Los hermanos Fenton

El sótano debía de ser mucho más extenso de lo que había supuesto, porque los pasos parecían provenir de un lugar bastante alejado de donde me encontraba. No me atreví a retroceder hasta la escalera; el pánico me había dejado paralizada y, mientras esperaba con las manos apoyadas en la pared, mi mente iba rememorando los sucesos más llamativos del relato de Stanley Fenton. Mi pensamiento había dejado de ser racional y recorría velozmente todas las leyendas que habían atravesado alguna vez el paisaje de mi vida. Casi estaba convencida de que el abad negro iba a aparecer ante mí.

Lo que me devolvió a la realidad fue distinguir en la oscuridad el haz móvil de una linterna. Si el que producía esos pasos era el abad negro, ¿para qué necesitaba una linterna, si se hallaba en su mundo de tinieblas? La llama de mi encendedor iluminó con tenuidad la zona donde me encontraba y, coincidiendo con ello, desapareció el haz y los pasos también cesaron.

Con la recuperación del silencio volví a coger ánimo suficiente para intentar descubrir quién se estaba moviendo por el sótano de la abadía. Armándome de valor, eché a andar hacia el recodo y, ante mi sorpresa, en cuanto lo doblé, vi a los hermanos Fenton. Estaban de pie, abrazados, y tenían una expresión de temor. Era Geoffrey quien portaba la linterna.

Miss Boyle…, era usted… Nos ha dado un gran susto —dijo éste, con voz temblorosa.

—Y vosotros a mí —reconocí—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí, y más aún a estas horas?

Me había acercado a ellos endureciendo mi tono de voz, como correspondía a un adulto enfadado, pero se los veía tan asustados que, en cuanto llegué a su lado, cogí las manos del chico con la intención de tranquilizarlo y, de paso, hacerme cargo de la linterna. Estaban heladas como las de un muerto, aunque cubiertas por una capa de sudor. Rechacé ese pensamiento, por morboso. Le arrebaté la linterna sin que opusiera resistencia y apagué el encendedor, que ya empezaba a quemarme. Sólo entonces me di cuenta de que mi mano derecha estaba manchada de sangre. Quizá me había hecho un rasguño durante mi incursión por la abadía, pero no recordaba que tal cosa hubiera sucedido. Entonces me percaté de que también había sangre en la mano derecha del muchacho.

—Dios mío, ¿te has herido? —pregunté, dejando de pensar en el sobresalto que me habían provocado y en qué podían estar haciendo allí.

Su respuesta fue llevarse la mano a la espalda y bajar su mirada para rehuir la mía.

—No es nada —intervino Camille—, sólo ha sido un arañazo.

—Déjame verlo —exigí—. Hasta un arañazo puede ser peligroso en un sitio abandonado como éste… Existe el peligro de que la herida se infecte, tendrás que hacerte poner una inyección antitetánica.

—Mi hermana tiene razón, no ha sido más que un arañazo superficial —dijo el muchacho.

Como Geoffrey no daba muestras de querer mostrarme la herida, lo agarré por el brazo forzándole a colocar la mano ante la luz de la linterna. Trató de rechazarme, pero tuvo que ceder. La herida cruzaba la palma de un lado a otro, en diagonal, y parecía haber sido producida por un objeto afilado. Todavía sangraba.

—¿Pero cómo has podido herirte así? —sin esperar su respuesta, cogí de un bolsillo mi pañuelo y se lo até con cuidado cubriendo la herida—. ¿Ha sido con algún hierro?

Fue Camille la que me contestó.

—¿Cómo lo ha adivinado?

En su tono de voz había un matiz de insolencia que resultaba molesto.

—Hay que ir con muchas precauciones cuando se está entre ruinas —dije—. En cuanto llegues a casa, debes desinfectarte con alcohol la herida y ponerte la antitetánica mañana por la mañana, antes de ir al colegio.

—Lo haré —aseguró; pero su mirada era huidiza: no podía ocultar que mi presencia le hacía sentirse incómodo; tampoco su hermana parecía satisfecha por verme allí.

