02 June 2006 @ 13:14 hrs.

ENTRADA 86 (II)

La autopista ofrecía un aspecto fantasmagórico, lunar. Recordaba haber pasado un millón de veces por ese trayecto, cada vez que me tenía que desplazar a Vigo, y siempre que he atravesado ese tramo recuerdo haberlo visto absolutamente congestionado por el tráfico. Ahora sin embargo ofrecía un aspecto vacío y desolador.

Con la furgoneta produciendo un ruido ensordecedor, nos lanzamos a toda la velocidad que nos permitía nuestro maltrecho motor por el carril de incorporación. La calzada estaba totalmente vacía, a excepción de algún que otro turismo abandonado que nos encontrábamos en las posiciones más dispares. Algunos de ellos tenían evidentes restos de sangre a su alrededor. Otros mostraban claros signos de haber embestido a algo o a alguien, pero aparte de un par de cadáveres pudriéndose al sol no vimos ni un solo signo de presencia humana.

Me imaginaba la escena. En los primeros días de la epidemia, en algún momento, docenas de No Muertos habían conseguido irrumpir tambaleándose en medio de la calzada, mientras los sorprendidos conductores trataban de esquivarlos a toda velocidad. Algunos no fueron capaces de evitar arrollarlos, sufriendo un accidente. Los menos, ignorantes de cuál era la auténtica naturaleza de aquellos seres, se habrían detenido para ayudar a aquellas personas con aspecto de estar malheridas.

En ambos casos, la suerte corrida por los conductores debía haber sido atroz. Joder.

Al cabo de un par de kilómetros encontramos el primer accidente serio. Un todoterreno, un Nissan, se había empotrado contra la mediana de cemento de la autopista, destrozándola por completo. Tras el impacto, había salido rebotado de nuevo hacia el centro de la calzada, donde había colisionado contra un par de turismos y un pequeño camión de reparto. Ahora, todos aquellos vehículos estaban reducidos a un enorme amasijo de plásticos ensangrentados y hierros cruzados en medio de la calzada, obstruyendo por completo el camino. Nos detuvimos, abrumados por la escena. Del amasijo de hierros salía un olor fétido, nauseabundo. El olor de varios cadáveres corrompiéndose al sol desde hacía meses. Olor a muerte.

Aquella gente había sufrido un accidente brutal y nadie había acudido en su ayuda. Ni siquiera se habían podido retirar los cadáveres. Dios.

Un pequeño paso abierto a la izquierda nos permitió seguir nuestro camino. Mientras Prit conducía diestramente por el estrecho carril, dejándonos parte de la pintura en el intento, no pude evitar preguntarme si aquel camino obedecía al azar o alguien, algún otro superviviente, había pasado por allí antes que nosotros, moviendo los restos para abrirse camino. Quién sabe.

Al cabo de otros tres o cuatro kilómetros vimos los restos de otro accidente importante, esta vez en el carril contrario. Era una enorme montonera de vehículos, autobuses, furgonetas y camiones, quizás más de cuarenta o cincuenta. Habían colisionado en cadena, por exceso de velocidad huyendo de esas cosas o precisamente por tratar de esquivarlas. La colisión debía haber sido brutal. Como muestra de la fuerza del impacto, podía ver los restos de un pequeño Smart, que estaban literalmente plegados como un acordeón debajo de la cabina de un camión.

Los que no murieron por la colisión lo hicieron por el fuego que siguió a continuación. El calor había sido tan intenso que se veían partes de asfalto derretidas. Era un espectáculo espeluznante. Desde el interior del chasis carbonizado de uno de los vehículos, un par de calaveras ennegrecidas contemplaban nuestro paso. Los restos carbonizados de varios cuerpos asomaban aquí y allá. Una estampa sacada del infierno.

Aquello no era una autopista. Aquello era una ratonera. Un osario. Un puto cementerio.

Al cabo de tres o cuatro kilómetros comenzamos a ver de nuevo a No Muertos tambaleándose por la calzada. Le dije a Prit que eso seguramente significaba que nos volvíamos a acercar a zonas urbanas, así que sería mejor estar preparados. Por toda respuesta mi ceñudo amigo me ordenó que me abrochase de nuevo el cinturón y apretó a fondo el acelerador. No fue una buena idea. Con un estruendoso petardazo algo golpeó con fuerza el capó por dentro, produciéndole una abolladura considerable, mientras un espeso humo negro comenzaba a salir del motor. Casi se me sale el corazón por la boca del susto.

