No volví a despertarme durante el resto de la noche. Aunque por la mañana había dejado de llover, el nuevo día se presentó más bien frío; el cielo seguía cubierto por densos y amenazadores nubarrones negros, y el viento agitaba las plantas del jardín. Por suerte, había llevado conmigo ropa de abrigo y no tenía necesidad de esperar a que llegara el resto del equipaje para salir a dar una vuelta por el exterior de la que sería mi casa hasta el verano. El recuerdo del incidente del armario me impulsó a volver a mirar dentro de él con recelo. Lo curioso era que la puerta ajustaba bien y no había nada que justificara que se hubiera abierto repentinamente por la noche. Hice varias veces la prueba de abrirlo y cerrarlo, y en todos los casos tuve que hacer una fuerte presión en la puerta.
Tratando de olvidarlo, a falta de otra cosa me preparé un té caliente y salí al jardín con una bufanda alrededor del cuello y el tazón en la mano, bebiendo a sorbos. A pesar del triste abandono que reinaba en él, de las flores silvestres se desprendía un aroma casi relajante; las hierbas pedían a gritos una poda, pues algunas habían crecido desmesuradamente hasta alcanzar el porche, lo cual no hizo sino confirmar mi sospecha de que la casa debía de llevar más de un año deshabitada. La lluvia se había encargado de borrar en el sendero las huellas de las pisadas de Richard Higgins y las mías, y cualquiera que se hubiera asomado a curiosear desde la valla que cerraba la propiedad habría extraído la conclusión de que la casa continuaba estando vacía.
Tal como había advertido por la noche, el jardín rodeaba la casa, y la parte trasera aún estaba más descuidada, como si los anteriores habitantes sólo se hubieran preocupado de atender, y poco además, la parte de delante. Había una ventana para cada cuarto de la casa, incluidos el baño, la cocina, las habitaciones vacías del piso de arriba y el trastero abuhardillado, y todas mostraban evidentes señales de suciedad; una de ellas incluso tenía el cristal resquebrajado.
—Mrs. Gregson debería haberse preocupado de entregármela en mejores condiciones —reflexioné en voz alta.
Limpiar y poner en orden esa casa era una tarea que iba a exigirme mucho más tiempo del que estaba dispuesta a concederle, ya que seguía decidida a dedicar la mayor parte de mis ratos libres a preparar mi nuevo libro, y pensé que sólo me encargaría de acondicionar una parte de ella y, acaso, el jardín: lo necesario para poder vivir allí unos meses.
Desde el porche miré el Hampton College. La visión no era tan deprimente como por la noche, pero su aspecto seguía teniendo de día algo de siniestro, igual que el grupo de casas oscuras que asomaban detrás del edificio, como manchas de lepra en un paisaje enfermo. No se advertía ningún movimiento y daba la impresión de estar deshabitado, aunque supuse que eso cambiaría en cuanto empezaran las clases. En conjunto, me produjo una impresión más favorable que a mi llegada, pero no acababa de sentirme a gusto y, una vez más, lamenté haber aceptado el trabajo.
En un cajón del despacho encontré una vieja guía telefónica. Busqué en ella el número de alguna tienda de comestibles, con objeto de hacer un pedido que me permitiera afrontar mi vida cotidiana en condiciones de normalidad. Un hombre atendió amablemente mi llamada y, después de haberme dado a conocer como profesora del Hampton y darle mi dirección, aseguró que me lo servirían durante el curso de la mañana.
—Mejor por la tarde —solicité, recordando que me esperaban la directora y los demás profesores.
Al colgar me di cuenta de que la reunión me iba a impedir prepararme algo para comer, por lo que decidí que a su término me acercaría a un restaurante. No era lo que habría preferido hacer en mi primer día en Stoney, pero dadas las circunstancias no tenía otra solución. Dejé pasar el tiempo hasta la hora de la cita guardando la ropa en el armario del dormitorio y, antes de salir, dejé una nota en la puerta para los transportistas que debían traerme el resto del equipaje, diciéndoles que, si llegaban durante mi ausencia, me encontrarían en el Hampton College, al otro lado de la carretera.
Como no había comido desde el mediodía anterior, empezaba a sentirme hambrienta. ¿Estaría abierto el bar del colegio, aunque las clases empezaran al día siguiente? La idea de poder comer algo me animó a salir antes de la hora. Cuando cerré detrás de mí la puerta del jardín, habría dado cualquier cosa por tener delante un buen desayuno. Sorprendentemente, no había mucho tráfico en aquella carretera y pude atravesarla sin problemas. ¿Sería así a diario, o los alumnos correrían peligro a causa de la proximidad del tráfico rodado?
