Un intruso en el jardín

En casa me esperaba una llamada telefónica. Desde el porche oí el sonido del timbre, y en cuanto entré en el recibidor corrí a atenderlo sin detenerme ni a desabrochar el abrigo. Tenía la confianza de que fuera Camille para excusarse por su comportamiento, y por eso me decepcionó comprobar que se trataba de un hombre. Tuvo que identificarse, porque de momento no lo reconocí. Era Angus Craig, el profesor de Historia.

—La he visto esta mañana por el colegio y me ha parecido muy sola y, si me lo permite, un tanto desorientada, como si no tuviera vida fuera de su trabajo. Si es así, como creo, debería solicitar ayuda a los amigos —me dijo con cierta insolencia.

—Mister Craig, no le miento si digo que mi problema es justo lo contrario de lo que se imagina: tengo muchas cosas que hacer fuera del colegio y poco tiempo para dedicarles.

—Me ha parecido… —repitió, sin acabar la frase—. Discúlpeme, quizá no he sabido interpretar bien su expresión. A cambio, permita que la invite a comer; si acepta, me sentiré perdonado por mi torpeza.

—Ése era el motivo de su llamada, ¿no? —apunté, sarcástica.

—Lo ha adivinado, es usted muy lista. Deduzco por su tono que la han prevenido contra mí. Se lo digo porque también la he visto hablando con Joan Parker…, esa mujer no me tiene mucha simpatía.

—No puedo ir a comer ahora, ya le he dicho que me espera mucho trabajo —dije.

—En tal caso podríamos cenar. Hay un magnífico restaurante italiano en la ciudad, donde sirven la mejor pasta fresca del país —insistió.

De repente me di cuenta de que se me presentaba una buena oportunidad para hablar a solas con uno de los profesores del Hampton, aunque se tratara de Angus Craig, y poder conocer más datos sobre la leyenda del abad negro y los hermanos Fenton.

—Sí, creo que hoy tendré tiempo para cenar.

Angus Craig no debía de esperar que aceptara su invitación con tal rapidez, ya que tardó unos segundos en responder.

—Estupendo. ¿Le parece que pase a recogerla a las seis y media?

—De acuerdo, estaré preparada. Dígame, ¿cómo ha conseguido mi número de teléfono?

—¿Se olvida de que en secretaría figuran los datos de todos los profesores? Además, no es ningún secreto, es el mismo número que había en la casa antes de que usted viniera.

No pude reprimir una sonrisa imaginando la expresión de Joan Parker si se hubiera enterado de que esa noche yo iba a cenar con el profesor de Historia, sin hacer caso de su advertencia.

Fui a preparar un café con leche y puse en el reproductor portátil el último acto de Tristán e Isolda. Bebí a sorbos, mientras mordisqueaba un sándwich vegetal y abría la carpeta del ordenador donde guardaba los apuntes para mi nuevo libro. Estaba más animada que por la mañana, al ir al colegio, y mucho más que al regreso de mi breve charla con Camille. La posibilidad de conversar con alguien acerca de los temas que me preocupaban hacía que me sintiera también más activa. Y cuando la ópera llegó al final, hice una pausa en el trabajo e impulsivamente puse el disco de nuevo, porque se trataba de una música y un canto que me conmovían hasta las lágrimas y me hacían desear que siempre pudiera vivir con tanta intensidad emotiva. «¿Será cierto que la función del arte es servir de consuelo a la infelicidad de los seres humanos?», me pregunté.

La noche cayó sin darme cuenta del paso del tiempo y tuve que poner mi reloj encima de la mesa con el fin de evitar que la hora de la cita me sorprendiera sin estar preparada. Me vestí con el fondo sonoro de El castillo de Barba Azul, de Bela Bartók, y a las seis y media en punto sonó el timbre de la puerta del jardín.

Aunque no me había percatado de ello hasta el momento de salir al porche, la niebla seguía siendo igual de densa y maloliente que por la mañana. Angus Craig tenía el automóvil parado delante de la casa y vestía un traje oscuro y camisa azul. No llevaba corbata, pero sí un fular del mismo color que la camisa, anudado al cuello.

—Está usted muy guapa —dijo al verme.

Sonreí sin decir nada. Una vez en el coche, hice un comentario a propósito de la niebla y del clima de aquel lugar.