—¿Cómo se os ha ocurrido venir a la abadía a estas horas, cuando deberíais estar en casa? ¿Sabe vuestra tía que estáis aquí?

—No siempre se entera, pero no sucede nada por eso…, damos un paseo y regresamos —repuso Camille, orgullosa.

El muchacho dejó de mirarme para volverse con expresión temerosa hacia la oscuridad que teníamos detrás. Su hermana hizo lo mismo.

—Bueno, le prometemos que mañana iremos a que le pongan la inyección a Geoffrey, pero ahora vámonos de aquí, se está haciendo demasiado tarde; de hecho, íbamos a volver a casa —dijo Camille.

Incitada por sus miradas, también dirigí la mía hacia la negrura del fondo del sótano.

—¿Tenéis miedo de algo?

—¿De qué vamos a tener miedo? Es un lugar abandonado, nadie vive en él, usted lo ha dicho hace poco —respondió Geoffrey con mayor seguridad que la mostrada hasta entonces.

—Del abad negro —repuse sin pestañear.

Ellos mismos habían pronunciado alguna vez ese nombre delante de mí, y lo habían hecho con aplomo, casi con ansiedad, como si desearan verlo, pero en ese instante mi referencia pareció provocarles mayor inquietud. Ambos se volvieron a la vez a mirar hacia atrás y me instaron a que nos marcháramos de allí.

—De no haber sido por usted, hace rato que ya estaríamos fuera —añadió Camille con aire de reproche.

Su hermano echó a andar sin molestarse en comprobar si le seguíamos o no, y ella lo imitó. Sorprendida por su actitud, fui tras ellos, no sin mirar otra vez, con creciente recelo, la negrura detrás de nosotros. ¿Por qué tendrían tanta prisa por salir del sótano? Ambos mantenían conmigo una conducta huidiza que me dejó perpleja, sobre todo si consideraba que ese mismo día se habían mostrado abiertos a mí, hasta el punto de hacerme confidencias y dejarme leer el cuaderno de uno de sus antepasados.

—Voy con vosotros, no puedo permitir que os marchéis solos —dije, no sin mirar una vez más hacia la negrura del fondo del sótano, que constituía una tentación para mí; de no haber sido por el encuentro con los Fenton, habría seguido explorando la bodega.

Subimos deprisa por la escalera de caracol sin intercambiar ni una palabra, y no acortaron el paso ni al cruzar el umbral donde confluían los corredores del claustro invadidos por la niebla, que hacía invisibles los arcos de piedra y el pozo. De vez en cuando volvían a mirar hacia atrás, como si temieran que alguien nos estuviera siguiendo. Aún caminaron más deprisa para atravesar el claro que separaba la abadía del viejo cementerio. Mientras yo había permanecido dentro de la abadía, la niebla se había hecho más espesa y hedionda. Parecía surgir de la tierra.

—¿Sabéis cuáles son las tumbas de Shaverin, de Stanley Fenton y de su hija y su esposa? —les pregunté cuando pasábamos por el cementerio.

—Eso quiere decir que ya ha leído el cuaderno —observó Geoffrey.

—Era fácil deducirlo —repuse.

—Por supuesto que lo sabemos, pero ahora no podemos detenernos, se las mostraremos otro día.

Más que andar, corrían, y tuve que hacer un esfuerzo para adaptarme a su ritmo. No sé si me habrían contagiado su nerviosismo, pero lo cierto es que yo también intuía la existencia de una vaga amenaza detrás de cada sepulcro que asomaba por el lecho neblinoso, acechándonos, y llegó un momento en nuestra huida —no se me ocurre una palabra mejor ni más adecuada— que no necesité esforzarme para mantenerme a su lado; corría tanto como ellos. En cuanto llegamos a las primeras casas, me detuve unos segundos para tomar aliento. No me esperaron y, cuando reemprendí la marcha, vi caer un papel de uno de los bolsillos del abrigo de Geoffrey; el muchacho se apercibió de ello y retrocedió para recuperarlo y guardarlo cuidadosamente.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué tenéis tanto miedo? —les pregunté.

