23 June 2006 @ 11:25 hrs.

ENTRADA 92

La puerta batiente de urgencias se abrió con un suave siseo cuando apoyé el hombro contra ella. Asomé la cabeza al interior. El enorme recibidor estaba en penumbra. Una suave luz tamizada se filtraba a través de un par de ventanas rectangulares de gran tamaño que corrían pegadas al techo. Una de ellas tenía un par de inconfundibles agujeros de bala marcados justo en la mitad.

El vestíbulo parecía un antiguo matadero abandonado. Enormes manchas de sangre reseca de color marrón oxidado salpicaban el suelo y las paredes. En algunos puntos daba la impresión de que se habían vaciado cubos enteros. El olor dulzón y nauseabundo de la sangre seca se mezclaba con el aroma a putrefacción, a alimentos estropeados y a sudor rancio. Era sutil, débil y escaso, pero inconfundible. Olía a sudor humano. Alguien había estado sudando en aquel espacio cerrado. Lo que no era capaz de precisar era si había sido hacía tres horas o tres meses. Tampoco soy un puto perdiguero.

Tirados de cualquier manera por todas partes podía ver ropa abandonada, restos de vendajes usados, camillas cubiertas de fluidos resecos e incluso un par de equipos de reanimación con las palas colgando. El conjunto no era muy acogedor, que digamos.

Sin embargo, lo más sobrecogedor de toda aquella estampa macabra eran las docenas de huellas y pisadas manchadas de sangre que se entrecruzaban por doquier. Muchos pies, y cuando digo muchos me refiero a MUCHOS, habían pisoteado los charcos de sangre, dejando un rastro aparentemente errático. Había huellas grandes, huellas pequeñas, incluso de niños, zancadas largas, pies arrastrados… Una colección completa. Sin embargo, no se veía a nadie. Y tampoco podría asegurar que esas huellas fuesen de seres vivos.

Casi desfallecido, dejé caer a Prit en una silla de ruedas de Urgencias. Con alivio me desaté a Lúculo de la muñeca y lo enganché en un radiador de la oficina de recepción. Aunque se quedó bastante dolido por este gesto y se moría de ganas de explorar aquel sitio nuevo, no podía permitirme dejarlo suelto por ahí. No sin saber primero que es lo que nos podíamos encontrar.

Había cadáveres por el suelo, por supuesto, pero bastantes menos que en el exterior. Supuse, mientras evitaba de milagro pisar a una mujer tremendamente inflada por los gases de la descomposición, que la mayoría de aquellos desgraciados no eran No Muertos abatidos a disparos, sino víctimas inocentes que habían sido mutilados por éstos con tal salvajismo que estaban más allá de cualquier posibilidad de resurrección.

Eso me llevaba a pensar que la clamorosa ausencia de cadáveres obedecía a que ahora la mayoría de los pacientes formaban parte de la gigantesca cofradía de No Muertos. Y dudaba mucho que se hubiesen ido a la playa a tomar el sol.

De repente, un estruendoso sonido metálico me dejó totalmente paralizado. Había sonado como si alguien hubiese tropezado con un archivador, un carrito, o algo por el estilo, seguido de un prolongado gemido. El sonido parecía provenir de bastante lejos (juraría que un par de plantas más arriba), pero bastó para ponerme los pelos de punta.

No estábamos solos allí dentro.

No pensaba dedicarme a recorrer un hospital a oscuras, abandonado y lleno de cadáveres sólo para identificar la fuente de un ruido. Fuera lo que fuese (o quien fuese), por mí podían darle mucho por sus partes. Personalmente, yo ya estaba cagado de miedo justo en la entrada como para pensar en adentrarme en las entrañas del edificio.

Pasé al lado del puesto de control de enfermería. Un estetoscopio abandonado atrapaba polvo sobre un montón de historiales clínicos. No me pude resistir a colgármelo del cuello. Es algo superior a mí, que ya desde que era pequeño le cogía el suyo «prestado» a mi madre. Me encantan estos trastos.

