El recuerdo de las casas abandonadas y la abadía, reavivado por la charla que había mantenido con los hermanos Fenton, me acompañó como una obsesión durante la tarde. Podía haber ido a dar un paseo para observarlas a otra hora y con otra luz, pero me molestaba ser vista desde el colegio —sobre todo por Mrs. Gregson— y lo pospuse hasta la noche, para cuando en el Hampton no hubiera nadie más que el vigilante nocturno.
A cambio, estuve pensando también en los sorprendentes Fenton y en sus aficiones. Camille había dado muestras de ser más reservada y más impenetrable que su hermano, mientras que en éste había una llamativa mezcla de ingenuidad y pedantería, por otra parte típica de su edad, que le hacía ser extravertido. Yo no sabía si el chico había hablado en público de Yeats y Shakespeare porque lo sentía realmente o por llamar la atención de sus compañeros de clase, pero su referencia al abad negro y a la posibilidad de verlo algún día había sido dedicada a mí, y expresada además con total convicción. Debía de ser un niño muy imaginativo.
¿Ver al abad negro? ¿Acaso no estaba ya muerto? ¿Quién había sido aquel abad que tanta influencia parecía haber ejercido sobre los antiguos habitantes de Stoney, y por qué algunos seguían hablando hoy de él? No olvidaba que el hombre de la Biblia y la botella de whisky también había citado ese nombre, y en presente. Por ello, más de una vez tuve un escalofrío al relacionar la figura de ese abad negro con el intruso que había estado merodeando de noche por el jardín. Y la idea de que pudiera tratarse de un vagabundo tampoco ayudó a tranquilizarme: aparte de los chapoteos de las pisadas, había sido silencioso como un fantasma… Sin embargo, lo cierto era que me había sentido inquieta en tanto recorría las casas abandonadas, el cementerio y las ruinas de la abadía, pues había detectado en ellas algo más de lo que tenía ante mí, algo así como una presencia invisible y un soplo siniestro, y que luego no me había sentido mejor en casa.
Cuando llegó la noche y calculé que los Fenton ya habrían regresado del colegio, cogí dos libros de Yeats, The Wild Swans at Cole y The Tower, y salí, no sin antes comprobar si amenazaba otra tormenta como la noche anterior. En sólo un par de días empezaba a asociarlas con la ciudad, como parte del color local. El cielo estaba cubierto igualmente, mas decidí arriesgarme y no cogí un paraguas.
La oscuridad pesaba ya sobre el edificio del Hampton College, convertido a esa hora en una compacta mancha negra, alterada por la amarillenta luz de la bombilla del porche, igual que el palacio de un relato gótico que esperara la aparición de fantasmas. De camino a la casa de los Fenton no vi pasar más que un automóvil y un camión de transporte. Ya había tenido ocasiones para darme cuenta de que era una carretera poco frecuentada, pero cada vez más me parecía estar viviendo en un paraje solitario, en un escenario lúgubre, y me pregunté qué tendría aquel sitio para que nadie se hubiera decidido a derribar las viejas casas y edificar otras. No creía que la explicación fuera el respeto al pasado, porque no tenían nada de respetable. Los motivos no eran de mi incumbencia —al fin y al cabo, podía considerarme un ave de paso—, pero sí lo era tener que vivir unos meses allí. ¿Y si dejaba la casa para alquilar un apartamento en la ciudad? Cualquier persona sensata lo habría hecho en mi lugar, teniendo en cuenta sus ventajas prácticas, pero yo no lo era y me atraían la cercanía del colegio, la posibilidad de llevar una vida tranquila e independiente, y la vecindad de la abadía, la cual despertaba y alimentaba mi amor por los relatos extraños y los escenarios fantásticos.
Entré en el jardín de los Fenton después de empujar la verja que lo separaba del exterior, que, ante mi sorpresa, sólo estaba entornada, y al llegar a la puerta de la casa pulsé el timbre. Sonaba tan fuerte que casi me sobresaltó. Yo esperaba que abriera la tía de los chicos, mas lo hizo el propio Geoffrey, quien mostró alegría al verme.
—¡Es Miss Boyle! —gritó—. ¡Trae los libros que había prometido! —añadió al verlos.
No sé si habría mostrado tanto alborozo ante la contemplación de un tesoro. Casi resultaba exagerado. Me los arrebató de las manos y los agitó en el aire como si se trataran de un trofeo, mostrándoselos a su hermana, que llegaba en esos momentos. Era evidente que los libros también la alegraban, pero se mostró más reservada.