—En primavera es más soportable —dijo Angus—. Ahora tal vez no pueda creerlo, pero incluso llega a ser agradable. Aunque sí, es verdad: desde hace unos días el clima está siendo infernal, peor que otros otoños. Lamento que conozca así nuestra ciudad.

—Sobre todo la niebla, tan hedionda.

Angus Craig me miró de reojo.

—Supongo que no vamos a pasar el rato hablando del tiempo… —sonrió—. Espero algo mejor de una profesora de Literatura.

Calculé que debíamos de estar pasando a la altura de la casa de los Fenton y miré hacia allí, preguntándome que estarían haciendo los dos hermanos, pero mis ojos sólo tropezaron con los obstáculos de la niebla y la oscuridad.

—Tiene razón —sonreí también—. Hablemos de otra cosa. Del colegio, por ejemplo.

—Tampoco figura entre mis temas preferidos —protestó.

—Quizá no, pero me interesa; no olvide que soy una recién llegada y deseo conocer más cosas sobre mi lugar de trabajo —dije.

—Lo comprendo. ¿Qué quiere saber exactamente?

—Prefiero hablar del tema mientras cenamos, será más grato. Además, ya estamos en la ciudad, ¿no?

El coche había entrado en un dédalo de calles estrechas envueltas por la niebla, tras la cual se llegaban a ver las luces de algunas farolas y escaparates. Las pocas personas que había por las aceras caminaban deprisa, como si huyesen de la bruma o estuvieran deseando llegar al lugar al que se dirigían. Angus Craig aparcó el automóvil en un hueco.

—«La Vecchia Toscana» está a cinco minutos de aquí; ha sido milagroso encontrar un sitio donde aparcar, es un restaurante muy solicitado —dijo.

Hicimos a pie y en silencio el recorrido, entre establecimientos que estaban cerrando sus puertas al público o apagando sus luces, y algunos fugitivos del frío que se retiraban a sus casas. «La Vecchia Toscana» parecía un buen restaurante y el ambiente resultaba acogedor, por silencioso. Había varias personas cenando y el maître nos llevó hasta la mesa que el profesor tenía reservada. Tomamos un aperitivo amaro mientras consultábamos la carta, no demasiado extensa. Yo conocía bastante la cocina italiana, pero me dejé aconsejar por mi acompañante, para satisfacer su deseo de agradar, y encargué tagliatelle con fiore di zucco y carpaccio de atún. Él solicitó el vino, toscano. Debo reconocer que tuvo buen gusto: no era de alta graduación y tenía un delicioso sabor afrutado.

Aquélla era la primera comida en condiciones que hacía desde mi llegada a Stoney, y mi estómago lo agradeció. Angus, que parecía haberse tomado muy en serio su papel, me habló durante la cena del colegio, de los profesores y de la directora, que no le merecía una opinión demasiado buena.

—Si no me delata, le confesaré que me parece una vieja bruja —concluyó.

—Descuide, no lo haré…, pero prefiero que me hable de dos alumnos, los Fenton. Ayer me dijo que veían poco a su padre y que estaban a cargo de su tía.

Asintió tomando un sorbo de vino.

—Por lo que he sabido hoy, no es así —proseguí—. Su padre los abandonó cuando su madre aún vivía. No lo ven nunca.

—Es probable —se encogió de hombros—. ¿Eso cambia algo?

—Bastante —repuse con seriedad—. Son muy imaginativos e influenciables, están en una edad difícil y necesitan una tutela más cariñosa, más protectora que la de una tía. Por ejemplo… —antes de seguir respiré profundamente—, los he visto obsesionados con esa vieja historia del abad negro.

—Ah, eso…, sí, es una vieja historia, en efecto. Yo no le concedería la menor importancia, a su edad todos nos hemos sentido atraído por ese tipo de cosas; no es significativo, es algo que se cura con el tiempo.

De buen grado le habría respondido que los Fenton iban más allá de la atracción por ese tipo de temas, puesto que frecuentaban de noche la abadía, pero pensé que si lo hacía significaría algo así como traicionarlos. En lugar de ello dije:

—Al parecer, esa historia forma parte del pasado de la ciudad.

—Sí, pero en todo caso no la Stoney en la que usted y yo nos encontramos ahora, sino la de sus inicios. Era otra sociedad, casi otro mundo; ya le dije que sucedió hace ciento cincuenta años y carece de interés.

