ENTRADA 80
Giré la cabeza para contemplar el perfil afable Prit, sintiéndome de golpe horriblemente cansado. Habíamos pasado un par de semanas absolutamente terroríficas los dos juntos hasta conseguir recuperar aquel dichoso maletín que ahora reposaba inocentemente encima de una vieja y cascada mesa de madera. Por culpa de lo que fuera que hubiese en su interior habían muerto al menos cinco personas e incluso nosotros estuvimos a un pelo de perder el pellejo también en un par de ocasiones.
Ahora todo aquello era pasado. Ya lo teníamos. Y aún seguíamos vivos. Supongo que la selección natural se ha vuelto exageradamente dura desde unos meses a esta parte y los que quedamos con vida somos los más hábiles, los más aptos… O simplemente los que no hemos tomado muchas decisiones equivocadas. Quien sabe…
Ahora teníamos que salir de aquel puto almacén. Algo fácil, en principio. Sobre todo gracias a Prit.
Cuando descubrí lo que significaba «Siunten», una venda cayó de mis ojos. Ya sabía que era mi pequeño amigo ucraniano.
Prit era, aunque él no lo supiese, una de las personas más valiosas que quedaban en esta parte del mundo. Ni siquiera Ushakov, el capitán del Zaren Kibish, había averiguado quién era Viktor, pues de lo contrario no lo hubiese mandado tan alegremente a tierra, a una muerte casi segura, sino que habría tratado de explotar sus cualidades.
Prit valía su peso en oro. Sentado a mi lado, fumando silenciosamente un Chester, con sus enormes bigotes rubios colgando sobre la boca, estaba el señor Viktor Pritchenko: El único piloto de helicópteros vivo en cientos de kilómetros a la redonda.
Los incendios forestales son una plaga en Galicia durante el verano. Ser una de las regiones más arboladas y boscosas de Europa tiene como consecuencia que todos los años voraces incendios asolen hectáreas y hectáreas de bosques, y son precisos enormes esfuerzos, materiales y humanos, para combatirlos.
A principios de los noventa, en unos años muy secos, con incendios particularmente enormes, el gobierno gallego se vio desbordado por la situación. Los medios aéreos utilizados para combatir los fuegos no daban abasto. Las cuadrillas anti-incendios no podían ser trasladadas con suficiente rapidez a las zonas afectadas y los hidroaviones trabajaban a destajo. Fue entonces cuando por primera vez se decidió contratar a pilotos del Este de Europa.
En su gran mayoría eran ex-militares rusos, polacos o ucranianos a los que la caída del Bloque del Este había dejado en la calle. Tras salvar a sus aviones y helicópteros del desguace mediante sobornos o cantidades irrisorias se ganaban la vida en las emergentes naciones del Este de Europa haciendo exhibiciones aéreas o transportando personas y cosas más o menos legales de un país a otro. Eran experimentados, duros, baratos y tenían sus propios helicópteros. En definitiva, la opción perfecta.
En cuanto llegaron demostraron rápidamente que valían el dinero que se pagaba por ellos. Para estos pilotos, sobre todo para los de la Ex-URSS, con experiencia de combate en Afganistán y Chechenia, lanzarse a un incendio forestal era un juego de niños. Allí donde los pilotos civiles españoles se negaban horrorizados a volar, los antiguos militares soviéticos se lanzaban con una temeridad rayana en la locura, dejándose la vida en no pocas ocasiones. Además, sus viejos aparatos soviéticos de transporte eran duros, robustos, fáciles de mantener y poseían una capacidad de carga notablemente superior a la de sus gemelos occidentales, lo que los hacía ideales para aquel cometido.
Desde entonces, año tras año, los pilotos del Este y sus viejos cacharros (ahora ya no tan viejos), seguían llegando a Galicia, donde se instalaban entre marzo y octubre para su lucha anti-incendios, y finalmente volverse al este de Europa en invierno, cargados hasta los topes de productos occidentales que revendían después en el mercado negro.
