01 March 2006 @ 18:45 hrs.

ENTRADA 61

Empezaba a hacer calor, mucho calor, en aquel camarote. Mientras me desabrochaba la parte de arriba de la camisa, mi mirada no podía apartarse de la cara de Ushakov, que con voz grave seguía narrándome la historia de los últimos días del Punto Seguro de Vigo.

Al principio todo fue según lo planeado. Las fuerzas militares presentes en el Punto Seguro, unos seiscientos hombres pertenecientes a diversas unidades del Ejército, la Armada y la Guardia Civil, junto con los restos de la Policía local se encargaban de mantener la integridad del perímetro. Para ello contaban con abundante equipo de combate, incluidos varios transportes blindados y un par de helicópteros artillados. Amarradas en el Puerto estaba un buque de transporte de la Armada y una de las modernas fragatas F-100 recién salidas de los astilleros de Ferrol, con su moderno sistema de misiles absolutamente inútil en esa situación, donde se había instalado el mando civil y militar del Punto Seguro.

—Las primeras oleadas de No muertos que llegaron hasta el Punto fueron fácilmente eliminadas por sus defensores —seguía Ushakov—. Estaban bien atrincherados y tenían la suficiente potencia de fuego como para mantenerlos a raya. Pero seguían llegando, cada vez más. Y la munición de las armas era cada vez más escasa.

—¿Cómo sabe todo esto?

—En ese momento parte de mi tripulación y yo estábamos en tierra —me dijo, con un encogimiento de hombros—. Uno de mis marineros estaba en el Hospital de campaña que organizaron en una de las naves industriales, con la cadera rota a causa de una caída durante la borrasca, así que hacíamos visitas frecuentes a tierra.

—¿Y por qué no se quedaron en tierra?

—No podía dejar mi buque —me respondió, con cara de «eso-es-más-que-evidente»—. Además, las autoridades del Punto no nos permitían quedarnos más que unas horas en tierra —se sirvió otro vaso—. Los recursos empezaban a ser escasos y no querían tener más bocas que alimentar.

Por lo visto, el Punto se había ido convirtiendo en una superficie ultra saturada según pasaban los días. La población inicial de 200000 personas fue creciendo paulatinamente hasta llegar a los 350000 refugiados, a medida que grupos procedentes de otros Puntos Seguros y supervivientes aislados como yo se iban sumando a lo que parecía el único lugar en manos humanas en más de 400 kilómetros a la redonda.

Pronto comenzaron los problemas de abastecimiento, y las enfermedades. Una multitud de más de 300000 personas consume cantidades ingentes de alimentos, varias toneladas de víveres cada día, y éstos pronto comenzaron a escasear. El supuesto abastecimiento por vía marítima no llegó nunca, pese a las promesas de las autoridades presentes en la zona. Posiblemente no llegó porque no había ningún otro lugar cercano de donde pudiese llegar ayuda. Era irónico.

Las autoridades pronto organizaron partidas de saqueo para abastecer a la multitud y todos los días, columnas de camiones escoltados por blindados y cargados de militares y voluntarios armados hasta los dientes salían del Punto Seguro para volver al caer la noche con kilos y kilos de alimentos. Pero el plan pronto se reveló un fracaso. Una vez saqueados los centros comerciales de la ciudad las expediciones tenían que ir cada vez más lejos, y los resultados eran cada vez más pobres. En un día muy bueno podían meter en el Punto del orden de tres toneladas de alimentos, pero esa cantidad era absolutamente insuficiente para mantener a tantas bocas. Pronto empezaron las medidas de racionamiento.

—Racionamiento —musité, atónito—. ¿Cómo es posible? Yo he estado multitud de veces en los grandes centros comerciales de esta zona y son ENORMES. Deben tener provisiones para alimentarnos durante años.

—Querido amigo —me respondió Ushakov, meneando la cabeza—. Piense en la cantidad de comida necesaria para mantener a 350000 personas todos los días. Uno de sus grandes centros comerciales podría mantener a semejante multitud, con suerte, durante una semana. Después, estaría agotado y no habría camiones de reparto para reponer las mercancías consumidas.

Me quedé en silencio, asombrado por la magnitud de los acontecimientos. Me imaginé la desesperación que debieron sentir las partidas de saqueo durante esos días, cruzando la ciudad muerta, rodeados de miles de esas cosas, viéndose obligados a vaciar alguna pequeña tiendita de barrio para conseguir víveres, jugándose la vida por menos de cien kilos de comida. Joder, tuvo que ser angustioso para esa gente.

—La falta de alimentos no fue el único problema —continuó Ushakov, inmisericorde—. Trescientas cincuenta mil personas generando residuos, cagando y meando, sin una infraestructura adecuada hizo que el puerto pronto oliese como una auténtica cloaca —una sonrisa triste iluminó su rostro—. De repente, vivir a bordo del Zaren Kibish se transformó en una auténtica ventaja con respecto a la multitud de tierra.

Yo no podía responder. Notaba una presión terrible en el pecho, que se iba acentuando a medida que la historia se iba desarrollando ante mis ojos. Joder.

