13 March 2006 @ 20:06 hrs.

ENTRADA 67

Tres días. Tres putos días encerrados en este cuchitril de tienda y los nervios ya empiezan a estar medianamente tensos. El pequeño aseo situado al fondo del almacén apesta como el Agujero Negro de Calcuta. Tantos hombres usándolo continuamente a lo largo de tres días han acabado por saturarlo.

No fue hasta mediada la tarde del sábado cuando caímos en la cuenta que el agua que salía del grifo (y la que llenaba la cisterna), no eran más que los restos del caudal que quedaban en las cañerías de la zona y que nos estaba llegando por gravedad hasta nosotros. El suministro de agua está cortado desde sabe Dios cuando y ninguno de los presentes, incluyéndome a mí, tuvo la suficiente picardía para darse cuenta. Así, hemos empleado la mayor parte del precioso liquido que estaba almacenado en tirar de la cisterna, en vez de atesorarlo, y ahora, aparte de tener un refugio que apesta como una porqueriza, nos estamos muriendo de sed.

La situación no puede ser más negra. Estamos atrapados en esta mierda de tienda, exhaustos, sedientos, hambrientos y cada vez más acosados. Las discusiones crecen de tono a cada momento y no hay que olvidar que la mayor parte de estos hombres está armada hasta los dientes. Las peleas son constantes. No es precisamente la mejor combinación del mundo, sobre todo teniendo en cuenta que yo soy el único que no pertenece al grupo y no tengo ni un mal cortaplumas para defenderme. Procuro hacerme notar lo menos posible y no atraer los rayos sobre mí, pero Kritzinev ya ha murmurado un par de veces que todo esto es culpa mía y las miradas que me dirigen alguno de los pakistaníes no es precisamente tranquilizadora. Pero me vuelvo a adelantar.

Cuando comprobamos el jueves pasado que el furgón blindado parecía estar en buen estado, nos dispusimos a partir en él. Cuanto más lo pensábamos, más lógico parecía aquel vehículo. Al fin y al cabo, un furgón de transporte blindado es lo más parecido a un tanque que existe en versión civil y teníamos uno aparcado justo enfrente de nosotros con las llaves puestas, pidiéndonos a gritos que lo abordásemos. El primer problema que nos encontramos fue que el depósito del vehículo estaba seco como la mojama. Tras una semana o sabe Dios cuanto tiempo funcionando al ralentí, aquello estaba totalmente vacío.

La solución la encontramos gracias a uno de los pakistaníes, un tal Shafiq. Es un tipo fibroso, de unos veintitantos años, con una piel de un intenso color oscuro y unos incongruentes y monstruosos bigotones negros en su cara que hacían que los del pequeño Viktor Pritchenko pareciesen de broma.

En cuanto descubrimos que el depósito estaba seco Kritzinev le soltó una sarta de palabras en urdu a aquel chaval. Mientras otro de los pakistaníes volvía al interior del primer patio de PROSEGUR, Shafiq empezó a sacarse toda su impedimenta y sus armas hasta que se quedó solo con una camisa y unos pantalones cortos y su inseparable Kalashnikov cruzado en la espalda. Viktor y yo estábamos sentados, con la espalda apoyada contra el muro, contemplando ligeramente asombrados aquel espectáculo, mientras los restantes pakistaníes controlaban la calle por el portón metálico entreabierto, atentos a que no se acercasen visitantes indeseados.

Al cabo de unos minutos, el tipo que se había ido volvió al patio principal con un largo trozo de goma que seguramente había cortado de una manguera de riego. Tendiéndole el trozo de goma y un garrafón de plástico vacío, de unos cinco litros, Shafiq partió de nuevo hasta la Zodiac, sin mediar una palabra. Cuando llegó a ella la desamarró y cogiendo un remo empezó a palear suavemente dirigiéndose hacia la cercana terminal de Citroën, que distaba menos de cincuenta metros de donde estábamos. Pronto le perdimos de vista, en medio de la negrura de la noche y sólo pudimos oír el cadencioso ritmo de su paleo, hasta que se perdió en la distancia.

Mientras estaba allí sentado, muriéndome de ganas de encender un cigarrillo, podía imaginarme la escena. Shafiq corriendo agazapado entre las filas interminables de vehículos aparcados, listos para ser embarcados hacia las cuatro esquinas del mundo, con las llaves en el contacto, pero con apenas un par de litros en el depósito, lo suficiente para rodar hasta el barco y de allí al camión de transporte, en su viaje con destino hacia algún concesionario, que ya nunca harían.

Estaba clarísimo. Iba a vaciar esos depósitos en la garrafa y con ello, rellenar el depósito del furgón. Teniendo en cuenta que llevaba un garrafón de tan solo cinco litros, le harían falta por lo menos una docena de viajes para conseguir llenar hasta arriba el depósito, pero no teníamos más recipientes, aparte de nuestras cantimploras. Eso iba a llevar bastante tiempo, pero al menos tendríamos un vehículo más que seguro para cruzar la ciudad, lo que nos evitaría tener que ir andando. Además, así emprenderíamos el camino con la luz del día. Que me llamen cobarde, pero prefiero ver todo lo que hay a mi alrededor antes que internarme en una ciudad muerta y llena de esos seres a oscuras.