Súbitamente me vi mentalmente transportado a un capítulo cualquiera de «Hospital Central». Me pregunté qué coño pensarían sus personajes si viesen a un tipo con un AK-47, un traje de neopreno y un estetoscopio colgado del cuello paseándose alegremente por urgencias. Solté una risilla histérica. Dios santo toda esta mierda está haciendo que se me empiece a ir la cabeza. Hola, esquizofrenia.

Justo al lado del puesto de control, junto a unos cuantos boxes con las cortinas corridas, estaba el botiquín de urgencias. La puerta estaba rota. Entré con cautela, pisando la capa de cristales rotos que cubría el suelo. Joder. Parecía que hubiese volado una bomba en su interior. El armario reforzado, donde normalmente se guardaba la morfina y los derivados de opiáceos estaba reventado como una margarita. Alguien había entrado allí y lo había abierto por las bravas, con algún tipo de explosivo, quizás simplemente una granada recogida de algún soldado muerto. El petardazo había reducido a astillas un montón de botes, viales y demás instrumental medico. Un trabajo chapucero. Obra de alguien del Punto Seguro en busca de morfina o, más probablemente, de algún yonki con síndrome de abstinencia, que sabía donde encontrar opiáceos. No me extraña. Debe ser jodido pillar caballo en estos días.

Me agaché y me puse a rebuscar entre los pedazos de vidrio roto algún vial en buen estado. Me repetía mentalmente la lista. Sulfamidas, antibióticos, gasas, calmantes, pero que no fuesen derivados de opiáceos (Prit ya llevaba suficiente morfina encima), hilo de sutura, vendas, aguja estéril…

Noté un dolor punzante en la mano y la retiré a toda velocidad. Un pedazo de vidrio, fino como un bisturí se me había clavado en la yema de un dedo. Solté un juramento por lo bajo y me llevé el dedo a la boca. El sabor salobre de la sangre me bajó por la garganta. Envolví distraídamente el dedo con una sutura adhesiva y continué la búsqueda, de bastante peor humor, amontonando mi pequeño botín en una bandeja honda de aluminio pulido.

Esa bandeja me salvó la vida. Cuando me giré para depositar un rollo de esparadrapo vi algo en movimiento reflejado en el metal, algo justo a mis espaldas. Me giré como una serpiente, notando el sabor amargo del miedo subiendo desde el estómago, mientras soltaba torpemente el seguro del AK.

Un anciano decrépito y totalmente desnudo, con parte de sus intestinos a la vista, se balanceaba a menos de dos metros de mí, con el pijama del hospital hecho un rollo en torno a su brazo derecho. Abrió su boca en un rugido mudo mientras avanzaba torpemente hacia mí, pisando la capa de cristales con los pies desnudos, sin sentir ningún tipo de dolor. Me quedé paralizado de horror. Aquel anciano no tenía ojos. Sus cuencas oculares estaban vacías y dos chorretones sanguinolentos se habían deslizado por su cara, dibujando una careta monstruosa sobre sus mejillas. Sin embargo, juraría que me tenía perfectamente localizado.

Todo parecía suceder a cámara lenta. Me llevé el AK a la cara, y, curiosamente relajado, apunté el cañón a la altura de su cuello, para compensar el retroceso (algo que había aprendido de los pakistaníes). Dejé que se acercase a apenas metro y medio y apreté el gatillo.

En la frente del anciano apareció un enorme boquete rojizo cuando el proyectil le atravesó la cabeza… A su vez, en la pared que estaba a su espalda una constelación de astillas de huesos, cerebro y sangre oscura trazaba un dibujo obsceno.

El viejo se derrumbó como un saco, emitiendo un gorgoteo húmedo, y arrastrando una montaña de carpetas en su caída. El olor a pólvora me picaba en las fosas nasales, mientras un pitido insistente resonaba en mis oídos, producto del ruido del disparo en un espacio tan diminuto. Aquello prometía una fuerte jaqueca en las próximas horas.

Una vez más, había salvado mi pellejo por el canto de un duro. Pero ahora, en dos kilómetros a la redonda se habría oído el disparo perfectamente. Y así todo ser, vivo o no, que estuviese en el Hospital, sabría que habíamos llegado. Jesús, vaya día.