—No es miedo, sino prudencia —respondió Camille con inesperada serenidad, aunque me percaté de que miraba los portales oscuros de las casas vacías con la misma desazón con que hasta entonces había estado mirando hacia atrás—. Si es verdad que ha leído todo el cuaderno, sabrá que el abad negro profetizó que volvería a la vida…

—¿Por qué precisamente hoy? —pregunté, mirando también con inquietud los portales negros—. Y si pensabais eso, ¿por qué habéis ido esta noche a la abadía?

No contestaron. Habíamos llegado al final del barrio abandonado, pero eso no hizo que me sintiera más tranquila. Tampoco recuperé el dominio de mis nervios cuando pasamos por al lado del Hampton, donde la agónica luz de la bombilla del porche seguía siendo la única cosa que denotaba vida en aquel paisaje muerto; incluso daba la impresión de que el colegio era un mausoleo envuelto con un sudario de niebla.

Los hermanos guardaban un hermético silencio que me estaba resultando irritante por momentos; no respondían a mis preguntas ni daban explicación a su extraña conducta. No obstante, parecían menos agitados que antes. Cruzaron la carretera con más soltura que yo y, en cuanto llegaron al otro lado, echaron a correr.

—¡Voy a llevaros a vuestra casa! —grité.

—¡No se preocupe, sabemos llegar solos! —oí que respondía Camille.

—¡Mañana le devolveré el pañuelo! —dijo el muchacho.

—¡Geoffrey…, sobre todo no te olvides de ponerte la inyección! —le recordé cuando la niebla los ocultó, dejándome sola.

La poca distancia que me separaba de mi casa me parecía mayor que nunca. Ya no oía correr a los dos hermanos y estaba rodeada de soledad y silencio. Por la carretera no pasaba ni un solo vehículo. Me sentía más confusa que temerosa, pero no pude evitar que la angustia que se había instalado en mi estómago mientras recorría la abadía subiera hasta mi garganta como un soplo de aire envenenado. Me detuve para encender un cigarrillo y tuve que arrojarlo al suelo, porque tenía un sabor espantoso. Durante los segundos que estuve parada presté atención a mi alrededor. Cualquiera habría pensado que no había nadie más en el mundo.

Las manos me temblaban cuando extraje del bolsillo la llave de la puerta del jardín. También reinaban en él la oscuridad, el silencio y la niebla. Como por efecto de un enorme peso en el aire, no se movía ni una sola hoja. Apreté el paso con el propósito de llegar cuanto antes al porche y desde allí me volví a mirar el jardín. Fue la primera vez desde mi llegada a Stoney que lamenté de verdad estar viviendo en un lugar tan solitario, tan alejado del núcleo urbano. Sin embargo, no estaba lejos del Hampton College…

ni de la zona abandonada, el viejo cementerio y la abadía, me recordó una voz en mi interior.

Cerré de golpe la puerta a mi espalda y, profiriendo un suspiro, me apoyé en ella, sintiéndome más protegida dentro de la casa. Casi no me atrevía a dar la luz del recibidor. Todo estaba igual que lo había dejado…

¿Y qué esperabas? ¿Que durante tu ausencia hubiese entrado alguien para cambiar las cosas de sitio?, volvió a musitar aquella voz interna.

Pasaban ya varios minutos de las doce y fui directamente a acostarme sin conectar siquiera la radio para conocer las últimas noticias, que era una de las costumbres que solía practicar cuando llegaba tarde a mi casa de Londres; a pesar de mi nerviosismo, tampoco me detuve a inspeccionar cómo estaba el resto de la vivienda. Lo único que hice fue verificar si el cuaderno seguía en el cajón donde lo había dejado, como no podía ser de otro modo, y mirar por última vez esa noche el jardín ocluido por la niebla, quieto, callado…

