20 July 2006 @ 21:31 hrs.

ENTRADA 101

Sacudí el cuerpo tembloroso de Prit. El ucraniano, sacudiendo la cabeza, murmuraba un montón de incoherencias en ruso. Sus nervios, finalmente, no habían podido soportar por más tiempo la presión. Pasándome uno de sus brazos sobre mis hombros le ayudé a incorporarse. Mi mente pensaba a toda velocidad. No podía largarme de allí sin encontrar a Lúculo, por supuesto, pero lo cierto era que buscar al gato con Prit a cuestas se me antojaba algo realmente difícil. Tenía que encontrar un lugar seguro para resguardar al ucraniano mientras encontraba a mi mascota y después volver a por él para salir de aquel maldito hospital del infierno.

Una enorme y pesada puerta de madera labrada se abría en una de las paredes de aquella sala. Sus artísticos grabados y las enormes manijas de bronce estaban extrañamente fuera de lugar en el ambiente rectilíneo e hipermoderno del Hospital. Aquella puerta de dudoso gusto, que parecía salida de una mansión rococó, no pegaba nada con el resto de las instalaciones.

Intrigado, me acerqué hasta ella y la empuje cautelosamente con un pie. Estaba cerrada, pero una pesada llave antigua colgaba de la cerradura. Tras un par de ruidosas vueltas, la cerradura se abrió, dejando paso libre al interior.

Una suave luz tamizada de diversos colores se filtraba a través de unos altos ventanales alargados, cubriendo el suelo de manchas verdes, azules y rojas. Ante nosotros se abría una pequeña nave, con una doble hilera de bancos de madera a los lados, que terminaba en un estrado un poco más alto donde estaba situado el altar. Sobre el mismo, pendida por unos gruesos cables de acero, colgaba una enorme cruz de madera oscura.

Estábamos en la capilla del Hospital. Que irónico.

Extenuado, dejé caer a Prit en uno de los bancos. Tras descansar unos segundos, recorrí toda la pequeña capilla, prestando atención a los rincones más oscuros, para asegurarme de que no teníamos compañía. Pasé un rato especialmente malo cuando me vi obligado a abrir de una patada un confesionario (la imagen de un sacerdote No Muerto saliendo de allí me paralizaba de asco y terror), pero finalmente pude respirar aliviado. No había nada allí dentro, ni tampoco en la pequeña sacristía adjunta.

De un armarito pegado a la pared saqué lo que parecían ser un par de estolas de celebrar misa. Serían perfectas. Las extendí sobre Prit, que había caído en un sueño profundo e intranquilo. El ucraniano, abrigado con aquellos ropajes ofrecía un extraño aspecto. Lo sacudí por los hombros. Necesitaba veinte segundos de su atención.

El ucraniano se desperezó, con la mirada perdida y vidriosa. Un temblor incontrolable aún le sacudía la mano izquierda.

—Prit —le dije—. Necesito que me escuches un momento. Tengo que dejarte sólo durante un rato. Lúculo ha desaparecido y tengo que encontrarlo… ¿Me entiendes? —le pregunté.

El ucraniano asintió, sin pronunciar una sola palabra. Parecía estar semicatatónico. Le arropé con las estolas y tras despejarle la frente, le di de beber un trago de la cantimplora (deformada tras la caída por la escalera). Me desprendí de ella y la dejé a su lado. Por mi parte, tuve que sentarme durante unos buenos veinte minutos para controlar el temblor de mis piernas. Los veinte minutos se transformaron en casi una hora. Lo cierto era que cada vez que pensaba en levantarme y cruzar de nuevo aquella puerta un pánico incontrolable me atornillaba al suelo con la fuerza de una prensa.

Sabía que tenía que controlar el miedo. Si dejaba que el pánico prendiese en mí, estaría acabado y Prit conmigo. Valoré la posibilidad de abandonar a Lúculo a su suerte por unos instantes, pero deseché la idea con más rapidez que el tiempo que me lleva escribir esto. Lúculo no era solo mi mascota, ni mi fiel compañero desde hacía meses. No. Mi gato era el último vínculo que me quedaba con mi vida anterior. Si lo perdía, algo dentro de mí se perdería para siempre, y la memoria de la vida que llevaba antes se perdería como arena en el viento. No, tenía que encontrar a Lúculo como fuese. Seguramente el pobre estaría muerto de pánico, escondido debajo de cualquier trasto.

Me incorporé con un chasquido siniestro en mi rodilla que no auguraba nada bueno. Estaba más golpeado de lo que pensaba.