Horror en el Hampton College

Mis recuerdos de lo que sucedió durante los primeros minutos que siguieron a mi descubrimiento del cadáver son bastante confusos, en correspondencia con mi estado de ánimo. Sólo puedo decir que salí corriendo del jardín para atravesar la carretera, sin cuidado alguno, poniendo en riesgo mi vida a causa del incremento del tráfico a esa hora, y me dirigí al único lugar al que podía acudir en petición de ayuda, el Hampton, donde, con voz entrecortada, le expuse el suceso al portero del turno de día, pidiéndole que avisara cuanto antes a la policía. Los alumnos que pasaban por el hall camino de sus aulas miraban sin disimulo mi expresión descompuesta, sin duda preguntándose qué podía sucederle a la nueva profesora de Literatura llegada de Londres. Ante mi desesperación, el portero, en lugar de llamar a la policía, le pidió a Mrs. Gregson que bajara, porque había surgido un problema.

—¿Es que no me entiende? —grité—. El problema no soy yo, el problema es que hay un hombre muerto en mi casa.

El hombre me miraba como si, en efecto, no me entendiera, y fue su actitud lo que me ayudó a recuperar en parte la calma. La directora no tardó en bajar; su expresión era hosca y tenía el ceño fruncido.

Miss Boyle, ¿a qué se deben esos gritos? —me preguntó, mirando de reojo a los alumnos que se habían detenido cerca de nosotros.

—Al salir de casa he encontrado a alguien muerto en el jardín…, Chris, ese hombre que solía pasear con una Biblia y una botella de whisky. Le habían vaciado los ojos.

—Comprendo —dijo; pero estaba claro que no comprendía; por un instante pensé que la gente del colegio y yo hablábamos idiomas diferentes—. Vamos a subir a mi despacho y, ante todo, cálmese, por favor, los alumnos nos están observando… ¿Ha llamado a la policía?

—Mi teléfono no funciona.

—Funcionaba —dijo—. Me encargué en persona de que la casa estuviera en condiciones para que usted pudiera habitarla.

—¡Pues ahora no funciona! —repuse, exasperada.

Mientras hablábamos, habíamos subido a su despacho, sin hacer ningún caso de las miradas de los alumnos, y una vez dentro de él se sentó, indicándome que hiciera lo mismo. Sin embargo, no había en ella ni el menor asomo de cordialidad.

—Voy a pedir a cafetería que suban una tila —dijo, descolgando el teléfono para marcar un número interior—. Eso le ayudará a tranquilizarse.

Casi como en sueños la oí pedir la infusión con voz autoritaria. Al colgar, las arrugas de su entrecejo se habían hecho más profundas.

—Ahora ya debe contármelo todo, no están presentes las chicas y los chicos —me ordenó.

Así lo hice, exponiendo brevemente mis temores acerca del abad negro y de los hermanos Fenton —tuve que hacerlo así, aunque me resultara demasiado complicado resumirlo en tan poco tiempo—, y sólo me interrumpí cuando entró la encargada de la cafetería llevando consigo la infusión. Se quedó mirándonos, como si esperara una explicación, pero Mrs. Gregson le ordenó que nos dejara solas.

—Hay que llamar inmediatamente a la policía —dijo cuando acabé—. Pero, por todos los santos del cielo, ni se le ocurra comentarles nada sobre ese abad negro…, es una locura, se reirían de usted y, de paso, del Hampton College y de todos nosotros.

—¿Por qué iban a reírse?

—No es más que una estúpida leyenda, cuyo sentido algunas gentes han ido deformando con el paso del tiempo —me pareció que estaba oyendo hablar al profesor Angus Craig—. Siempre sucede así. ¿El abad negro? ¿Vampirismo? ¿Pactos demoníacos? ¿Vida eterna? No, no, será mejor para todos que no diga nada.

—¿Quién ha podido matar a ese hombre? ¿Por qué la atrocidad de extraerle los ojos y por qué parecía no tener sangre en el cuerpo? No puedo imaginar a un ser humano capaz de hacer eso —inquirí.

—Eso es competencia de la policía, limítese a explicarles lo sucedido, lo que usted ha visto; no invente nada ni dé vía libre a su imaginación, eso tampoco les ayudaría a investigar —repuso con frialdad Mrs. Gregson.