Una vez en el lecho no di la luz, porque deseaba dormir pronto, y quise invocar el sueño reflexionando sobre los sucesos del día: mis primeras clases en el Hampton, mi conocimiento de los hermanos Fenton, la lectura del cuaderno, mi segunda visita nocturna a la abadía y mi encuentro con Camille y Geoffrey. En conjunto había sido una jornada bastante densa y, aparte de lo relacionado con el colegio, lo que más me había afectado eran la historia del abad negro, la antigua abadía y todo cuanto la circundaba, y los dos Fenton. En sólo un día de contacto ya sentía un gran apego por ellos, quizá porque mi propia condición de huérfana hacía que intuyera el problema de sus carencias afectivas, hasta el punto de que estaba dispuesta a pasar por alto su insolente conducta de esa noche. Por otra parte, no era frecuente encontrar alumnos que conocieran a Shakespeare y a Yeats, y consideraba eso como un punto a su favor.

Además, me dije, ¡habían dado muestras de tener tanto miedo! ¿Desde cuándo tenían la costumbre de ir por la noche a las ruinas de la abadía, e incluso bajar a la bodega? ¿Por qué iban a aquel lugar si les causaba pánico? ¿Cómo se las ingeniaban para que sus salidas nocturnas pasaran inadvertidas a su tía? ¿O acaso ésta se había despreocupado de ellos? Era evidente que la siniestra historia de su antepasado y el abad negro les fascinaba de un modo obsesivo, casi hasta la insania, y que seguían pensando en la posibilidad de que aquel ser volviera a vivir.

¿Lo hacían porque, a pesar de su miedo, esperaban ver cumplida la profecía?

El sueño me venció mientras trataba de buscar un significado a las últimas palabras del abad negro, transcritas por Stanley Fenton en su cuaderno, y mientras pensaba en el papel que había visto caer de uno de los bolsillos de Geoffrey y que éste había recogido sin pérdida de tiempo. Tal rapidez por recuperarlo resultaba sospechosa. La última cosa que percibí fue una especie de estertor o respiración dificultosa proveniente del jardín, pero estaba demasiado adormecida para concederle importancia.

Amaneció un día gris, neblinoso. Al asomarme por la ventana del dormitorio, advertí que el jardín seguía envuelto por la bruma; la principal diferencia con respecto a la noche consistía en que la niebla era menos densa y permitía distinguir sombras y siluetas detrás de ella, pero aun así era una de esas mañanas que invitan a permanecer varias horas más en la cama. Dado que no debía impartir clases hasta el día siguiente, bien podía haberme quedado en casa, pero preferí acercarme al colegio, porque deseaba hablar con los Fenton.

Mi estómago me estaba recordando con insistencia que no había cenado, y por ello me preparé un desayuno consistente, con huevos, jamón y tostadas con mermelada de naranja amarga, mientras me informaba sobre las primeras noticias del día, relacionadas, como venía siendo moneda corriente, con los atentados terroristas, las guerras y la violencia urbana que estaban haciendo inhabitable nuestro planeta. Cuando salí para ir al Hampton aún tenía en la mente los sucesos de la noche anterior y recordaba con claridad el relato de Stanley Fenton. Esperaba hablar con los dos hermanos, aunque fuera en un descanso entre las clases, para intentar que me aclararan su conducta.

Si no hubieran mediado esos recuerdos, me habría parecido estar reviviendo mi primer día de clase, con la salvedad de la niebla: un poco más de tráfico que por la noche, varios automóviles y motocicletas detenidos ante la puerta del colegio, y grupos de alumnos charlando en el exterior. Una estampa cotidiana, gris, incluso mediocre, que no tenía nada que ver con el paisaje nocturno.

Nadie pareció extrañarse de que estuviera por allí, aunque no tuviese clases, y me sentí decepcionada al no ver por ninguna parte a los Fenton. Pregunté a unos alumnos que encontré por los pasillos, mas se mostraron evasivos, no manifestaron el menor interés por ellos ni por mí, ni supieron darme razón. No parecían tenerles mucho afecto. ¿Y si Geoffrey había tenido problemas con su herida de la mano?, me pregunté con cierta preocupación. Dejé transcurrir el tiempo de la primera clase leyendo la prensa en la sala de profesores —los periódicos temblaban en mis manos—, y cuando terminó y la peculiar algarabía de los alumnos se hizo notar, abandoné la sala y tuve la suerte de encontrar a la profesora Joan Parker, que fue más explícita.