A medida que me aproximaba al edificio del Hampton College advertí que aún era más feo y siniestro de lo que me había parecido por la noche, y que el grupo de casas deshabitadas no se hallaba tan próximo a él como en principio había creído. Se trataba de un sombrío caserón victoriano de tres pisos, cuya grisácea fachada, a tono con el color del cielo, casi desaparecía detrás de unos grandes ventanales; unas cariátides de escaso atractivo artístico mediaban entre el último piso y el tejado, y para llegar al portón de entrada era preciso subir una veintena de peldaños de piedra, alfombrados con las hojas caídas de dos árboles que los flanqueaban como impávidos guardianes. Estaban humedecidas por la lluvia y desprendían un olor dulzón a putrefacción. Subí con cuidado de no resbalar, pensando que, para poder recibir al alumnado, aún debían acabar de limpiar y acondicionar el colegio.
El portón estaba abierto y, en cuanto entré en el hall, tan sombrío como la fachada, vi aparecer a un hombre de unos sesenta años, alto, grueso, cubierto con un guardapolvos gris, que se acercó a mí cojeando.
—Soy Ada Boyle, la profesora de Literatura —me presenté—. Mrs. Gregson me ha citado a esta hora para una reunión.
—Todavía no ha llegado…; de hecho, no ha llegado nadie. ¿Quiere esperar? —señaló una silla en un rincón.
Sólo entonces reparé con detalle en lo que me rodeaba: a mi derecha había una puerta, que probablemente debía de corresponder al salón de actos, y al fondo del hall, a cada lado de otra puerta con cristales, detrás de la cual nacía una escalera, se insinuaban un par de pasillos. El interior estaba a tono con el exterior.
—¿Está abierto el bar? —inquirí.
—¿El bar? —repitió, como si mi pregunta le hubiera extrañado.
—Sí, el bar, supongo que habrá un bar…, todos los colegios lo tienen —creo que mi impaciencia hizo que le hablara con sequedad.
—Por supuesto, pero en realidad no abre hasta mañana…, los Maugham se encargan hoy de dejar todo preparado.
—¿Puede indicarme dónde está?
El hombre se volvió para indicarme el pasillo derecho, junto a la puerta con la cristalera.
—Lo encontrará allí, en la última puerta.
Era el único lugar del pasillo de donde surgía ruido, aunque leve. Como la puerta estaba abierta, entré sin llamar. Era un típico bar de colegio, con una docena de sillas y mesas funcionales y un mostrador, en el que una mujer de mediana edad estaba colocando aplicadamente bolsas de bollería industrial, patatas fritas y frutos secos. Me miró con esa mezcla de curiosidad e irritación con que se suele mirar a un intruso, por lo que decidí exponerle sin ambages los motivos de mi presencia. Después de presentarme, le dije que acababa de instalarme en Stoney y necesitaba desayunar.
—Mejor un café con leche que un té —añadí.
—Eso está hecho, la cafetera funciona —repuso con amabilidad—. ¿Quiere también una pasta o un croissant?
—Me ha adivinado el pensamiento; que sean dos —sonreí al decirlo.
Mientras la mujer se encargaba de prepararme el café y calentar la leche, me ocupé de devorar los dos croissants; no era un bocado que me agradara, pero en ese momento me pareció un manjar delicioso.
—Disculpe mi curiosidad, ¿de dónde ha venido? —me preguntó sin dejar su ocupación.
—Llegué anoche de Londres —comer algo, aunque fuera dos grasientos croissants, me animó a ser más explícita con ella—. Mrs. Gregson me ha facilitado la casita que hay cerca del colegio, al otro lado de la carretera. Por eso no he podido encargarme todavía de las compras.
—Oh, es un lugar terriblemente solitario, va a estar demasiado apartada de la ciudad.
Creí detectar cierto tono conmiserativo en sus palabras, como si el hecho de vivir en aquel lugar me convirtiera en una persona marginada.
—A veces eso no está mal…, Londres es una ciudad demasiado bulliciosa y me puede venir bien un poco de tranquilidad.
Hizo una mueca de escepticismo, pero no añadió nada más.
—Ha sido usted muy amable por atenderme, a pesar de que el bar todavía no está abierto —le agradecí cuando me disponía a salir.
Me correspondió con una sonrisa. En la puerta estuve a punto de tropezar con una mujer alta, delgada, de cabellos grises y vestida de gris oscuro.
—¿Miss Boyle? —preguntó.