Me pidió que guardara silencio y, sin alterar su hosca expresión, ella misma telefoneó a la policía. Oyéndola, tuve la impresión de que no estaba hablando de mí sino de otra persona.

—Algo más, Miss Boyle —añadió luego de colgar—. Le pido que no mezcle en esto a esos dos alumnos…, me refiero a los Fenton; no les conviene, tienen un carácter difícil y podría hacerles daño verse involucrados en una historia así; de hecho, es malo hasta para el propio colegio.

—¿Han venido hoy?

—No lo sé, todavía es temprano, no me han pasado la lista de ausencias.

Yo no sólo estaba segura de que habían faltado sino que temía sinceramente por sus vidas, y cada vez me sentía más inquieta.

—Permítame utilizar el teléfono, se lo ruego —le dije buscando mi agenda en el abrigo—. Tengo que saber si están en su casa y cómo se encuentran…

A juzgar por su expresión, me pareció que no accedía muy a gusto, pero no me importó. Marqué el número de los Fenton y esperé impaciente mientras oía la señal de llamada. Ya creía que no iban a responder, cuando reconocí la voz de Camille.

—Hola, Camille, soy Miss Boyle.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea.

—Camille…, ¿sigues ahí? —carraspeé, nerviosa—. Sólo llamo para saber si Geoffrey ya se encuentra bien. No os he visto por el colegio y he pensado que quizá podía seguir enfermo.

—Geoffrey y yo estamos bien, ¿por qué no íbamos a estarlo? —el tono de la muchacha era distante.

—Dime, ¿no habéis visto u oído nada extraño esta noche? —me interesé; vi que la directora me miraba con reprobación—. No ha sido una noche normal.

—¿Es que debíamos haber visto u oído algo? —inquirió Camille, altanera—. Nos acostamos temprano y hemos dormido de un tirón, si es eso lo que desea saber.

A pesar de su tono cortante y de su negativa, creí detectar cierto temor en sus palabras.

—¿No vais a venir al colegio? —le pregunté.

—El médico le recomendó a mi hermano que guardara dos días de reposo y hoy es el segundo; si es necesario, llevaré un justificante firmado por nuestra tía.

Cuando colgué me sentía casi tan preocupada como antes de llamar. Mrs. Gregson continuaba mirándome con aire reprobador, como si esperara que me justificase por haber telefoneado sin necesidad a los Fenton o por haberles insinuado algo de lo que estaba sucediendo. Por supuesto, no lo hice. Ella también guardó silencio y permanecimos ensimismadas hasta que, minutos después, se presentaron dos policías en compañía del portero del colegio.

Eran dos hombres de mediana edad, delgados, de escasos cabellos y rasgos duros, vestidos con gabardinas blancas que se asemejaban a uniformes. Uno de ellos llevaba en la boca una pipa apagada. Mrs. Gregson me presentó, sin ocultar su tensión, indicándoles que yo era quien había descubierto el cuerpo, y se quedaron mirándome, pendientes de mis palabras. Traté de exponer con coherencia lo que había sucedido a lo largo de la noche y mi hallazgo del cadáver, eludiendo lo concerniente a mis sospechas sobre la posible vuelta a la vida del abad negro, no sólo porque así me lo había ordenado la directora sino porque —me di cuenta en esos momentos— no habría sabido explicarlo, y tuve que remontarme hasta el día de mi llegada a la ciudad. Mrs. Gregson escuchaba mis explicaciones sin parpadear apenas. Al concluir, me vi en la necesidad de responder a las preguntas de uno de los policías, ya que el de la pipa se retiró a un rincón de la estancia para telefonear.

—¿No había vuelto a ver a Christopher Newton desde aquella noche en la estación?

—Ha sido la segunda vez que lo he visto desde que vine.

—¿Se le ocurre alguna razón para que estuviese por la noche en el jardín de su casa? Conocíamos a ese hombre desde hacía años y hasta ahora nunca se había metido en ninguna casa ajena.

—Desde luego que no, la noche de mi llegada apenas intercambiamos unas palabras; era un desconocido para mí.

—En tal caso…, ¿por qué cree que llamó a su puerta para dejarle una Biblia? No parece una conducta coherente.

Mrs. Gregson entornó los ojos hasta formar con ellos una fina línea; en ese momento nadie habría sabido de qué color eran.