—Hoy no han venido. Precisamente les tocaba Historia del Arte… Faltan a menudo, su ausencia ya no llama la atención —respondió cuando le pregunté por los dos hermanos.

—¿Qué pretexto alegan?

—Siempre el mismo: la salud. En ocasiones es Camille la que, al parecer, no se encuentra bien, y otras es Geoffrey.

—No da la impresión de que sean dos jóvenes enfermizos.

—En absoluto. Está claro que mienten —reconoció Joan con tranquilidad—. Son bastante mentirosos, aquí estamos acostumbrados a sus mentiras y a sus ausencias.

—¿Y nadie habla con su tía? ¿Tampoco la directora?

—¡Para qué! Al principio sí, pero se dejó de hacer porque no servía de nada. Además, hace casi un año que ella no se ha acercado al colegio; no se molesta ni en telefonear.

Estábamos conversando a un lado de la puerta de la cafetería, esquivando a duras penas los empujones de los alumnos de ambos sexos que entraban y salían de ella, y soportando sus gritos. Tanta falta de educación me exasperó y acabé por hacerle lo mismo a uno de ellos, que me miró con la perplejidad de quien se siente injustamente ofendido.

—Tenga cuidado con lo que hace y, sobre todo, procure que no la vea Mrs. Gregson; alguno de ellos puede decir a sus padres que usted le ha golpeado y vendrían a montar un escándalo; no sería la primera vez que eso sucede —me advirtió Joan.

—Creo que en este colegio hace falta algo de disciplina —repuse, enojada.

—No más que en otros; es el signo de los tiempos —expresó su resignación, encogiéndose de hombros.

—A veces tengo la sensación de que ha habido una mutación en la especie humana —dije.

Joan Parker se rió abiertamente.

—Yo había llegado a pensar lo mismo —confesó.

—Sin embargo, los Fenton no son así.

—No, no lo son. En cierto sentido son diferentes, aunque compartan con sus compañeros el amor por la mentira; quizá exagero, debería decir, mejor, con muchos de sus compañeros, no todos.

—¿Cree que en su caso puede deberse a que ven poco a su padre en casa y dependen de su tía? —inquirí.

—Decir que lo ven poco es un eufemismo: no lo ven nada.

La miré con extrañeza.

—Los abandonó hará tres…, no, cuatro años ya —me explicó la profesora de Historia del Arte—. Por supuesto, por lo que sé, sigue enviando dinero para su educación y manutención; en este sentido, se puede decir que no les falta nada, pero nunca viene a visitarlos. Frederick Fenton abandonó a su esposa y a sus hijos, y sólo vino a Stoney con motivo de la muerte de la mujer, un año después de su marcha. La causa del abandono es vulgar: cherchez la femme… Los niños quedaron al cargo de una hermana de la fallecida, una mujer poco sociable, de carácter esquivo, que en los primeros meses solía acudir de vez en cuando al colegio para interesarse por ellos, pero, como le decía, ya hace un año que no viene. Creía que lo sabía…

—Estoy sorprendida, me habían dicho que pasaba largas temporadas fuera, no que los hubiera abandonado.

—¿Y quién ha sido su informante, tan poco informado? Si se puede saber, claro —inquirió Joan Parker.

—El profesor de Historia. Ayer estuve hablando con él.

—¿Angus Craig? Oh…, Angus no se entera de nada, o si se entera posee una extraordinaria habilidad para olvidar lo que no le interesa. En aquella época, además, no trabajaba aquí.

Sentí cómo mi estima por los dos hermanos se acrecentaba de inmediato, ya que su situación personal era más conflictiva de lo que había creído.

—Permítame decirle algo más —continuó la profesora—: le recomiendo que tenga cuidado con Angus: si se ha acercado a usted no ha sido precisamente por cordialidad hacia una nueva compañera de trabajo…, supongo que ya me entiende —y añadió—: todos sabemos por aquí que es un donjuán.

