23 March 2006 @ 11:52 hrs.

ENTRADA 71

La tienda estaba oscura, muy oscura, cuando entramos en ella pisando cristales rotos. La noche estaba cayendo rápidamente y la luz en el exterior también era cada vez más escasa. Una fina lluvia, preludio de una tormenta, empezaba a caer en ese momento, empapando todo lo que no estuviese a cubierto. Con el sonido de las gotas chocando contra el suelo fuimos entrando en fila india por el boquete abierto, muy cautelosamente.

La imagen del interior era desoladora. El grupo que había pasado por allí había realizado su saqueo a conciencia. Estantes vacíos y tirados en el suelo por doquier, cajas desgarradas y vacías, expositores rotos y tumbados… La estampa era profundamente perturbadora.

Una mirada un poco más detenida permitía observar sin embargo, algunos detalles reveladores. El saqueo había sido sistemático, sí, pero también apresurado, lo cual no era de extrañar si se tiene en cuenta la velocidad con la que se congregan esos seres en un determinado punto en cuanto localizan a un ser humano. Unos paquetes de pasta para sopa se habían desgarrado en el trajín y ahora todo el suelo de un pasillo estaba cubierto de estrellitas. No sé porqué, pero esa imagen me sacudió como un calambrazo, más que cualquier otra salvajada de la que pudiera haber sido testigo esos días.

Me dejé caer, agotado, contra una pared, mientras observaba aquel montón informe de pasta para sopa en el suelo. Inevitablemente, me acordé de mi madre y de la sopa que me preparaba los días de lluvia. El recuerdo fue intenso, y muy doloroso. La angustia, que había tenido retenida en algún rincón de mi cabeza, se liberó como un torrente incontrolable, y empecé a llorar silenciosamente, con gruesos lagrimones corriendo por mis mejillas.

No sabía nada de mi familia desde hacía meses. En un nivel abstracto, había sido consciente de ello todo el tiempo, pero no había querido enfrentarme a esa situación hasta ese momento. Ahora, una inmensa sensación de dolor y vacío me llenaba por completo mientras me preguntaba qué habría sido de mis padres y de mi hermana. Traté de imaginarme la situación que podrían estar viviendo, si sus refugios habrían sido lo suficientemente seguros, pero este caos es demasiado grande como para que cualquier plan hipotético pudiese resistir más de cinco minutos en medio de toda la locura desatada. Podían estar en cualquier parte. Podían estar vivos, o más probablemente, muertos. Incluso, y Dios no lo quiera, podían ser una de esas cosas, vagando interminablemente por ahí.

Me estremecí, solo con pensarlo. Si por casualidad me encontraba con ellos en ese estado, frente a frente, no creo que fuese capaz de defenderme. Frente a ellos, no.

El dolor era cada vez más profundo, a medida que dejaba que todos los sentimientos acumulados a lo largo de las últimas semanas se desatasen. Uno de los pakistaníes pasó enfrente de mí y al observarme llorando hizo un gesto de desprecio. Supongo que me consideró débil, o asustado por el accidente. No le saqué de su error, porque en el fondo me importaba un bledo lo que pensase. Lo único que deseaba es acabar con esto pronto, salir vivo de allí, recuperar a mi gato y a mi barco y después, ¿quién sabe? Buscar la manera de ponerme en contacto con los míos, quizás. No lo sé. Si algo he aprendido en este mundo apocalíptico es que los planes tienen que ser a corto plazo.

El dolor seguiría ahí presente, no solo ahora, sino a lo largo de las próximas semanas, pero al menos sabía que no iría a más y que poco a poco desaparecería, como un rescoldo.

No quiero seguir hablando de cosas tan tristes.

Los pakistaníes habían apuntalado con unos cuantos expositores y estanterías la verja metálica reventada y ahora nos disponíamos a pasar la noche. Encendiendo un cigarrillo observé con interés como mientras Pritchenko preparaba un infiernillo de alcohol para preparar la cena, Kritzinev y Shafiq reducían la fractura de Usman.

Uno le sujetó por la espalda, mientras el otro le introducía un testigo de madera en su boca. Súbitamente, cogiendo el brazo fracturado por sus dos extremos, Kritzinev realizó un rápido giro de muñeca, colocándolo en su sitio, con un golpe seco y un crujido que me puso los pelos de punta. Usman, simplemente, puso los ojos en blanco y se desmayó. El resto fue fácil. Con un larguero de metal y un rollo de vendas le practicaron un entablillamiento provisional. Aquello sin duda, le sostendría el brazo en su sitio, pero distaba mucho de ser una reducción de fractura convencional. Si un médico le hubiese echado un vistazo a aquella chapuza lo más probable es que hubiese pegado unos cuantos alaridos indignados.

