ENTRADA 75
La mente humana es asombrosa. Después de más de setenta y dos horas encerrados en un cubil del tamaño de un armario mediano, sin luz, sin apenas sonido y sin referencias sensoriales de ningún tipo empezaba a sufrir alucinaciones. Me parecía oír un televisor a todo volumen, algo claramente imposible en esta situación. Hasta podía escuchar los jingles de los anuncios. Era angustioso. Sabía perfectamente que eso que sonaba no eran más que delirios de mi mente, pero aun así eran TAN reales… Oh, Dios. Me tapaba los oídos con las manos, pero lo seguía escuchando todo perfectamente.
Aquel armario me estaba destrozando. La suma de cansancio, terror, stress acumulado y setenta y dos horas de privación de luz y alimentos me estaban haciendo resbalar por la pendiente de la locura… No aguantaba más. Aquel cajón me estaba asfixiando. Notaba como las paredes se acercaban a mí, haciendo el espacio más pequeño, me aplastaban, me apretaban. La oscuridad era densa como el petróleo, hasta el aire era oscuro. No podía respirar, mis pulmones bombeaban aire como locos pero no llegaba oxígeno a ellos… Me ahogaba… ¡¡Tenía que salir de allí!!
Me giré hacia la puerta del altillo y empecé a arañarla buscando desesperadamente el tirador. Justo en ese momento noté dos manos duras como el acero que me agarraban por los brazos, mientras me susurraban algunas palabras en ruso, tratando de tranquilizarme. Era Pritchenko. Me tenía inmovilizado con una presa digna de un luchador de judo. Me mantuvo así durante un buen rato, mientras mi respiración se calmaba y recuperaba el autocontrol. Jodido ucraniano. Su aspecto es engañoso. Parece poca cosa, tan pequeño, con su enorme mostacho rubio tapándole media boca, pero tiene un espíritu de hierro y una resistencia asombrosa. No se ha derrumbado con toda esta presión y yo he estado a punto de mandarlo todo a la mierda por un ataque de claustrofobia. Le debo una.
Empecé a llorar en silencio, como un auténtico idiota. No podía más. Llevábamos tres días encerrados en aquel hueco del tamaño de un armario. Tenía hambre, tenía sed, tenía sueño, unos increíbles y dolorosísimos calambres y una desorientación absoluta. Era el puto infierno, pero no sabíamos donde estaba el cartel de neón que señalaba la salida de aquella situación. En pocas palabras, con la mierda al cuello.
Con todo ese movimiento teníamos que haber hecho necesariamente algo de ruido, pero afortunadamente los seres de ahí afuera hacían bastante más al moverse constantemente entre los restos de la trastienda, tropezando con las estanterías caídas y con los restos de nuestro equipo, así que hasta el momento habíamos pasado desapercibidos. Pegué el ojo al pequeño agujero de la puerta. Desde allí podía ver tan solo la mitad de la trastienda y el paso que daba a la parte delantera de la misma. El cuarto estaba en penumbra, muy levemente iluminado por la luz que entraba desde la puerta principal, donde un día estuvo la verja.
Podía distinguir la sombra de al menos ocho de esos seres, que aún permanecían en aquel reducido espacio, pero seguramente habría más en la parte delantera de la tienda o en la calle, justo enfrente de la misma.
Aquellos hijos de puta no se habían marchado al acabar con Kritzinev y los ucranianos, sino que se habían limitado a permanecer por ahí dando vueltas, como buscando algo… O a alguien.
Durante las primeras veinticuatro horas aquel cuarto había estado atestado de aquellos monstruos, en su inmensa totalidad atraídos por el barullo organizado por los disparos. Ahora, su instinto, o lo que sea, les decía que aún tenían alguna presa fresca por las inmediaciones. Sin embargo, a medida que iban pasando las horas iba haciendo que la mayoría perdiesen el interés y se fueran desplazando hacia el exterior.
Sabían que había alguien por allí cerca. Lo sentían, de alguna manera. No sabían exactamente donde estábamos, ni cuántos éramos, aunque estoy seguro de que nos percibían claramente… ¿Irradiación de calor? ¿Campos electromagnéticos? ¿Algún otro sistema u otro tipo de percepción que se me escapa? Ni idea. Pero desde luego estaban inquietos y no paraban de dar vueltas por el pequeño espacio de la trastienda, supongo que bastante frustrados por no encontrar eso que sentían de una manera tan clara.
Durante cuatro aterradoras horas uno de aquellos monstruos, uno alto y desgarbado, con una espantosa herida abierta en la espalda, permaneció justo enfrente de la pared donde estaba situado el altillo, golpeando con sus puños la parte inferior de la puerta corredera, mientras se desgañitaba pegando rugidos.
La sangre casi se nos hiela en las venas a Pritchenko y a mí. Pensábamos que aquel cabrón nos había descubierto y que estábamos listos para los papeles.
Sin embargo, al cabo de cuatro interminables horas de terror aquel individuo perdió súbitamente todo el interés y empezó a vagar de nuevo por la habitación, hasta que se retiró de ella camino solo Dios sabe dónde.