Mientras me acomodaba, dispuesto a descansar un rato, miles de ideas angustiosas se agolpaban en mi cabeza ¿Y si al sacar el combustible de los depósitos de los vehículos aparcados mezclaba gasolina y diesel inadvertidamente? ¿Y si solo había vehículos de gasolina? (el furgón, evidentemente, iba con diesel). De repente empecé a sudar frío ¿Y si todos los vehículos habían sido previamente canibalizados por los antiguos supervivientes del Punto Seguro?… Eso sin contar que algún antiguo empleado de la fábrica, ahora convertido en muerto viviente, estuviese vagando por allí y sorprendiese por la espalda a Shafiq en plena tarea… Cuanto más lo pensaba más posibles errores fatales se me ocurría y a cada nuevo terror menos confianza sentía en todo aquello.

Sin embargo, todos mis temores eran infundados. Shafiq volvió con el garrafón lleno de gasóleo diesel ambarino y con una enorme sonrisa en los labios. No, no había error posible, solo cogía combustible de las furgonetas diesel. Sí, había un montón de ellas que habían sido vaciadas previamente, pero aún quedaban docenas con sus depósitos intactos. Sí, tendría que ir un poco más lejos a por el combustible, pero no había problema en ello, ya que la zona parecía tranquila.

Más relajado, me apoyé de nuevo contra la pared, mientras Shafiq emprendía un nuevo viaje. Contemplé a todos aquellos tipos de piel cobriza. Era extraño. Para ellos era lo más normal del mundo estar en medio de la negrura, con un arma de asalto en las manos, sabiendo que se iban a jugar la vida. Podríamos decir que era su pan nuestro de cada día.

Cuanto más pensaba en aquello más consciente era de que la epidemia debía haber golpeado con más fuerza cuanto más avanzado era el país donde había aterrizado. En España solo el Ejército, las fuerzas de seguridad y unos cuantos miles de personas tenían armas de fuego o licencia de armas. La seguridad, la ley y el confort de la avanzada y vieja Europa así lo imponía. Pero en sitios como en Pakistán, Liberia, Somalia o sabe Dios dónde, la norma era que hasta un niño de teta tuviera un fusil colgado del cuello, o algo más gordo en la puerta de casa. Y allí normalmente disparaban primero y preguntaban después.

Así que seguramente ahora, mientras las partes más avanzadas del mundo civilizado habían caído indefensas, devoradas por sus propios ciudadanos desde dentro, posiblemente en las zonas más remotas, primitivas y aisladas, los No Muertos no habían tenido muchas posibilidades, si es que habían llegado hasta allí. Y para esa gente la falta de electricidad o agua corriente no había sido nunca un problema…

No dejaba de ser irónico. Las partes más pobres y atrasadas del mundo habían pasado a ser la última esperanza de la humanidad. El resto, un enorme infierno donde unos cuantos puñados de supervivientes dispersos tratábamos de escapar.

Sumido en tan lúgubres pensamientos, la mañana fue llegando poco a poco. El depósito estuvo lleno cuando el sol empezaba a asomar por el horizonte y el pobre Shafiq, empapado y agotado comenzaba a tropezar con el garrafón. Mientras tanto, otro de los pakistaníes, Osman, se había aventurado hasta el extremo de la calle, donde estaba aparcado un Volkswagen New Beetle con las ruedas delanteras deshinchadas. Tras asomarse a la esquina volvió para informarnos que había unos cuantos de esos podridos dando vueltas a menos de diez metros de allí, sin sospechar de nuestra presencia justo al lado. El tipo parecía estar acojonado. Supongo que era la primera vez que veía uno de esos seres tan cerca y sé por experiencia que no es un espectáculo agradable. Eso me llevó a su vez a pensar que yo era el más veterano de toda aquella pandilla tan heterogénea, lo cual no era precisamente lo más tranquilizador.

Cuando el depósito estuvo lleno nos subimos al furgón. Estábamos listos para arrancar. Sorprendentemente descubrí que me cedían el asiento del conductor. Estaba claro que pretendían que fuese el guía en todos los aspectos. Con un suspiro me acomodé en el asiento y cerré la pesada puerta del conductor. En la cabina estábamos apretujados Kritzinev, Osman y yo, mientras que el compartimiento blindado de atrás era ocupado por Pritchenko y los otros tres pakistaníes, incluido un aterido Shafiq. Coloqué el asiento y los espejos y tras encomendarme a todo lo que se me pasó por la cabeza giré la llave de contacto.

