ENTRADA 65
De nuevo en tierra. Tras varios días embarcado la sensación de tener tierra firme bajo los pies era sumamente extraña. A medida que las sombras crecían trataba de adivinar las formas de los edificios que nos rodeaban. Era extraño, sumamente extraño. A mis espaldas oía a los dos ucranianos y a los pakistaníes trajinando con el equipo y pasándolo a tierra. Respiré profundamente, pero al instante me arrepentí de haberlo hecho. El olor a putrefacción, basura, heces y carne quemada era nauseabundo. Y además, sutilmente mezclado en medio de todo eso podía percibir otro olor, más suave, pero que estaba allí presente. No podría describirlo, pero es ese olor que llevo notando desde hace semanas. Creo que es su olor. El de esas cosas. Juraría que tiene un aroma propio. O a lo mejor me estoy volviendo loco, no lo sé.
Los pakis y los dos eslavos ya estaban preparados detrás de mí. Excepto Viktor, que tenía un aire ligeramente ausente y resignado el resto parecía un equipo bastante competente y muy compenetrado. La manera de distribuirse y de sujetar las armas me indicaban de algún modo que aquellos tipos no eran simplemente los marineros que alegaban ser. Y un carajo. Aquellos fulanos eran auténticos profesionales y sabían lo que hacían, lo cual me llevaba a plantearme entonces quién demonios eran y qué rayos pintaban allí. Por no hablar de la verdadera naturaleza del paquete que íbamos a buscar, que era tan valioso que merecía la pena arriesgar la vida de siete personas en su procura. De locos.
Habíamos desembarcado en el extremo más alejado del Punto Seguro, concretamente entre unas enormes naves industriales y la gigantesca explanada donde la factoría de Citroën aparcaba sus vehículos antes de cargarlos en los enormes buques que los repartían por medio mundo. Ahora la explanada estaba repleta de cientos y cientos de modelos de la casa francesa, abandonados a su suerte en la noche.
Podía ver perfectamente a los más cercanos. Era una fila enorme de Xsaras Picasso, listos para estrenar, con los asientos aún cubiertos por las fundas de plástico. Todos los vehículos ofrecían sin embargo un aspecto sucio y descuidado. Acercándome al más próximo paseé una mano por su chapa y dejé un grueso surco. Largas semanas de abandono los habían cubierto de una gruesa capa de polvo y de algo más. Con un estremecimiento comprendí que la sustancia que los recubría era la ceniza de todos los incendios de semanas anteriores. Cenizas humanas, quizás. Joder.
Con un escalofrió me aparté de aquellos miles de vehículos que probablemente no llegasen a circular nunca por una carretera soleada. Aquel tiempo ya había pasado. Ahora, solo cabía pensar en ser lo suficientemente hábil para sobrevivir hasta el día siguiente.
Aquella esquina donde habíamos desembarcado ofrecía una singularidad, y era que se componía de una pequeña nave achaparrada y una estrecha explanada a su lado, toda ella rodeada de una alta valla de ladrillo y hormigón. Lo que nos había llevado hasta allí sin embargo no era la valla ni la explanada, sino el enorme letrero que campeaba sobre el edificio: PROSEGUR. Aquella nave era la base que la conocida empresa de seguridad y transportes blindados bancarios tenía en el puerto. Con cientos de empresas funcionando en la zona Franca era lógico que tuviesen una sucursal allí. Solamente la Lonja de Puerto movía al día docenas de millones de euros y alguien tenía que custodiar toda esa pasta y trasladarla a los bancos.
Aquel edificio era un auténtico fortín y confiaba en que los podridos no hubiesen sido capaces de franquear sus muros. Podía estar en un error, por supuesto, y entonces estaríamos auténticamente jodidos, pero tampoco disponíamos de tantas opciones.
Con un gesto seco, fácilmente comprensibles le indique a Viktor que se acercase. Le susurré al oído que era necesario adelantarse y comprobar el perímetro del edificio. Asintiendo, el pequeño ucraniano se deslizó como una anguila hacia el resto del grupo, que se ocultaba entre las sombras cada vez más espesas de la noche y le soltó una larga parrafada en ruso a Kritzinev. Este a su vez les dio una serie de instrucciones en urdu a los pakistaníes, que, ágiles como gamos, me adelantaron y se fundieron en las sombras cercanas al edificio.
No pude dejar de sentir una vaga aprensión pensando en lo complicado que era transmitir las órdenes. Tenían que ser traducidas varias veces hasta sus destinatarios finales y corrían el riesgo de ser malinterpretadas. No tendría nada de especial, si no fuera porque un simple error podía mandarnos a todos a la tumba. Hay que joderse. Media docena mal contada de supervivientes y es un grupo que hacía que la ONU pareciese una pandilla de vecinos.
Al cabo de cinco interminables minutos uno de los pakis se materializó salido de la nada, justo enfrente de nosotros, haciéndonos el gesto universal de que todo estaba en orden. Mientras avanzábamos sigilosamente hacia el edificio meditaba acerca de lo curioso de esos hombres. Todos ellos eran bastante jóvenes, en torno a unos veintitantos años. Delgados y fibrosos, con unos enormes mostachos negros que pegaban perfectamente con su piel cobriza, aquellos tipos parecían absolutamente competentes en lo que hacían.
Cuando llegamos al muro del edificio nos pegamos a él como ventosas. Podía notar la adrenalina rugiendo en mis venas. Ahora aquello estaba oscuro como la boca de un pozo. Aunque aparentemente no había ninguna de esas cosas por allí cerca podía oír perfectamente el ruido de fondo que producían decenas de pies arrastrándose. Era un sonido aterrador, que ponía los pelos de punta. Era algo así como Rasssssssss-Zump, rasssssssssssss-zump, repitiéndose docenas de veces. Noté como los testículos se encogían de puro pánico. Aquellos seres estaban muy cerca, demasiado cerca, quizás al otro lado de la tapia contra la que nos apoyábamos.
Con sigilo me acerqué hasta la puerta de la nave. Como era de esperar era un enorme portón de acero blindado, con un par de troneras a los lados. Agarré el picaporte y lo gire. La puerta no se movió. Aquello estaba cerrado a cal y canto.
Por un momento no supe qué hacer. La posibilidad de que aquella puerta estuviese cerrada no se me había ni pasado por la cabeza. Ahora estábamos en un jodido punto muerto. No podíamos retroceder pero tampoco podíamos entrar en aquella nave y seguir adelante. Vaya una papeleta.
Notaba los ojos de todos clavados en mi. Girándome hacia Viktor, encogí los hombros, en un gesto mudo, como diciéndole «¿A mí que me cuentas? No tengo ni puta idea de qué hacer». Kritzinev dio un paso adelante y descolgando el AK-47 de su espalda lo amartilló ruidosamente y apuntó a la cerradura. Antes de que empezase con el festival de tiros sujeté la boca del arma y la apunté hacia el suelo, mientras ponía un dedo sobre mis labios. Disparar contra aquella puerta no serviría absolutamente de nada, excepto conseguir una publicidad indeseada de nuestra presencia allí. Con un gesto le indiqué la esquina de la nave que daba a la explanada. Quizás por allí consiguiésemos algo.