—Se afirma que el abad negro se transformó mediante un pacto diabólico en un vampiro, en un ser de las tinieblas. Sabemos que en el siglo diecinueve se dieron casos semejantes en algunos países de Centroeuropa… Se podían considerar como una enfermedad moral que coincidió con la decadencia de la aristocracia.

—Fueron las revoluciones y las transformaciones sociales las que causaron y precipitaron la decadencia de la clase aristocrática, no la magia negra… Le hablo como historiador.

—Y yo no le estoy hablando de magia negra —repuse con seriedad—. ¿Qué sabe de aquel abad?

—Poco, no más que otros ciudadanos. Mis estudios versan sobre la historia, no sobre leyendas. ¿Acaso le interesa?

—Le confieso que me propongo escribir un libro sobre leyendas y mitos celtas…, le ruego que no se lo comente a nadie.

—Pero ésta no lo es.

—No, pero se dice que hubo en ella una especie de mezcla o contaminación con una leyenda celta: me refiero a la conocida como Canción de los Poderes Inmortales. Supongo que habrá oído hablar de ella. ¿Ha leído a Yeats?

Angus Craig sonrió con desdén mientras acababa de beber su café.

—Sólo leo libros de historia, los demás no me interesan, ni siquiera Yeats…, un autor que escribía sobre mitos antiguos… En fin, ayer me di cuenta, pero hoy confirmo que es una romántica incurable… Le diré lo que sé, no por mis investigaciones, porque no las he efectuado, sino a través del rumor popular, tal como se ha ido transmitiendo de generación en generación. Ese abad, del que nadie conoció su nombre, se instaló en Stoney a mediados del siglo diecinueve. Nadie sabía tampoco de dónde había venido, y es sabido que esas cosas hacen misterioso a cualquiera a los ojos de una población poco culta y crédula. Sus preocupaciones no eran de orden místico, sino muy terrenales: su temor a la muerte le hacía anhelar vivir eternamente. Sus prácticas, que como apunta, incluían el satanismo, ahuyentaron a los miembros de la abadía y en cambio atrajeron a buena parte de la población. Al parecer hubo algunas muertes… Y cierto día desapareció de la ciudad tan repentinamente como había llegado a ella. No volvió a ser visto nunca más por nadie y la abadía quedó desierta. Como puede ver, nada de vampirismo ni de vida eterna, sólo la repetición del viejo sueño de la humanidad. Y usted sabe también que este tipo de historias se van deformando con el transcurso del tiempo.

—¿Por qué la ciudad se trasladó y la zona quedó deshabitada? —decidí no hacer caso de su despectivo comentario sobre Yeats.

—Fue por razones prácticas, las condiciones del terreno eran mejores aquí; había más futuro en el nuevo.

—El día de mi llegada a Stoney, en la estación, un hombre que llevaba una Biblia y una botella de whisky me dio la bienvenida a la tierra del abad negro. Lo dijo literalmente, como si el abad estuviera vivo.

—¿En la estación? Era Chris, un borracho… —dijo despectivamente—. Es igual que un niño, no debe hacerle caso… Hablamos de algo que, si sucedió, de lo cual no estoy convencido, tuvo lugar, como decía, a mediados del siglo diecinueve; demasiado tiempo para la mayoría de las personas de hoy.

—No para un profesor de Historia. Para ustedes las fechas poseen un valor relativo —apunté.

—Los historiadores trabajamos sobre hechos… Mire a su alrededor, observe a la gente —me pidió.

Hice lo que me solicitaba. El local se había llenado y todos los comensales parecían abstraídos en sus conversaciones.

—Si fuera a preguntarles, probablemente más de uno no sabría decirle nada sobre la historia del abad negro… La han olvidado —dijo Angus Craig.

Asentí. Quizá yo misma no habría vuelto a pensar en ello tras mi encuentro con Chris en la estación de no haber sido por Camille y Geoffrey Fenton. Pero las cosas habían sucedido así y ya no podía evitarlo.

—¿Le parece que nos marchemos? —le sugerí.

—Como quiera…, aunque todavía es pronto —repuso, consultando su reloj; por su tono, deduje que se sentía molesto.

De camino hacia el lugar donde estaba aparcado el automóvil, Angus Craig me preguntó si deseaba tomar una copa.

—No, lléveme a casa, por favor.

