estado; de esa manera pude contemplar con detenimiento lo que nos rodeaba, sin olvidar por ello la amenaza que seguía latente al otro lado de la trampilla, ni el agua, que ya cubría nuestros pies.

La bodega era aún mayor de lo que me había parecido al examinarla con el encendedor y, aparte de varios agujeros, por los que habían huido las ratas, tenía al fondo una especie de cueva excavada en la pared, cuya boca era más ancha por la parte superior que por la inferior, en forma de cono invertido, y permitía el paso de una persona no demasiado gruesa, siempre que lo hiciera encaramándose. Camille y Geoffrey me observaban en silencio, pendientes de mis movimientos.

—Es una bodega bastante peculiar —dije—. No es frecuente encontrar una cueva en un sitio de este tipo; es…, es como… —titubeé, buscando las palabras exactas—. Parece como si estuviera comunicada con otro lugar.

—Lo del agujero es fácil de explicar —dijo Camille—. Nuestro padre nos lo contó también: durante la Segunda Guerra Mundial la familia hizo construir un refugio antiaéreo y después nadie se molestó en recubrirlo, si bien con el paso del tiempo el acceso se ha hecho más pequeño; a veces pasan esas cosas.

—Es posible —asentí, dubitativa—. ¿Y esa puerta?

—Yo diría que no se puede abrir —intervino Geoffrey—. ¡Mire, Miss Boyle! ¡Es como si las tuberías hubieran reventado!

Se había vuelto para señalar hacia el arco por el cual habíamos entrado, y al mirar hacia allí descubrí que el agua buscaba camino a través de ella y llegaba a la sala donde nos encontrábamos. Estaba avanzando con más rapidez de lo que yo había creído.

—No es para alarmarse —quise tranquilizarlos—. Dudo mucho que esto pueda anegarse en una sola noche.

Un nuevo rugido, más feroz que cualquiera de los que habíamos oído hasta ese momento, nos recordó la presencia del abad negro detrás de la trampilla en el suelo de la cocina. Los dos hermanos volvieron a aproximarse a mí.

—¡Va a abrir la rejilla y bajará! —gritó Camille.

La muchacha parecía haber perdido su aplomo y estaba desencajada; en sus ojos había una mirada de terror.

—Intentemos abrir esa puerta —propuse, cerrando los míos para ahuyentar la imagen del levitante abad negro.

Pero, aunque pusimos todo nuestro empeño en abrirla, al cabo de un rato nos vimos obligados a desistir. Estaba tan hinchada y deformada por la vejez y la humedad que ya había dejado de ser una puerta para convertirse en una prolongación de la pared. El agua se desplazaba con sorprendente y temible rapidez y llegaba casi a nuestras rodillas. La única solución para no mojarnos era colocarnos de pie en alguno de los diversos objetos que había esparcidos por la bodega. Y en el preciso instante en que me disponía a indicárselo a los dos hermanos, percibimos un fortísimo ruido metálico al que siguió un sordo chapoteo.

—La rejilla…, ha conseguido derribar la rejilla —balbució Camille.

Yo también lo temía, mas no quise reconocerlo y me limité a pedirles que guardaran silencio. Primero percibí el hedor que acompañaba al abad negro como una esencia de ultratumba, y luego un sonido que tenía tanto de rugido como de estertor. Todo apuntaba a que aquel ser se encontraba ya dentro de la bodega…, y para llegar hasta nosotros no necesitaría avanzar por el suelo. El corazón me latía con violencia cuando indiqué a los Fenton que corrieran a refugiarse en el agujero del fondo. A pesar de la amenaza del abad negro, no me pasó inadvertido que titubeaban.

—¡Escondeos allí! —grité.

Por fin me obedecieron, pero como no parecían tener demasiada prisa tuve que empujarles uno a uno por las piernas para hacerles entrar cuanto antes a través del agujero. Antes de seguirles, apagué de un soplo la llama de la vela que nos había servido de luz y después hice que ambos tiraran de mí para poder entrar más deprisa. A mi espalda, un silbido rasgó el aire como un cuchillo, y el mefítico olor llegó al interior de la cueva. Por suerte, el hecho de haber apagado la vela me impidió ver la llegada del abad negro: ignoro si habría sido capaz de soportar esa visión.

Camille y Geoffrey se habían quedado cerca de la entrada y apenas dejaban espacio para que pudiera moverme. Cuando les pedí que se internaran más se negaron a ello, alegando que era un espacio demasiado reducido.

—No podemos ni darnos la vuelta —comentó Geoffrey.

—¡Intentadlo al menos! —grité.

