ENTRADA 78
Unas bolsas de plástico revoloteaban alocadamente de un extremo a otro de la ancha avenida, arrastradas por un aire espeso y caliente, lleno de polvo, que formaba complicados remolinos. En el centro de la calle, separando los dos carriles de circulación, se alzaba una mediana en la cual la naturaleza empezaba a reclamar imperiosamente su lugar. Las plantas ornamentales que un día la decoraban habían sucumbido frente a las malas hierbas y ahora docenas de hierbas, helechos y zarzas se enroscaban en torno a unos árboles a los que nadie podaría en mucho, mucho tiempo. De entre las grietas del asfalto empezaban a asomar, tímidamente, los primeros brotes de hierba. Pronto, el resto de la vegetación vendría detrás.
Aparcados en los arcenes, o directamente abandonados en cualquier punto de la calzada, reposaban docenas de vehículos, en su mayor parte turismos, aunque se veían algunas furgonetas e incluso un par de enormes camiones pesados. Uno de estos, un monstruoso TIR, tenía la cabeza tractora empotrada dentro del escaparate de una tienda de ropa de mujer. Un reguero de sangre reseca colgaba de la puerta del conductor, pero no se veía ni rastro del cadáver.
Jirones de cortinas flameaban desde las ventanas abiertas de varios pisos. Todos los edificios de la calle parecían tener gran parte de sus ventanas destrozadas y el asfalto estaba cubierta por una gruesa capa de cristales. Posiblemente la onda expansiva de alguna gigantesca explosión en el Puerto había arrasado gran parte de las ventanas de la ciudad.
No se veía ni un solo signo de vida, aparte de docenas de ratas y gaviotas revoloteando por encima de nuestra cabeza. Es curioso. Desde que todo esto empezó he visto perros, gatos (mi Lúculo), ratas y gaviotas, pero sin embargo no he visto ni una sola paloma, ni caballos, ni gorriones ni ningún otro tipo de animal aparte de los citados. Me pregunto si esta Epidemia también afecta a otros seres vivos, aparte de los humanos, y en qué medida. Una pregunta más para el montón, que no para de crecer.
Prit y yo estábamos apostados detrás de una enorme furgoneta de una empresa de construcción, con el parabrisas reventado y las cuatro ruedas deshinchadas. Esta furgoneta estaba semimontada sobre la acera, justo en la esquina con la calle por donde habíamos llegado, y era un punto de vista perfecto de toda la Avenida.
No se veía a un solo monstruo por las inmediaciones, pero las huellas de pies arrastrados sobre el polvo que cubría el asfalto era inconfundible. Al fondo, a no más de doscientos metros, podíamos distinguir unas cuantas figuras tambaleantes vagando indefinidamente por la calzada. Demasiado lejos para vernos, pero no tanto como desearíamos.
El suelo estaba cubierto de restos de basura y suciedad, además de los cuerpos putrefactos de docenas de cadáveres, todos ellos con heridas de bala. Pritchenko creía que podían ser No Muertos abatidos por alguna de las partidas del Punto Seguro en una incursión de saqueo.
Yo no sabía que pensar. Empezaba a sospechar que el derrumbe de la ley y el orden en las grandes ciudades, como Vigo, fue mucho más terrible y caótico que en las pequeñas villas. Cuando todas las fuerzas de seguridad estaban desbordadas, ante miles de llamadas de ciudadanos denunciando la aparición de los No Muertos, en las calles debió empezar a imperar la ley del más fuerte. Aquellos cadáveres podrían ser la prueba de ello. Quién sabe.
Justo enfrente de nosotros, en la otra acera, se levantaba la sede de UPS. Era una oficina de tamaño mediano, con una puerta de cristal y un enorme escaparate de un lado, donde estaban las oficinas, y un gran portón metálico pintado de negro con el logo dorado de la empresa pintado sobre él, justo al otro, para permitir el paso de furgones. El lugar aparentaba estar cerrado a cal y canto, y desierto.
En la parte trasera de la furgoneta había una enorme cantidad de material de obra. Parecía que en su último viaje se dirigían a instalar algún tipo de canalización, pues ordenadamente apilados en la caja trasera estaban unos quince tubos de PVC de unos diez centímetros de diámetro. Justo junto a ellos yacía una enorme cantidad de herramientas, entre ellas, la que iba a ser nuestra llave para abrir la puerta de la oficina: Una «pata de cabra».
Meses atrás, un ratero de poca monta que habíamos defendido en el despacho a través del Turno de Oficio nos había obsequiado con una detallada descripción del arte del apalancamiento de puertas. Aquel tipo era un auténtico experto y le habían echado el guante in fraganti, tras haber limpiado una buena docena de pisos, por lo que no pudimos evitar su condena. Supongo que a él todo este infierno le cogería en la cárcel. Me pregunto qué habrá sido de aquel pobre ratero, y de toda la gente que estaba encerrada en los presidios. Imágenes de corredores enteros muriéndose de hambre y sed desfilaron ante mis ojos. Me estremecí. Espero que al menos, aunque criminales, hayan tenido una oportunidad de sobrevivir.