—No tengo ni idea —repuse mordiéndome los labios—, pero, por lo que sé, ese hombre no se distinguía por su coherencia.

El policía me hizo repetir algunas declaraciones, sobre todo aquéllas en las cuales su compañero no había estado presente a causa del teléfono, y ambos me pidieron que los acompañara a mi casa. Mrs. Gregson vino con nosotros hasta la puerta del colegio. Por sus titubeos era evidente que no sabía si sus responsabilidades terminaban allí. Fue uno de los policías quien la ayudó a salir de dudas diciéndole que de momento habían terminado su labor.

—Aunque el Hampton se encuentra bastante cerca de la casa, el suceso no ha tenido lugar aquí —comentó.

—Hágame un favor —le dije a Mrs. Gregson como despedida—. Avise para que reparen la línea de mi teléfono.

—Supongo que después de lo sucedido no podremos contar con usted para las clases de hoy —dijo ella.

—Supone bien; no estoy en condiciones —repuse con sequedad.

La directora nos vio subir al coche de la policía, aparcado en la entrada del colegio, sin variar su expresión preocupada. Aunque no dijo nada, se notaba que habría venido a gusto con nosotros, probablemente con la intención de cerciorarse de que yo no comprometía el nombre del Hampton, pero no pudo hacer más que asentir y quedarse mirando nuestra marcha desde la puerta. El inspector que conducía el coche no se molestó en dar la vuelta por la carretera para tomar la dirección correcta hacia la casa sino que, aprovechando que no venía ningún vehículo, cometió dos infracciones, pasando directamente de un carril a otro y haciéndolo ir en dirección contraria. Se detuvo junto a la casa, donde había aparcado otro coche policial con un par de agentes uniformados esperando fuera, y no hizo falta que nadie me indicara lo que debía hacer. Controlando como pude el temblor de las manos, abrí la puerta y dejé entrar a los policías y a sus compañeros, quienes miraron pensativamente la niebla que seguía cubriendo el jardín.

—El cuerpo está por ahí —les indiqué, señalando el lugar donde lo había encontrado.

Desde lejos distinguí el bulto caído en tierra. Me había hecho el propósito de cerrar los ojos para no verlo, pero no pude: aquella alteración del color del jardín ejercía sobre mí un atractivo morboso, igual que si un objeto extraño se hubiera introducido fantásticamente en un cuadro conocido, alterándolo para siempre, dejándolo irreconocible para los expertos y aficionados del futuro. Los policías se agacharon a examinarlo y pude oír algunos comentarios, los cuales no hicieron sino confirmar lo que sabía: le habían extraído los ojos y el cuerpo parecía desangrado. Uno de los inspectores que había ido al Hampton volvió a hacer uso del teléfono. El resto de lo que hicieron allí pasó a formar parte de la misma pesadilla: llegaron otros hombres, entre ellos el forense, y el jardín quedó invadido de extraños. Observé cómo ejecutaban el ritual de cubrir el cadáver y buscar huellas a su alrededor, por el suelo, y poco después levantaron el cuerpo.

—¿No tiene nada más que contarnos? —preguntó el mismo que me había interrogado—. ¿Algo que anoche le llamara especialmente la atención, alguna cosa diferente a otras noches?

—Le he dicho todo lo que sé, inspector —repuse evitando mirarle a los ojos.

—Bien. Me temo que tendremos que molestarla más de una vez; es posible que deba venir mañana o pasado a la comisaría. ¿Quiere que deje a un agente vigilando esta noche la casa?

—¿Por qué lo dice? —inquirí tras un titubeo.

—¿No tiene miedo de que el asesino pueda volver por aquí?

Negué con la cabeza.

—Se lo agradezco, pero no lo creo necesario —añadí, tratando de mostrar más convicción de la que realmente sentía.

Su expresión no se alteró.

—Como prefiera —dijo—. Sea la hora que fuere, no dude en llamarnos si ve u oye algo extraño, o recuerda un dato que pueda ser importante y ahora le haya pasado por alto. Daré orden en comisaría para que se preocupen de que la línea telefónica le sea restablecida cuanto antes… ¿Quiere que la llevemos a alguna parte o va a quedarse en casa?

—Si lo que pretende es saber si tengo la intención de ir a algún sitio, no, voy a quedarme aquí.

