ENTRADA 83
Dice la vieja máxima militar que un plan solo funciona a la perfección hasta que se empieza a entrar en contacto con el enemigo, y con nosotros no iba a ser una excepción, como íbamos a adivinar muy pronto.
Todo el Puerto desprendía un penetrante hedor a carne putrefacta. No era para menos. A la luz del día podía ver que toda la antigua Zona Segura no era más que un gigantesco osario. Allí donde se dirigían nuestras miradas no veíamos más que montañas de cadáveres semicalcinados y podridos.
El rugido jadeante de la furgoneta ahuyentaba a nuestro paso a cientos de gaviotas y ratas gordas y de pelo lustroso. No pude evitar estremecerme, pensando en la dieta que debían estar llevando. Joder, aquello era como atravesar Auschwitz al final de una jornada de exterminio. De vez en cuando adivinábamos entre las naves arruinadas alguna que otra figura tambaleante que avanzaba hacía nuestro vehículo, pero estaban a demasiada distancia de nosotros y nos movíamos demasiado deprisa como para que fuesen una amenaza, de momento.
El principio darwiniano de la supervivencia parece estar funcionando. Poco a poco solo vamos quedando aquellos que somos más duros, más rápidos o más cabrones (o que hemos sido más afortunados, según me observa ácidamente Prit). El hecho es que cada vez estoy más convencido de que vamos a salir de esta con vida. El simple hecho de estar circulando a toda pastilla por una zona plagada de esos seres hace unos meses me hubiese paralizado de terror, pero ahora simplemente se me antoja un acto cotidiano.
Algo me preocupa. No he visto demasiados supervivientes desde el principio de todo esto, pero del sexo femenino aún menos. Supongo que para ellas todo esto tendrá que estar siendo aún más duro, pero aun así no me importaría encontrarme con alguien que no tenga que mear de pie, para variar. Ya me preocuparé de eso más adelante (espero).
A raíz de esta reflexión, Viktor ha comenzado a contarme una escabrosa historia de una chica de su pueblo llamada Ludmilla, apodada La Bombera, pero justo cuando estaba empezando a llegar a la parte del pajar (la más interesante), ha pegado un frenazo seco que casi me proyecta a través del parabrisas. Estábamos en la entrada del callejón de SEUR, a pocos metros de donde habíamos tomado tierra, hace lo que ahora parece ser un millón de años.
Prit ha cruzado la furgoneta contra el New Beetle arruinado, de forma que no quedaba paso libre, ni siquiera a pie. Esta improvisada barrera no los detendría durante demasiado tiempo, pero al menos nos daría margen para ejecutar nuestro plan.
Desde lo alto de los restos de la cubierta de la arruinada factoría de congelados la vista del Puerto era excelente. Aquella nave había sido volada en la noche de sangre y fuego que había marcado el fin del Punto Seguro, pero parte de su estructura aún se mantenía en pie. La esquina suroeste del edificio, orientada había el mar, y muy cerca de la antigua central portuaria de SEUR estaba virtualmente intacta, y lo suficientemente inaccesible como para suponer un refugio seguro si alguien estaba lo bastante chalado, o desesperado, como para trepar hasta las vigas de la cruceta.
Desde allí arriba se divisaban perfectamente los montones de cadáveres putrefactos, apilados donde habían caído víctimas de las balas, las explosiones o el fuego en la triste noche final del Punto Seguro de Vigo. Flotando a unos cientos de metros Ría adentro, ofreciendo un marcado contraste con la devastación de la orilla, se encontraban un viejo carguero baqueteado y un airoso velero de dos mástiles, amarrado a la popa del primero. Sobre la cubierta del carguero se podían ver una serie de pequeñas figuras yendo de un lado a otro, ocupados en sus quehaceres.
