22 March 2006 @ 20:32 hrs.

ENTRADA 70

Algo en común en la mayoría de los juicios por accidentes de tráfico es que los accidentados suelen narrar el siniestro con todo lujo de detalles, ya que, según ellos «todo parece pasar a cámara lenta». Hasta ese momento para mí siempre había sido algo teórico. Pero en el momento en que el pesado furgón blindado de Prosegur empezó a derrapar incontrolablemente hacia la barandilla, me olí que iba a disfrutar de uno en vivo… Conmigo en medio.

La barandilla de aluminio trenzado se desgarró como si fuera de papel al recibir el impacto del costado del furgón. Uno de los neumáticos reventó con una sonora explosión al pasar por encima de uno de los montantes arrancados, mientras el pesado vehículo se arrastraba agónicamente a lo largo del puente, llevándose por delante unos cuatro metros de barandilla, levantando chispas al arrastrarse contra el cemento. Finalmente, el vehículo impactó contra uno de los soportes de hormigón y se quedó balanceándose en posición transversal, con la parte trasera del furgón suspendida en el vacío.

En esa posición se sostuvo apenas unos segundos, aunque a mí me dio la sensación de que el tiempo se detenía. Lentamente el vehículo empezó a bascular hacia su parte trasera, por el enorme peso del blindaje. Traté de pasar mi mano por encima de un atontado Shafiq para abrir la puerta del furgón, pero ya era demasiado tarde. Con un crujido y un desagradable sonido de metal raspando cemento, el furgón blindado empezó a resbalar agónicamente hacia el vacío.

El impacto fue descomunal. El furgón cayo sobre su parte trasera desde una altura de unos seis metros, provocando un enorme estruendo de metal aplastado y vidrios rotos, al impactar contra la calle que pasaba justo por la parte inferior. Al cabo de un momento, resbaló de lado y quedó tumbado sobre un costado, en medio de una espesa nube de humo y polvo, hasta quedar inmóvil.

Durante un par de minutos permanecí amarrado a mi asiento, demasiado atontado para reaccionar. Veía lucecitas de colores destellando delante de mis ojos y un persistente pitido sonaba en mis oídos. Finalmente traté de moverme y noté un latigazo desgarrador en mi cuello. Habíamos caído de espaldas y la parte trasera del vehículo había absorbido la mayor parte del impacto, pero aun así la sacudida en la parte delantera del furgón había sido brutal. El asiento doble en el que estábamos sentados Kritzinev y yo se había soltado de sus amarres con el golpe y se había desplazado contra el mamparo. Los hierros de anclaje, totalmente deformados, habían absorbido la mayor parte del impacto, por lo que el ucraniano y yo estábamos milagrosamente ilesos.

No se podía decir lo mismo del resto de los ocupantes del furgón. Shafiq, al volante, estaba inconsciente, con la cabeza caída de lado en un extraño ángulo y con un hilillo de sangre manando de la comisura de su boca. En el compartimiento trasero había alguien profiriendo desgarradores aullidos de dolor y al olor de orina de antes se sumaba ahora el aroma de los vómitos y de la sangre. Tenía que salir de allí.

Moviendo lentamente el brazo alcancé el cierre de mi cinturón y conseguí soltar el pestillo. A continuación, arrastrándome sobre el cuerpo inconsciente de Shafiq, apreté el botón del elevalunas eléctrico. Cuando vi que la ventanilla descendía, sentí un profundo alivio. No me imaginaba como podría haber hecho para abrir la puerta blindada, que parecía estar algo deformada por el golpe. Apoyando ambos manos en el vano de la ventanilla, tomé impulso y salí del vehículo hasta ponerme de pie en su costado para echar un vistazo a mi alrededor.

La estampa era preocupante. El furgón blindado estaba plegado como un acordeón en su parte trasera, y parecía haber perdido la tercera parte de su longitud. La rueda delantera derecha había desparecido y un chorro de combustible goteaba por debajo del chasis, formando un charco cada vez mayor. Miré a mi alrededor. El vial en el que habíamos caído era independiente de aquel por donde veníamos circulando y no parecía tener conexión cercana con ningún otro. En ese momento estaba desierto, pero supuse que no tardaríamos mucho en tener compañía.

