El relato de Stanley Fenton me estaba resultando tan interesante como debió de parecerle a su autor el libro del abad Martens. Por ello, proseguí mi lectura en cuanto, acabado el whisky, me hube preparado un té con limón.
A pesar de que a Shaverin no le habían faltado amigos entre nosotros, fui el único que acudió a su sepelio en el cementerio de nuestra comunidad, una triste mañana de invierno, con el cielo amenazante de lluvia y un viento terrible, que hacía estremecer los tejados. Tampoco se presentó al acto ningún familiar, dado que él no había dejado indicación alguna de que hubiera que avisar a alguien en el caso de su fallecimiento. La ceremonia fue oficiada por el pastor Anderson, otro de los siervos del abad negro, y desde el primer momento me percaté de que tenía ganas de darla por finalizada cuanto antes. De ese modo quedó sepultado bajo tierra, amordazada para siempre su boca, el hombre que mejor sabía lo que estaba sucediendo en Stoney, el hombre que conocía los secretos del abad negro, el único que —aparte ahora de mí— estaba en condiciones de hacerle frente. Y, una vez desaparecido Shaverin, yo me colocaba en una situación peligrosa.
Decidí hacerme cargo de su gato, porque no quería que quedara abandonado. Su presencia no fue bien acogida en casa, pero Helen y Susan no tuvieron más remedio que tolerarla, porque me negué a que saliera de ella. El felino apenas se separaba de mí, como si supiera que era su único amigo. ¿Y los libros de Shaverin? A falta de un testamento y, por tanto, de herederos legales, me encargué también de custodiarlos, en espera de que un día apareciese alguien que los reclamara, lo cual, con franqueza, me habría extrañado, porque no se trataba de dinero —por más que algunos fueran muy valiosos—, y es bien sabido que, por lo general, y lamentablemente, los seres humanos aman más el dinero que la cultura, más las posesiones materiales que la belleza de las artes. Dejé todos los libros, incluso los destrozados, en la que había sido biblioteca de mi amigo, como si su propietario siguiera con vida.
Durante los días siguientes, la vida en la ciudad siguió su curso habitual, que me niego a llamar normal. El abad negro continuó celebrando sus ceremonias, yo hacía lo posible para impedir que Helen y Susan asistieran a ellas, y meditaba entretanto cómo actuar contra aquel demonio con capucha y guantes negros, soportando mal que bien el sonido invasor del órgano y los cánticos a Asmodelius que se filtraban al interior de mi casa con la misma facilidad que una corriente de aire. La precaución y el temor me impedían desafiarlo abiertamente, a pesar de que mis continuas consultas al libro de Martens, y a otros de la biblioteca de mi amigo, me incitaban a no demorar mi acción por más tiempo, y sólo me atreví después de haber sido el protagonista de un terrible hecho que acabó con mis días de titubeos.
Me encontraba por la noche en la biblioteca de Shaverin, consultando otros libros en busca de más información sobre vampirismo y pactos diabólicos, cuando de repente oí golpear en la ventana. Hacía un viento fortísimo y en principio atribuí a éste los ruidos. Sin embargo, no tardé en percibir otros golpes, como si fueran la contraseña de alguien que estuviera solicitando con insistencia que le abrieran. Un golpe de viento apagó las velas cuando abrí la ventana, y la estancia quedó a oscuras. Eso me permitió ver con mayor claridad el exterior. En la calle no había nadie, a excepción de una sombra que se movía ligeramente de un lado a otro y que al fin se dirigió hacia la ventana por la cual yo estaba asomado; mas, ante mi horror, no lo hacía caminando como cualquier ser humano, sino a una altura de medio metro del suelo, como si fuera capaz de desplazarse por el aire. Tuve tiempo suficiente para ver que llevaba puesta una capucha.
Cerré precipitadamente la ventana sin darle tiempo a que llegara hasta mí, y corrí la cortina. Apenas lo había hecho, percibí un estrépito de cristales rotos; una violenta lluvia de fragmentos de vidrio fue a caer a mi pecho, a mi vientre y a mis pies, y una mano enguantada de negro asomó por la cortina, al tiempo que yo percibía un rumor sordo, semejante al que produciría alguien que desea hablar y no consigue emitir más que un ruido gutural.