Y ante mi asentimiento prosiguió:
—Soy Nora Gregson…, la directora —añadió innecesariamente—. El portero me ha dicho que la encontraría en el bar…; por cierto, debería estar cerrado —comentó, mirando con el ceño fruncido al mostrador.
—Sin embargo, ha tenido la cortesía de servirme un desayuno; no he comido nada porque aún no he dispuesto de tiempo para comprar: como sabe, llegué anoche.
Mrs. Gregson asintió y con un gesto me invitó a seguirla por el pasillo.
—Debería haber sido previsora y venir a Stoney uno o dos días antes; de esa manera habría podido organizarse mejor —comentó—. Pero no quiero que lo interprete como un reproche… ¿Le ha costado mucho abandonar Londres?
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe…, dejar a los amigos y todo eso para venir a vivir unos meses en esta parte del país… Stoney es muy diferente de Londres.
—En absoluto; estaba cansada de tanto ajetreo —repuse, conciliadora.
Aquella mujer no habría podido resultarme más desagradable; había en ella un aire amonestador y altivo que me repelieron, si bien hice un esfuerzo por disimularlo.
—¿Le ha gustado la casa? —me preguntó.
—Apenas he podido verla, pero sí, creo que puede llegar a ser acogedora…; sólo falta instalar el resto de mis cosas; tienen que llegar hoy.
—Lo será, ya verá como lo será.
Habíamos subido por la escalera hasta uno de los pasillos del primer piso. De la única puerta abierta surgía un rumor de conversaciones, de lo que deduje que la reunión debía de celebrarse allí. Antes de llegar vi una puerta cerrada, en la que figuraba un rótulo con la palabra «Directora», y Mrs. Gregson abrió otra, situada frente a la sala de la reunión.
—Ésta va a ser su aula —me indicó, con el mismo tono que habría utilizado para presentarme a una persona.
Era una estancia rectangular, ni grande ni pequeña, dotada de pupitres, una mesa y una silla para la profesora, y una pizarra. Sencilla, funcional. Lo único que me molestaba era que se hallara tan cerca del despacho de Mrs. Gregson. Fui a asomarme al ventanal y, ante mi sorpresa, descubrí que el aula estaba orientada hacia el grupo de casas deshabitadas; no pude reprimir un gesto de repulsión al verlas, tan oscuras, tan faltas de vida; por suerte, la directora no dio muestras de haberse percatado de ello.
—Me gusta —mentí sin rubor: no podía decir otra cosa.
La reunión fue similar a otras en las que había participado en diferentes colegios a lo largo de mi corta vida laboral: un intercambio de opiniones poco o nada originales a propósito de la función de la enseñanza, una retahíla de bienintencionadas declaraciones de principios con respecto al nuevo curso, y un sonrojante acto de sumisión total a Mrs. Gregson. Al menos me permitió conocer a los que desde el día siguiente iban a ser mis compañeros de trabajo, de los cuales sólo retuve los nombres del profesor de Química —Sean Foster, un hombre de unos cuarenta años de edad, vestido de negro— y la profesora de Historia del Arte, una atractiva joven llamada Joan Parker. No llegué a hacer la pregunta que deseaba acerca del peligro que podía suponer para los alumnos la proximidad del colegio a la carretera. Lo único que me llamó la atención fue que los profesores parecían conceder mucha importancia a dos alumnos, Camille y Geoffrey Fenton, hablando de ellos como adolescentes problemáticos.
Cuando el grupo empezó a disolverse, dando por terminada la reunión, me escabullí hacia la puerta y, sin esperar a nadie, bajé al hall, donde no vi ni siquiera al portero. El intercambio de impresiones no había durado más de una hora y el panorama que encontré al salir no difería del que había dejado al entrar: el mismo color del día, el mismo cielo cubierto, los mismos matorrales húmedos a ambos lados de la carretera. Ahora era cuestión de ir a un restaurante de la ciudad, y para ello debería solicitar por teléfono un taxi, mas no me atreví a hacerlo, porque los transportistas no habían dado señales de vida.
Dubitativa, bajé los peldaños semienterrados por las hojas podridas para observar el grupo de casas abandonadas, y volví a preguntarme qué sentido tenía que el colegio siguiera estando allí si nadie vivía por aquella zona de la ciudad. Una voz me sacó de mi abstracción:
—No es un lugar recomendable, le aconsejo que deje de interesarse por él.
Era el profesor de Historia, un hombre de unos treinta años, de modales un tanto afectados y vestido con elegancia, a quien había sorprendido más de una vez mirándome de reojo durante la reunión. No recordaba su nombre y lo catalogué inmediatamente como un donjuán.
