23 October 2006 @ 10:54 hrs.

ENTRADA 111

Tenemos que salir de aquí. Y rápido, además.

Ayer por la tarde estaba con Prit, discutiendo en el hueco del montacargas cual sería la vía más rápida para alcanzar el GL y traerlo hasta nuestra «salida de emergencia». Ambos estábamos de acuerdo en que teníamos que mover el pesado todoterreno desde el lugar donde lo habíamos dejado, al otro lado del Hospital, hasta una posición más segura en esta zona. No se trataba tan solo de tenerlo más a mano por si surgía alguna emergencia, sino que además era imprescindible moverlo un poco de vez en cuando para evitar que se descargase la batería. El invierno se acercaba lentamente y mucho me temía que pudiese afectar seriamente al motor de arranque.

En medio de la conversación el ucraniano se irguió de forma súbita, como un perdiguero olisqueando el aire ansiosamente, con una expresión reconcentrada en su rostro.

—¿No lo hueles? —preguntó.

—¿Oler el que? —respondí, desconcertado. He de reconocer que después de siete meses rodeado de basura y cadáveres descomponiéndose lentamente, mi pituitaria no tenía la misma sensibilidad que antaño.

—Incendio —dijo Viktor con los ojos cerrados, mientras olfateaba el aire ansiosamente. Abrió los ojos de golpe y se giró hacia mi, mirándome intensamente.

—¿Incendio? ¿Un fuego? ¿Aquí, en el Hospital?

—No aquí en Hospital. Fuego fuera, fuego forestal. Yo no estoy equivocado —respondió Prit, con la voz ahogada.

No me cabía la menor duda de que el pequeño piloto tenía razón. Años de experiencia combatiendo fuegos forestales le habían enseñado a percibir los rastros más tenues de un fuego, incluso aquellos que a un simple ciudadano le pasarían desapercibidos. Yo personalmente no olía nada, pero si el ucraniano decía que le olía a madera quemada, no había nada que discutir. La cuestión era como nos podía afectar eso a nosotros, dada nuestra situación.

—Viene arrastrado por el viento. Viene aquí —continuó el ucraniano—. Deberíamos mirar.

—Sí…

Nos miramos fijamente durante unos segundos. El ucraniano meneó la cabeza y yo solté un juramento por lo bajo. Ambos éramos conscientes de lo que iba a suceder.

Joder, pensé. Otra vez en el baile. Una vez más, no nos quedaba otra que asomar nuestra nariz fuera de la madriguera, nos gustase o no.

Tomada la decisión, volvimos de nuevo al interior de «Numancia». En pocas palabras, pusimos rápidamente al corriente a la hermana Cecilia y a Lucía de la situación. La expresión de alarma que puso esta última cuando se enteró de que nos íbamos a aventurar de nuevo al exterior fue casi cómica.

Mientras me ayudaba a abrocharme el remendado traje de neopreno no cesaba de parlotear nerviosamente a mi alrededor, recordándome mil cosas que no debía hacer. No te arriesgues demasiado, no entres en sitios oscuros, no te acerques a nada sospechoso, no te alejes de Prit, no…

Traté de tranquilizarla un poco, no solo por ella, sino porque estaba consiguiendo que yo mismo me pusiese más nervioso todavía. No es que Lucía sea una histérica, ni nada por el estilo, pero la posibilidad de que nos pasase algo en el exterior parecía perturbarle profundamente.

Finalmente, tanto Prit como yo estuvimos listos. Ambos íbamos armados con un par de fusiles de asalto de los que habían quedado abandonados por los militares en el Hospital. Además, cruzado en la espalda, llevaba el arpón con un virote montado y otros dos de repuesto atados a la pantorrilla derecha. Por su parte, el ucraniano, ataviado con un espantoso chándal color fucsia que hería la sensibilidad cromática más elemental, llevaba un enorme cuchillo de caza metido en una funda sobre los riñones mientras mascaba chicle de forma mecánica, sorprendentemente tranquilo.