El inspector sonrió sin asomo de cordialidad e indicó a sus compañeros que podían marcharse. Volví a quedarme sola en el jardín. La niebla había cedido un poco y pude ver con nitidez todo cuanto me rodeaba, mas eso no bastó para tranquilizarme: aquel sitio me parecía cada vez menos familiar y más extraño y hostil. Fui hacia el porche sumida en un océano de confusión; aún no sabía explicarme por qué había hecho caso a Mrs. Gregson, callando lo concerniente a los Fenton y al abad negro, y sobre todo no podía encontrar la razón que me había llevado a rechazar la vigilancia —la protección— de un policía durante la noche. Quizá se debía a que, en el fondo, yo también deseaba evitar que Geoffrey y Camille pudieran verse afectados por la investigación policial, creyendo que ésta podría perjudicarles.

Después de tomar una ducha repasé detenidamente el ejemplar de la Biblia que me había dejado Chris, y lo cierto es que me decepcionó no hallar ninguna otra nota dentro del libro ni textos subrayados para llamar mi atención. Aquel hombre debía de haberla depositado ante la puerta de la casa porque debía de tener confianza en su poder para ahuyentar a los seres de las tinieblas. Probablemente, como protección contra el abad negro… En cuanto a la nota, había sido escrita con una letra bella y cuidada, que resultaba, cuando menos, sorprendente en un hombre sobre quien pesaba la fama de ser un borracho y un vagabundo, pero por más vueltas que le di no encontré otra explicación que la misma que se me había ocurrido al leerla por primera vez: una advertencia del peligro que representaban la zona muerta, el viejo cementerio, la abadía abandonada y el abad negro.

No tenía ganas de leer ni de escuchar música y me tumbé vestida mirando al techo. Cuanto más reflexionaba sobre lo sucedido, tanto más desconcertada me sentía, hasta el punto de que enseguida me asaltó un dolor de cabeza. Y como había dormido mal por la noche, poco a poco fui cayendo en brazos del sueño, víctima de un sopor de plomo que no me deparó ningún sueño.

Desperté pasadas las cuatro, todavía dolorida. Me preparé algo de comida, no por apetito, sino porque quería tomar un analgésico y, para ello, no debía tener el estómago vacío; después de comprobar que el teléfono seguía sin línea, pasé la tarde leyendo y corrigiendo en silencio mis apuntes.

La noche me sorprendió en mi mesa de despacho, en medio de una quietud que apenas se diferenciaba en leves matices de la que había reinado la noche anterior. Al mirar por la ventana, vi que la niebla se había disipado del todo y que el jardín estaba quieto y envuelto por las sombras. El mutismo de la línea telefónica empezaba a inquietarme, pues me repugnaba la idea de pasar otra noche aislada en la casa y con el crimen todavía reciente, y ya lamentaba no haber aceptado el ofrecimiento del inspector. Por ello, volví a comprobar el estado de la línea. Me sobresaltó el sonido del teléfono en el preciso momento en que mi mano se posaba sobre el auricular, y tardé un poco en contestar. Era Mrs. Gregson.

—Buenas noches, Miss Boyle, celebro que ya tenga reparada la línea… Puse énfasis en que lo hicieran a lo largo del día.

—Sí, al menos el teléfono funciona. Si llama para preguntarme cómo me ha ido con la policía, puede quedarse tranquila: no he hablado de los hermanos Fenton ni del abad negro —dije con frialdad.

—Querida, no la he llamado por ese motivo. Quería comprobar si respondía al teléfono…, aunque en realidad me gustaría hablar con usted de lo que está sucediendo…, si tiene tiempo, claro está.

—La escucho.

—No son cosas para tratarlas así, a distancia. Sé que lo que le voy a pedir es inhabitual, pero dada la excepcionalidad de los acontecimientos… —se calló y oí su respiración; incluso me sentía capaz de ver su expresión avinagrada—, ¿le importaría venir al Hampton para hablar conmigo? Estoy todavía en mi despacho, también excepcionalmente… Se sale de lo normal, pero, créame, me gustaría hablar con usted sin las premuras de las clases y sin que haya cerca profesores y alumnos, y teniendo en cuenta que esta mañana no ha impartido sus clases…

—Conozco mis obligaciones y tengo la intención de recuperar las horas que he perdido.

—No hará falta, no somos tan estrictos. Había para ello una razón de peso y no será necesario que recupere nada… Un momento…, ¿qué es eso? Acabo de oír algo por abajo… Dese prisa, la espero.

