ENTRADA 113
Rápidamente rodeamos la pared sur del Hospital, en dirección al aparcamiento donde habíamos dejado abandonado de cualquier manera el GL hacía un par de meses. Recordaba a la perfección que la puerta del acompañante había quedado abierta por completo, y que incluso un par de aquellos seres se habían colado en el interior del vehículo. No sabíamos lo que nos podríamos encontrar allí, pero desde luego contábamos con que la batería del GL se hubiese descargado por completo. No estaba seguro de haber apagado los faros cuando saqué a Prit a rastras del coche, así que cualquier cosa era posible. Por si acaso, en el fondo de la mochila que llevaba colgada a la espalda reposaba una reluciente batería de repuesto, botín del almacén de repuestos de las ambulancias.
Mientras trajinábamos con las baterías, cambiando la vieja por la nueva, no pude evitar una poderosa sensación de deja vù. Era exactamente la misma situación que habíamos vivido meses atrás, cuando desembarcamos en el Puerto de Vigo, solo que ahora ya no íbamos tan a ciegas como antes. Bueno, y tampoco teníamos a un montón de pakistaníes armados dando vueltas a nuestro alrededor. Suponía una diferencia apreciable. Me pregunté vagamente que habría sido de la tripulación del Zaren Kibish… Por lo que a mi respecta, esperaba que estuviesen ardiendo en el infierno…
Con un par de hipidos el motor se puso en marcha tras apenas una breve vacilación. Mientras tanto, las primeras llamas ya empezaban a despuntar sobre las colinas cercanas al Hospital. El cielo estaba teñido de un intenso color anaranjado y el olor a humo era entonces perfectamente perceptible. El viento parecía haber aumentado su intensidad y la temperatura había aumentado al menos un par de grados centígrados. Aquello se ponía feo por minutos.
Con un crujido seco el GL se detuvo sobre la capa de grava que había a la entrada del túnel de acceso al almacén de servicio. Mientras Prit aguardaba en el todoterreno con el motor en marcha, yo me precipité como un obús por el hueco del ascensor, descolgándome por el cable engrasado hasta llegar sin aliento a la planta baja.
Sor Cecilia y Lucía me esperaban junto a la cabina del elevador, con una expresión inquieta en sus rostros. Me di cuenta de que el olor a quemado ya era ahora notoriamente sensible en el sótano. No se si fue mi imaginación acelerada o las prisas del momento, pero hasta me parecía ver volutas de humo circulando a contraluz frente a las lámparas de magnesio.
Les puse al corriente de la situación de forma apresurada. Un enorme incendio se acercaba al Hospital. No había manera de detenerlo, en poco más de una hora estaría encima de nosotros y arrasaría aquel lugar hasta los cimientos. Hasta los putos No Muertos habían huido a toda la velocidad que sus maltrechos cuerpos les permitían. Había que salir de allí ya o seríamos carbonilla ennegrecida en poco rato.
Su reacción fue mucho más serena y tranquila de lo que me podía haber imaginado. Mentalmente me había hecho a la idea de enfrentarme a una pataleta de considerables dimensiones, o incluso a una negativa rotunda a salir de la seguridad del sótano, pero afrontaron la noticia con una ecuanimidad pasmosa. Mientras Lucía se dirigía a la esquina del almacén donde habíamos dejado depositadas las «mochilas de emergencia», como acostumbraba a llamarlas, la religiosa simplemente se limitó a preguntarme si había alguna posibilidad de desbloquear el elevador y ponerlo de nuevo en funcionamiento.
—Hay muchas cosas que puede hacer esta monja, —dijo—, pero trepar más de diez metros por un cable lleno de grasa no es una de ellas. Así que mueve el culo, hijo, o me tendrás que ayudar a salir por el lado más largo, y eso nos llevará mucho tiempo.
Sonreí por lo bajo, mientras meneaba la cabeza, demasiado impresionado como para hablar. Aquellas dos mujeres estaban hechas de un material muy duro. Tenían que estarlo, para haber sobrevivido solas durante tanto tiempo y haber aguantado todo aquel infierno sin ser devoradas.
Al fin y al cabo, donde hombres de pelo en pecho se habían doblado como muelles rotos frente a las dificultades, ellas simplemente habían apretado los dientes y seguido adelante un poco más. No, definitivamente no me las veía con un par de remilgadas. Menos mal.
Lucía volvía de la esquina del almacén en esos momentos, medio sepultada por un par de enormes mochilas del ejército y trayendo otra más a rastras. Dentro de aquellas bolsas habíamos metido todo lo que considerábamos que sería imprescindible cuando tuviésemos que salir de allí. Docenas de paquetes de comida liofilizada de los militares, un enorme y surtido botiquín con el que estoy convencido que se podría abastecer a un regimiento, munición, bengalas, mi radio de onda corta (sin pilas desde que algún marinero del Zaren Kibish registró mis pertenencias y consideró que las baterías le hacían falta para cualquier otra cosa), litros de agua y solo Dios sabe que docenas de cosas más.
Cargué la mochila que me parecía más pesada en mi espalda, mientras que ayudaba a Lucía a colocar bien la suya. Pese a las protestas indignadas de Sor Cecilia no le permití cargar con el tercer macuto, y lo arrastramos entre Lucía y yo, junto con la caja donde iba Lúculo. Las cosas no iban tan mal como para que una mujer de más de sesenta años tuviese que acarrear una mochila que pesaba al menos lo mismo que ella.
Antes de entrar en el elevador, dirigí una última mirada a aquel sótano, con una punzada de nostalgia. Durante casi dos meses había llevado allí una vida casi normal. Posiblemente aquel fuese el único sitio seguro con luz, agua, comida y confort en muchísimos kilómetros a la redonda. Y no solo nos veíamos obligados a abandonarlo, sino que además sería pasto de las llamas en pocos minutos, y no había nada que pudiésemos hacer para impedirlo.
La simple idea de que un lugar tan maravilloso como aquel fuese a desaparecer me encogía el corazón de pena. Sonreí amargamente, consciente de la peculiar ironía que encerraba aquel último pensamiento. Un sótano oscuro, cerrado y lleno de olores de comida y de humedad producto de la condensación había llegado a parecerme un lugar «maravilloso». Hay que joderse…