—¿Y vuestra tía? —pregunté.
—Ahora no se encuentra en casa, ha tenido que ir a la ciudad a resolver un asunto —respondió Camille con expresión seria—. ¿Le apetece tomar algo…, una taza de té?
Denegué con la cabeza.
—Es un poco tarde, cenaré enseguida —añadí.
Miré apreciativamente la sala donde me hallaba; en una primera impresión, el diseño arquitectónico y la distribución de la casa eran similares a los de la mía, pero todo era mucho más amplio y trabajado: hacía pensar en el proyecto de una mansión campestre victoriana, y la que me habían facilitado en el colegio parecía haber sido construida para la servidumbre; el mobiliario era abundante y ostentoso, con una mesa de madera noble y sillas de tipo eduardino; había algunos cuadros enmarcados en las paredes —entre ellos, dos reproducciones de Caspar Friedrich y una de Arnold Böcklin—, y no pocas manchas de humedad; dos columnas barrocas flanqueaban la escalera que llevaba al primer piso, la cual, a diferencia de la de mi casa, era de piedra, y la lámpara que pendía del techo llamaba la atención por su elegancia, casi excesiva en un interior como aquél.
—Vivís en una bonita casa —dije.
—Es un poco vieja…, todo es viejo aquí —comentó Camille.
—¿No quiere sentarse? —me ofreció Geoffrey sin soltar los libros.
—Sólo voy a estar unos minutos —acepté, ocupando una de las sillas—. Me habría gustado conocer a vuestra tía.
—Ha ido a la ciudad —volvió a decir apresuradamente la muchacha.
La alegría de ambos al recibir los libros se había esfumado de repente y me miraban con desconfianza.
—Quedamos en que esta tarde ibais a contarme la historia del abad negro —les recordé.
—¿Había oído hablar de él antes de venir a Stoney? —preguntó Geoffrey.
—No, la primera vez que oí ese nombre fue anteayer en la estación, cuando llegué a la ciudad. Había un hombre extraño, con una Biblia…
—Chris…, es un borracho, nadie le hace caso —me interrumpió Camille—. ¿Qué le dijo?
Decidí contarles la verdad.
—Me dio la bienvenida a la tierra del abad negro y me advirtió que sólo se puede sobrevivir en ella si se tiene la compañía de una Biblia.
—Bah, una Biblia no sirve para nada con el abad negro —comentó Geoffrey despectivamente.
—Y dijo también algo muy extraño: guárdese de los lugares abandonados, de todo lo que es viejo y blasfemo, de los antiguos sepulcros sin lápida, de lo que la tierra no quiere acoger en su seno.
No hicieron ningún comentario.
—Ahora estoy deseando saber qué clase de historia es ésa. Por la mañana habéis dicho algo a propósito de una profecía —añadí.
Se miraron como si quisieran consultar uno a otro si debían seguir hablando o callar.
—Si voy a vivir aquí, tengo derecho a saberlo, ¿no os parece? —los animé.
—Anoche estuvo en el barrio muerto, en el viejo cementerio y en la abadía; la vimos —dijo Geoffrey—. ¿Qué buscaba por allí?
—Vosotros mismos lo habéis descubierto: me atraen las leyendas…; además, vais a ser los primeros en saber que tengo la intención de escribir un libro sobre leyendas celtas. ¿Por dónde estabais? Yo no os vi.
—Lo del abad negro no es una leyenda celta; tiene una parte de eso, pero es mucho más reciente —me explicó Camille, sin responder a mi pregunta, con el mismo tono que si estuviera impartiendo una lección a un alumno torpe—. Y no es una leyenda; en Stoney hacen mal llamándola así: todo sucedió en la realidad.
—Supongo que sería cuando Stoney no era más que el barrio abandonado, hace casi un siglo —apunté.
—Es un poco más antigua, la ciudad cambió después de aquello, pero sí, está relacionada con el barrio muerto y con la abadía —puntualizó Geoffrey.
A continuación hubo un largo silencio. Los dos hermanos habían bajado la mirada, como si consideraran terminada su explicación, mas lo que habían dicho era insuficiente para mí; en realidad, sabía casi lo mismo que al entrar en la casa.
—Estoy esperando que me la contéis —dije.
Tardaron un poco en reaccionar. Me di cuenta de que se miraban de reojo y, al fin, Geoffrey se levantó para subir por la escalera llevándose los libros con él. Su ausencia duró unos minutos, que Camille aprovechó para ir a atisbar por la ventana.