Incapaz de reaccionar de otro manera, salí deprisa de la biblioteca, dejándola cerrada. Me apoyé, jadeante, en la pared. Estaba convencido de que mi agresor no era otro que el abad negro, y yo no tenía a mi alcance nada que sirviera para enfrentarme a él. ¿Qué podía hacer en esas condiciones? Fui con cautela a situarme junto a la puerta de salida. Desde dentro no se oía nada, como si no hubiera nadie en la calle; sin embargo, no me atreví a abrirla por temor a encontrarme de frente ante aquel ser. Todavía lo comprobé una vez más, aplicando un oído a la hoja de madera, y luego me desplacé también cuidadosamente hasta la escalera y subí sin hacer ruido, pues había decidido refugiarme de momento en la parte alta de la casa. Al llegar al piso de arriba, corrí hacia el ventanal de una de las habitaciones, sin abrirlo más que el espacio necesario para asomarme con discreción.
Delante de la puerta de la casa había una figura negra, inmóvil, que parecía estar aguardando mi salida.
El abad negro debió de intuir mi presencia, pues vi cómo movía la cabeza y miraba hacia el lugar desde donde me hallaba asomado. Con un escalofrío, cerré el ventanal. Antes de que hubiera llegado a la puerta, vi que me estaba observando desde el otro lado del cristal y, tal como había hecho poco antes con el otro, lo rompía con un golpe asestado con su mano enguantada. Sólo pude advertir que debajo de su capucha no se divisaba más que la misma oscuridad de la noche. Presa del pánico, bajé corriendo por la escalera y, desesperado, no se me ocurrió un escondite mejor que el sótano, aun sabiendo que, si aquel ser intuía que yo estaba allí, podía darme por muerto. En cuanto puse los pies en los peldaños, eché la trampilla sobre mí y corrí el pestillo.
Fue un encierro insoportable. Durante un largo rato estuve oyendo sus pasos por el interior de la casa, los cuales me parecían un sonido con el que la mismísima muerte me hacía notar su presencia, pero cesaron cuando ya creía que me encontraba al límite de mi resistencia. Pese al frío, tenía la frente cubierta de sudor y apretaba los puños con tanta fuerza que llegué a hacerme sangre al clavar las uñas en las palmas de las manos. Todavía esperé un poco antes de descorrer el cerrojo y levantar la trampilla, temeroso de que aquel silencio fuera falaz y el abad negro siguiera acechándome desde la oscuridad, y luego asomé tímidamente el rostro, sin llegar a levantarla del todo, para inspeccionar la negrura de la casa. Como no advertí ningún ruido ni señal alguna de que estuviera aún en ella, me decidí a abandonar mi refugio, extrañado de que hubiera desistido de atraparme.
En cuclillas, cerré la trampilla y, al hacerlo, vi un signo en la madera que antes no estaba allí: una cruz invertida de color rojo. Estaba trazada con sangre, todavía fresca; era una especie de sello maligno. El abad negro debía de saber que me había ocultado en la bodega y quería que me enterara de ello. ¿Por qué, entonces, no había llevado su acoso hasta el final? ¿Pretendía dejarme vivo, por los motivos que fuere, o estaba esperando a saltar sobre mí desde cualquier punto de la negrura que envolvía la casa? Froté con asco mis dedos en el suelo para hacer desaparecer la sangre y me dirigí hacia la salida sin dejar de mirar a mi espalda, creyendo que aquel ser iba a surgir en cualquier momento de uno de los rincones; en cuanto llegué a la calle me sentí más aliviado.
Tuve la respuesta en cuanto llegué a casa. Durante el camino, que hice acompañado por el silbido del viento, me dije repetidamente a mí mismo que, si era cierto lo que había visto, el abad negro debía de haber consumado su proceso de transformación, pues no de otra forma podía explicarme que se hubiera desplazado por el aire y se hubiese asomado por la ventana del piso alto de la casa del difunto Shaverin. Las calles estaban desiertas y silenciosas, y yo miraba con recelo cada portal, cada esquina. Cualquier ruido me provocaba un sobresalto. Tampoco llegaba ningún ruido proveniente de la abadía. Hasta el órgano y los cánticos a Asmodelius habían callado.