—De acuerdo, estaré ahí en menos de media hora —dije.

No me hice demasiadas preguntas sobre lo que la directora querría tratar conmigo; quizá no sería otra cosa que explicarme la situación familiar de los hermanos Fenton para justificar de esa manera su petición de que no mencionara sus nombres a la policía; podría ser que tuviera mala conciencia… Desconecté el ordenador, me puse el abrigo y salí. En lugar de la niebla había un cielo cubierto que amenazaba con una lluvia inminente, y una cadena de relámpagos cambió durante unos segundos el color de las nubes, inundando de matices violetas el paisaje, a los cuales siguió un trueno. Atravesé el jardín sin dejar de mirar con recelo en torno mío y gané la solitaria carretera. Desde lejos vi parpadear la bombilla del porche del Hampton College. ¿Cuántas bombillas se fundirían cada semana en ese lugar? «¿Por qué demonios no encargan a un experto electricista que se preocupe de dejar bien de una vez la instalación?», me pregunté.

Me detuve antes de llegar, poseída por un repentino malestar que surgió en mí con el apagón definitivo de la bombilla. Contemplé el porche sin luz, el sombrío edificio y sus cerradas ventanas negras, y reparé en que no había dado importancia a las últimas palabras de la directora a propósito de algo que le había llamado la atención mientras hablaba conmigo, lo cual, dado lo que estaba sucediendo, merecía ser tenido en cuenta. Eso no significaba que me arrepintiera de haber salido de casa para ir al Hampton, pero había en el aire algo impreciso que impedía que siguiera avanzando. Miré una vez más la oscura masa del colegio… Si había llegado allí no era para quedarme fuera; además, un nuevo relámpago añadió unos colores espectrales a la negrura de la noche: parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro y estaría mejor dentro del Hampton que fuera.

Seguí andando hasta que mis pies se posaron sobre la escalera. ¿Qué es eso? Acabo de oír algo por abajo, había dicho la directora… Acabo de oír algo… Y yo había colgado el teléfono sin darle importancia. Sin embargo, desde allí no se oía nada, y tampoco percibí ningún rumor cuando me situé ante la puerta de entrada. De noche, el Hampton constituía la antítesis del bullicioso lugar que yo conocía de día; incluso no oía el sonido de mis propios pasos, como si el suelo dispusiera de una mullida alfombra protectora. Me disponía a llamar al timbre, dando por supuesto que Higgins, el vigilante, mantendría la puerta cerrada, pero la empujé y cedió.

El vestíbulo estaba dominado por una oscuridad uniforme, y la luz no llegó cuando pulsé el interruptor. Me extrañaba que el vigilante no hiciera acto de presencia, porque el muelle de la puerta había cerrado ésta con fuerza, provocando un ruido estrepitoso. ¿Era posible que cualquiera pudiese entrar durante la noche en el Hampton sin que Dick Higgins acudiera a ver de quién se trataba? «Cualquiera puede entrar…, cualquiera… —me dije—, también el abad negro». Tampoco veía por ninguna parte a Mrs. Gregson, pero su ausencia me extrañaba menos, porque había dicho que me esperaría en su despacho. Lo anormal, sin embargo, no era eso, sino que el vestíbulo estaba impregnado por un hedor semejante al de la mefítica niebla, como si ésta se hubiera introducido por todas las grietas del edificio y lo hubiese dejado como una señal de su paso antes de desvanecerse.

Me dirigí hacia la escalera, sin poder evitar mirar a mi alrededor, temerosa de ver una sombra despegándose de entre la espesa oscuridad del vestíbulo, y en cuanto llegué al primer peldaño empecé a subir con firmeza. No había luz allí ni en el corredor donde se encontraban las aulas y el despacho de Mrs. Gregson. ¿Sería posible que estuviera esperando a oscuras?

—¡Soy Ada Boyle! —dije en voz alta.

Sólo recibí la respuesta del silencio. Avancé con decisión por el pasillo hasta llegar al despacho de la directora, cuya puerta se hallaba entornada. Dentro no había sino oscuridad, lo cual me hizo pensar que tal vez había acontecido algo de suma importancia que había obligado a Mrs. Gregson a marcharse sin esperar mi llegada.