—Nuestra tía debe de estar a punto de llegar; no le gusta que hablemos de estas cosas, dice que son tonterías —me explicó.
Cuando Geoffrey bajó, llevaba en la mano un viejo cuaderno de tapas negras, que apretaba cariñosamente contra su pecho.
—Debe leer lo que hay escrito en la parte final de este cuaderno. Perteneció a un antepasado nuestro —me dijo, mirando a su hermana, quien asintió con la cabeza—. Pero tiene que prometer que no lo comentará con nadie.
—Tenéis mi palabra —repuse con seriedad.
—Y debe prometer asimismo que nos lo devolverá en cuanto lo haya leído: es de la casa, pertenece a los Fenton —añadió con tono solemne.
—Prometido. ¿Vuestra tía sabe que existe?
—Claro que lo sabe, pero cree que lo destruimos; nos dijo que lo hiciéramos, que no quería volver a verlo en casa —dijo Camille.
En cuanto me hice cargo del cuaderno, pasé varias páginas. Desprendía un penetrante olor a humedad, las hojas estaban amarillentas y habían escrito en ellas con una anticuada letra de gran tamano; la tinta empezaba a borrarse en algunas palabras, sobre todo en las primeras páginas, igual que se decoloran las viejas fotografías.
—No lea ahora, espere a hacerlo cuando esté a solas; nuestra tía va a llegar de un momento a otro y se pondría hecha una furia si viera el cuaderno por aquí —insistió la muchacha.
Con objeto de no complicarles la vida, no quise dar lugar a esa situación y lo hice desaparecer rápidamente en un bolsillo de mi chaqueta, pero también se había esfumado mi curiosidad por conocer a la tía de los jóvenes. Me apetecía mucho más leer aquellas anotaciones, hechas de puño y letra por un antiguo miembro de la familia Fenton, de modo que me levanté de la silla dando por terminada la visita.
—Será mejor que me marche; si puedo, os devolveré este cuaderno mañana mismo —me despedí.
No me acompañaron hasta la salida. Atravesé el jardín desierto y húmedo y caí en brazos de la noche, acariciando el cuaderno que llevaba en el bolsillo, extrañamente contenta por poder leer lo que hubiera escrito en él. Intuía que la lectura me iba a resultar reveladora. Antes de encaminarme a mi casa miré en dirección a la ciudad, cuyos últimos edificios se dibujaban al fondo de la oscura carretera, para comprobar si advertía señales de un coche en el que llegara la tía de los Fenton, mas no vi ningún vehículo. «Esa mujer se retrasa, o los jóvenes le tienen demasiado miedo», pensé.
Ni siquiera me detuve para observar la masa negra del Hampton College, y entré en casa asegurándome de dejar bien cerrada la puerta del jardín. Arrojé la chaqueta a una silla y pasé al despacho llevando conmigo el cuaderno y un vaso de whisky con ginger ale. Empecé a leerlo sentada en una silla, cerca del radiador. En la cabecera de la primera página figuraba el título, «Memorial de Stanley Fenton», y las anotaciones iniciales carecían de interés para mí, pues sólo se referían a hechos cotidianos insustanciales para cualesquiera que no fueran los propios interesados.
Páginas costumbristas, que venían a ser un equivalente de la antigua costumbre campesina de apuntar en una Biblia, al modo de una crónica familiar, los nacimientos y las muertes acaecidas en ella. Pero varias páginas después encontré, separado por una frase que debía de ser un pensamiento de aquel hombre, un texto que despertó mi interés.
La frase era:
El que convive con monstruos corre el peligro de convertirse en monstruo, pues el ser humano esconde en su interior una inagotable mina de miedos que le pueden hacer perder su humanidad.
Y éste, el texto:
Diciembre de 18…
Hasta ahora no había apuntado nada en este «memorándum» familiar acerca de las aberrantes prácticas que se celebran en nuestra querida comunidad, porque me resistía a creerlo y me negaba a admitir que nuestros vecinos, en apariencia devotos y corteses, invocan el mal en ceremonias sabáticas, cuyos ecos malignos continúan percibiéndose a la mañana siguiente, cuando el sol ha ganado la batalla a la tiniebla y con él vuelven los colores al mundo. El abad es el oficiante de esos rituales, su «alma mater». Se trata de un hombre extraño, que sólo parece preocuparse de que ninguno de nosotros deje de formar parte del grupo que celebra con él las ceremonias que cubren de lodo el buen nombre de nuestro pueblo. Con el paso del tiempo me he dado cuenta. Aprovecha cualquier contacto, cualquier charla, para tentar a quienes le escuchan y, al parecer, dice que antes de que el año en que vivimos cumpla su último día él habrá alcanzado la inmortalidad. También la conseguirán quienes estén a su lado. No es más que el desvarío de un loco… Es necesario que ponga todo por escrito, si no quiero perder yo también la razón.