Miré inquisitivamente al ucraniano, que parecía azorado. Una biela, comentó lacónicamente Prit, mientras ponía punto muerto. El motor kaputt agregó, mientras dejaba que la moribunda furgoneta se deslizase lentamente por la cuesta abajo de una salida de la autopista. Fui incapaz de leer que ponía el cartel. No sé por dónde coño salimos. Por primera vez desde que todo esto empezó, me sentía totalmente desorientado.

Mientras empezábamos a preguntarnos cómo demonios nos las íbamos a apañar sin vehículo, el azar, una vez más, nos favoreció de nuevo. La salida de la autopista tenía pendiente suficiente como para arrastrarnos hasta el final de la cuesta. Tras un interminable minuto, la salida desembocaba en un parque industrial de pequeño tamaño, de no más de quince o veinte naves. Y allí, justo enfrente de nosotros, como esperándonos desde hacía largo tiempo, pudimos ver un enorme concesionario de automóviles coronado por el familiar logotipo de la estrella de tres puntas dentro de un circulo.

Era cojonudo. Me giré sonriente hacia Prit y le pregunté si le apetecería conducir un Mercedes nuevecito. La sonrisa resplandeciente del ucraniano fue una respuesta más que elocuente. Nos lo íbamos a pasar muy bien.

La inercia que llevábamos nos dejó finalmente a menos de ciento cincuenta metros del concesionario. Podíamos divisar a lo lejos a unos cuantos No Muertos, pero el hecho de haber recorrido el último kilómetro en punto muerto, sin hacer ruido, nos había permitido pasar desapercibidos hasta el momento.

Nos bajamos del maltrecho furgón, que desprendía ya un intenso olor a quemado, cogiendo todo aquello que podíamos cargar de un viaje. No nos podíamos arriesgar a estar yendo y viniendo constantemente, ya que nuestros paseos podrían llamar una atención innecesaria. Yo me coloqué la vieja mochila del soldado a la espalda, con el arpón cruzado sobre el pecho y Lúculo bien sujeto en mis brazos, para evitar uno de sus ataques de aventurerismo. Lo último que necesitaba era corretear detrás de mi gato por un polígono desconocido y lleno de monstruos deseosos de hincarme el diente.

Viktor llevaba por su parte, el AK, la pesada caja de munición y parte de los víveres que habíamos saqueado del mercante ruso en una mano, y el maletín de marras en la otra. El resto, desafortunadamente, tuvimos que abandonarlo.

Con toda esa carga tan pesada, el camino hasta el concesionario, pese a ser muy corto, se nos hizo interminable. Cuando finalmente llegamos, jadeantes, a la sombra de su enorme portal de entrada, me dejé caer exhausto contra el cristal del gigantesco escaparate, mientras Viktor se deslizaba pegado como una anguila contra la pared del edificio en busca de una vía de acceso.

Mientras esperaba, pegué un trago de la cantimplora y comencé a rebuscar en los bolsillos de la mochila. En el fondo de uno de ellos, terriblemente arrugada, encontré una cajetilla de Chester que recordaba haber puesto allí cuando salí de mi casa (mi casa… ¿Qué demonios habrá sido de ella?). Arrellanándome con satisfacción me llevé uno de los cigarrillos a la boca y lo prendí con un encendedor de butano. La primera calada después de tanto tiempo me sentó como un chute de heroína a un yonki. De repente, todo me volvía a parecer más sencillo.

Un ruido apagado de cristales rotos me sobresaltó. Me levanté como un rayo, con la sangre latiéndome en las sienes. Sujeté el arpón con fuerza, preparándome para lo que viniese.

Súbitamente, oí como se abría la puerta metálica que estaba justo a mi espalda. Me giré como un rayo, aterrorizado, solo para encontrarme la expresión divertida de Viktor, que se había colado en el interior a través del ventanuco de un lavabo. Rediós.

Franqueé la entrada del concesionario, cargado como una mula, con Lúculo retozando entre mis pies, mientras Viktor vigilaba el exterior, expectante. Una vez que estuvimos dentro, cerró de nuevo la puerta metálica y la aseguró con el pasador.

He de reconocer que me quedé boquiabierto. El interior estaba oscuro y fresco. Por algún extraño motivo, aquel concesionario había sido respetado por los saqueadores y estaba absolutamente intacto. Ordenadas filas de vehículos se adivinaban en las sombras… Sonreí. Era hora de ir de compras.