Agarrando la pata de cabra con las dos manos, crucé sigilosamente la calzada, con Pritchenko pegado a mis talones, dispuesto a poner en práctica las enseñanzas de aquel caco. Es cierto que el saber no ocupa lugar…
Fue bastante más fácil de lo esperado. Tras un breve forcejeo, y un par de melladuras en el marco, la puerta cedió de golpe con un sonoro «crac» que me heló la sangre en las venas. No creo que se oyese a más de diez metros de distancia, pero a mí me sonó como un cañonazo en el silencio sepulcral de aquella calle.
Entramos en el vestíbulo de UPS. Por fin habíamos llegado.
La oficina de atención al cliente en la que estábamos era funcional y discreta. Un mostrador de madera, con numerosas marcas dejadas por innumerables paquetes, separaba la parte de los clientes de la de los empleados. En una esquina, totalmente seca, el esqueleto de una planta de interior acumulaba polvo. En una mesa baja, entre un par de sillas, se acumulaban unos cuantos periódicos de varios meses atrás y algunas revistas del sector. En el aire flotaba, tenue, pero fácilmente perceptible, un discreto aroma rancio a humo de tabaco. Alguien que trabajaba en aquella oficina fumaba mucho, pese a que ya hacía tiempo que nadie encendía un cigarrillo por allí.
Sin embargo, no era ese el único olor. Enmascarado bajo el aroma de tabaco había otro efluvio, muchísimo más intenso y desagradable. El aroma de la podredumbre. El aroma de la muerte.
Prit y yo nos pusimos en guardia de inmediato. Enarbolando el hacha me acerqué hasta la puerta batiente que separaba la parte delantera del almacén, mientras el ucraniano se apostaba justo delante, apuntando hacia la misma con el cañón de la inmensa pistola de Kritzinev. Le miré, sudoroso, y Viktor asintió con la cabeza. A su señal, le propiné una fuerte patada a la puerta, al tiempo que me echaba aún lado, dejándole libre la línea de tiro a Pritchenko.
Me encogí, esperando oír la detonación del arma, pero lo único que se escuchaba era la respiración acelerada del ucraniano. Levanté la mirada y vi a Viktor observando algo con expresión demudada a través de la puerta. Me giré, para ver qué era lo que llamaba su atención y una poderosa arcada me recorrió la garganta, provocándome un espasmo.
Colgado de una vigueta del techo mediante un trozo de cuerda, pendía el cadáver semiputrefacto de una persona. Se había pasado un lazo por el cuello y se había ahorcado. Llevaba puesto un mono de UPS enrollado hasta la cintura y una barba de varias semanas cubría su rostro, o al menos eso daba la impresión a través de todos los insectos que le cubrían la cara.
Era un espectáculo repugnante. El cuerpo estaba en fase de putrefacción y un chorro de líquidos malolientes había goteado desde el cuerpo hasta el suelo, formando un espeso charco oscuro. El cadáver estaba hinchado por la acción de los gases y parecía obscenamente gordo. De su boca abierta asomaba una enorme lengua morada donde se posaban docenas de moscas de color verduzco, que no paraban de zumbar a su alrededor. Sus ojos habían desaparecido dentro de las cuencas y los dedos de las manos, hinchados y amoratados, recordaban a los de un dibujo animado tras haber sido aplastados.
El hedor era espantoso. Pritchenko y yo entramos tapándonos la nariz y la boca, procurando no mirar aquel espectáculo grimoso, y mucho menos rozarnos con él. Una breve mirada al almacén sirvió para entenderlo todo de golpe. Aquel pobre individuo se había quedado encerrado allí dentro desde el principio. Seguramente desde detrás del mostrador vio pasar tambaleándose por las calles a los primeros No Muertos y reaccionó como la mayoría de la gente: Encerrándose hasta que llegase la ayuda.
Lamentablemente para él, la ayuda nunca llegó. Fue entonces cuando aquel pobre diablo comenzó su particular infierno. Una maquina de aperitivos, vacía y con el cristal delantero roto era la prueba de que pronto su principal (y única) fuente de víveres empezó a escasear. En el suelo se acumulaba la ropa sucia y unas cuantas revistas pornográficas manoseadas. Había tenido el suficiente sentido común como para transformar una de las furgonetas en su particular cagadero y poder aprovechar el agua del baño, pero pronto esta también debió empezar a faltarle. Al cabo de un tiempo el hambre, la sed, la soledad y la locura fueron demasiado para él y no pudo más.
Pobre hombre.
Me estremecí al pensar que si no hubiese tomado la decisión de salir de mi casa podría haber tenido ese mismo final. Sacudí la cabeza, alejando esos pensamientos oscuros de mi mente. No teníamos tiempo para lamentarnos por un desconocido. Era hora de empezar a buscar el dichoso paquete.