Todo comenzó con la misteriosa muerte del anterior abad. Era un hombre fuerte y sano, y en pocos días falleció postrado en el lecho sin que el doctor Adamson supiera qué clase de enfermedad lo llevaba a la sepultura. En principio había dictaminado una anemia; el rostro del abad estaba blanco y él había perdido sus fuerzas, pero, como el propio Adamson reconoció ante mí, una anemia no acaba tan rápidamente con la vida de un ser humano, por aguda que sea. Se esperaba la llegada de un nuevo abad para cubrir su ausencia, y si bien aseguraron que había emprendido el viaje a Stoney, nunca llegó a nuestra ciudad. Dos semanas después apareció en su lugar un hombre que aseguraba ser otro sustituto. Y los sucesos no tardaron en acontecer ni un par de días después de su llegada: se encontraron varios animales muertos y desaparecieron tres jóvenes de los que sus familiares no llegaron a saber nada; luego, el abad comenzó a hablar de la inmortalidad.
Al principio, las palabras del abad, aunque supe de ellas a través de otros y no de un modo directo, me hicieron reflexionar y, lo reconozco, hicieron mella en mi ánimo. ¿Qué son los escrúpulos morales comparados con la idea de ser inmortal? ¿Acaso la inmortalidad no ha sido la aspiración del ser humano desde la remota antigüedad, cuando por ella desafiaba a los dioses? ¿No fue la compañía secreta del hombre durante la Edad Media? ¿No fue el sueño de los cabalistas y de los ocultistas del Renacimiento? ¿No es lo que siempre se ha buscado en los alambiques y retortas de los laboratorios más recónditos? Debería cambiar la frase que encabeza las páginas de este cuaderno y escribir en su lugar: «el ser humano esconde en su interior una insaciable sed de inmortalidad». Incluso llegué a dar más de un paseo por el cementerio, dando vueltas a esos pensamientos, algo que nunca había hecho hasta entonces. Bien mirado, era casi lógico que me sintiera atraído por esa cháchara, pues significaba una novedad en la rutina de mi existencia. Ya lo he apuntado, pero trataré de olvidarlo…
Enero de 18…
Por fin decidí mantener una larga conversación con el abad, a quien todos llamaban negro porque, a los pocos días de su llegada, cubría su rostro con una capucha de ese color. Me fascinaba verme ante un hombre de esas características, intentar conocerlo mejor. Respiraba con fuerza, como si tuviera dificultad para hacerlo, y me trató igual que a un niño. Me habló de los antiguos mitos celtas —afirmaba ser irlandés—, de los shide, de los druidas y de eremitas conocedores de secretos ancestrales, los únicos que pueden mirar de frente al mal sin que sus ojos se cieguen a causa de su brillo. Afirmó que con tales conocimientos se puede alcanzar la inmortalidad, y que el arcano de los ritos es la misteriosa Canción de los Poderes Inmortales. Su voz era ronca, cavernosa. Durante el tiempo que duró nuestra conversación no se desprendió de la capucha, lo cual me impidió mirarle a los ojos. Hace mucho que nadie le ha visto el rostro, que mantiene oculto como un secreto. A la vez esconde sus manos bajo guantes negros. De ese modo, todo lo que se puede ver de él es una alta figura vestida de negro. Sólo se le reconoce por su forma de caminar y por su voz, pero incluso ésta se le va transformando, y no contesta cuando se le pregunta si eso forma parte de su ritual de conocimiento. Pero debo reconocer que tiene una personalidad fascinante…
Esa noche, antes de dormir, me pregunté: si el abad negro tiene la pretensión de alcanzar la inmortalidad, ¿por qué comparte su secreto con los demás?, ¿por qué no calla y se lo reserva para sí mismo?
Febrero de 18…
A Dios gracias, me di cuenta de que yo también estaba dejándome seducir, a pesar de mis preguntas, por las palabras del abad, quien demostraba tener un gran poder de convicción, y también mis queridas esposa e hija. Empecé a preocuparme seriamente cuando advertí que éstas, como tantos otros de nuestros convecinos, pasaban más tiempo en la abadía que en casa, y que su conducta se estaba transformado día a día, igual que se transformaba la voz del abad.