Me sentía decepcionada y tenía la impresión de haber estado perdiendo el tiempo, no por la cena —que había sido excelente—, ni por la conducta de Angus Craig —más respetuosa de lo que había insinuado malévolamente la profesora Parker—, sino porque no había sacado en claro nada más de lo que sabía, cuando había dado por supuesto lo contrario. Angus no volvió a hablar del abad negro. La única cosa que me dijo relacionada con los Fenton fue:

—Si esos chicos despiertan su simpatía a causa de su situación personal, le recomiendo que los trate como a los demás, sin favoritismos y sin prestarles excesiva atención. Eso evitará que se sientan diferentes; es lo mejor que puede hacer por ellos, créame. Y, si me permite otra recomendación, concéntrese en su trabajo en el Hampton…, ésa va a ser su única realidad mientras trabaje en él.

Se despidió de mí dentro del coche, pero no lo hizo arrancar hasta que me vio traspasar la puerta del jardín y cerrarla luego a mis espaldas. Estuve unos minutos de pie, contemplando la niebla que me ceñía con su húmedo abrazo y escuchando cómo el ruido del motor del automóvil se iba haciendo más lejano, hasta desvanecerse del todo en el silencio de la noche. Verme sola entre la niebla, a punto de regresar a la soledad de aquella casa, me hizo recuperar el sentido de una realidad de la que me había evadido durante unas horas. Y, dijera lo que dijese el profesor Craig, esa realidad no estaba formada sólo por el Hampton College, sino también por las casas abandonadas, los hermanos Fenton, el viejo cementerio, la abadía y el abad negro: todo ello formaba parte de mi nuevo mundo, aunque algunos de sus componentes pertenecieran a un mundo antiguo.

Cuando noté que empezaba a coger frío eché a correr por el sendero hacia el porche. No sabía por qué me había demorado tanto en ir a buscar el calor de la casa, pero sí puedo decir que en el momento de hacerlo tuve la sensación de que no estaba sola. El silencio resultaba excesivo, forzado, irreal…, y creo que fue eso lo que me incitó a correr. En un primer momento pensé si no habría venido Camille Fenton para reclamarme el cuaderno de su antepasado y se encontraría en alguna parte del jardín esperando mi llegada. Aun así, no me volví a mirar hacia atrás.

Suspiré al entrar mientras me quitaba el abrigo. El efecto tranquilizador que podía haberme producido el hecho de salir a cenar fuera había durado bien poco: fue suficiente ver la niebla en el jardín y tener la sospecha de que estaba siendo espiada para que me olvidara por completo del profesor Angus Craig y de «La Vecchia Toscana», y volvieran a asomar mis miedos y recelos. Pero al menos estaba segura de que esa noche no iba a acercarme a la abadía, y de que no pensaba volver a hacerlo en tanto no hablara seriamente con los dos Fenton.

Tras cambiarme de ropa y consultar las noticias en el teletexto, desconecté el televisor, encendí fuego en la chimenea y puse en el reproductor portátil un compacto de Satie que poseía la virtud de relajarme. Con esa música como fondo estuve leyendo alrededor de una hora, desechando cualquier tentación de asomarme al porche y, menos todavía, de salir de casa y cruzar la carretera para ir allí. Aún me estremecía el recuerdo de la noche anterior.

Cuando los ecos del piano se diluyeron, fui a abrir la cama y no tardé ni diez minutos en acostarme, eludiendo tanto pensar en los temas que me preocupaban como mirar por la ventana del dormitorio… ¿Qué iba a ver, sino niebla? Curiosamente, y en contra de lo que era habitual en mí, tardé poco en quedarme dormida, a pesar de los pensamientos y las imágenes que bullían en mi mente insistiendo en que les prestara una atención que me empeñaba en no concederles.

Me despertó un crujido en el armario, semejante al que había oído la noche de mi llegada a la casa, y abrí los ojos en el momento en que la puerta se abría lentamente, con un chirrido. Sin levantar la cabeza de la almohada miré hacia allí. La puerta era una sombra más oscura entre las sombras que poblaban el dormitorio…, una puerta que se abría a otro mundo.

«¿Qué debo hacer?», me pregunté. «¿Levantarme para cerrarla o dejarla como está y seguir durmiendo?».

