Como si la meteorología se hubiera empeñado en confirmar mis previsiones, llegué a Stoney bajo una intensa lluvia. El temporal había acompañado al tren durante, más o menos, una hora de su camino, y era tan fuerte que yo no alcanzaba a divisar ni una luz desde la ventanilla de mi compartimento: sólo un paisaje ocluido por la oscuridad. Y probablemente no me habría enterado de que había llegado a mi destino de no haber sido por el revisor, un hombre amable que tuvo a bien decirme que arribaríamos a Stoney en diez minutos.
Por suerte, sólo llevaba conmigo dos maletines, ya que el día anterior había facturado el resto del equipaje en una agencia de transportes por carretera, y salvé rápidamente la distancia que me separaba del vestíbulo, seguida por el ruido de la lluvia golpeando la techumbre metálica. Ante mi consternación, descubrí que se trataba del lugar más sórdido que había tenido ocasión de ver en mis viajes por el país. Era la única pasajera del tren que había bajado en aquella estación, y me encontré en una sala oscura y desierta que apestaba a suciedad. En el suelo había charcos y huellas de pisadas. Para contribuir a mi negativa primera impresión, el bar se hallaba cerrado y no vi rastro de Mrs. Gregson ni de ningún enviado de ella. Enseguida me di cuenta de que había alguien más allí: un hombre increíblemente delgado, de poblada barba negra y cubierto con un sombrero de ala ancha, sentado en una de las butacas de la zona más oscura del vestíbulo, con la compañía de una Biblia y una botella de whisky. En cuanto lo vi, di por supuesto que no era un enviado de la directora, a pesar de que no apartó su mirada de mí desde el momento en que entré en la sala.
Dejé las maletas en el suelo para consultar la hora en mi reloj. El tren había llegado con puntualidad y me pareció una descortesía que no hubiera nadie para recibirme, después de haber avisado con tiempo suficiente a la directora del colegio. Impaciente, me encaminé hacia la puerta de salida para mirar al exterior. Una cortina de lluvia aislaba el edificio de la estación del resto de la ciudad y apenas se divisaba la agónica luz de algunas farolas. Fue entonces cuando oí por primera vez las palabras «abad negro».
—Bienvenida a la tierra del abad negro —dijo una voz detrás de mí.
No tuve necesidad de volverme para saber que quien acababa de hablar era el extraño individuo de la Biblia y la botella: estábamos solos en el vestíbulo.
—Yo me lo pensaría cuatro veces antes de salir ahí fuera y cogería el primer tren que me llevara lejos de aquí —continuó diciendo.
Su voz no era la de un borracho; al contrario, denotaba firmeza y serenidad. Sin que mi mutismo pareciera importarle, el desconocido prosiguió:
—Éste no es un lugar adecuado para una joven tan bonita como usted…, es feo y perverso, y sólo se puede sobrevivir en él con ayuda de una Biblia, pero apuesto lo que sea a que usted no viaja con una Biblia…; estamos viviendo en una época materialista y descreída.
Aunque había empezado a hablar con suavidad, noté que se iba acalorando por momentos y su voz se hizo casi chillona, mas no quise volverme, a pesar de que acababa de oír el crujido de una silla y el sonido de unas pisadas a mi espalda.
—Guárdese de los lugares abandonados…, guárdese de todo lo que es viejo y blasfemo…, guárdese de los antiguos sepulcros sin lápida…, guárdese de lo que la tierra no quiere acoger en su seno —dijo el hombre; estaba tan cerca de mí que casi percibí su aliento viciado; más que hablar, parecía estar recitando un conjuro.
Después de verme desatendida en aquella estación oscura y sórdida, sólo me faltaba tener que soportar los desvaríos de un borracho. Iba a volverme ya para pedirle que me dejara tranquila, cuando oí un estridente frenazo ante la puerta del edificio; eso me hizo abrir la puerta, con la esperanza de que se tratara de Mrs. Gregson, y vi bajar de un coche a un hombre grueso, calvo y de baja estatura, que echó a correr hacia mí portando un paraguas.
—¿Es usted Ada Boyle? —me preguntó; ante mi asentimiento, prosiguió—. Permítame —me tendió una mano; al estrechársela, la noté blanda y cubierta de sudor—. Soy Richard Higgins, el vigilante nocturno del Hampton College. He venido de parte de Mrs. Gregson para acompañarla…, ella no ha podido acudir.