—Me estaba preguntando por qué no vive nadie allí —repuse, tratando de mostrarme cordial; quizá me había precipitado y no pretendía más que ser amable con una compañera de trabajo recién llegada.
—Se nota que es forastera, aquí nadie se pregunta ya por eso…, hace más de ciento cincuenta años que es algo así como una zona muerta.
Me estremecí al oír que lo definía de esa forma.
—¿Y cómo es que no han trasladado el colegio a una zona de la ciudad más agradable?
El hombre sonrió con suficiencia.
—Hay otro nuevo en construcción, pero las obras son lentas… Problemas municipales —me explicó.
—No debería haberlos tratándose de un colegio.
—Tiene razón, pero las cosas son así… Tarde o temprano habrá otro colegio con el nombre de Hampton —hizo una pausa antes de seguir—. Discúlpeme si le parezco un entrometido…, siento curiosidad por saber si Mrs. Gregson la ha alojado en la casa de la carretera.
—Sí, y no me parece mal, la soledad se agradece a veces —repuse a la defensiva.
—Bueno…, es una soledad relativa. Todo es relativo. Quizá no lo sepa, pero hay dos alumnos que viven cerca de usted, los hermanos Fenton; habitan en un edificio situado a unos cuatrocientos metros de la casita que le ha tocado ocupar. Es probable que, si se siente tan atraída por esas viejas, casas no haya reparado en él.
—¿Los Fenton? Sí, he oído hablar de ellos en la reunión; al parecer, se trata de dos alumnos difíciles.
—Difíciles, ésa es la palabra. Tendrá ocasión de conocerlos mañana…, si es que acuden el primer día de clase.
—¿Suelen faltar a menudo? —pregunté, interesada.
—Más de un día, y no hay que culparlos a ellos. Viven solos, atendidos por una tía que también hace a la vez de criada, de institutriz y de ama de llaves. Su madre murió hace unos tres años y el padre no les presta mucha atención; se dice que pasa largas temporadas fuera de aquí.
—Comprendo —asentí.
Se hizo un silencio que me incitó a mirar de nuevo la zona muerta, como la había llamado el profesor.
—Está visto que le sigue interesando ese lugar, pero ya le he dicho que es poco recomendable —dijo.
—¿Qué quiere decir «poco recomendable»?
—En este país no hay un lugar donde no se cuenten historias extrañas. Al parecer, hace unos ciento cincuenta años se celebraban en el antiguo Stoney rituales ocultistas e invocaciones malignas; hubo una abadía, cuyas ruinas todavía se conservan, si bien a duras penas se tienen en pie, que era el centro de la vida de la ciudad. Con el paso de los años y con la muerte de los viejos habitantes, todo se fue trasladando a la zona nueva…, nadie quería vivir allí.
—¿Hay alguna leyenda local sobre eso? —inquirí, pensando en mi proyecto de libro.
—Sí, aunque carece de interés… ¿Quiere que la lleve a alguna parte en mi coche?
Estuve tentada de aceptar, pero en ese momento vi cómo se detenía frente a mi casa un camión y deduje que eran los transportistas.
—Gracias, pero veo que acaba de llegar el resto de mi equipaje —señalé con la cabeza hacia allí.
—Bien, en tal caso lo dejaremos para otro momento, no faltarán ocasiones… Bienvenida a Stoney y al Hampton —dijo, estrechándome la mano.
Me abrí camino entre los coches que esperaban a sus propietarios y salí a la carretera. Tampoco había demasiado tráfico en esa ocasión y conseguí cruzar sin dificultad al otro lado, mientras veía cómo uno de los transportistas, con los brazos en jarras, miraba hacia el colegio. Le hice una señal con la mano. El sonido de un claxon indicó que el profesor de Historia me saludaba desde su coche al pasar. Volví a pensar que tal vez lo había juzgado mal y sólo trataba de mostrarse acogedor…
Los transportistas descargaron mis bultos y los llevaron al recibidor. No era mucho: sólo más libros, discos y ropa, mi ordenador portátil, los equipos de vídeo y DVD, un pequeño televisor y la silla en la que solía trabajar, con la que estaba encariñada y a la cual me había acostumbrado. Cuando terminaron su trabajo, les di una propina y les pregunté si podían acercarme a la ciudad.
—Con mucho gusto, señorita —dijo uno de ellos.
De camino a Stoney, no pude evitar mirar con curiosidad la casa de la que me había hablado mi compañero, la cual se hallaba, en efecto, bastante cerca de la mía y daba la impresión de haber sido diseñada por el mismo arquitecto del Hampton College: aparte del jardín, dos pisos, un tercero abuhardillado, un porche y, por encima de todo, ese aire sombrío, decadente, como de otro mundo, propio de una clase social extinta, que se adhería a la fachada cual una hiedra invisible.