Súbitamente, una trasteada furgoneta de UPS apareció rugiendo por una esquina, metiéndose a toda velocidad en el callejón de acceso a la nave de SEUR y frenado bruscamente al llegar a la esquina. De ella descendieron dos hombres, y mientras uno de ellos se acercaba al borde del muelle el otro, con aire furtivo, se pegaba a la esquina de la pared, donde podía observar el carguero sin ser visto. Con gesto decidido, el primer hombre descendió unos escalones hasta llegar a una Zodiac que había estado oculta hasta ese momento por una capa de camuflaje y un montón de basura.
Tras un par de infructuosos intentos, el motor fuera borda de la Zodiac cobró vida con un tremendo petardeo que resultaba perfectamente audible en el absoluto silencio de la mañana. Aquel ruido pareció despertar la locura a bordo del carguero. Las figuras comenzaron a correr de un lado para otro, a toda velocidad, mientras la Zodiac trazaba un amplio giro y comenzaba a dirigirse hacia el enorme buque.
Mientras me acercaba al Zaren Kibish notaba la adrenalina rugiendo de nuevo en mis venas. Las salpicaduras de agua salada me empapaban el pelo, a medida que el casco del carguero crecía ante mis ojos. Con la mano derecha sostenía la caña del motor, mientras que con la izquierda aferraba con fuerza el maletín Samsonite de acero negro. Una familiar figura barbuda se inclinaba sobre la borda del puente, contemplándome a través de unos prismáticos. Ushakov. Tenía que ser él.
Cerré los ojos e inspiré con fuerza. El aire salado, mezclado con el familiar aroma a algas y combustible quemado me retrotrajo a tiempos mejores. Abrí de nuevo los ojos, con la infantil esperanza de que todo fuese una pesadilla. Sin embargo lo que contemplé fue la escala del Zaren Kibish descolgándose por la borda. Había llegado.
Agarrando el maletín con fuerza me incorporé y empecé a trepar por la escala, hacia la cubierta del Zaren. Al llegar a la borda, la mano ansiosa de un filipino se estiró hacia el maletín. Le di un manotazo y golpeé con fuerza a otro marinero en el pecho con el Samsonite a la vez que me ponía de pie en cubierta. No pensaba soltar ese maletín. Todavía no.
Ushakov se abrió paso a través de un grupo de marineros y se plantó con los brazos en jarras ante mí. Por un segundo se hizo un silencio sepulcral en la cubierta.
De un lado, Ushakov rodeado de media docena de marineros fornidos armados con Kalashnikov apuntados a mi pecho. Del otro lado yo, sucio, sin afeitar, lleno de cortes y moretones, con un mono de UPS que me quedaba dos tallas grande e infinitamente cansado, aferrado a un brillante maletín Samsonite de acero negro. Duelo de titanes.
—¡Vaya, vaya, señor abogado! —tronó la voz de Ushakov—. ¡Tiene usted un aspecto espantoso! ¿Dónde está el resto de la gente?
—No están —respondí lacónicamente.
—¿Kritzinev?
—Muerto.
—¿Los marineros?
—Muertos.
—¿Y Pritchenko?
—Muerto, también —respondí—. Quedo yo solo, camarada capitán.
La cara de Ushakov iba adquiriendo un tono grisáceo a medida que iba escuchando mis respuestas. Supongo que no se esperaba que solo volviese yo a bordo. Su mirada avariciosa se fijó en el maletín.
—¿Es ése? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Tiene el maletín?
—Aquí está, Ushakov —dije con voz queda—. Aquí lo tiene. Compruebe la etiqueta.
Apoyé el maletín cuidadosamente en el suelo, con la etiqueta con el remite a la vista y di un par de pasos atrás. Ushakov enfocó su vista sobre la etiqueta y musitó algo en ruso mientras cogía el Samsonite con las dos manos.
—He cumplido mi parte, Ushakov. Cumpla ahora usted la suya. Deme mi gato y déjeme ir.
Ushakov estaba como hipnotizado con el maletín. Por un segundo pensé que no me había prestado atención y no había escuchado mis palabras. Cuando estaba a punto de repetírselo, Ushakov pareció salir del trance. Dedicándome una breve mirada, se dirigió a uno de los marineros armados con un AK.