Me tendió el paraguas para hacerse cargo de las maletas. Al hacerlo, vio al individuo de la Biblia, que nos observaba a través de los cristales de la puerta; movía la boca como si siguiera hablando solo.
—Es Chris, un vagabundo… —me explicó, señalándole—. Espero que no la haya molestado. Suele hablar mucho, demasiado incluso, pero es inofensivo, si bien a veces hay que obligarle a callar.
Yo estaba tan contenta por poder salir de aquella horrible estación e ir a mi nueva casa que resté importancia a lo sucedido. Sin que el temporal pareciera arredrarle, Higgins echó a andar hacia el coche y guardó las maletas en el portaequipajes.
—Deberá disculpar mi retraso, pero ha habido un accidente en el centro de la ciudad y no he tenido más remedio que desviarme… La lluvia… —dijo una vez dentro del coche, insinuando que la culpaba de lo sucedido—. Me temo que no ha sido un buen recibimiento, con Chris y esta lluvia…; espero que no se lleve una mala impresión por eso.
—Tampoco Londres es un paraíso —comenté, algo fatigada de la cháchara de aquel hombre.
—Yo no he dicho que Stoney no sea un paraíso —repuso con brusquedad.
—No tenía intención de molestarle…, no se me ocurriría hablar mal de esta ciudad sin conocerla, tengo que pasar varios meses en ella —me defendí, un tanto perpleja por su contestación.
Higgins tardó en volver a hablar.
—Carece de importancia… ¿Qué le ha dicho Chris? —me preguntó con más amabilidad.
El vehículo había dado vueltas por varias calles y, pese a que yo procuraba estar atenta al exterior, no llegué a ver más que unos edificios iluminados y algunas farolas con bombillas de escasa potencia.
—Apenas he hecho caso a sus palabras —contesté, evasiva.
—Supongo que le habrá hablado de la Biblia, es su tema favorito… Siempre está hablando del mal y de la Biblia, es como un puritano que viviera fuera de su época. No habría desentonado como pasajero en el Plymouth, cuando zarpó con los puritanos rumbo a Norteamérica en el siglo XIX. Aquí dejamos que hable, pero nadie le escucha.
—Es lo mismo que he hecho yo.
Mis palabras debieron de parecerle demasiado cortantes, porque no insistió. Siguió conduciendo en silencio y me di cuenta de que habíamos ido dejando atrás la zona más iluminada de la ciudad.
—¿Todavía están lejos el colegio y la casa? —me interesé.
—Ya no falta mucho, estamos llegando.
En efecto, no tardó en detener el automóvil y, antes de salir, me pidió que esperara dentro. Reapareció poco después para abrir la portezuela de mi lado llevando el paraguas en la mano izquierda.
—Voy a acompañarla al porche y vendré a buscar sus maletas —dijo.
Atravesamos deprisa un jardín bajo la protección del paraguas hasta que llegamos a un porche de madera. Me di cuenta de que el suelo crujía bajo mis pies.
—Es la humedad —apuntó innecesariamente Higgins.
Desde las tensas frases que habíamos intercambiado al término de nuestra breve conversación en el coche parecía haber adoptado conmigo una actitud más cordial. Abrió la puerta de la casa y me invitó a entrar después de pulsar el interruptor de la luz. Sin embargo, preferí esperar fuera hasta que volviera con las maletas. Lo hizo inmediatamente, empapado por la lluvia, lo cual me hizo reconsiderar mi distante conducta.
—Está mojado de pies a cabeza —le dije—. Si supiera dónde están las cosas, le invitaría a una taza de té caliente, pero imagino que antes de nada tendré que poner en orden todo esto —señalé al interior de la vivienda.
—No se preocupe, lo tomaré en cuanto llegue al colegio.
—Por cierto, ¿dónde está el Hampton?
—Si quiere, puede verlo ahora mismo desde la esquina del porche: está ahí enfrente.
Le seguí y divisé al otro lado de la carretera una enorme mancha oscura, difuminada por la lluvia, en la que no se advertía luz alguna. Me llamó la atención un grupo de casas que se alzaba detrás del edificio; resultaba extraño que también estuvieran a oscuras. El conjunto producía un efecto lúgubre; tenía una sordidez diferente a la de la estación, pero no por ello menos llamativa.
