26 July 2006 @ 11:46 hrs.

ENTRADA 102

Tan solo me llevaría el arpón (con los dos virotes que me quedaban), y la pistola, que aún tenía siete proyectiles, además de la linterna. Viktor tendría que arreglárselas sin ella, aunque en la capilla había claridad suficiente como para que pudiese ver sin necesidad de iluminación artificial.

Dejé a Prit sumido en su sueño intranquilo y me aventuré de nuevo en la amplia sala a oscuras. Cerré a mis espaldas la pesada puerta de la capilla. Puede que aquellas enormes hojas de roble fuesen las puertas más sólidas y resistente que se podían encontrar en todo el Hospital. El sitio más seguro, con toda certeza, para dejar a Prit reposando unos minutos. Con la enorme llave en la mano dudé, por unos instantes. Finalmente, me encogí de hombros y tras darle un par de vueltas en la cerradura, me la colgué al cuello. Lo más probable, pensé, es que esté de vuelta en unos minutos.

Entre la enorme cantidad de material médico que había desparramado por todas partes, había encontrado una caja llena de guantes de látex. Tras enfundarme un par, saqué el virote clavado en la cabeza del enfermero. El acero salió con un sonido viscoso, cubierto de trozos de materia gris de un color rojo muy oscuro.

Conteniendo las arcadas, lo limpié como pude en la ropa del cadáver y lo enfundé de nuevo en el carcaj que llevaba adosado a la pierna derecha.

No tenía ni la más remota idea de donde podía estar Lúculo. Supuse que terriblemente asustado por la refriega habría buscado un rincón tranquilo donde guarecerse por un momento. En casa, cada vez que se desencadenaba una tormenta solía atrincherarse en el armario de las sabanas hasta que pasaba lo peor. Desalentado, caí en la cuenta de que encontrar a mi gato en un espacio tan vasto como aquel Hospital, a oscuras y con millones de recovecos desconocidos, podía ser una misión desesperada, sobre todo si lo que buscaba era un gato asustado que no tenía ganas de ser encontrado.

De todas formas, tenía que intentarlo. Sé que suena como una locura, y que tan solo era un gato, pero me sentía con la obligación moral de encontrarlo. Además, perder a Lúculo me partiría el corazón, después de todo lo pasado juntos. Cualquiera que tenga un animal de compañía entendería perfectamente lo que digo. Susurrando su nombre, continué por la sala hasta encontrar otras escaleras que arrancaban, muy empinadas, hacia abajo, perdiéndose en medio de la negrura más profunda.

Sentí una sensación rara en mis pies. Enfoqué la luz hacia el suelo. Un enorme charco de agua cubría toda aquella esquina y se derramaba escaleras abajo produciendo un goteo constante que provocaba mil ecos en la oscuridad.

Un par de gotas me cayeron sobre la cabeza, sobresaltándome. Levanté la mirada hacia el techo. Sobre mi cabeza, a considerable altura, unos siete u ocho pisos más arriba, se abría un enorme lucernario que primitivamente tenía como función llenar de luz toda aquella escalera. Estaba en una de las escaleras de servicio que comunicaban todas las plantas. Y a través del enorme lucernario, hecho pedazos se filtraban litros de agua de lluvia, que se escurrían escaleras abajo, empapándolo todo.

Volví a notar la ráfaga de viento azotando mi cara. Descorazonado, comprendí que aquella ventolera bajaba por el hueco de la escalera desde la destrozada claraboya del techo. No había salida por allí. En realidad, empezaba a desesperar de encontrar alguna salida.

Un suave gemido, débil, pero inconfundible, me sacó de esos amargos pensamientos. Con todos mis nervios en tensión, presté la máxima atención. Sí, ahí estaba de nuevo. Era algo como el gemido de un niño (o el maullido de un gato, me dije a mi mismo), que parecía provenir de la parte inferior de las escaleras, cubiertas de sombras.

Maldije por lo bajo. De todos los posibles sitios que no me apetecía visitar en aquel Hospital del infierno, su sótano era el que ocupaba el número uno de la lista. Y sin embargo Lúculo, por algún motivo que se me escapaba, parecía haber decidido refugiarse allí.

No quedaba otra. Armándome de valor, comencé a descender las escaleras.

El rellano situado al pie de las escaleras se había transformado en una enorme piscina. Desde uno de los últimos escalones «en seco» contemplaba desolado el reflejo de la luz de la linterna sobre el agua oscura, que se perdía en la oscuridad, al fondo del pasillo. Toda el agua de lluvia que ha entrado por el lucernario roto a lo largo de los últimos meses parece haberse acumulado aquí abajo. Sobrenadando el agua flotan manchas irisadas de aceite y algunas cajas vacías aquí y allá.

Me dije que era imposible que Lúculo hubiese pasado por allí. Dejando a un lado el odio visceral que le tienen los gatos al agua, estaba convencido además de que mi Lúculo jamás se hubiese dignado a meter ni un pelo de sus aristocráticas patas en una charca oscura y húmeda como aquella. No. Ni de coña.

Cuando comenzaba a darme la vuelta para subir las escaleras, un gemido similar al que había oído un rato antes hizo que me paralizase por completo. Lo que en la parte superior de las escaleras había sido un sonido vago, ahora se podía oír con completa claridad. Era un maullido de gato. De MI gato. De Lúculo. Estaba completamente seguro. Tras convivir dos años con aquel playboy peludo que pasaba noches enteras maullándoles a las gatas del vecindario no podía equivocarme.

El maullido, en el que vibraban notas de miedo, sonaba justo al otro lado de la extensión de agua oscura, y cada vez era más débil, como si se alejase.

Sin tiempo para pensar como era posible que Lúculo estuviese al otro lado de aquel pequeño lago, descendí los escalones que faltaban hasta llegar al nivel del suelo.