Aunque traté de invocar al sueño cerrando los ojos, de vez en cuando los abría para fijar mi mirada en aquella sombra hecha de madera, que hacía pensar en un muñeco monstruoso. Mi nerviosismo crecía por momentos y comprendí que no podía seguir ignorándola y que no volvería a dormir si no me levantaba a cerrarla. Di la luz, dispuesta a incorporarme. «Al fin y al cabo, sólo es un viejo mueble», me dije para infundirme ánimo. No obstante, me dirigí despacio hacia el armario, como si temiera descubrir en él algo que no deseaba encontrar.

Dentro no había más que algunas ropas mías.

Cerré la puerta y volví a acostarme, pero en el momento en que apagué la luz oí de nuevo un crujido en el armario, antes de que hubiera llegado a cerrar los ojos, y algo que había dicho durante la cena el profesor Craig se mezcló en mi mente con uno de mis recientes pensamientos: «era casi de otro mundo…, una puerta que se abría a otro mundo». El mundo del abad negro…, tan lejano y, al mismo tiempo, tan próximo… Un mundo de horror en el que, sin haberlo conocido, me sentía atrapada igual que una mosca en una tela de araña. La puerta se abrió una vez más, aunque sin provocar ningún chirrido, y no pude evitar mirarla, atraída por ese movimiento en la oscuridad. Lo más probable era que, si me levantaba a cerrarla, volviera a abrirse y yo despertara de nuevo. Quizá sería mejor dejarla abierta toda la noche y, en el caso de que no lograra conciliar el sueño, evitaría mirar hacia allí; para calmarme, evocaría el contenido del armario: unos vestidos, un par de abrigos, pantalones, faldas, zapatos…

En esta ocasión me despertaron unos golpes en una de las ventanas, que se repetían con insistencia, una y otra vez. En cuanto me senté en el lecho y volvieron a repetirse, me di cuenta de que provenían de fuera del dormitorio. Me puse una bata encima y salí, no sin haber mirado con recelo el interior del armario. El fuego de la chimenea se había extinguido, dejando a cambio un ligero olor a madera quemada, y en lugar de dar la luz fui a asomarme a la ventana, pero mis ojos sólo percibieron la respuesta de una niebla que ocultaba todo cuanto no fuera ella misma, como si temiera mostrar lo que escondía. En ese instante, los golpes sonaron en la puerta. Eran las cinco y media de la mañana, una hora intempestiva para recibir una visita. Pensé en diversas posibilidades, mas todas me parecieron absurdas: Camille Fenton, para pedirme que le devolviera el cuaderno; Angus, para reprocharme que hubiera malogrado su cena y frustrado su plan de seducción; incluso pensé en Mrs. Gregson y en la profesora de Historia del Arte… No, no eran muchos los que en Stoney podían llamar a la puerta de mi casa.

Me serví de la mirilla para observar el exterior. La niebla, arremolinada cual un torbellino hediondo en torno a las flores muertas del jardín, llegaba hasta el porche y aparentemente no había nadie fuera. Lo mismo le había sucedido a Stanley Fenton mientras estaba consultando los libros de su amigo Shaverin en la casa de éste: había abierto la puerta al oír unos golpes y eso le permitió ver una sombra que se encaminaba hacia él. El abad negro… Ahora acababan de llamar a mi puerta. ¿Debía abrir? Lo hice, al recordar que el abad negro había dejado de existir a mediados del siglo diecinueve.

Alguien había dejado un libro en el suelo y, al recogerlo, vi que se trataba de una Biblia, lo cual me hizo pensar con cierto alivio que mi visitante nocturno no podía ser otro que el individuo de la estación.

—¡Chris! ¿Es usted? —grité—. ¿Pretende asustarme?

Apenas había acabado de formular al aire mi temerosa pregunta, me pareció distinguir una silueta oscura que se despegaba de entre la niebla y empezaba a moverse hacia mí y, sin esperar más, entré en la casa echando rápidamente el pestillo de la puerta. Me quedé apoyada contra la hoja de madera, notando en los oídos mis latidos, pero me aparté de ella en cuanto percibí al otro lado una respiración jadeante, casi un estertor, y corrí adonde estaba el teléfono, con la intención de llamar a la policía.