Unas arenillas de grava cayeron justo a mi lado, produciendo un ruido audible contra la chapa del furgón. Levanté la mirada y pude ver a media docena de No Muertos asomados al boquete que habíamos dejado a nuestro paso. Parecían sumamente confusos frente al hecho de que ahora estábamos a distinto nivel. De momento no saltaban, pero no sabía cuánto tiempo duraría esa situación. Había que darse prisa.

Kritzinev estaba saliendo a rastras del furgón, con una mirada turbia en sus ojos y un profundo rasguño en su brazo derecho. Todo aquello era demasiado para un tipo de su edad y su condición física. Por un momento sentí compasión de él, hasta que recordé la mirada de placer que el muy cabrón había puesto cuando aquel marinero hijo de puta casi estrangula a Lúculo.

Sin ayudarle a salir de la cabina, me acerqué hasta la puerta lateral del furgón y tire de la manilla, rogando para que se abriese a la primera. La manilla giró en mi mano y tiré del pesado portón. La estampa era aterradora. Uno de los pakistaníes yacía al fondo, con el cuello en una posición absolutamente antinatural y una profunda brecha en su frente, de la que manaba tan solo un hilo de sangre. El tipo estaba muerto, y la mitad de sus sesos estampados contra el mamparo divisorio. No era de extrañar aquel olor a vómito.

Otro de los pakistaníes, un tal Usman, estaba chillando como un poseído, mientras se sujetaba su brazo. Se lo había roto en el brutal topetazo y ahora parecía tener una tercera articulación entre el codo y la muñeca, por donde asomaban los restos astillados de sus huesos. Aquello tenía que doler una enormidad. El otro pakistaní permanecía amarrado a su asiento. Aparentemente no parecía estar herido, pero no paraba de sangrar por la boca. Joder. Aquel tipo se había roto algo por dentro. El bazo, seguramente. Eso sí que era malo. Muy malo, teniendo en cuenta que no había ningún tipo de hospital por allí cerca.

Pritchenko se estaba soltando de su asiento en esos momentos. El muy puñetero había tenido una suerte loca, ya que la media docena de sacas semirepletas de billetes habían amortiguado el golpe a su alrededor. El pequeño ucraniano flotaba en medio de un mar de billetes de 50 € que habían creado para él el airbag más caro y atípico del mundo. aun así, tenía un enorme chichón, del tamaño de un huevo, en medio de su frente. Miró hacia arriba y me dedicó una espléndida sonrisa. Ahora sí que parecía un personaje de dibujos animados.

No había tiempo para detenerse a contemplar el paisaje urbano. Ayudamos a salir a Usman y al otro pakistaní, Waqar, del compartimiento interior mientras Viktor salía por su cuenta y ayudaba a Shafiq, aún algo aturdido, a salir del asiento del conductor.

Al cabo de un par de minutos empezábamos a caminar hacia el centro de la ciudad, con las mochilas a nuestras espaldas. Pritchenko llevaba el AK del pakistaní muerto y yo el del Usman, el del brazo roto, pero solo como porteadores. Antes, habían tenido la precaución de sacarles los cargadores de munición, por gentileza de Kritzinev.

La luz empezaba a irse y pronto aquello estaría atestado de No Muertos, en cuanto encontrasen la manera de llegar a aquel vial. Al cabo de unos diez minutos andando por el centro de la calzada de aquella ciudad fantasmal, resultó evidente que no podíamos seguir aquella noche. Waqar no paraba de sangrar por la boca y estaba cada vez más débil y el resto estábamos lo suficientemente cansados y molidos como para pedir un respiro. Fue Kritzinev quien vio la pequeña tienda.

Era un pequeño colmado de barrio, de los que se pueden ver casi en cualquier esquina. Habían embestido con un vehículo pesado (sospecho que un BTR), la puerta y después lo habían saqueado. Docenas de cadáveres putrefactos se apiñaban en las inmediaciones, todos con un tiro en la cabeza. Alguien había mantenido a raya a esos engendros mientras se producía el saqueo, sin duda un grupo del Punto Seguro cuando estaba en busca de comida.

Aquél parecía un buen lugar para pasar la noche. Nos introdujimos allí dentro, confiados, esperando partir al alba. Esto fue hace cinco días. Aún estamos aquí.