Mientras, seguían apareciendo animales muertos y una familia perdió a uno de sus hijos, que ya no dio señales de vida. Pocos días después de mi charla con el abad fui recibido en casa por un extraño cántico, obsesivo como una melopea; a través de él llegué al salón, donde descubrí a mi esposa y a mi hija arrodilladas, completamente vestidas de negro, entonando el canto, en el que figuraba la palabra «Asmodelius». Habían encendido siete velas negras y la atmósfera era casi irrespirable, tanto a causa del humo como por el peculiar olor que desprendían. Pensé si no se trataría de algún tipo de droga oriental desconocida hasta ahora en nuestro país… Reaccionaron airadamente a mi interrupción, diciendo que eso formaba parte de las lecciones del abad. Por la noche creí oír en sueños ese mismo cántico…
Volví a preguntarme: una vez más: ¿por qué el abad negro se empeña en que todos en la ciudad sigan sus pasos en pos de su sueño de inmortalidad?, ¿necesitará, por los motivos que fuere, que ese sueño sea compartido o hay una explicación más siniestra para ello?
Impresionado por la escena de la que había sido testigo, al día siguiente fui a ver al anciano Shaverin, quien poseía la mayor biblioteca de nuestra comunidad y era un reputado experto en ocultismo, cuyos artículos publicaban a menudo los diarios de Londres. Muchos lo tenían por loco antes de la llegada del abad, a causa de su amor por los libros, y yo no sólo era de los pocos que buscaban a menudo su compañía sino que me tenía por un buen amigo. Desde entonces solía vivir encerrado en su casa, sin otro contacto con el exterior que el necesario para procurarse alimentos. Durante mis últimas visitas me había expresado su deseo de marcharse de Stoney. Solía decir que no podía seguir viviendo en el mismo lugar donde vivía aquel hombre y que lo haría antes de que fuese demasiado tarde.
Se alegró de volver a verme en su casa, aunque me di cuenta de que tenía la mirada huidiza, como temerosa; me comunicó que ya tenía todo preparado para irse de la ciudad antes de que hubiera transcurrido una semana e insistió en que el abad estaba empeñado en adquirir la condición de inmortal. La conversación que mantuvimos mientras tomábamos dos copas de jerez fue más o menos ésta:
—El problema no está en ese deseo, el más antiguo de la humanidad, aunque sea una locura, sino en los pasos que está dando para verlo cumplido —dijo.
—Sé lo que se propone, él mismo me lo explicó hace unos días —repuse—, pero ¿cómo puede hacerlo?, ¿en qué consiste?
—Lo peor está por llegar. Estoy asustado, y de ahí que vaya a marcharme, porque el horror aún no se ha manifestado del todo. Habrá sacrificios, habrá otros muertos: los necesita… La idea proviene de un antiquísimo manuscrito hebreo: en él se dice que después de que el sol haya entrado en Capricornio, y antes de que rebase Leo, si se practican determinados ritos se puede escuchar la llamada Canción de los Poderes Inmortales, y aquel que la escuche y cante se volverá él mismo inmortal. Pero es mucho más complicado que eso: es preciso hacerlo durante dos años seguidos, y al final del segundo hay que efectuar al menos siete sacrificios humanos mientras se entona ese canto… ¿Le interesa la astrología?
—No demasiado —confesé.
—Por si no lo sabe, estamos dentro de la fase exigida en el manuscrito. ¿Y recuerda cuándo empezó todo?
No tuve que esforzarme demasiado para responder que los sucesos que acontecían en nuestra comunidad habían coincidido con la llegada del abad. Shaverin cabeceó. En sus ojos había un brillo de triunfo, característico de la persona a la que le han dado la razón en una discusión importante, pero enseguida desapareció para recuperar su inicial mirada de temor.
—Añadiré algo en nombre del respeto y la amistad que siento por usted —dijo—. La única forma de inmortalidad que conozco, a no ser que alguien ponga remedio a tiempo, es el vampirismo. Con él no hace falta esperar a que se cumplan esos dos años. Ni que decir tiene que existe realmente, nacido de pactos demoníacos y de terribles enfermedades morales; no es de extrañar que se hayan dado tantos casos entre la corrupta nobleza centroeuropea. Imagine lo que puede llegar a ser si aparece cruzado con el peculiar misticismo de los ritos celtas. Produce pánico pensarlo… Me atrevo a predecir que el abad está a punto de convertirse en una de esas criaturas y por ello habla de inmortalidad. Ésa es la razón de que me marche de Stoney: no quiero estar presente cuando suceda tal cosa. Y le recomiendo que haga lo mismo; llévese de aquí a su familia, no le importe abandonar cuanto posee, rehaga su vida en cualquier otro lugar de Inglaterra.