La prudencia me aconsejó no dar la luz y recurrí al encendedor para buscar en la guía el número de la policía. Estaba tan nerviosa que me temblaban las manos y por ello me costó encontrarlo. Cuando por fin di con él, después de pasar varias páginas sin recordar apenas lo que estaba buscando, al descolgar el auricular descubrí que no había línea. El teléfono estaba mudo. Entretanto, y pese a la distancia que mediaba entre la puerta de la casa y la mesa donde se hallaba el teléfono, seguía oyendo aquella respiración enfermiza, terrible… A través de la ventana vi pasar una sombra, una especie de relámpago oscuro en la silenciosa tormenta de la niebla. Hice un gran esfuerzo por no gritar. Mi angustia iba creciendo por segundos y, sólo por tener algo en las manos, cogí el ejemplar de la Biblia que había dejado en la mesa para poder telefonear con soltura, y me agaché.

Dejé pasar un rato en esa postura, temerosa de oír alguna rotura de cristales que me advirtiera de que el intruso estaba entrando en la casa por una de las ventanas, mas el silencio dominaba todo. Incluso había dejado de oír aquella respiración…, que bien podía haber sido la mía, angustiada. Para recuperar la calma, traté de razonar con la mayor lógica posible, diciéndome a mí misma que aquello debía de tener una explicación. Recordaba perfectamente que al volver de la cena con el profesor Angus Craig la Biblia no estaba en la puerta; si había sido Chris quien la había dejado allí mientras yo dormía, era más que probable que el intruso que me asustaba siguiera siendo él; quizá se proponía comunicarme algo y no se atrevía a hacerlo. No podía ser otro; sobre todo, no podía ser el abad negro. Sin embargo…, ¿por qué Camille y Geoffrey habían mostrado tanto miedo la noche anterior en la abadía? Y si el intruso era aquel individuo, Chris, ¿qué le había impulsado a dejarme una Biblia en la puerta de casa?, ¿qué pretendía con ello?

Abrí la Biblia. En una de las primeras páginas encontré una hoja de papel que, por lo que pude distinguir pese a la oscuridad en que se hallaba sumida la estancia, contenía unas líneas escritas a mano. Como creí que podía tratarse de un mensaje para mí, fui sigilosamente, en cuclillas, hasta el cuarto de baño, donde cerré la puerta y di la luz del espejo. La hoja estaba cortada y doblada con cuidado, y lo que leí me resultó familiar; enseguida recordé que era lo mismo que aquel hombre me había dicho en la estación:

«Guárdese de los lugares abandonados…, guárdese de todo lo que es viejo y blasfemo…, guárdese de los antiguos sepulcros sin lápida…, guárdese de lo que la tierra no quiere acoger en su seno…».

Más que a una cadena de advertencias, aquello se asemejaba a una oración o a una especie de antiguo conjuro protector; al menos se parecía a algo que había leído años atrás —si bien las palabras eran diferentes— en un raro libro sobre ocultismo, apariciones y demonolatría, obra de un húngaro experto en tales temas, Johann Szpàrek, en una tienda de antigüedades de Budapest. Y a poco que pensara en el sentido de las frases, no resultaba difícil encontrar una relación con mis preocupaciones: así, los lugares abandonados serían la vieja zona deshabitada y la abadía; los adjetivos «viejo» y «blasfemo» apuntaban a la figura del abad negro; los antiguos sepulcros sin lápida eran una referencia al cementerio de sepulturas sin nombre —quizá también a la propia tumba de aquel ser, que debía de estar en alguna parte de las entrañas de la abadía—; y lo que la tierra no quiere acoger en su seno era otra llamada de atención sobre el abad negro: un muerto que se niega a estar muerto. Todo aquello debía de haber perturbado a Chris hasta el extremo de hacerle refugiarse en la bebida o llevarle a perder la razón. ¿Sería eso lo que esperaba también a Camille y a Geoffrey Fenton…, lo que me esperaba a mí misma, obsesionarse hasta entrar paso a paso en el territorio de la locura?

«Dios mío, a esos chicos no…, es lo único que les faltaría, no se lo merecen», me dije.

Pero todo llevaba a pensar que se trataba de algo más que una obsesión enfermiza: el pánico de los dos hermanos, su apresurada huida del ámbito de la abadía, la figura oscura que merodeaba por el jardín de casa, una atmósfera que tenía algo de premonitoria, las insistentes advertencias de Chris…, y la profecía de aquel ser asegurando que la inocencia le devolvería la vida. La inocencia…, los dos adolescentes…, sí, no podía ser otra cosa: los hermanos Fenton podían ser el instrumento para que el abad negro volviera a vivir.