—Los Fenton son muy imaginativos, ¿no? —dije tras un breve silencio, con el fin de desviar el tema de la conversación, que me resultaba desagradable y hacía que me sintiera incómoda; mi intención no era hablar de Angus, sino de los muchachos.

—Si con eso quiere sugerir que es una consecuencia de la ausencia paterna, mi respuesta es que no lo sé, haría falta consultar a un buen psicólogo; si sólo se trata de la constatación de un hecho, la respuesta es afirmativa; también lo sería si lo que pretende decir es que son unos adolescentes muy despiertos e inteligentes; si no faltaran tanto, serían los mejores alumnos del Hampton, no les faltan condiciones para ello…

El estridente sonido del timbre advirtiendo del comienzo de otra clase cortó nuestra charla. Joan Parker sonrió y todavía dijo antes de marcharse:

—No me tenga por chismosa…, me gusta que las recién llegadas estén bien informadas. El colegio no se puede considerar sólo un centro de trabajo…, es casi como un mundo.

De nuevo nos vimos rodeadas de adolescentes alborotadores que salían de la cafetería. La profesora de Historia del Arte se alejó entre ellos camino de su clase, y esperé a que el pasillo se hubiera despejado para dirigirme de nuevo, pensativa, a la sala de profesores. Quería comprobar si había alguien allí, con objeto de indagar algo más sobre los hermanos Fenton, pero seguía estando desierta. Ya me disponía a salir para marcharme del colegio, cuando vi entrar a la directora con unos papeles en la mano derecha, quien enarcó las cejas al verme e hizo una mueca.

Miss Boyle…, creía que hoy no tenía clases —fue su poco cordial saludo.

—No se equivoca; he venido porque deseaba hacer algo.

La frialdad de la mirada de sus ojos grises se había acentuado. Era evidente que mi conducta debía de parecerle una alteración del rígido programa de las clases y esperaba una explicación.

—¿Hacer algo? —preguntó.

—Un par de cosas, entre ellas ver la biblioteca del colegio.

—¿Todavía no la ha visto? Es excelente, nos sentimos orgullosos de ella… Acompáñeme, se la mostraré; precisamente ahora dispongo de un rato libre.

Me llevó a una estancia del segundo piso, amplia y de forma rectangular, en cuyo centro había una larga mesa y sillas de madera; las estanterías, que cubrían dos de las cuatro paredes, estaban llenas de libros encuadernados en rústica, conservados detrás de cristales. El fondo de la biblioteca era, en efecto, bueno, con predominio de clásicos ingleses, latinos y griegos, mas a juzgar por el estado en que se hallaban los lomos, los volúmenes parecían haber sido poco utilizados.

—Sí, es una magnífica biblioteca —admití sin ganas, aunque procuré que no se notara mi falta de entusiasmo—, pero da la impresión de que los alumnos no leen mucho.

Mrs. Gregson pareció tomar mi comentario como una ofensa personal, pues repuso con sequedad:

—No lo crea, en el Hampton tenemos muy buenos alumnos, y en cada clase hay al menos una docena de grandes lectores, en especial entre las chicas; les gusta más leer.

—Sin duda; siempre hay alguno…, por suerte —contesté conciliadora.

La perspectiva de tener que estar conversando allí un rato con Mrs. Gregson no era nada estimulante para mí, por lo que, después de acariciar los lomos de varios libros con la actitud cariñosa que la directora debía de esperar de una profesora de Literatura, esgrimí una banal excusa para marcharme.

—A ver si logra con sus clases que todavía vengan más —dijo Mrs. Gregson como despedida.

Salí del colegio sin detenerme. Me sentía frustrada por la ausencia de los Fenton, ya que mi único objetivo para ir al Hampton aquella mañana había sido hablar con ellos. «Espero que sea una de sus mentiras, como dice Joan Parker, y que Geoffrey no esté mal a causa de la herida o de la inyección», pensé.