Había un raro silencio en mi casa cuando llegué. La puerta estaba cerrada, pero algo en mi interior me decía que el abad negro había pasado por allí. También el gato me asustó cuando surgió de un rincón, y sus maullidos me recordaron el nefasto día en que hallé el cadáver de mi amigo. Ni Helen ni Susan respondieron a mis llamadas. Intentando controlar en vano el temblor de mis manos, prendí el pábilo de una vela y fui recorriendo la casa, cada vez más inquieto, en compañía del gato. Nunca la oscuridad me había parecido tan densa; nunca había advertido que hubiera en mi casa tantos recovecos y rincones; nunca había sido tan silenciosa.
Las encontré en el dormitorio. Yacían, igual que el buen Shaverin, sobre un charco de sangre y tenían, como él, abierto el cuello y vaciados los ojos. ¡Para eso me había dejado con vida el abad negro en la casa de mi amigo, para hacerme testigo de un cuadro más terrible y doloroso para mí que mi propia muerte! De rodillas ante ambas derramé lágrimas hasta que mis lagrimales quedaron secos, y llegué a llamarlo a gritos, desafiándole a que se presentara ante mí. No lo hizo, porque, si para entonces todavía quedaba en él algo del ser humano que alguna vez había sido, sabría que había acabado conmigo sin necesidad de matarme. Él se había transformado en monstruo, pero yo en una especie de muerto vivo…
Ignoro cuántas horas permanecí en aquella habitación, consumido por el dolor; sólo sé que, cuando salí de ella, había tomado la determinación de pasar por escrito cuanto antecede y buscar al abad negro para acabar con su existencia. Hallé el libro del abad Martens en la chimenea, convertido en cenizas, y eso me confirmó que se trataba de un serio peligro para él. No pude rescatar ni una sola de sus páginas. Abandono aquí, pues, la escritura y dejo este cuaderno a la vista con objeto de que, si algún día llega a las manos de una persona no influida por ese monstruo, pueda saber todo lo que ha sucedido en Stoney, a la cual habría que llamar desde hoy la ciudad del dolor… Es probable que yo nunca vuelva a verlo…
Pero las anotaciones proseguían en la página siguiente.
En contra de mis temores, he podido reanudar la escritura de este cuaderno. Una vez tomada mi decisión, al día siguiente me procuré una vara de fresno bien afilada y un frasco de agua bendita. Debo decir que me resultó más fácil obtener lo primero que lo segundo, pues en las afueras de Stoney hay unos fresnos, y para llenar el frasco me vi obligado a entrar en la iglesia aprovechando la ausencia del pastor, ya que si éste me hubiera sorprendido allí, me habría sido imposible explicarle mi conducta, teniendo en cuenta que también él estaba dominado por el abad negro. Cuando tuve en mi poder ambas cosas, eché una mirada a los cadáveres de mi esposa y de mi hija, a los que había cubierto piadosamente con una sábana, cerré la casa y emprendí el camino de la abadía. En el fondo de mí, una voz me susurraba que aquella mirada podía ser la última, pero eso no me arredró: esta vez disponía de los medios para enfrentarme a él.
Mi dolor y mi afán por acabar con el monstruo me hacía ver rojas todas las cosas, como si la sangre de Helen y Susan se interpusiera entre mis ojos y el resto del mundo; veía roja la tierra y rojos los árboles, el cielo y el edificio de la abadía; no me habría extrañado que hasta mis lágrimas fueran rojas… La noche no iba a tardar en caer, y por ello sabía que debía darme prisa. Por lo menos, tenía la ventaja de que, al estar la abadía habitada sólo por el abad negro, ningún rumor podría distraerme de mi objetivo ni habría nadie que le ayudara.
Tuve que saltar por encima de la tapia de la abadía, a la que encontré poseída por un silencio de muerte. Tal como esperaba, el claustro estaba desierto y, a pesar de que el viento continuaba soplando con fuerza, no se oía su silbido ni se movía una brizna de hierba. Eran tales el silencio y la inmovilidad en aquel lugar maldito, que por un momento tuve la sensación de que me había introducido mágicamente dentro de un cuadro en el que yo era la única figura dotada de vida. Dadas sus dimensiones, no sabía por dónde empezar la búsqueda y me dejé llevar por el instinto, que me decía que el abad negro debía de hallarse en algún sitio apartado, oculto a la luz del sol. A cada paso que daba y a cada estancia que recorría miraba con angustia al exterior a través de los ventanucos, confiando en tener suerte en mi búsqueda antes del descenso de la noche. Todas las celdas estaban abandonadas y la única cosa que hacía recordar que alguna vez habían estado ocupadas eran unos camastros en los que ya empezaba a acumularse el polvo. Pronto adquirí la convicción de que debía de ocultarse en un sitio más distante de los seres humanos, más próximo a la tierra, más alejado de la vida.