Mientras decía eso noté pasar algo cerca de mi brazo y noté una presión en la manga del abrigo. A pesar de la negrura adiviné que se trataba de una de las manos del abad negro. Dadas las características de la boca de la cueva, no podía entrar sin ayuda, porque la parte del suelo era demasiado estrecha, y por ello se proponía atraparme manteniéndose suspendido en el aire. Empujé sin miramiento alguno a uno de los hermanos —no sabría decir a quién— y eso me permitió adentrarme en la oquedad, liberándome del roce. Al mismo tiempo noté cómo el agua cubría ya mis pies y lamenté no haber comprobado la altura de la cueva antes de entrar. Si no era muy alta, corríamos el riesgo de que se inundara, sin poder salir de ella.

Ni los muchachos ni yo decíamos nada, pendientes del otro lado de la boca del agujero, en tanto notábamos cómo el agua, tan fría como si proviniera de un deshielo, iba ganando terreno camino de nuestras rodillas. La situación mostraba una nueva cara: si poco antes el agua desbordada era una ventaja para nosotros, porque impedía al abad negro aproximarse por el suelo, ahora constituía una desventaja, pues podía ahogarnos dentro de aquel agujero; y si yo había contemplado con horror la posibilidad de un corte en el suministro, en ese momento el temor me hizo desear que sucediera.

El silencio nos permitía oír, aparte del sonido creciente del agua, la gutural respiración del abad negro, apostado junto a la boca de la cueva. No costaba mucho imaginarlo suspendido en el aire para evitar que su cuerpo entrara en contacto con el líquido, ni resultaba difícil equiparar aquella bodega con una tumba: ambas estaban en el subsuelo y eran el territorio de la muerte. Camille y Geoffrey habían buscado el apoyo de mis manos y las apretaban con fuerza. Estaban tan heladas como las mías.

Probablemente, el agujero a través del cual seguía expandiéndose el agua permitiría entrar, tarde o temprano, a aquel ser monstruoso, si insistía en conseguirlo; mas para ello haría falta que estuviera seco, ya que, si lo intentaba, el líquido entraría en contacto con sus ropas a causa de lo exiguo del espacio; por ello cambié de opinión y volví a pensar que sería mejor que el agua continuara entrando por allí, aun a riesgo de que eso creara a la larga una situación muy difícil para nosotros.

Por otro lado, la que estábamos viviendo no lo era menos: el abad negro se hallaba suspendido en el aire delante de la boca del agujero, esperando que una debilidad o un descuido por nuestra parte, o la circunstancia de que el agua cesara de afluir, nos pusiera a su alcance, aunque tuviera que arriesgarse. Entretanto, su silbante respiración y el hedor indicaban su apestosa presencia. Llegó un momento en que una y otra se me hicieron tan insoportables que, para lograr que al menos nos llegaran aminoradas, me despojé del abrigo y me aproximé temerariamente a la boca del agujero con el fin de interponer entre aquel ser y nosotros una cortina de separación.

Apenas lo hice, el abrigo desapareció por el otro lado del agujero y noté en el brazo derecho un contacto helado y, al mismo tiempo, ardiente. La llama del encendedor me dejó ver que el abad negro había introducido una de sus manos por el agujero para arañar mi brazo a través de la ropa; todavía llegué a tiempo de ver unas uñas largas emergiendo por los dedos del guante. Dejé escapar un grito, más de sorpresa que de dolor, que fue respondido por otros de Camille y Geoffrey, y por un fuerte rugido del abad negro.

—Vamos más adentro —les pedí a los dos hermanos.

El agua alcanzaba ya nuestras rodillas.

—¡Es nuestra única posibilidad! —les urgí, obligándoles a moverse—. Este demonio no podrá venir a por nosotros mientras siga llegando el agua.

Oí cómo se internaban y, cuando los acompañé, intuí que había algo más en aquella cueva. En ocasiones se habla de la existencia de un sexto sentido que se manifiesta en circunstancias de peligro, y ésa fue la expresión que se me ocurrió. Geoffrey y Camille guardaban un silencio que tenía algo de anómalo. Al moverme en busca de la pared para apoyarme en ella, tropecé con algo y mis manos tantearon en la negrura; al tacto identifiqué un bulto que parecía un ser humano. Ahogando un gemido recurrí una vez más al encendedor y vi ante mí un cadáver, cuyas ropas se habían convertido en harapos corroídos por la humedad; su rostro y sus manos eran poco más que huesos recubiertos de una piel acartonada y cenicienta; lo más llamativo eran sus cabellos, largos y rubios, pero ajados, sin brillo.

—Es tía Catherine —balbució Geoffrey—. Murió…, murió hace un año.

Miré fijamente las cuencas vacías del cadáver.