16 May 2006 @ 21:06 hrs.

ENTRADA 84

A veces los recuerdos más absurdos te asaltan en las situaciones más insospechadas. Mientras permanecía de pie en la cubierta del Zaren, esperando que trajesen mis cosas una extraña imagen no paraba de pasarme por la cabeza.

Tenía seis o siete años y mis padres me habían llevado al circo. Estaba viendo el número del lanzador de cuchillos. Recuerdo que me había dejado impresionado que alguien fuese tan valiente como para dejar que un señor le lanzase cuchillos, cuando mi madre siempre me decía que eran muy peligrosos, porque cortaban. Por eso la cara sonriente y relajada de la chica situada en la diana, asombrosamente tranquila, para mi corta edad, se me había quedado grabada a fuego…

En ese preciso instante me gustaría tener la misma presencia de ánimo que aquella chica de la diana, pero la verdad es que los tenía de corbata. Un mal gesto, una palabra equivocada, un pequeño error de cálculo y alguien se podía poner nervioso y meterme un tiro entre ceja y ceja. No dudaba de que Prit sabría cuidarse sólo, pero no tenía ganas de morir esa mañana.

Ushakov se paseaba como un oso enjaulado, dirigiéndome de vez en cuando miradas homicidas. Tenía que ser cuidadoso. Seguro que aquel cabrón aún tenía algún As guardado en la manga para intentar joderme.

Un borrón peludo apareció por una de las portillas del barco, sin duda atraído por el barullo de cubierta. Mi corazón se aceleró… ¡Lúculo!

Inconscientemente di un paso, pero me detuve en seco al darme cuenta de mi error. No era Lúculo, sino una gata marrón de raza indeterminada, con un cascabel atado al cuello y unos malignos ojos verdosos. Con un movimiento sinuoso se deslizó entre los marineros de cubierta y se sentó en un rollo de cabo para acicalarse, no sin antes dirigirnos a todos nosotros una de esas miradas de desprecio que solo un gato puede lanzar.

La visión de esa gata hizo que recordase a Lúculo con dolorosa intensidad. Noté los lagrimones acumulándose en mis ojos.

De repente, botando un par de pasos detrás y saliendo de la misma portilla, apareció otra bola de pelo, esta de un rabioso color naranja que me resultaba terriblemente familiar ¡Era mi Lúculo!

El muy canalla debía haberse camelado al cocinero del barco durante ese par de semanas, porque estaba visiblemente más gordo y tenía el pelo brillante y lustroso. Con aire satisfecho se acercó a la gata marrón ronroneando, y haciendo lo que mi hermana siempre había descrito como «el toque Lúculo», un movimiento seductor de su cola mientras movía las orejas con aire pícaro.

Ese era mi gato. Mientras yo estaba arrastrando el culo por una ciudad abandonada y llena de monstruos, muriéndome de hambre y de sed y jugándome la vida en cada esquina, él se había pasado todo el tiempo atiborrándose de comida y tirándose a aquella muñequita de ojos verdes. Debería haberlo sospechado…

Traté de pronunciar alguna palabra, pero era incapaz de emitir ningún sonido. Me aclaré la garganta, y ese ruido fue suficiente para que Lúculo levantase la cabeza en mi dirección. En cuanto me vio, olvidó por completo a la preciosidad gatuna que tenía al lado y se lanzó en mi dirección profiriendo unos lastimeros maullidos que se debieron oír en toda la ciudad. Antes de que me diese cuenta se plantó en mi regazo de un salto y empezó a ronronear mientras se frotaba con fruición contra mi cuello.

Agarré a mi gato con fuerza mientras notaba una inmensa sensación de alivio. No solo no lo habían matado, sino que parecía estar en excelente estado. En más de un momento a lo largo de aquellas alocadas dos semanas había temido no volver a verlo nunca más.

Levanté mi mirada, solo para encontrarme con Ushakov observándome con desprecio teñido de ira. Me importaba un huevo lo que pensase de mí. Solo sé que quería salir de allí cuanto antes, y que aquel cabrón estaba furioso. Sin embargo estaba tranquilo, demasiado tranquilo, si tenemos en cuenta que le acababa de joder de mala manera, dejándole en evidencia delante de sus propios hombres. No, aquello no era normal. Aquel tipo estaba planeando algo y no sabía qué era.

El tiempo transcurría muy lentamente en la cubierta, mientras las cajas con alimentos se iban apilando ante mis pies. Uno de los marineros trajo un paquete de tamaño mediano cubierta de inscripciones en cirílico. Le eché un somero vistazo, para asegurarme que coincidía con la descripción que Pritchenko me había dado de la pieza del motor que necesitaba. Encajaba. Un pakistaní me tendió un AK (descargado) y una caja de madera llena de proyectiles.

Todo aquello tenía que pesar una tonelada y nadie parecía estar dispuesto a ayudarme a cargarlo en el Corinto. Enarqué una ceja hacia Ushakov, que obsequiosamente me respondió con una media reverencia mientras ladraba unas cuantas ordenes a dos marineros, que portearon las cajas hasta el velero. Joder. Demasiado fácil. Aquello no me gustaba nada.