Encontré al abad negro en uno de los rincones de la bodega, tumbado en otro camastro; me acerqué sigilosamente a él, pidiendo al Señor que me permitiera hacer lo que deseaba, sin darle tiempo a abrir los ojos. El frío era excesivo, e iba en aumento a medida que me aproximaba al yacente. Tenía el rostro semicubierto por la capucha negra y sus manos seguían enfundadas con guantes. Para poder clavarle la vara de fresno era necesario desprenderlo de la capucha, pero la sola idea de tener que acercar mi mano a su rostro me paralizaba.
Cuando me disponía a hacerlo, tratando de vencer mi horror y mi repugnancia, me detuvo un largo sonido emitido por su garganta, algo así como un ronco estertor, y su cuerpo se agitó como si intuyera mi presencia. Aparté a un lado la capucha. Su rostro habría sido semejante al de cualquier otra persona de no ser porque tenía los labios muy rojos, igual que si acabara de beber sangre, y porque sus ojos carecían de pupilas y eran tan negros como el fondo de un pozo; su mirada era como la mirada del abismo. Su mano derecha aferró con violencia la mía izquierda, pero aunque sentía lo mismo que si me la hubiera apresado una tenaza, clavé la vara en uno de sus ojos. Lanzó un grito parecido al de un animal salvaje herido de muerte, y noté que la presión de su mano se aflojaba; a continuación, hice lo mismo en el otro ojo y me soltó. Su sangre me había salpicado las manos; era fría y tan negra como sus ojos y su capucha. Entonces sucedió lo más extraño: su cuerpo cesó de convulsionarse y oí con claridad una risa, y su voz, que yo conocía tan bien, porque se había quedado marcada a fuego en mi mente, llenó el ámbito de la bodega:
—Estúpido humano…, tus muertas estarán muertas por los siglos de los siglos, pero yo volveré a existir: la inocencia me devolverá la vida cuando ni de ti ni de ellas quede más que polvo.
No dijo nada más. También había dejado de moverse. Yo estaba solo en la bodega de la abadía, con la única compañía de un cadáver. Sentía curiosidad por saber la razón de que el abad negro hubiese llevado ocultas sus manos con guantes, mas no me atreví a quitárselos. ¿Qué significaban esas enigmáticas palabras? Por el bien de mis semejantes, yo esperaba que eso no sucediera nunca.
El silencio, aunque ominoso, me ayudó a tranquilizarme y pronto me sentí liberado. Era cierto que nada podría devolverme a Helen, a Susan y a Shaverin, idos para siempre, convertidos ya para mí en recuerdos, pero había impedido que les sucediera lo mismo a tantos otros de mis convecinos. Estaba convencido de que habían sido víctimas de una experiencia mesmérica colectiva, de la que probablemente despertarían tras la muerte de quien la había provocado.
Así, concluida mi tarea, me dispuse a abandonar para siempre aquel lugar de horror; sin volver la mirada atrás, con las manos todavía manchadas de sangre y el frío que me llegaba hasta los huesos, alcancé la escalera y, dando gracias a Dios por haberme ayudado, no tardé en volver a verme, aunque solo, en los pasillos y en el claustro de la abadía. A pesar de que había terminado con la vida del abad negro, me parecía detectar una amenaza a mi alrededor, como si la influencia de aquel ser perverso siguiera existiendo dentro de los muros de la abadía…
El viento se pasea libremente por las calles desiertas, poniendo extraños sonidos en la oscuridad de la noche. Mi casa me ha parecido solitaria y triste; la única nota de vida que he encontrado en ella han sido los lastimeros maullidos del gato, y me he dicho que en lo sucesivo deberé habituarme a esa soledad, que ya ha reclamado mi atención por los pasillos y el claustro de la abadía. Solo…, solo para siempre…, solo mientras viva, me he repetido a mí mismo una y otra vez. Helen y Susan yacen en el lecho, cubiertas con la sábana que arrojé sobre ellas ayer por la noche… Con el nuevo día llegará la ingrata tarea de notificar su muerte al médico y organizar el doble entierro: entonces notaré aún más el peso de la soledad. He estado velándolas un largo rato sin reprimir las lágrimas que afluían a mis ojos, y más tarde he experimentado el sobresalto que había tenido a flor de piel mientras abandonaba la abadía. Ha sucedido al entrar en la biblioteca. No sé por qué, en ese momento me he acordado del libro quemado del abad Martens y he tenido la sensación de que había olvidado seguir uno de los ritos para acabar con el vampiro tras haberle perforado los ojos. Algo se me había escapado y no conseguía recordar de qué se trataba, quizá porque cada vez que me ponía a pensar en ello surgían en mi mente las últimas palabras de aquel ser, enigmáticas y oscuras como una profecía: «La inocencia me devolverá la vida». Era la amenaza de una resurrección. Pero ¿dónde encontrar inocencia en Stoney?