Ni siquiera sonó el motor de arranque. Volví a intentarlo. Nada. Y otra vez. Tampoco. La cara de Kritzinev era un poema, y supongo que la mía no debía estar muy lejos. Me recosté en el asiento, pensando a toda velocidad que demonios podía estar pasando. Mi mirada recorría febrilmente el panel del furgón buscando algo que me orientase. Súbitamente mi mirada se posó en el interruptor de las luces. Estaba en posición de encendido. Mierda. Pues claro. El tipo que había salido por piernas no solo había dejado el motor en marcha, además había dejado las luces puestas. El furgón estuvo en marcha y con las luces encendidas durante semanas, hasta que la batería también se agotó.

Me imaginaba la escena, aquella calle completamente a oscuras, con las luces de los faros como única iluminación, cada vez más amarillentas y parpadeantes, a medida que la batería se agotaba y cientos de No Muertos rodeando aquel furgón abandonado, camino del Punto Seguro…

Era evidente que había que hacer algo. Mi mirada se posó en el Volkswagen del extremo de la calle. Era un coche de menos de tres años. Aquel trasto tenía que tener una batería aún en buen estado. Pensé en decirle a Kritzinev que mandase de vuelta a Shafiq al aparcamiento de la Citroën, en busca de una batería sin estrenar de uno de los vehículos allí aparcados, pero era evidente que se iba a negar. El sol estaba cada vez más alto, llevábamos mucho retraso en nuestra marcha y el ucraniano se empezaba a impacientar. Teniendo aquel Volkswagen allí al lado no querría perder más tiempo. Además, puede que con la luz del día el aparcadero de Citroën fuese un sitio demasiado peligroso como para pasear. No quedaba otra que ir a por la de aquel redondo vehículo alemán.

Me giré hacia Viktor, a través de la pequeña ventanilla intermedia y le susurré lo que le tenía que decir a Kritzinev. Tras un rápido intercambio de palabras en ruso entre ambos vi que Viktor palidecía y me miraba con desespero. Lo entendí al instante. Le había tocado a él ir a por la batería.

No tardó en corregirme. Nos había tocado a los dos. Mierda.

Salimos del furgón, entre chanzas burlonas por parte de los pakistaníes. Caminando casi de puntillas nos acercamos hasta aquel VW, de un incongruente color amarillo limón, en medio de la suciedad y el abandono del puerto. Estaba aparcado justo al final de la calle, cerca de la esquina de la tapia. Asomando con cautela la cabeza por la esquina pude ver a media docena de esos seres situados en diversos puntos de la calzada, como si estuviesen sumidos en un estado de trance. Quizás estuviesen durmiendo. No lo sé. Lo único que estaba claro es que estaban cerca de nosotros. Muy cerca. Demasiado cerca, posiblemente.

Viktor estaba pugnando infructuosamente con la manilla del VW. Estaba cerrada. Bueno, no todo iba a ser tan fácil, al fin y al cabo. Envolviendo su puño en la gruesa chaqueta de marinero, Pritchenko echó su brazo hacia atrás y antes de que se lo pudiera impedir estampó el puño contra la ventanilla del conductor.

La ventanilla se volatilizó en un millón de pequeños fragmentos, produciendo un ruido que a mis oídos sonó escandalosamente alto. Aquello tenía que haber puesto en movimiento a los No Muertos necesariamente. Teníamos que darnos prisa. Con la agilidad de un ladrón de coches, el pequeño ucraniano se coló dentro del VW y tiró de la maneta del capó. Lo abrí, mientras con un ojo vigilaba la esquina de la calle, pendiente de la aparición de esos seres.

La batería estaba en el lateral derecho, con un enorme manojo de cables asomando por encima de ella. Empecé a trastear con ella, pero los enganches resbalaban una y otra vez en mis dedos sudorosos. Pritchenko a mi lado me miraba, expectante, mientras desde el furgón los pakistaníes, rodilla en tierra, contemplaban relajadamente el espectáculo.

Cuando por enésima vez se me escapó el pequeño conector de cobre de las manos Viktor Pritchenko perdió la paciencia. Con suavidad me apartó y se inclinó sobre la batería. Agarrando los conectores con las manos, tiró de ellos y, simplemente, los arrancó de cuajo. A continuación, sujetando el asa de la batería pegó un fuerte tirón y la sacó del hueco en el motor. Mirándome con cara sonriente y musitando entre dientes algo que sonó como «mejor arreglar cosas al viejo estilo soviético» comenzó a caminar hacia el furgón blindado.

Justo a tiempo. Por la esquina, balanceándose, apareció el primero de los No Muertos que venía atraído por el jaleo que estábamos montando. Era una mujer de mediana edad, cubierta de sangre, gruesa y con el torso desnudo, mostrando un pecho caído. Y digo uno porque donde debía estar el otro tan solo había un enorme boquete de un rojo sanguinolento.

Empezamos a correr hacia el furgón. Aquello se iba a poner auténticamente feo… Mierda… Ya están ahí otra vez. Continuaré escribiendo luego.