Algo me vibró en el bolsillo, acompañado de dos breves zumbidos. Ante la mirada asombrada de los presentes, extraje un pequeño walkie-talkie de plástico azulado, sacado de un coche patrulla abandonado y lleno de sangre reseca que habíamos encontrado en una bocacalle a medio camino del Puerto. Aquel vehículo de la Policía Nacional había resultado ser un auténtico misterio. Estaba perfectamente estacionado cerca de una ferretería totalmente devastada, entre unos contenedores de basura malolientes y un turismo con las ruedas deshinchadas y las lunas rotas. Todos los vehículos de la calle estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo y suciedad, tras más de un mes y medio de abandono, pero aquel coche zeta estaba limpio y reluciente, como recién salido de un garaje. Fue eso lo que nos hizo detenernos para echar un vistazo.

El interior del zeta estaba vacío, con el asiento del conductor cubierto de cuajarones de sangre reseca. No había restos de sangre en la acera, ni huellas alejándose del coche. Por lo demás, aquella calle parecía estar absolutamente desierta, y el silbido del viento entre los restos de suciedad y vehículos abandonados le daba a toda aquella zona un aire fantasmagórico. Aquel coche impoluto, como recién aparcado en medio de aquella desolación, era algo tan antinatural y misterioso que ponía los pelos de punta. Prit y yo revisamos el vehículo y encontramos un par de WK-TK, pero no del modelo de la Policía y una linterna de alta potencia. Ni un papel, ni un arma, ni una pista, ni una huella. Nada. Un absoluto misterio.

Ahora uno de aquellos WK-TK estaba crepitando en mi mano. Apreté el botón, sabiendo que Prit estaba al otro lado.

—Dime —le dije en castellano, idioma que si no me equivocaba, nadie de aquel barco dominaba.

—¿Cómo va todo? —la voz del ucraniano sonó teñida de estática.

—Bien… Demasiado bien, creo yo —respondí, sin sacar un ojo de encima a los marineros—. Creo que planean algo.

—No mirar ahora, pero creo que nosotros tener problema en el puente de mando —me dijo quedamente Pritchenko, con su marcado acento eslavo—. Un tipo con un RPG-7 escondido justo detrás de la borda superior. Lo puedo ver perfectamente.

Un sudor frío empezó a recorrerme la espalda. Un RPG. Un puto lanzacohetes. Debí haberlo supuesto. Cualquiera que tuviese una televisión habría visto un RPG en más de una ocasión. La artillería del pobre, le llamaban. Prácticamente todas las guerrillas y ejércitos del Tercer Mundo tenían miles de esos chismes, fabricados en serie en la antigua Unión Soviética. El mercado negro estaba plagado de aquellas armas, tan simples como efectivas, formadas por un tubo lanzagranadas al que se colocaba el proyectil en la punta. Tan sencillo de usar que hasta un niño-soldado de cualquier recóndito país africano podía aprender a utilizarlo en diez minutos. Tan letal, que en la toma de Grozni por parte de los rusos en el año 94, perdieron docenas de blindados a manos de los guerrilleros chechenos armados con esos tubos de la muerte.

El plan me parecía claro. Una vez que hubiésemos dejado la maleta en el Puerto, el cabrón de Ushakov planeaba disparar aquel lanzagranadas contra el Corinto, donde iríamos Prit, Lúculo y yo. Y si uno de aquellos chismes podía volar por los aires un blindado, ni me imagino lo que le podría hacer a un yate de fibra de vidrio como el Corinto.

Los marineros subieron de nuevo a bordo, después de dejar su carga en el yate. Puede que fuese una ilusión mía, pero juraría que vi una expresión sádica en sus ojos. Estaban esperando por los fuegos artificiales.

Con un brillo maligno en los ojos, Ushakov se me acercó y me tendió la mano.

—Espero que cumpla con su palabra, abogado. Deje el maletín en el muelle y cada uno por su lado. Sin resentimientos.

—Por supuesto… Sin resentimientos —le respondí, al tiempo que inclinaba la cabeza e ignoraba su mano tendida.

Ushakov bajó la mano lentamente, mientras me observaba.

—Vivimos tiempos difíciles, señor abogado. Todo está cambiando muy rápido y solo los más duros saldremos adelante. No espero que me entienda, pero si quiero que sepa que si actúo así es por razones muy poderosas.

Me detuve, con medio cuerpo colgado por encima de la borda y le observé

—¿Tanto como para querer matarme por un puto maletín? —le espeté—. Dígame… ¿Qué demonios tiene dentro?

Por toda respuesta Ushakov me dedicó una mueca espantosa.

—Buena suerte, señor abogado —me dijo mientras una sonrisilla le asomaba por la comisura de la boca—. Le va a hacer falta.

Descendí la escala hacia la cubierta del Corinto mientras la risa de Ushakov bajaba flotando a mi alrededor. Una vez que apoyé los pies en la familiar cubierta de teca comencé a desamarrar los cabos, notando las miradas de todo el mundo posadas en mí.

El motor auxiliar del Corinto rugió al arrancar y poco a poco me fui alejando de la inmensa mole del Zaren Kibish, rumbo al Puerto, donde Prit y el maletín me aguardaban.

Comenzaba la segunda parte del baile.