—Por la noche, sin luz y con esta lluvia, no tiene un aspecto muy acogedor —comenté, y me arrepentí en el acto de haberlo dicho, teniendo en cuenta la susceptibilidad de aquel hombre, quien parecía tener una gran opinión de su ciudad.
—No se deje engañar, es un lugar encantador…, ya lo verá con calma por la mañana. En cuanto a la luz, se ha debido de fundir la bombilla de la puerta de entrada; la cambiaré en cuanto llegue…; tenga las llaves de la casa, no se me vayan a olvidar.
—¿Vive por aquí Mrs. Gregson? —quise saber.
—No, su casa está en la ciudad.
—¿Y los demás profesores?
—También. Este año usted es la única profesora que ha venido de fuera de Stoney…, pero supongo que ya le irán informando.
Se volvió de espaldas, dispuesto a marcharse, pero lo interrumpí.
—Sólo una pregunta más, si me permite. ¿Qué son esas casas oscuras que hay cerca del colegio? Tampoco se ve allí ninguna luz.
—Es la zona antigua de Stoney, está deshabitada desde hace mucho tiempo. Nadie…, casi nadie va por allí.
Había respondido sin volverse y creí detectar cierta tensión en él, por lo que no quise insistir.
—Está bien; buenas noches, Richard, ha sido usted muy amable.
Lo seguí con la mirada mientras, encogido debajo del paraguas, se alejaba a buen paso por el jardín; después de que su coche arrancara, volví a centrar mi atención en el edificio del Hampton College y en las casas que había detrás de él. Si se trataba de un grupo de viejas casas deshabitadas, resultaba llamativo que el colegio estuviera al lado de ellas, tan lejos también de la ciudad, y que nadie se hubiera preocupado de construir otro más próximo a la zona habitada.
¿Y la casa en la que yo tenía que vivir durante todo el curso? Por una parte, estaba bien que se encontrara cerca del colegio, lo cual era cómodo para mí y sin duda iba a facilitar mi labor; pero, por otra, la soledad en un lugar aislado como aquél podría resultar desagradable y llena de inconvenientes prácticos. Quizá por eso, tanto Mrs. Gregson como el funcionario habían querido saber si tenía automóvil, pensando en mis necesarios desplazamientos a la ciudad. Probablemente me vería forzada a alquilar uno o adquirirlo de segunda mano, si el salario me lo permitía, para lo cual debería hacer números. Tenían que haberme advertido de eso. Antes de tomar una decisión, decidí esperar a ver cómo se desarrollaban los días siguientes.
Lo primero que hice en cuanto dejé de mirar la oscura mole del colegio fue entrar a recorrer la casa, llevando todavía en la mano las llaves que acababa de entregarme Higgins. La lluvia no me permitió pasear por el jardín, el cual, por lo que llegué a advertir al mirar a ambos lados, daba la vuelta a la casa.
La puerta de la casa daba a un pequeño recibidor, dotado con una chimenea, en el que había cuatro puertas cerradas; al fondo, a la izquierda, se advertía el nacimiento de una escalera, que se hallaba a oscuras y debía de subir al otro piso (me llamó la atención el hecho de que hubiera tanta oscuridad en aquella ciudad). Una ventana cubierta con una horrorosa cortina blanca estampada con flores daba al jardín y no había más muebles que los imprescindibles (por supuesto, imprescindibles para el criterio de Mrs. Gregson): una mecedora vieja, cuatro funcionales sillas y una mesa, en la que encontré un jarrón con un ramillete de flores artificiales y un sobre cerrado que contenía una breve nota de la directora:
«Querida Miss Boyle:
Lamento no poder atenderla personalmente con motivo de su llegada. Dick Higgins, el vigilante nocturno de nuestro colegio, se encargará de hacerlo por mí. Espero que la casa sea de su agrado; sólo falta que usted le añada su toque personal, como estoy segura que hará. Únicamente me resta desearle una feliz estadía entre nosotros y convocarla a una reunión de profesores mañana a las once y media en el Hampton. Tenemos la costumbre de reunirnos uno o dos días antes del comienzo de las clases, con objeto de intercambiar opiniones y, si procede, exponer nuestros planes de trabajo con miras a obtener un mejor rendimiento de los alumnos. Que pase una buena noche descansando de su viaje. Nos veremos mañana. Nora Gregson».