«El lugar menos adecuado para un niño y una niña que están creciendo sin madre ni compañía paterna», pensé.
Intenté olvidarme de ellos. No eran más que dos alumnos, a los cuales debería dar clase, y mi función consistiría en hacer lo posible para que dejaran de ser «difíciles»; no debía inmiscuirme en su vida privada, por mucho que su situación personal resultara dolorosa…; pero, por otra parte, tampoco podía ser indiferente a ella, porque era seguro que afectaba a su comportamiento en el colegio. El camión me dejó en la entrada de la ciudad, pues tenía que seguir su ruta, y desde allí no me fue difícil encontrar un restaurante donde recobrar fuerzas.
Un taxi me llevó a casa después de haber comido y pasé el resto de la tarde intentando poner en orden mis cosas. Reuní todos los libros en el despacho, donde instalé también el ordenador, y decidí dedicar a la música una de las estancias vacías del otro piso, para lo cual subí una de las sillas del recibidor. Dejé el televisor en el dormitorio y, aunque no había comprado otra cortina, me sentí mejor cuando quité la que había. La vista y mi gusto lo agradecieron. A media tarde llegó el pedido que había efectuado a la tienda de comestibles, y gracias a eso creí que ya estaba instalada en mi nueva casa.
Después de tanto mover objetos de un lado a otro y subir y bajar escaleras, quedé agotada. La noche había caído sin que me hubiera apercibido de ello y, puesto que no tenía ganas de preparar cena, me limité a comer un sándwich en la habitación de la música, mientras escuchaba unos cuartetos de Schubert.
Como tendría que levantarme a las siete de la mañana, no quería acostarme demasiado tarde y, por ello, cuando la música terminó, salí a fumar un último cigarrillo en el porche. La luna permanecía oculta tras un impenetrable manto de nubes, y el viento producía un raro silbido. El edificio del colegio se hallaba a oscuras, pero de repente se encendió la bombilla del porche, lo cual me hizo pensar que había vuelto a fundirse y el vigilante nocturno acababa de cambiarla por otra, igual que la noche anterior. No parecía que hubiera una buena instalación eléctrica en el Hampton College, o quizá los apagones se debían a su lejanía con respecto a la ciudad. «Espero que no suceda lo mismo en esta casa», pensé.
Aunque me había hecho el propósito de acostarme pronto, no me seducía la idea de retirarme; mis costumbres londinenses seguían pesando demasiado sobre mí. En aquel momento tampoco me apetecía leer o escuchar música —y menos aún navegar por Internet o perder tiempo viendo la televisión— y, en contra de lo que me había propuesto, opté por dar una vuelta y acercarme al colegio. Sentía curiosidad por ver de noche el edificio, así como la zona de las casas abandonadas, sobre todo para comprobar si me producían el mismo rechazo, la misma insana sensación que durante el día.
El silencio y la oscuridad de la carretera sólo se veían alterados de vez en cuando por el rápido paso de algún vehículo, que ponía por unos momentos en ella un tinte amarillento; aun así, tuve cuidado de atravesarla corriendo. La bombilla del portón de entrada al Hampton era de escaso voltaje y la triste luz que desparramaba sobre los peldaños, todavía cubiertos de hojas, me hizo pensar que me estaba acercando a un mausoleo en vez de a un colegio. No se oía nada, aparte del viento. La sensación de soledad habría sido absoluta de no mediar el esporádico ruido de los coches, y el conjunto tenía algo de repulsivo. Desde luego, aquélla no era la mejor forma de encarar mi nuevo trabajo.
No subí por la escalera, porque no tenía la menor intención de hablar con el vigilante, Higgins, y estuve mirando durante varios minutos la masa negra que formaban las casas abandonadas, fundida con la oscuridad del cielo, atraída a mi pesar por ellas. Por lo que había contado el profesor de Historia, cuyo nombre no recordaba, allí podía haber un tema para incluir en mi libro o para un futuro trabajo, y sabía que las recorrería antes o después. «¿Por qué no ahora?», me dije. Miré mi reloj, como si mi decisión dependiera de él. Si no me entretenía demasiado, disponía de tiempo suficiente para una primera toma de contacto con el lugar; un lugar «poco recomendable», como había dicho aquel hombre.
No dudé más: di la vuelta al edificio del colegio y me encaminé hacia las casas, con la mirada fija en la negrura, la cual parecía aumentar en densidad a cada paso que daba. Ese paseo nocturno fue el inicio de mis días de pesadilla, mi primera aproximación al horror.