Mi mano buscó en la pared el interruptor de la luz del despacho. Fue inútil que lo pulsara con el afán de quien necesita con urgencia disponer de luz. En cuanto entré me di cuenta de que había algo anormal en la estancia, y cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad vi a la directora en su sillón, inmóvil, con la cabeza caída sobre la mesa y los brazos colgando desmayadamente a ambos lados, como los de una muñeca descoyuntada. Parecía estar muerta. Para asegurarme de ello, saqué el encendedor y gracias a él pude ver manchas de sangre en el suelo y en la mesa. El corazón me latía con violencia mientras me acercaba a Mrs. Gregson con el fin de comprobar si aún quedaba en ella un soplo de vida, y lancé un grito de horror cuando, al mover su cabeza hacia mí, descubrí la mirada de unos ojos vacíos. Una pincelada violácea alteró la uniforme negrura que se advertía al otro lado de la ventana y, unos segundos después, un trueno hizo vibrar los cristales.

En esos momentos, poseída como estaba por el pánico, me sentía incapaz de razonar. Salí precipitadamente del despacho llevándome las manos a la boca para ahogar un vómito y no seguir gritando, y eché a correr hacia la escalera, envuelta por la funesta oscuridad del pasillo, que se encargaba de duplicar los rincones negros y hacerlos más tenebrosos. Era la segunda vez en el mismo día que me hallaba ante un cadáver al que le habían arrancado los ojos, y mi único pensamiento fue que debía abandonar aquel lugar cuanto antes e ir a refugiarme a casa. ¿Adónde podía ir si no, sola y en un sitio tan aislado? Ni siquiera buscaba un responsable para semejante atrocidad —que no podía ser obra de un ser humano—, ni me cuestionaba la idea de que la casa fuera tan segura como creía, ni tampoco se me ocurrió ir en busca del portero para recabar su ayuda: sólo quería salir de ese lugar de muerte, huir de la visión de aquellas cuencas vacías, olvidar las últimas palabras que había oído pronunciar a Mrs. Gregson:

¿Qué es eso? Acabo de oír algo por abajo…

Aunque no me había fijado el propósito de buscar a Higgins, lo encontré al llegar al nacimiento de la escalera, en un rincón a la derecha del hueco. Antes no había reparado en él y ahora, sin embargo, parecía reclamar mi atención. Yacía boca arriba en el suelo, en una postura grotesca, como otro muñeco roto, y le faltaban los ojos, igual que a Mrs. Gregson y a Chris. Esta vez la visión no me hizo gritar, quizá porque el impacto emocional que me había producido el hallazgo del cadáver de la directora me había dejado sin aliento. Las únicas personas que debía de haber en el Hampton a esas horas habían muerto, y yo me encontraba sola con ellas. Pero… ¿realmente estaba sola?

Ya no pude hacerme otras preguntas porque, en el preciso momento en que me disponía a salir al vestíbulo vi una figura negra y alta, erguida ante la puerta de entrada al colegio en actitud de espera. El hedor se había hecho más intenso. Me quedé mirando, horrorizada, la figura que impedía el paso y, entonces sí, proferí un alarido al ver cómo se elevaba unos palmos del suelo. Las palabras abad negro se impusieron una y otra vez en mi mente al ver levitar a aquella figura negra. Retrocedí hasta alcanzar la escalera y subí los peldaños de dos en dos oyendo detrás de mí un gorgoteo gutural y una respiración silbante, dificultosa. Un trueno ahogó el sonido de mis jadeos.

En cuanto llegué de nuevo al corredor, busqué desesperadamente un lugar donde ocultarme, rechazando la oferta que significaba la puerta abierta del despacho de Mrs. Gregson, pues no sólo no me sentía capaz de compartir la estancia con un cadáver sin ojos, sino que era consciente de que el abad negro había estado antes en ella.

Entré en la primera aula que vi abierta y cerré la puerta con un fuerte golpe, sin olvidarme de echar el pestillo. La hoja de madera no daba la impresión de ser muy resistente, y por eso arrastré un par de pupitres hasta ella formando una especie de parapeto protector. El abad negro golpeó en la puerta cuando estaba colocando el segundo. Sus golpes eran tan fuertes que casi provocaban aturdimiento, como el rumor del oleaje en el oído de un náufrago extenuado. Todavía peores que los golpes eran el gorgoteo gutural y el sonido de su respiración. Una de sus manos enguantadas abrió una brecha en la puerta y asomó por ella engarfiándose en el aire, y comprendí que si seguía golpeando de esa forma no tardaría en entrar. Y yo no tenía otra posibilidad de salir de allí que no fuera a través de la ventana.