Prit me contaba todo esto con voz monótona, mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Era de Zaproshpojye, un minúsculo pueblecito del norte de Ucrania, aunque tenía nacionalidad rusa. Había entrado en el Ejército Rojo con tan solo 17 años y tras su formación lo habían destinado a una escuadrilla de helicópteros de transporte. Había participado en los últimos coletazos de la Guerra de Afganistán, en la cual fue derribado en una ocasión, y en la Guerra de Chechenia, ya como parte del Ejército Ruso, transportando tropas al frente. Tenía un brillante porvenir dentro del ejército, pero entonces se casó con Irina.
Mientras me mostraba una arrugada foto de Irina que había sacado de su cartera, la voz empezó a temblarle y unos enormes lagrimones se agolparon en sus ojos. Irina era una preciosidad, una muñequita eslava de pelo rubio y enormes ojos verdes, que desde mi particular punto de vista estaba como un tren. La había conocido en un permiso y se habían casado al año de conocerse. Un año después llego el pequeño Pavel, lo cual complicó la vida de la pareja. El sueldo de un piloto militar ruso era terriblemente bajo, comparado con lo que podría cobrar trabajando en occidente, y además, la Guerra Chechena se estaba volviendo cada vez más salvaje, peligrosa y sanguinaria. Viktor tenía una familia que mantener, así que la decisión fue fácil.
Tres meses después de abandonar el ejército, Pritchenko estaba trabajando para una oscura empresa de transportes de Alemania. No fue hasta el 2002 cuando vino a España por primera vez, como piloto forestal. Desde entonces había vuelto, año tras año, mientras su familia se instalaba en Dusseldorf, en Alemania. Estaba pensando en traérselos a España para vivir definitivamente en Galicia cuando de repente todo el Apocalipsis empezó.
Ahora Prit lloraba a lágrima viva. No sabía nada de su familia desde finales de febrero, cuando se refugiaron en el Punto Seguro de Dusseldorf. Él creía que estaban muertos. No me atrevía a darle esperanza. No serviría de nada.
La pregunta me picaba en la punta de la lengua, pero no me atrevía a formularla mientras Viktor lloraba amargamente en mi regazo por un par de personas muertas o transformadas en monstruos desde hace meses. Finalmente, cuando pareció recuperarse un poco, me lancé.
—Viktor… ¿Dónde está tu helicóptero ahora?
—Supongo que donde lo dejé hace dos meses… —respondió Viktor, aún resollante—. En la base forestal del Monte Facho, a unos treinta kilómetros de aquí.
—¿Y el resto de pilotos? ¿Dónde están? ¿Qué hicieron? —las preguntas salían disparadas de mi boca.
—Oh, en cuanto todo kaputt, ellos se fueron. No sé dónde.
Se me cayó el alma a los pies. Lo más probable es que el helicóptero de Pritchenko hubiese desaparecido en los caóticos días previos a la caída de los Puntos Seguros, bien robado por otro piloto o bien incautado por el ejército. Así se lo dije a Pritchenko, pero para mi sorpresa, este meneó la cabeza.
—No posible —me dijo—. Helicóptero averiado. Necesitar pieza de engranaje rotor de cola. Pieza pequeña, pero muy cara. Enviada por correo desde Kiev a Vigo.
Noté que me latían las sienes. Casi podía adivinar el resto.
—¿Dónde está esa pieza, Prit? ¿La tienes?
El ucraniano sacudió la cabeza de nuevo
—Niet. Hubo un error de UPS. Ellos saber que pieza ser para un ucraniano, pero dar al ucraniano equivocado, cuando éste venir a por ella.
Me senté pesadamente en una silla, mientras pensaba a toda velocidad. Joder. Kritzinev o Ushakov, habían ido a las oficinas de UPS cuando la ciudad aún era transitable para recoger su puto maletín, y por error o desidia, el empleado, que no sabía leer la etiqueta en cirílico, le había entregado la caja con la pieza de Pritchenko. Cuando Prit fue a por su pieza descubrió el error, pero entonces ya era demasiado tarde, pues el mundo ya se estaba cayendo a pedazos.
Era fantástico. Tenía a un piloto y un helicóptero a mi disposición. Eso cambiaba enormemente la situación. Solo me faltaban dos cosas: una pequeña pieza mecánica y un gato. Y sabía dónde estaban ambas. En el Zaren Kibish.