—Pero eso sería una cobardía… Usted debe quedarse aquí y juntos podríamos tratar de impedirlo.
—No, mi querido Fenton, no, para el próximo domingo yo no estaré entre ustedes, y soy ya demasiado viejo para ese tipo de enfrentamientos: carezco de la fuerza precisa y mi cuerpo no responde como lo hacía.
—Podíamos haberlo impedido si hubiéramos hablado antes… —balbucí.
—Las puertas de esta casa siempre han estado abiertas para usted, pero no lo ha hecho —me reprochó.
—¡Todavía estamos a tiempo!
—El abad negro es muy astuto, ha sabido rodearse de protección, sobre todo desde que está solo en la abadía… Supongo que ya sabe que los monjes desaparecieron hace varios días…, nadie ha vuelto a verlos. Stanley, permítame que le llame por su nombre y se lo recomiende una vez más: márchense usted y los suyos; no sólo están en peligro sus vidas, también sus almas.
—¿Y las autoridades no pueden hacer nada?
—Olvida que también frecuentan su compañía, que forman parte de sus seguidores.
—¿Y el pastor? —le pregunté, pensando en la Iglesia.
—Es otro de ellos.
—Podemos pedir ayuda en otro lugar —aventuré.
—No nos creerían; una de las mayores argucias de esos seres es que logran hacer creer que no existen —repuso con fatalismo.
Mi insistencia fue inútil. El buen Shaverin había decidido dejar la comunidad y no hubo forma de convencerlo.
—Antes de marcharme voy a entregarle algo. Hace unos años me habría reído si me hubieran dicho que algún día lo haría; lo habría llamado insensato: voy a desprenderme de uno de mis libros; es muy valioso, uno de los ejemplares por los que más estima siento; pero si a pesar de lo que le he dicho va a quedarse en Stoney, le será más útil a usted que a mí. Quienes se hagan con el legado de mi biblioteca cuando yo muera tampoco lo echarán en falta —concluyó con amargura.
Se levantó para buscar entre sus libros, que yacían apilados en el suelo, y después de estar arrodillado un buen rato se incorporó para ofrecerme un viejo volumen encuadernado en cuero.
—Dígame al menos cómo puedo hacer frente a lo que se avecina, cómo defender a mi familia, cómo destruir a ese ser, si consigue su objetivo. ¿Es posible hacerlo? ¿No ha dicho que sería inmortal?
—También he insinuado que se puede poner remedio.
Dejó el libro encima de la mesa y le dio unos golpes cariñosos, que sonaron en mis oídos como una despedida.
—Aquí encontrará las respuestas a sus preguntas. Pero le advierto que es necesario tener mucho valor. Si se decide a enfrentarse con él, entrará en un mundo de horror cuya existencia no habría podido ni siquiera imaginar.
Puso tal énfasis al decirlo y había tanto temor soterrado en sus palabras que quedé sobrecogido y estuve a punto de no hacerme cargo del libro. Si por fin lo hice, fue al pensar que mi hija y mi esposa iban a correr un serio peligro, pero me pareció que el volumen quemaba.
—Créame, amigo mío, no puedo seguir entre ustedes, de buena gana me marcharía hoy mismo. Le ayudaría gustoso, mas no quiero ocultarle que tengo miedo, aparte de que mis fuerzas no son las mismas, como le he dicho. Voy a darle otro consejo: si va a hacer algo, hágalo cuanto antes, no espere a que la transformación de ese hombre haya llegado a término, pues cada día que transcurra le resultará más arriesgado llevarlo a cabo. Recuerde que su punto vulnerable son los ojos…, no lo olvide. El agua también puede acabar con él, ejerce un poder paralizador. Ahora, si me lo permite, continuaré preparando mis cosas para marcharme —concluyó, mirando hacia el suelo.
—Algún día le devolveré el libro —dije, convencido de que ya era inútil continuar hablando.
—Ojalá sea así…, y no lo digo por el libro —contestó; tenía los ojos velados por las lágrimas.