La niebla no sólo no tenía aspecto de que fuera a disiparse pronto, sino que aún se había hecho más espesa durante el tiempo que yo había permanecido en el colegio. Mis pasos me llevaron casi inconscientemente hasta la casa de los Fenton, una densa mancha oscura detrás de la bruma que pude observar a través de las verjas. Yo seguía preocupada por el chico y ansiosa de mantener una conversación con ambos. Si entraba, podría hablar también con su tía. En esta ocasión, la puerta estaba cerrada. Dubitativa, mi mano osciló en torno al timbre de llamada. Por fin lo hice.

Transcurrieron un par de minutos y nadie respondió a mi llamada, por lo que volví a pulsar el timbre. Esta vez vi surgir una figura de entre la niebla, a la manera de una aparición fantasmal, y poco a poco fui reconociendo que se trataba de Camille. Se había puesto una chaqueta de terciopelo color escarlata encima de un vestido azul, y llevaba subidas las solapas, que le rozaban la barbilla. No mostró sorpresa alguna por verme, e incluso tuve la sensación de que estaba esperando mi visita. Desde el otro lado de la verja fijó en mí la profunda mirada de sus ojos verdes, que la niebla hacía parecer más oscuros, y esperó a que yo hablara, sin saludarme más que con un leve movimiento de cabeza.

—He venido para ver si os sucedía algo —le dije—. Como Geoffrey estaba herido y habéis faltado al colegio, temía que la herida se le hubiera infectado y estuviera peor.

—Le hemos hecho caso a usted y esta mañana le han puesto la inyección. Nos han atendido con mucho retraso porque había bastante gente esperando, y por ello no hemos ido a estudiar…, si era eso lo que deseaba saber —explicó, sin hacer ninguna mención de querer abrir la puerta.

—No, no… —negué con la cabeza—. No estoy aquí por eso…, no represento al colegio. Me he enterado por casualidad de que no habéis ido.

Yo esperaba que Camille me preguntara por el motivo de mi visita, pero me vi defraudada; se limitó a mirarme inexpresivamente, a la espera de que le dijera algo más.

—¿Puedo pasar? —le pregunté.

—¿No ha traído nuestro cuaderno? —inquirió a su vez, mirando mis manos vacías.

—Cuando he salido de casa no sabía que iba a venir…, si tenéis prisa de que lo devuelva os lo traeré más tarde. ¿No me abres? —insistí.

—Prefiero no hacerlo. Geoffrey está acostado, tiene unas décimas de fiebre, no es un buen momento para visitarnos.

—¿Es a causa de la herida o ha reaccionado mal a la inyección?

—Ni una cosa ni otra, ya le dijimos que sólo era un rasguño. Debe de ser un pequeño catarro, me temo que anoche cogió frío en la abadía.

—Comprendo —dije—. ¿Puedo hablar con tu tía?

—Está atendiendo a Geoffrey. ¿Para qué quiere hablar con ella?

En aquel momento, Camille parecía mayor de lo que era.

—Me gustaría preguntarle algo acerca de vuestro padre.

En su rostro se dibujó una expresión de dureza que deformó la hermosura de sus rasgos.

—Lo de mi padre es un asunto privado, no interesa a los profesores y eso la incluye a usted —dijo, dando la vuelta para marcharse.

—¿Por qué esa actitud conmigo? —mi pregunta surgió espontáneamente al ver que se alejaba—. Ayer creía que íbamos a ser buenos amigos.

—Y lo somos. Una cosa no tiene nada que ver con otra. De lo contrario no le habríamos dejado nuestro cuaderno —repuso, volviéndose un instante—. No nos tenga por desagradecidos, estamos contentos de que nos haya prestado esos libros.

—¿Por qué teníais tanto miedo anoche? —no pude evitar preguntarle.

En lugar de responderme, se internó entre la niebla. Estuve observándola mientras se alejaba hacia la casa, hasta que el color escarlata de su chaqueta se convirtió en una mancha oscura. Al soltar la mano de la verja me di cuenta de que estaba helada; la escondí en el bolsillo y me alejé, más desconcertada que antes de haber hablado con Camille.