El Hampton no era el único colegio en el que se practicaba esa costumbre y, a tenor de mi experiencia, aquel tipo de reuniones nunca servía para otra cosa que no fuera conocer rostros nuevos…, en el caso de que los hubiera. Pero asistir formaba parte de mis obligaciones y tendría que hacerlo, aunque me habría gustado más dedicar la mañana a familiarizarme con la vivienda y sus alrededores.
Con un suspiro, seguí recorriendo la casa, acompañada por el estruendo de la lluvia sobre el tejado, como si fuera una continua descarga de proyectiles. Las puertas del recibidor escondían un dormitorio, una especie de despacho, una cocina y un cuarto de baño, todos ellos equipados con lo estrictamente necesario (por suerte, en la cocina no faltaba un frigorífico). El dormitorio y el despacho me resultaron muy deprimentes; ambos tenían una ventana que daba al jardín, pero la falta de ornamentos en un caso, y de objetos de escritorio y libros en el otro, les daban un aire de abandono: la cama y el armario ropero parecían haber sido adquiridos en una tienda de muebles usados, y la mesa del despacho era la única cosa que identificaba a éste como tal, si bien era el último modelo que yo habría comprado. A primera vista no se advertía polvo en el mobiliario ni en el suelo; sin embargo, era evidente que la casa estaba deshabitada desde hacía bastante tiempo.
Pensando que al día siguiente me ocuparía de arreglar la vivienda, eliminar la cortina de la ventana del recibidor y suplir las carencias en la medida de lo posible (mi salario no iba a permitirme excesivas alegrías y no estaba dispuesta a invertir mucho dinero en unos muebles que, al término del curso, se quedarían allí, por más que la directora hubiera invocado en su nota la necesidad de dar mi toque personal a la casa), di la luz para subir por la escalera de madera, cuyos peldaños crujieron bajo mi peso. Arriba encontré dos habitaciones vacías no muy amplias, un dormitorio amueblado con una cama y un armario, y otro cuarto de baño, lo cual me hizo sospechar que la casa debía de haber sido ocupada alguna vez por una pareja de profesores o profesoras. En un rincón del pasillo había una puerta y, al abrirla, vi el nacimiento de otra escalera, también de madera; ayudada por la luz de una bombilla, descubrí que por ella se llegaba a un desván abuhardillado y que los peldaños crujían aún más que los que acababa de subir. El ruido de la lluvia se hacía allí estridente a causa de la proximidad del tejado.
El desván estaba lleno de muebles y de objetos cubiertos de polvo, y había un ventanuco por el que se llegaba a divisar el edificio del Hampton y el grupo de casas, semejantes a protuberancias nacidas en el cuerpo de la noche. Una débil luz en la oscura masa del colegio abría una diminuta brecha en la oscuridad, como centinela en un mundo de tinieblas.
«Vaya —me dije—, ese Higgins no se ha olvidado de cambiar la bombilla».
Tenía apetito, pero como no había llevado nada para comer, bajé a buscar en el frigorífico de la cocina algo que echarme al cuerpo. Estaba vacío. Sólo hallé en el armario una cajita de bolsas de té, que ya habían caducado hacía varios meses, y por ello no me atreví a prepararme uno. Haciéndome reproches a mí misma por mi imprevisión, y a la directora del colegio por no haber pensado en ello, se me ocurrió mirar en un cajón y encontré más bolsas de té, éstas con la fecha vigente y otra nota de Mrs. Gregson. Era muy escueta:
«Le dejo un poco de té por si se le ocurre tomar uno cuando llegue. N. G.».
Calenté un poco de agua para prepararme un té. Lamentablemente, en la cocina no había azúcar ni leche, por lo que no tuve más remedio que tomarlo solo; decepcionada por el ambiente de la casa, que no se correspondía con la imagen que me había forjado de ella, deshice las maletas con la intención de acostarme pronto. Me sentía disgustada por estar allí, pero supuse que la luz del día me haría ver todo de una forma más optimista.