Me abrazó y salí de su casa acongojado e invadido por un mal presagio. Ya había anochecido y en la calle fui recibido por el tañido de la campana de la abadía, lo cual me resultó sorprendente, porque no era normal que tañera a una hora tan tardía. La insólita llamada, que tenía algo de mortuoria, recibió la respuesta de buena parte de la comunidad: mientras me dirigía hacia mi casa, vi salir a varias personas de las suyas, que emprendían el camino de la abadía. Nadie me saludó al cruzarse conmigo, a pesar de que todos nos conocíamos desde hacía muchos años.
Descubrí a mi esposa y a mi hija saliendo de nuestra casa, y a duras penas logré que volvieran a entrar. Para ello tuve que fingirme enfermo. Más tarde me vi obligado a atrancar ventanas y puertas, con objeto de no oír el cántico infernal que, a pesar de la distancia, llegaba desde la abadía, acompañado por una música de órgano sin armonía, salvaje. Era una coral aberrante, blasfema, que parecía surgir del averno y me hizo pensar en Ulises y en el canto de las sirenas; en ella se repetía una y otra vez la palabra «Asmodelius», que, como es sabido, es uno de los nombres con que se conoce al demonio; incluso estuve tentado de tapar mis oídos con cera, igual que el héroe de Homero.
Aunque estaba cansado, esa noche me dediqué a leer el libro que me había entregado el anciano Shaverin. El alba me sorprendió entre sus páginas, tanta era la fascinación que me inspiraba. Había sido escrito en el siglo XVIII por un abad llamado Martens, quien pasaba por ser el mejor conocedor de su tiempo sobre temas de demonolatría, ocultismo y vampirismo. Incluso yo, poco aficionado a esos temas y que nada sabía de ellos, había oído hablar en alguna ocasión de él, si bien no creía que existiera, al igual que tantos otros libros míticos. No me extrañó que hubiera llegado a manos de Shaverin, pues éste era un bibliófilo insaciable que había recorrido varios países en busca de rarezas, infolios e incunables.
La lectura resultó, como he dicho, fascinante, pero también aterradora. Para mí fue la revelación de un mundo ignoto y, a un tiempo, una especie descenso a los infiernos. En él descubrí desde a Emposio, el demonio de Aristófanes, hasta el corribantiasmo (un frenesí que sacude a quienes creen ver fantasmas y que distingue a los poseídos por el diablo) y la misteriosa masonería de la cábala judía, pasando por la licantropía y el vampirismo («la más poderosa encarnación del mal», según decía Martens); el autor exponía diversos casos que había conocido personalmente en sus viajes por el centro y el norte de Europa, y explicaba que los procedimientos para acabar con un vampiro pasaban por decapitarlo, o arrancarle el corazón y prenderle fuego, o exponerlo a la luz del día, que es la representación de su contrario, o bien sumergirlo en el agua, símbolo tradicional de la pureza para los pueblos primitivos y paralizadora de las fuerzas del mal.
«Dos de los elementos primordiales, agua y fuego (insistía el abad Martens) son decisivos para exterminarlo, pero si el vampiro llega a cruzarse con otras fuerzas es imprescindible clavarle en los ojos una puntiaguda vara de fresno o una fina estaca de madera previamente mojadas con agua bendita: es la forma de causarle una muerte definitiva. Nunca se ponderarán cuanto se merecen las virtudes purificadoras del fresno».
Cuando los primeros rayos del sol acariciaron las cortinas de la estancia, me pareció que por la noche había estado viviendo en otro mundo, alucinante, incomprensible, y tuve que frotarme varias veces los ojos para poder recuperar el sentido de la realidad. Mi esposa y mi hija se extrañaron al verme sentado a la mesa de mi despacho, con visibles señales de no haber dormido, y miraron con recelo el libro del abad Martens, como si se tratara de un enemigo.
—¿De dónde has sacado ese libro? —me preguntó mi esposa, Helen.
—Me lo ha prestado Shaverin. Contiene todos los conocimientos sobre ocultismo, demonolatría y pactos malignos —le expliqué—. Es una lectura instructiva, me ha ayudado a saber qué está sucediendo en Stoney.
—¿Y se puede saber qué está sucediendo, según ese libro?
En la voz de Helen había un acento irónico.
—El abad negro…, la inmortalidad…, el vampirismo.
—El abad no está haciendo daño a nadie —repuso—. Es un hombre que posee una vasta cultura y se esfuerza por que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, como lo hacían los antiguos, más allá de lo material. Nunca había visto a una persona tan espiritual como él. Desde su llegada, todos en Stoney nos sentimos más vivos…, salvo tú, al parecer.