Aguijoneado insistentemente por esa sensación de olvido, me he sentado en un sillón frente a la chimenea apagada, contemplando las cenizas del libro, y me he preparado con manos temblorosas una pipa y un vaso de whisky para que me ayudaran a reflexionar. El gato, ronroneante, ha buscado acomodo en mi regazo, fijando su mirada en mí, y al fin he logrado recordar lo que deseaba: en mi precipitación había olvidado rociar con agua bendita la vara de fresno. El abad Martens insistió en la necesidad de cumplir ese detalle. Y el frasco con agua bendita seguía en uno de los bolsillos de mi sobretodo… Sin pensarlo más, me he preparado para regresar a la abadía con el fin de concluir, esta vez definitivamente, el ritual destructivo y purificador.
Después de escribir cuanto antecede, dejo este cuaderno en uno de los cajones de la mesa de mi despacho, asaltado de nuevo por la duda de si algún día podré volver a escribir en él…
Stanley Fenton ya no había podido hacerlo: las anotaciones terminaban ahí.
La lectura de aquel cuaderno me había producido un efecto similar al de un buen cuento de terror, y como tal lo habría recibido si no hubiera visitado yo misma las ruinas de la abadía. ¿Sería cierto lo que había escrito Stanley Fenton? Hasta entonces sólo había oído hablar de él a los dos hermanos y al hombre de la estación; a aquéllos les gustaban tanto las leyendas y eran tan imaginativos que podían haberla sobredimensionado con la ayuda del relato de su antepasado, y en cuanto al individuo de la Biblia y la botella de whisky, parecía poco fiable. Pero tampoco podía olvidar que alguien había estado en mi jardín durante la noche anterior.
Por otro lado, al cerrar el cuaderno me había quedado con ganas de conocer si se había sabido algo más de aquel antepasado de los Fenton o si las señales de su existencia terminaban en la última página. Eso me incitaba a mantener una conversación al respecto con la tía de Camille y Geoffrey, pero pensé que si lo hacía descubriría que me habían dejado el cuaderno y probablemente los muchachos no me lo perdonarían nunca. Lo cierto era que la lectura me había dejado deseosa de hacer otra visita a la abadía. Y también me habría gustado entrar en la casa de aquel bibliófilo, Shaverin (por cierto, ¿qué suerte habrían corrido sus libros?), y en la de Stanley Fenton, así como buscar sus tumbas en el viejo cementerio y hasta tratar de saber dónde yacía el cadáver del abad negro, pero me faltaban datos para poder localizarlas. Quizá podría encontrar las sepulturas a la luz del día, apartando con paciencia la maraña vegetal que recubría las lápidas para leer una por una las inscripciones, mas no las casas en las que habían vivido. Era innegable que la lectura del cuaderno me había impresionado.
Tuve que retirar la mano del auricular del teléfono cuando ya me disponía a llamar a los Fenton para preguntarles cuáles eran las dos casas a las que se hacía referencia en el cuaderno, porque me arriesgaba a que respondiera la tía y yo no sabría cómo justificar mi llamada a una hora tan intempestiva. No sin desgana, dejé el cuaderno en un cajón y salí al porche.
Esa noche no llovía ni hacía viento; en su lugar había surgido una niebla invasora, aún más densa que la de los peores días londinenses, que impedía ver nada incluso a corta distancia, y me llamó la atención el mal olor que desprendía, como si hubiese nacido del seno de un mefítico pantano. Pero por aquellos parajes no había ninguno. Imaginando el espectáculo que debían de ofrecer el barrio abandonado, el viejo cementerio y la abadía cubiertos por la niebla, miré mi reloj: disponía de tiempo de sobra para acercarme allí. Algo me impulsaba a hacerlo —quizá la frustración que me había causado la brusca interrupción del relato, como si creyera que en esos lugares podía encontrar su continuidad—, si bien no era una noche agradable para pasear, aunque fuera por un lugar cercano.