Los golpes que aquel ser monstruoso estaba dando sin interrupción en la puerta del aula y los crujidos de la madera, que amenazaba con ceder para permitirle la entrada, no me dejaron otra opción: fui a abrir la ventana. Unas ráfagas de viento me trajeron el olor de la tormenta, superpuesto al hedor de la atmósfera. Apenas dispuse de tiempo para comprobar que la cornisa que rodeaba al edificio por debajo de las ventanas era lo bastante ancha para permitirme caminar por ella. Evitando mirar abajo, me encaramé al alféizar y salí en el momento en que un estrépito indicó que la puerta había cedido a las embestidas del abad negro.

En cuanto me alejé de la ventana, unas gotas de lluvia fría como el hielo me salpicaron al rostro, pero también advertí una presencia en el hueco por el cual yo había salido del aula. El abad estaba asomado allí. La visión resultaba tan sobrecogedora que, pese al vértigo que sentía, traté de eludirla avanzando con rapidez de espaldas a él. Casi prefería morir cayendo de la cornisa que en manos de aquel ser. La lluvia comenzaba a ser intensa y la humedad me hacía resbalar, por lo que mis intentos de alejarme deprisa fueron tan vanos como los que hice por dejar de mirarle.

Para entonces yo había olvidado que acababa de ver en el vestíbulo cómo el abad negro se elevaba unos palmos del suelo, y por eso me pilló por sorpresa verlo salir y quedarse suspendido en el aire como si careciera de gravidez. No tenía más que venir hacia mí para hacerme con facilidad su presa. La sensación de horror me hizo detenerme, abrumada por la idea de que mi vida llegaba a su fin. Y, en efecto, es lo que empezó a hacer. Inmóvil en la cornisa, eludiendo contemplar el vacío que se abría a mis pies, pero sin dejar de mirar al que iba a ser mi asesino, vi con cierta fascinación cómo se desplazaba por el aire, y por primera vez creí entender el significado de la expresión «criaturas de la noche». ¿Será así como las víctimas ven a sus verdugos en el momento en que van a morir?, pensé. Sin embargo, el abad negro no llegó hasta mí. La lluvia se había hecho tan fuerte que resultaba cegadora, y oí cómo el monstruoso ser prorrumpía en unos atronadores rugidos de protesta animal. El hedor había vuelto a apoderarse del aire, pero, ante mi perplejidad, observé que en lugar de acercarse a donde yo estaba se dirigía hacia el suelo, y lo vi desaparecer por una esquina del edificio.

Mi memoria me ayudó a encontrar una explicación para la sorprendente renuncia de aquel monstruo: yo había leído en el cuaderno de Stanley Fenton que el agua ejercía un gran poder sobre los vampiros, hasta el extremo de que podía paralizarlos, y la tormenta había llegado oportunamente en mi ayuda. Mas ¿cuánto tiempo duraría?

Con el rostro bañado por la lluvia, miré al cielo. La tormenta todavía podía durar un buen rato y yo debía aprovechar la inesperada tregua que se me había concedido para huir del colegio y buscar refugio en otro lugar. ¿Habría alguno que fuera seguro? Volví sobre mis pasos con intención de regresar a la ventana, y a través de ella al aula, pero tuve que hacerlo despacio porque la mezcla de agua y suciedad hacían resbaladiza la cornisa, mientras pedía en voz baja que mi aliada, la lluvia, no cesara. Por el momento así era, e incluso llovía más intensamente. Daba la impresión de que el trecho que me separaba de la ventana había aumentado, y me pregunté cómo había podido recorrerlo antes con tanta ligereza.

La prisa y el temor de que dejara de llover parecían haber puesto plomo en mis piernas, pero al fin, no sin dificultad, alcancé la ventana y pude entrar en el aula desierta. En cuanto salí al corredor a través de la puerta destrozada, pensé si no estaría siendo demasiado optimista, pues si bien era cierto que la lluvia había ahuyentado al abad negro, no lo era menos que sólo llovía en el exterior. Dentro del colegio, no.