Antes de retirarme, tomé una ducha caliente, sin haber decidido aún cuál de los dos dormitorios iba a utilizar; estuve reflexionando sobre ello mientras jugueteaba con un cigarrillo, sin encenderlo, mirando distraídamente las ropas que acababa de sacar del equipaje. De repente sentí curiosidad por observar otra vez el edificio del colegio, salí al porche y allí encendí el cigarrillo. La luz del Hampton era el único detalle que rompía la uniformidad de la noche. Entonces, parpadeó.
«No parece que Higgins sea muy hábil colocando bombillas», pensé.
El edificio quedó a oscuras.
«Después de todo, de ese modo está más en armonía con lo que he visto de la ciudad…, casi es preferible que siga estando sin luz».
Encogiéndome de hombros, lancé al jardín el pitillo sin haberlo terminado y vi cómo describía un arco luminoso en el aire antes de caer al suelo, donde la lluvia se encargó de apagarlo. La visión del colegio y las casas me producía un vago malestar. Cuando volví a entrar, había decidido ocupar el dormitorio de la parte baja por esa noche, si bien pensé que acabaría trasladándome al de arriba para tener, al menos, la sensación de que estaba viviendo en una casa y no en un apartamento.
Había traído conmigo unos discos compactos, un reproductor portátil y un par de libros; aunque estuve tentada de escuchar música en la cama, con el propósito de tener un sueño más relajado, opté por leer una novela de Philip Roth (había escogido para echar al equipaje a Roth, a Jim G. Ballard y a Dino Buzzati, porque ya estaba saturada de autores victorianos), y me quedé dormida con el libro reposando sobre mi regazo. Era una novela excelente, pero pudo más el cansancio del viaje.
Un estrépito me hizo despertar, sobresaltada. Presté atención sentada en la cama, pero sólo alcancé a oír el sonido de la lluvia, quizá más estruendoso que antes de haberme acostado; sin embargo, era indudable que había oído un ruido y que ese ruido provenía del recibidor. Me puse una bata para salir del dormitorio, y reconozco que mi mano temblaba cuando se posó sobre el pomo metálico de la puerta, porque no estaba habituada a vivir en un lugar aislado como aquél. Fui recibida por la oscuridad y por el viento, tan intenso que había conseguido abrir la ventana, por la cual entraban ráfagas de lluvia. La cortina se agitaba de un lado a otro, violentamente, como si tuviera vida y tratara de esquivar el agua que caía sobre ella. Una densa negrura envolvía el jardín. Cerré con cuidado la ventana.
De nuevo en la cama, intenté conciliar el sueño y, sin poder evitarlo, mis pensamientos se concentraron en el oscuro edificio del colegio y las casas que había cerca de él. Su aislamiento de la ciudad no me parecía natural y acordé que al día siguiente le preguntaría por ello a Mrs. Gregson. Mi sensación de malestar iba en aumento.
En ese estado de duermevela oí un crujido en el armario de la habitación, que me hizo abrir los ojos. No soy muy sensible a ese tipo de cosas, pero me estremecí al recordar que la casa se hallaba enclavada en un lugar solitario y, no sin temor, busqué a tientas la llave de la luz.
La lámpara se encendió en el momento en que la puerta del armario ropero estaba empezando a abrirse. Miré hacia allí, temerosa, y aferré la colcha de la cama con ambas manos. La puerta siguió moviéndose lentamente, hasta que quedó abierta del todo.
—Ya está bien —dije en voz alta—. Ahí dentro no puede haber nadie, sólo estoy yo en la casa.
Me incorporé con decisión y puse los pies en el suelo sin dejar de mirar la puerta abierta del armario, para encaminarme hacia allí. Tal como esperaba, lo encontré vacío, pues ni siquiera había guardado todavía en él las ropas que había sacado de las maletas. Probablemente, me dije para tranquilizarme, la puerta debía de ajustar mal. Aun así, sentía cierto recelo y me asomé al recibidor. Todo parecía estar tal como lo había dejado al acostarme, con la ropa dispersa encima de un par de sillas. La ventana que daba al jardín seguía cerrada.
Antes de volver a acostarme miré también por la ventana del dormitorio. Nada se movía por aquella parte del jardín, a excepción de las plantas sacudidas por el viento y la lluvia.
Si en aquel momento yo hubiera sabido lo que iba a acontecer en aquellos parajes, lo habría considerado una premonición, pero como lo ignoraba, no tardé en volver a quedarme dormida.