Esos seres son fuertes, numerosos y tienen esa especie de «don de detección», pero no parecen muy inteligentes, o al menos, constantes. Su capacidad de concentración y coordinación es bastante limitada, por no hablar de sus aptitudes psicomotrices. El caso es que al cabo de un rato parecen aburrirse, o distraerse, salvo que se sientan atraídos por un estímulo fuerte (normalmente, un ser humano). Entonces, y solo entonces, son implacables.
Todo esto no dejan de ser conjeturas. Nadie, que yo sepa, tiene idea de cómo piensan esos seres. La epidemia fue demasiado rápida como para que se pudieran hacer estudios científicos serios en ninguna parte. Si alguien los está continuando en algún sitio, seguramente será en un bunker a muchos metros bajo tierra, y eso no creo que sea de mucha utilidad ahora, dado que están en todas partes. Además todo aquello no iba a arreglar mis alucinaciones auditivas. Me parecía estar escuchando una sirena.
Pritchenko me pegó tal apretón en los brazos que casi me hace pegar un aullido de dolor… ¡Él también lo estaba escuchando! ¡No era una alucinación!
Eran tres toques largos, una pausa y de nuevo, tres toques largos. Era un sonido bronco, profundo, que venía de bastante lejos, provocada por una turbina de vapor de mucha potencia. Era una sirena de barco. Solo podía ser la del Zaren Kibish. Ushakov, alarmado por nuestra tardanza, trataba de ponerse en contacto con nosotros a golpe de sirena. Teníamos que darle algún tipo de respuesta, para que supieran que estábamos vivos. Pero eso era algo que de momento tendría que esperar.
Aquel sonido tuvo un efecto electrizante en todos los seres que se agolpaban en el interior del colmado. Empezaron a caminar tambaleándose hacia la puerta y fueron saliendo, uno por uno, hasta dejar el cuarto vacío, camino de aquella nueva fuente de sonido que solo podía ser producida por un ser humano, por una presa.
Todos, menos uno. Por algún extraño motivo, uno de los No Muertos, una mujer de unos cincuenta años, con unos extravagantes pendientes y con restos de maquillaje mezclados con suciedad manchando su rostro, permanecía dando vueltas por el interior de aquella trastienda. Quizás percibía unas presas humanas (nosotros), de una manera tan intensa que le parecía una pérdida de tiempo ir tras aquel sonido. O quizás, simplemente estaba sorda. Quién sabe. El hecho es que permanecía allí, al acecho, expectante. De todas formas, aquella era la oportunidad que habíamos estado esperando desde hacía casi tres días. No hizo falta que Viktor y yo nos dijésemos nada. Con un fuerte impulso tiré de la puerta corredera y salté sobre el aparador que estaba situado justo debajo, mientras Pritchenko hacía exactamente lo mismo detrás de mí.
La mujer levantó la cabeza sorprendida ante nuestra aparición. Con un rugido de furia empezó a caminar hacia nosotros, esquivando los restos destrozados del mobiliario y los cuerpos putrefactos del suelo.
Traté de ponerme de pie, pero tras setenta y dos horas encogido en aquel diminuto armario mis piernas no respondían. Simplemente, no era capaz de levantarme. Notaba un desagradable hormigueo en mis extremidades mientras se restablecía la circulación, pero a todos los efectos, estaba tirado en el suelo, indefenso, tan desvalido como un cachorrito.
Una vez más, Pritchenko estuvo a la altura de las circunstancias. Sacando fuerzas de alguna parte, el pequeño ucraniano se arrastró un metro hacia delante y cogió el AK descargado que Kritzinev había arrojado al suelo poco antes de su muerte.
Tras utilizarlo como bastón para incorporarse, se apoyó en la pared y lo agarró por el cañón, a modo de maza, mientras con un suave silbido entre dientes retaba a aquella arpía salida del infierno. Huevos no le faltaban a aquel tipo.
La respuesta de aquel ser no se hizo esperar y se dirigió con andar vacilante hacia Viktor. Cuando este la tuvo a su alcance, levantó el AK por encima de su cabeza y lo descargó con todas sus fuerzas en el cráneo de aquella mujer.
El «crack» fue perfectamente audible, cuando le partió el parietal, dejando a la vista unos sesos de un desagradable y malsano color oscuro. La mujer se tambaleó, vacilante, momento que aprovechó Pritchenko para descargar un segundo golpe que le reventó la cabeza como un melón maduro. Con el impulso del golpe, la mujer cayó al suelo y Pritchenko se inclinó sobre ella, mientras descargaba golpe tras golpe sobre su cráneo, que se iba convirtiendo en una masa de pulpa rojiza.
Me incorporé trabajosamente y agarré a Viktor por la espalda cuando propinaba el enésimo impacto sobre aquel cadáver. Estaba como desquiciado, con sus brazos y su pecho cubierto de sesos de aquella mujer y una mirada maníaca en los ojos. Al notar el contacto de mis manos se giró, como una cobra, obsequiándome con una mirada enloquecida. Por un momento pensé que me iba a golpear a mí también.