Fumé un pitillo apoyada en la pared del porche, expulsando pausadamente el humo en busca del abrazo de la niebla mientras consideraba si debía ir o no. Desde mi llegada a Stoney no había escrito una sola línea y ni siquiera había repasado mis apuntes para mi próximo libro, pero me apetecía mucho más volver a visitar aquellos lugares que sentarme a leer, escribir o escuchar música hasta que el sueño me venciera. Casi mecánicamente, me puse encima una chaqueta recia y, luego de anudarme una bufanda al cuello, salí de la casa.
En cuanto cerré la puerta del jardín me di cuenta de que había guardado el cuaderno dentro de un cajón, igual que había hecho Stanley Fenton antes de encaminarse por segunda vez a la abadía para destruir al abad negro. Si hubiera sido supersticiosa, eso habría bastado para hacerme desistir de mi excursión; cualquier persona imaginativa habría visto en la coincidencia un mal presagio, pero no me provocó más que una sonrisa. «A diferencia de lo que le sucedió a Stanley Fenton, espero volver a tener el cuaderno en mis manos», pensé.
A causa de la niebla tuve que atravesar con cautela la carretera, prestando atención no sólo a las luces de los vehículos sino también a los sonidos de la noche; llegué al otro lado sin sobresaltos y sin haber tenido que esperar el paso de ningún coche. La luz del porche del Hampton College era más débil de lo habitual, difuminada como estaba por la bruma; hacía recordar el fanal de un barco fantasma perdido en la inmensidad del océano, con la salvedad de que las aguas eran, allí, niebla. Ningún ruido venía a turbar la quietud y el silencio. Tampoco surgía rumor alguno del colegio. Todo parecía dormir bajo el manto de la noche.
El olor de la niebla era nauseabundo y no se me ocurría ninguna explicación para ello, pero habría sido suficiente para instar a cualquiera a no salir de su casa. Casi a tientas, di la vuelta al edificio del colegio y emprendí el camino hacia el barrio abandonado, el cual brotó ante mí al cabo de unos minutos a partir de las manchas oscuras de las primeras casas, que se perfilaban como la avanzadilla de un ejército fantasmal. Pronto me vi inmersa en aquel espacio muerto, y no pude menos que preguntarme cuáles de esos edificios, que no parecían atraer ni a un vagabundo, habrían pertenecido al bibliófilo Shaverin y al atribulado Stanley Fenton. Cada una de aquellas casas abría para mí una incógnita que, lamentablemente, no estaba en condiciones de despejar: para seguir avanzando, tuve que decirme a mí misma que no era el momento para ello.
Sin duda fue la humedad lo que me hizo sentir un escalofrío en cuanto dejé atrás lo que fuera la primitiva Stoney y miré con aprensión el descampado cubierto por la niebla que se abría ante mí. El viejo cementerio estaba cerca de allí y, un poco más lejos, las ruinas de la abadía. ¿Qué habría querido decir el abad negro al afirmar de modo categórico que la inocencia le devolvería la vida?
La niebla convertía aquel cúmulo de antiguos sepulcros en la réplica de un cementerio gótico. La bruma había ocultado más aún las fechas y los nombres de las lápidas. Si lo que había leído era cierto, en aquel lugar se hallaban enterrados el anciano Shaverin, la esposa y la hija de Stanley Fenton, y tal vez también éste, personas a las que sentía próximas a mí después de haberlas conocido a través de las anotaciones en el cuaderno. Y eso, más el hecho de que estuvieran allí, tan cerca pero al mismo tiempo tan lejos, me provocó una punzante melancolía, como sucede cuando hallas entre las amarillentas páginas de un libro antiguo los pétalos secos de una flor o unos cabellos humanos de alguien que ya no se encuentra en el mundo de los vivos. ¡Cuántos secretos debía de ocultar aquella tierra!