—Y asegura que la muerte física es un hecho reversible —intervino con descaro mi hija, Susan.
—Ese hombre es un demonio. Habrá que detenerlo antes de que haya terminado de ejercer su perniciosa influencia sobre todos nosotros —dije, trazando en el aire la señal de la cruz.
—Si hubieras asistido a sus charlas no dirías eso —insistió Helen—. No hay nada malo en el hecho de luchar contra la muerte… ¿Acaso no lo hacen los médicos de todo el mundo y son considerados personas respetables?
Me negué a seguir discutiendo con ellas en esos términos, pero me percaté de que la influencia de aquel hombre había alcanzado a nuestra casa, y eso me convenció de que debía actuar sin pérdida de tiempo, por el bien de mis personas queridas. Por temor a que destruyeran el valioso libro, lo oculté bajo llave y salí para ir a hablar otra vez con mi amigo Shaverin, pues deseaba comentar con él algunas de las cuestiones tratadas por Martens.
Aparentemente, nada había cambiado en la ciudad. Las tiendas estaban abiertas, las gentes se comportaban con normalidad y la vida seguía su curso, como si la influencia del abad negro se hiciera notar más a la caída del sol. ¿No era eso lo propio de una criatura de la noche, según había escrito Martens? ¿No era verdad que éstas huían del día y de los rayos del sol? Me estremecí al recordar sus hábitos negros, su capucha y sus guantes. ¿Cómo serían su rostro y sus manos, que tanto se empeñaba en ocultar a la vista de los demás?
Me pareció raro encontrar entreabierta la puerta de la casa, más aún considerando el temor que el abad negro inspiraba a mi amigo. En un principio titubeé antes de entrar, pero, invadido por un mal presagio, terminé de abrir la pesada hoja de madera y llamé a Shaverin por su nombre. Al no ser respondido, mis escrúpulos me hicieron dudar de nuevo, y no sé qué habría hecho si en ese instante de vacilación no hubiera aparecido el gato del anciano, un precioso ejemplar negro de ojos amarillos y mirada penetrante, como debió de ser la de los felinos en los tiempos de los faraones, que se quedó sentado maullando delante de la puerta de la biblioteca. Golpeé discretamente con los nudillos en ella a la vez que llamaba repetidas veces a Shaverin. El gato, luego de frotarse contra mis pantalones, apoyó las patas delanteras en la puerta y prosiguió con sus maullidos. No esperé más para intentar abrirla, mientras notaba una rara sequedad en la boca. Aquel silencio no era propio del hombre a quien había ido a visitar.
Por suerte no estaba cerrada por dentro y pudimos entrar, ya que el gato también lo hizo en cuanto la abrí. Lo que vi me dejó mudo de horror: Shaverin yacía de bruces sobre un charco de sangre; tenía una gran herida en el cuello. El felino corrió a su lado lanzando maullidos lastimeros. Me agaché y traté de darle la vuelta, mas mi horror no hizo sino aumentar al ver que le habían arrancado los ojos, lo cual hizo que me sintiera como si alguien me estuviera mirando desde el más allá.
Casi vomité ante el cadáver, y estuve un rato contemplándolo como en estado de trance, sin saber qué hacer. Me parecía leer una muda advertencia en las cuencas vacías de sus ojos. Cuando al fin reaccioné, miré a mi alrededor y advertí que su bella y valiosa colección de libros estaba dispersa por el suelo; muchos de los volúmenes se hallaban manchados de sangre y habían arrancado numerosas páginas de ellos. Mi primer pensamiento fue para el abad negro, a quien responsabilicé del brutal crimen.
Después de dejar el cuerpo de Shaverin cubierto con una sábana, salí de la casa para dirigirme a la policía. Más de una vez tuve que detenerme en la calle, mareado. El horror y la confusión me impedían razonar, y apenas conseguí expresarme con coherencia ante los policías, quienes no mostraron ninguna extrañeza y dijeron que se iban a encargar inmediatamente del asunto. Ni siquiera me pidieron que los acompañara a la casa de mi amigo, como habría sido lo normal. De momento nada de eso me pareció raro, pero más tarde, pensando en mi última conversación con Shaverin, recordé que éste había dicho que los policías, el alcalde y el juez formaban parte de los seguidores del abad. ¿Qué podía esperar de ellos?
Nadie mostró mucho pesar por la muerte de Shaverin. Tampoco mi mujer y mi hija, y eso me hizo decidirme a actuar en cuanto el anciano hubiera sido enterrado.