Otra vez estuve a punto de gritar. Si el grito murió en mi garganta antes de que yo hubiera llegado a proferirlo fue porque oí otro en el jardín. Reaccioné apagando la luz del cuarto de baño y cerrando la puerta para aislarme del resto de la casa. A aquel grito le siguió un pesado y largo silencio que, sin embargo, resultó más expresivo para mí que cualquier otro rumor procedente del jardín. Aunque no me hubiera equivocado y fuese Chris quien estaba merodeando, no cabía duda de que había alguien más en el exterior.

El sudor provocado por el nerviosismo me hacía tener las manos pegajosas. Eché un vistazo a mi reloj con la llama del encendedor: había transcurrido una hora desde que me despertaran los golpes en la ventana y, por primera vez en mi vida, lamenté no haber tenido nunca el menor interés por conocer los horarios exactos de la salida del sol en cada estación del año. La luz…, la protección contra las tinieblas. Por una parte, no podía salir mientras fuera de noche y, por otra, si no lo hacía, el tiempo que faltara hasta ese momento se me iba a hacer eterno dentro de casa.

Y eso sin contar con la posibilidad de que, mientras tanto, el otro entrara en ella.

Los golpes en la puerta se repitieron, pero sonaron a mis oídos de un modo distinto a los anteriores; si hubiera existido un lenguaje para identificarlos, yo habría dicho que los primeros habían sido una llamada, una petición, y los segundos, una orden: quien estaba llamando no pedía que le dejara entrar, sino que lo exigía. Mecánicamente eché el pestillo de la puerta y esperé a oír algo más.

Nunca, ni en mis peores días de insomnio, una noche se me había hecho tan larga. Aterida de frío y acurrucada en el suelo junto a la puerta, dejé pasar las horas hasta que vi cómo una débil claridad comenzaba a insinuarse detrás de la ventana. Sólo entonces, con la ayuda de ese pequeño atisbo del nacimiento de un nuevo día, empecé a tomar conciencia del lugar donde me encontraba y de las causas que me habían llevado a él. Y con eso llegó el recuerdo de los hermanos Fenton. Su casa estaba tan cerca de la mía… ¿Les habría sucedido algo? ¿Habrían vivido una noche de terror como yo?

No me atreví a moverme del cuarto de baño hasta que la luz del día se hizo más clara y vi en mi reloj que se acercaba la hora de ir a impartir mis clases, para lo cual no estaba en mi mejor estado de ánimo. Incluso pensé en excusar mi asistencia alegando una indisposición, pero me acordé de que el teléfono no funcionaba; además, ¿qué pensaría Mrs. Gregson de la nueva profesora de Literatura si ésta faltaba a su segundo día de clase?

La luz lechosa del alba, pasada por el filtro de la niebla, volvía a hacer de la casa un lugar familiar, o al menos reconocible. El teléfono siguió mudo por más que golpeé repetidamente la tecla. Aunque era de día, volví a servirme de la mirilla antes de abrir la puerta para echar una mirada temerosa al exterior. A primera vista, el jardín estaba solitario; nada indicaba que hubiera habido intrusos en él: Chris y… ¿el abad negro? De no haber sido por lo que había oído y presentido, me habría echado a reír. ¿Cómo podía pensar en serio que había recibido la visita de un ser fallecido tantas décadas atrás, en una época en la que no había ni siquiera luz eléctrica? Sin embargo, mi preocupación por los Fenton no había disminuido a la luz del día, y por ello decidí preguntarles en cuanto los viera.

Después de tomar una ducha rápida y beber un café con leche bien caliente, me vestí, cogí mi cartera con los libros y apuntes y salí, no sin asegurarme de que las ventanas de la casa seguían cerradas. Di doble vuelta a la llave para cerrar la puerta. Iba ya por el sendero cuando me llamó la atención una masa oscura en el suelo, en la parte izquierda del jardín. La niebla me impedía ver nada más, pero no podía marcharme sin comprobar qué era aquello. Eso hizo que me desviara de mi camino. Antes de llegar a su lado me di cuenta de que se trataba de una persona tendida en el lecho de plantas. Con el ánimo encogido, me agaché y reconocí a Chris. Estaba muerto, y lo peor de todo era que tenía un tajo en el cuello y le habían extraído los ojos. Su tez era blanquecina, como si no tuviera ni una gota de sangre en el cuerpo aparte de la que manchaba, ya coagulada, su cuello. Cerca de él había una Biblia abierta y una botella de whisky rota.