Pese a la atracción que me inspiraba el lugar donde reposaban, lo dejé atrás para encaminarme hacia la abadía, aguijoneada tanto por mi curiosidad como por los alfilerazos que la humedad de la niebla clavaba en mi rostro y en mis manos. Ya llegaría la ocasión de recorrerlo a la luz del día…
Nunca había visto un lugar tan aterrador y, a la vez, tan romántico, como esa abadía en la que todo, incluso la vegetación, parecía muerto desde hacía más de un siglo. Con sus perfiles asomando detrás de la niebla, me recordó otra vez algunos lienzos de pintores románticos, mas eso no me hizo olvidar que, según se decía en la leyenda, allí había vivido el abad negro, se habían efectuado invocaciones y pactos diabólicos y era el escenario donde un hombre había atravesado los ojos de un vampiro con una vara de fresno. ¿Sería precisamente eso lo que me había arrastrado esa noche hacia él? La fascinación que ejerce lo desconocido sobre los seres humanos.
Todavía noté más la densa atmósfera que en mi anterior visita; daba la impresión de que no sólo el pozo, sino también los pasillos del claustro estaban esperando la llegada de una figura negra, la cual se dibujaría también entre la niebla como una aparición siniestra. El hedor me extrañó menos que la vez anterior, porque era el mismo que me había acompañado desde mi salida de casa. Sumida en ese tipo de pensamientos llegué de nuevo al hueco oscuro en el que confluían los corredores del claustro, y en esta ocasión estaba decidida a traspasarlo.
Como recordaba que Stanley Fenton había encontrado al abad en la bodega, y dado el mal estado de conservación de la parte superior del edificio, intenté encontrar algún lugar que comunicara con el subsuelo de la abadía. En mi búsqueda pasé junto a celdas sin techo, abiertas a la negrura de la noche, y al lado de otras que todavía lo conservaban, y mi tesón se vio recompensado al cabo de unos pocos minutos: encontré una oquedad en la que pude divisar el nacimiento de una escalera que iba a perderse en la oscuridad y cuyos primeros peldaños estaban en mal estado.
Desde el momento en que puse los pies en la abadía tuve la sensación de estar siendo observada por alguien oculto, lo cual resultaba improbable a no ser que los hermanos Fenton se encontraran también por allí. Debía de haber alguna corriente de aire en la bodega, pues en cuanto recurrí al encendedor la llamita osciló, pero eso no me impidió ver a mi izquierda y derecha unos muros cubiertos de telarañas.
La escalera tenía forma de caracol; seguí notando la corriente mientras bajaba hasta una especie de sótano, que mostraba no pocas brechas en las desconchadas paredes y varios agujeros en el suelo, y parecía continuar a la vuelta de un recodo, tras el que se insinuaba una densa oscuridad. Apagué el encendedor con objeto de evitar que el plástico se calentara demasiado y, en tanto esperaba para volver a encenderlo, me pregunté qué me había impulsado realmente a ir allí esa noche. ¿La curiosidad que había despertado en mí una historia inconclusa? ¿La fascinación que parecía ejercer aquel lugar sobre los hermanos Fenton? ¿El misterio que se escondía en las últimas palabras del abad negro, dichas como si se tratara de una profecía?
No me atrevía a dar ni un paso, porque si caminaba a oscuras podía caer en uno de los agujeros. Cuando el plástico se hubo enfriado, pulsé la ruedecilla. Por lo que pude advertir, algunos agujeros eran bastante profundos, como si condujeran a otro subsuelo: a las auténticas entrañas de la vieja abadía. ¿Cuántas décadas debía de hacer que nadie se había preocupado por bajar a explorarlos? ¿Sería cierto que, pensando tal vez en la historia del abad negro, los habitantes de Stoney vivían de espaldas a la abadía, renunciando así a un elemento de su pasado como comunidad?
Los restos del abad negro debían de estar reposando desde hacía más de un siglo en el fondo de uno de aquellos agujeros, sobre todo si Stanley Fenton había llegado a tiempo de rociar con agua bendita la vara de fresno. Pero en tal caso…, ¿por qué no había continuado sus anotaciones en el cuaderno? Y si no lo había conseguido, ¿significaba que el abad negro todavía estaba vivo? Ese tipo de consideraciones empezaban a parecerme una locura; me estaba dejando influir por lo que había leído. Sacudí la cabeza para ahuyentarlas, diciéndome que esas cosas no podían suceder en la realidad.
Fue en ese momento cuando oí un ruido. No era fruto de mi imaginación ni había sido producido por el viento, sino que provenía de uno de los rincones del sótano. Reaccioné apagando inmediatamente el encendedor y aplastando mi cuerpo contra la pared. Había oído una respiración agitada y un ruido de pasos.