A aquel chaval el brazo le iba a quedar jodido para siempre. Cosas de este nuevo mundo, donde la Sanidad ya no existe y estamos tan indefensos ante los accidentes como lo estaría un hombre de las cavernas.

Lo de Waqar tenía peor pinta. El tipo estaba terriblemente pálido, incluso para un pakistaní y no paraba de escupir sangre. Se quejaba constantemente de un fuerte dolor en la zona del vientre y cada vez estaba más débil. Era evidente que tenía algún tipo de lesión interna, producto de la violenta colisión. No sabíamos que hacer, y aunque lo hubiésemos sabido, carecíamos de medios por completo para ayudarle. Aquello era algo que solo se podía solucionar en un hospital correctamente equipado y con profesionales cualificados y lamentablemente, no quedaba mucho de lo uno ni de lo otro en todo el continente.

El olor de un guiso pronto se extendió por toda la estancia. Dejamos al inconsciente Usman recostado cerca de la lámpara de gas que nos iluminaba y a un cada vez más desmejorado Waqar, que se negó a comer, apoyado contra la pared. Kritzinev, Pritchenko, Shafiq y yo dimos buena cuenta de aquel puchero recalentado mientras oíamos la tormenta que arreciaba en el exterior.

La comida fue triste, sombría. En general, aquella «misión» iba como el puto culo. No sabíamos dónde estábamos exactamente, no teníamos medios de transporte, habíamos perdido a un miembro de la expedición y además teníamos a dos heridos, uno de ellos grave. De coña.

Precisamente Waqar se incorporaba trabajosamente en ese momento para dirigirse al baño situado al fondo del local. Aquel chico tenía un aspecto que empeoraba por momentos. No podía evitar sentir lástima por él. Me incorporé para acompañarle hasta el aseo, pues parecía tener serios problemas.

Iba tan solo un par de metros delante de mí, pero fue suficiente. La puerta del baño tenía un cartel donde aparecía una acuarela de un montón de tipos gordos vestidos a la moda del siglo XIX, con pinta de estar meándose, aporreando frenéticamente la puerta de una letrina y justo debajo, en enormes letras rojas ponía ESPERE SU TURNO. Sin duda, el antiguo dueño del local era un tipo con un gran sentido del humor.

La culpa fue nuestra, pues nadie había tenido la precaución de asegurar el baño cuando entramos. Waqar llegó a la puerta y tiró del pomo. Justo entonces la puerta se abrió de golpe desde el interior, con un fuerte empujón y Waqar cayó al suelo, con un alarido de dolor, mientras aquello se abalanzaba sobre él.

Reaccioné casi por instinto. Waqar estaba tumbado boca arriba, sosteniendo a distancia como podía a aquel monstruo que no paraba de pegar dentelladas al aire, tratando de alcanzar su garganta. Era un hombre joven, vestido con ropa de camuflaje del Ejército, que le quedaba visiblemente grande y con el pelo demasiado largo para ser un militar. Un voluntario del Punto Seguro, deduje mientras cubría a toda velocidad los dos metros que nos separaban. Se infectó en una salida y decidieron abandonarlo aquí, encerrado en un baño, en vez de tener que pegarle un tiro a un antiguo compañero. No tuvieron tanta sangre fría. Con lo que no contaban era con que nadie fuese a abrir ese baño de nuevo. Mierda.

Agarré a aquel ser por la parte trasera de su chaqueta, y haciendo un enorme esfuerzo conseguí separarlo unos centímetros de Waqar. Los No Muertos son como un yonkie totalmente pasado de cocaína o de pastillas, resulta muy difícil, si no imposible, conseguir reducirlos con la mera fuerza física de una sola persona. Y eso sin contar que si te muerden, estás jodido. Sin embargo Waqar aprovechó aquel pequeño respiro para rodar sobre sí mismo y escapar de la presa que le estaban haciendo.

Con el esfuerzo me caí de espaldas, lo que aprovechó aquel engendro para ponerse en pie y girarse para ver qué era lo que le había agarrado por la espalda. El muy hijo de puta me vio, indefenso en el suelo y emitió un gruñido de triunfo antes de abalanzarse sobre mí.

Sonaron unos disparos y la cabeza del No Muerto explotó como una sandía madura, dejando un extraño dibujo de sesos en la pared del fondo. Sus rodillas se doblaron y como a cámara lenta, su cuerpo se desplomó justo a mis pies.

Giré mi cabeza hacia la puerta. Allí estaba Shafiq, con el cañón del AK todavía humeante, mirándome con una expresión bastante más respetuosa que la que me había dedicado tan solo unos minutos antes. Aquel pakistaní me había salvado la vida. Pero con el estruendo de los disparos quizás nos había condenado a todos.