De repente vi el Hampton College como una trampa, y supe que no estaría a salvo —y eso, además, sólo de forma momentánea— hasta que no me encontrara fuera de él, pues el abad podía haber vuelto a entrar en el colegio huyendo de la lluvia. Quizá me estaba acechando desde las sombras. Por ello, en lugar de avanzar despacio, pendiente de la impenetrable oscuridad que me rodeaba, lo hice corriendo, deseosa de salir de allí. Nunca había bajado tan deprisa por una escalera, ni nunca, tampoco, había corrido tanto para llegar a la salida de un edificio.

Encontré la puerta cerrada con llave, lo cual me provocó un abatimiento pasajero. Si cuando yo había llegado al colegio estaba abierta, eso quería decir que el propio abad negro la había cerrado. Únicamente podía haber sido él, pues tanto Dick Higgins como Mrs. Gregson estaban muertos.

Y si la había cerrado, era porque de ese modo se aseguraba de que yo no podría salir del colegio.

Di unos fuertes golpes en la puerta, como si al otro lado hubiera alguien capaz de abrirla, pero enseguida dejé de hacerlo porque me pareció que con ello estaba llamando la atención del abad negro. Tenía que haber un duplicado de la llave, y sólo podía estar en el cuarto del portero o en uno de los bolsillos de éste. Noté una rara sequedad en la boca y volví a percibir los latidos en mis oídos. El cuarto de Dick Higgins se hallaba junto a la puerta y, en contra de lo que temía, estaba abierto. Una cadena de truenos, tan fuertes que hicieron vibrar las paredes y parecían capaces de derribar el edificio, confirmaron que la tormenta estaba en su apogeo. Con la llamita del encendedor por toda iluminación busqué en los cajones de la mesa y por las paredes. Allí no había llave alguna. En el caso de que existiera, debía de estar en un bolsillo del muerto. La sola idea de tener que ver el cadáver sin ojos y registrarlo, añadida al temor de que el abad estuviera dentro del colegio, casi me provocó un ataque de histeria.

De nuevo tuve que atravesar el vestíbulo para llegar al nacimiento de la escalera. Higgins seguía tendido allí, con la terrible oquedad de sus ojos vacíos, oscura como el edificio sin luz. Dominando a duras penas mi náusea, busqué en los bolsillos de sus ropas pero, por más que lo hice, no encontré ninguna llave. Con el paso del tiempo, mi sensación de estar atrapada en el Hampton iba en aumento. Sabía que el abad negro reaparecería en cuanto acabara de llover, y eso si no se hallaba en alguna parte del colegio…, y yo no encontraba la llave de la puerta. Quizá no había sabido buscarla bien y estaba en el cuarto del vigilante nocturno, pues estaba segura de que Higgins no la llevaba encima. Sólo tenía la posibilidad de volver a intentarlo…

Busqué la llave una vez más en la pequeña estancia, hasta que me convencí definitivamente de que no estaba allí. Aunque seguía oyendo llover con tanta fuerza como antes, fui a la ventana para escrutar el cielo y, al asomarme, vi que sólo un frágil cristal me separaba del exterior, pues no había ningún tipo de barrotes protectores. Sin dudarlo cogí la silla y lo golpeé con ella hasta que se hizo añicos. Los truenos ahogaron el sonido de la rotura. Ya me disponía a saltar cuando un intenso hedor me hizo volverme a mirar hacia atrás: una figura alta y negra se había materializado en el umbral de la puerta del cuarto.

De un salto alcancé el porche. Por suerte, la distancia de la ventana al suelo era escasa y caí de pie sin sufrir ni un golpe, lo cual me permitió llegar rápidamente a la escalera, donde fui recibida por la lluvia. El contacto con el agua me provocó una extraña sensación de euforia, como si se tratara de un baño purificador, y tuve ganas de reír y llorar a la vez. Antes de echar a correr para atravesar la carretera, me volví a mirar el colegio. El abad negro estaba en el porche, protegido de la lluvia, y miraba en mi dirección.

La mente funciona en ocasiones de una manera bastante extraña. Mientras, empapada por la lluvia, cruzaba corriendo la carretera sin vigilar siquiera que pudiera llegar algún vehículo, me acordé de dos versos de una «Quimera» de Gérard de Nerval que había leído semanas atrás: «Va a hacer volver el tiempo el orden de otros días; / la tierra ha tiritado bajo el soplo profético…».