ENTRADA 109
Finalmente, esta llegó. Aprovechando que el objetivo de aquel día estaba relativamente cercano al Meixoeiro, Lucía se escabulló de su grupo y emprendió a pie el camino hacia el Hospital. Según ella, fueron las cuarenta y ocho horas más aterradoras de su vida. Por las noches se escondía en cualquier lugar elevado e inaccesible y con la primera luz del día reemprendía el camino, esquivando a los No Muertos y viéndose obligada a pasar largos ratos, horas en ocasiones, oculta detrás de algo, esperando a que los depredadores que se cruzaba se desplazasen a otra parte.
Cuando por fin llegó hasta el Hospital, la sorpresa del pelotón de soldados que lo protegía fue mayúscula. Hacia semanas que no veían un solo ser vivo por la zona, aparte de los grupos errantes de No Muertos que de vez en cuando se acercaban por allí, así que la visión de aquella muchachita vestida de soldado y que llegaba andando en busca de sus padres les desconcertó profundamente.
Evidentemente, no había rastro de los padres de Lucía en el Hospital, ni nadie tenía ninguna referencia de ellos. Aquello resultó demoledor para la valiente chica. De golpe fue consciente de que posiblemente se había quedado totalmente sola y sin saber muy bien que hacer.
Sin embargo, lo peor aún estaba por llegar. La presencia de una chica joven y guapa entre un grupo de hombres jóvenes, aislados y embrutecidos por la situación solo podía desencadenar una tensión sexual cada vez mayor. Las riñas y las peleas entre aquellos hiperexcitados soldados iban cada vez a más. Finalmente, una noche, uno de los integrantes del grupo, totalmente bebido, intentó violarla. Afortunadamente, uno de los médicos detuvo al agresor de un certero golpe en la cabeza justo a tiempo, pero la situación empezaba a ser incontrolable.
El teniente al mando del grupo ordenó que las mujeres del hospital (es decir, Lucía y Sor Cecilia) se mantuviesen permanentemente dentro de Numancia y no saliesen de allí bajo ningún concepto. De nada sirvieron las protestas de la monja ni la indignación de Lucía. El teniente, un tipo de la vieja escuela, no quería mujeres mezcladas con los hombres bajo sus órdenes y no había más que decir. Así, durante un par de semanas, se vieron obligadas a trabajar de cocineras y asistentes del grupo de las plantas superiores, mientras los pacientes iban falleciendo lentamente uno a uno, bien por su extrema gravedad, bien por la falta de medicamentos especializados o bien porque en aquellas condiciones era imposible realizar cualquier tipo de intervención quirúrgica. Por lo demás, mientras tanto, los defensores simplemente se limitaban a esperar.
No fue por mucho tiempo. Tan solo un par de noches después de que perdiesen comunicación por radio con el Punto Seguro, cientos de No Muertos comenzaron a congregarse por la zona. En vez de tratar de pasar desapercibidos, el teniente al mando del pelotón, un cretino con la cabeza hueca y deseoso de gloria, ordenó abrir fuego a discreción. Pronto, el tableteo de las armas automáticas actuó como un imán sobre aquellos seres, congregando a una autentica muchedumbre en el exterior.
A la postre, los No Muertos consiguieron entrar. Ni Sor Cecilia ni Lucía han sido capaces de explicarme como fue aquello, ni que es lo que pasó exactamente, ya que ellas estaban atrincheradas en el sótano mientras se desarrollaba el drama un poco más arriba. Lo único que saben es que uno de los soldados, un chico muy joven y asustado, con un marcado acento andaluz, había asomado apresuradamente la cabeza en Numancia y les había aconsejado que cerrasen la puerta por dentro.
Durante un par de horas se escucharon numerosas detonaciones e incluso alguna explosión. Los disparos, al principio en el exterior pronto pasaron a sonar en los pasillos interiores del Hospital, hasta que por fin, cesaron por completo. Durante casi dos horas, la monja y la adolescente aguardaron pacientemente a que alguien fuese a buscarlas para decirles que todo había acabado. Sin embargo, nadie apareció.