—Matadlo —dijo lacónicamente.
El filipino amartilló ruidosamente el AK y me apuntó al pecho. Tenía medio segundo para intentarlo. Era mi turno. Ahora o nunca.
—Yo no lo haría, capitán —dije con voz temblorosa. Cuando había pensado lo que iba decir me parecía mucho más fácil, pero eso era porque antes no tenía el cañón de un arma apuntándome a la cabeza.
—¿No? ¿Por qué no, señor abogado? —me respondió Ushakov con una mirada malvada en sus ojos—. Tengo lo que quería gracias a usted, y pensándolo bien tampoco me interesa que mucha gente lo sepa. Como no puedo confiar en su silencio, lo mejor que puedo hacer es cerrarle la boca. Así que… ¡¡Adiós!! —concluyó, sonriente.
—Yo no daría por sentado que usted tiene el maletín correcto, Ushakov —le interrumpí—. No se precipite.
La cara de Ushakov se congeló en una rictus agrio, mientras paseaba su mirada alternativamente del maletín a mí y viceversa.
—Mientes.
—No miento, Ushakov. Fíjese.
Me acerqué hasta la borda del Zaren Kibish y empecé a gesticular con los brazos hacia la orilla. Al cabo de unos segundos, la familiar silueta de Prit apareció desde detrás de la esquina. El muy cabrón sonreía de oreja a oreja. Y no era para menos. En sus manos llevaba un reluciente maletín Samsonite de acero negro, que levantó para que fuese perfectamente visible a bordo…
Ahora la cara de Ushakov era un auténtico poema, y el desconcierto era patente entre los tripulantes. Nadie sabía que estaba pasando.
—Ese maletín que tiene en sus manos está lleno de periódicos viejos Ushakov. No tiene una mierda, cabrón maniaco.
—Pero, pero… —balbució—. ¿Cómo…?
—¡Oh, vamos! Vigo es una ciudad muy grande y tiene más de una tienda de maletas. No ha sido muy difícil encontrar un maletín igual al que usted quiere, Ushakov —sonreí—. Lo tiene en las manos, hijo de puta.
—Pero, la etiqueta…
—Arrancada del otro maletín. Tómela como una prueba de buena fe, como muestra de que el otro maletín es el bueno, capitán. En cuanto me dé lo que quiero, Viktor dejará el maletín en la orilla y cada uno por su lado. Ahora, haga el favor de no joderme y sentémonos a hablar como buenos chicos ¿Vale?
—¿Qué quiere? —masculló Ushakov, mientras se acercaba amenazadoramente. Le salían chispas de furia por los ojos.
—Muy fácil —respondí tranquilamente—. Mi gato, mi barco y el paquete del señor Pritchenko. Uno de esos AK y comida para una semana —enumeré con los dedos, mientras Ushakov se iba poniendo cada vez más rojo—. ¡¡Ah!! Por cierto, ¿no tendrá un paquete de Chester por casualidad, no?
Ushakov bramó algo ininteligible mientras apretaba los puños. Contempló por unos segundos interminables la orilla.
—¿Qué me impide matarle y después ir tras su amigo de la orilla y matarle a él también? Dígamelo
—Muy sencillo —respondí, aparentemente más relajado de lo que estaba en realidad—. Si no vuelvo a la orilla en quince minutos yo solo, Prit saldrá por patas con el maletín y lo esconderá en cualquier rincón de esta ciudad abandonada de la mano de Dios. No lo encontraría en mil años, Ushakov. Piénselo bien.
Ushakov lo meditó por unos momentos. De repente se giró hacia un marinero y empezó a ladrar ordenes en ruso. Tras ello se dirigió de nuevo hacia mí, con aire amenazador…
—De acuerdo señor abogado. Tendrá usted lo que quiere.
Hay quien dice que los abogados somos un poco cabrones. No lo niego. Pero es genial a la hora de negociar.