Sin embargo, poco a poco su expresión volvió a la normalidad, a medida que me reconocía. Finalmente sus aún débiles piernas no le pudieron sostener por más tiempo y se derrumbó en el suelo arrastrándome en su caída. Ahora el que se convulsionaba con los sollozos era él, mientras la adrenalina aún rugía por sus venas y le daba salida a toda la tensión de las últimas horas.
Le di un fuerte abrazo, mientras trataba de ayudarle a incorporarse. No teníamos demasiado tiempo. Había que salir de aquel infierno de inmediato. Recuperando la compostura, Pritchenko se sorbió ruidosamente los mocos y se inclinó a recoger la pistola de Kritzinev mientras me decía «Por fin hemos salido del armario».
Estallé en carcajadas incontrolables, mientras el ucraniano me contemplaba con expresión estupefacta, preguntándose qué bicho me había picado. Cada vez que trataba de parar de reírme, veía la expresión perpleja de Pritchenko y mi risa se redoblaba. Con lagrimones en los ojos traté de explicarle el significado implícito de su frase, lo cual provocó también una sonora carcajada del ucraniano. Aquello era liberador. Era la primera vez que nos reíamos en semanas y la risa brotaba, incontrolable, dando rienda suelta a un caudal incontrolable de tensión emocional. Estábamos en ese estado de risa floja en el que cualquier tontería, por banal que sea, te hace reír sin control posible. Era fantástico. Aún éramos humanos. Aún estábamos vivos. Aún podíamos dar batalla.
No había mucho que recoger en aquel espectáculo dantesco. La pistola de Kritzinev era nuestra única arma, ya que aunque encontramos los AK no fuimos capaces de localizar la munición. Recordé que Shafiq y Usman la llevaban encima, pero no había ni rastro de ellos. Probablemente estarían vagando por ahí, convertidos en un par de esas cosas, con docenas de cargadores de munición encima. Joder.
Antes de irnos me incliné sobre el cadáver desgarrado de Kritzinev. La furia de aquella multitud de No Muertos había sido tan enorme que habían destrozado el cuerpo del ruso hasta el extremo de no permitir su vuelta a la vida. Le faltaba parte del cerebro, un brazo y las dos piernas, y su estómago estaba rasgado como si le hubiese atacado una fiera salvaje. El pobre cabrón tuvo una muerte espantosa. Metí la mano en el bolsillo de su chaqueta y saqué el resguardo del paquete, con manchas de sangre en una esquina. No me había olvidado del puto paquete. Era la única manera de recuperar a Lúculo.
Salimos de la tienda sorteando una enorme pila de cadáveres putrefactos amontonados en la puerta, caídos bajo las balas de los pakistaníes. El sol era cegador en el exterior. Mientras ayudaba a Pritchenko a salir de la tienda dirigí una rápida mirada a nuestro alrededor. Tan solo un par de aquellos seres estaban a la vista, a una distancia aproximada de unos cuatrocientos metros, pero nos habían visto y se dirigían hacia nosotros. Era hora de salir por patas.
Corrimos calle arriba, renqueantes y exhaustos por la falta de alimentos y bebida. Estábamos hechos polvo. No llegaríamos muy lejos en ese estado.
A medida que íbamos avanzando por la desierta avenida más y más de esos seres iban apareciendo de los lugares más insospechados, sumándose a nuestra persecución. Debía haber miles de ellos en la ciudad y ahora ya teníamos una buena docena y media detrás de nuestros pasos, acortando las distancias.
De repente, Pritchenko y yo frenamos en seco. Frente a nuestros ojos se abría un espectáculo dantesco. Estábamos al borde de una de las enormes cicatrices provocadas por los incendios descontrolados en la ciudad que había visto desde el Corinto. Justo enfrente de nosotros la calle terminaba y empezaba un campo quemado, ennegrecido y destrozado, con ruinas de edificios derrumbados en las posiciones más inverosímiles. Parecía la imagen de una ciudad bombardeada. Era un espectáculo dantesco.
Aquella era nuestra oportunidad. Pritchenko y yo empezamos a trepar por las ruinas, gateando sobre montones de cascotes y vigas retorcidas y ennegrecidas. En aquel terreno destrozado los No Muertos simplemente no podían seguirnos. Carecían de la coordinación psicomotriz suficiente como para trepar sobre un montón de ruinas y caminar en aquel paisaje lunar y carbonizado, cubierto de agujeros, vigas, montañas de escombros y restos destrozados. Tampoco era mucho más fácil para nosotros, dado nuestro estado, pero al fin y al cabo, nosotros podíamos y ellos no.
Tras veinte minutos vagando en medio de aquel paisaje del infierno Pritchenko y yo nos derrumbamos, jadeantes, en una hondonada en medio de aquella devastación. En el fondo de la misma se había formado un amplio charco de agua de lluvia. Bebimos como camellos, recuperando todos los líquidos perdidos y después nos recostamos, tratando de recuperar el resuello. El sol nos acariciaba el rostro y una suave brisa jugaba con nuestros cabellos. La primavera estaba llegando en todo su esplendor. Era fantástico estar vivo.