—Las enfermedades siguieron con rapidez a la suciedad, como acostumbra a suceder en estos casos. Puede que en toda la superficie del Puerto hubiese un total de mil o dos mil servicios, con lo cual salía a una media de 350 personas por cagadero, ¿niet? —Ushakov era duro hablando, en ese momento—. Así que el tifus y otras enfermedades comenzaron a asolar el Punto Seguro.

—¿Otras… Enfermedades? —conseguí pronunciar, con voz ronca. Mi garganta estaba como papel de lija.

—Sí, otras enfermedades. Casi todo el mundo pareció olvidar que pese a lo excepcional de la situación seguía habiendo gente que padecía cáncer o que eran hipertensos, niños con enfermedades infantiles, mujeres a punto de dar a luz… —ahora su expresión era sombría—. Incluso se dieron varios brotes de botulismo a causa de consumir alimentos en mal estado —suspiró—. Uno de ellos era un marinero de este barco. Pronto las enfermedades comenzaron a pasar su factura. Una zona del Puerto, que se puede ver fácilmente desde cubierta del Zaren Kibish fue transformada en camposanto. Al cabo de unas semanas varios cientos de túmulos lo cubrían por completo —ahora la botella de vodka estaba casi vacía—. Esos fueron los afortunados.

Ushakov resopló y levantando su enorme corpachón se acercó al aparador a coger una segunda botella. Mientras tanto, seguía hablando. Las cosas empezaron a descontrolarse a medida que la desesperación y la ley del más fuerte empezaban a campar por el Punto Seguro. Las peleas, los incidentes y los asesinatos se extendieron como un reguero de pólvora, a medida que la gente tenía que luchar por un pedazo de comida. Los militares tomaron cartas en el asunto y decretaron la Ley Marcial en todo el Punto. Pronto docenas de cuerpos de asesinos y saqueadores colgaban por el cuello de las grúas portuarias, como escarmiento para el resto, pero a los únicos que pareció aprovecharles fue a los cuervos y a las gaviotas, que se dieron un festín con los ojos de los ahorcados.

La necesidad de comida era demasiado grande y las luchas continuaron. Los supervivientes podían escoger entre vivir en el Purgatorio del Puerto o en el Infierno de fuera. La situación era así de atroz. A ese extremo se había llegado.

—Cuando las cosas se estaban poniendo realmente feas, una lancha del puerto cargada de militares abordó el Zaren y lo registró en busca de provisiones —Ushakov me guiñó un ojo—. No pudieron encontrar nada, por supuesto. Habíamos escondido casi todos nuestros víveres en la bodega entre toneladas de bobinas de acero. Gracias a eso nosotros no hemos pasado hambre en ningún momento.

Por un momento su postura me pareció tremendamente egoísta, pero pensándolo con más detenimiento comprendí que había adoptado la decisión más lógica. Posiblemente yo hubiese hecho lo mismo. Mientras contemplaba al pensativo ucraniano, con la mirada perdida en el mamparo del fondo empecé a sentir un profundo respeto por él.

—¿Qué pasó a continuación?

—A continuación fue cuando las cosas se empezaron a poner auténticamente feas —me respondió, para mi sorpresa—. Una noche especialmente oscura la fragata y el transporte militar levaron anclas y salieron silenciosamente del puerto. A bordo de ellas se iba todo el personal de la Armada, las autoridades civiles y aproximadamente doscientas o trescientas personas con contactos, influencias o dinero —meneó la cabeza—. No sé a donde se dirigían, supongo que a las Islas Canarias o a cualquier otro lugar donde no hubiese llegado la infección. El hecho es que se largaron, dejando al resto en la estacada —concluyó, apurando de un trago otro vaso de vodka.

Mientras yo bebía el mío, Ushakov me contó que al día siguiente, cuando la multitud descubrió la ausencia de los buques militares, el caos se desató. Quizás el más sorprendido fue el coronel del Ejército de Tierra que dirigía a los poco más de trescientos militares que quedaban en el Punto Seguro. Las relaciones con el Capitán de Fragata habían sido muy tensas a lo largo de las últimas semanas y por lo visto el enfrentamiento entre ellos había llegado a tal punto que nadie había tenido la delicadeza de informarle del plan de fuga. Este coronel, un tal Jovellanos era un ordenancista en toda regla, y tremendamente estricto. La tensión de todas esas semanas, y la responsabilidad de tener sobre sus hombros la seguridad de toda esa gente pesaban demasiado sobre sus hombros.

Pesaban tanto, que acabó perdiendo el control.

Cuando la multitud comprobó que los barcos militares habían abandonado la Ría, se desató una auténtica locura por abordar cualquier buque que hubiese en el Puerto. Se corrió el rumor de que la fragata se dirigía al Archipiélago Canario y que cualquier buque que la acompañase sería acogido en las islas, que como ya se sabía era el único punto del territorio español a donde no había llegado la plaga. Jovellanos sabía que ese rumor no era cierto y que además, el 80% de los buques de puerto no estaban capacitados para realizar un viaje de miles de millas por mar abierto, así que hizo lo que pensaba que era lo correcto. Dispersó la multitud a tiros, provocando una auténtica carnicería y después dio la orden de barrenar todos los buques que hubiese en el Puerto, para mandarlos al fondo. Si no había escapatoria, los supervivientes del Punto tendrían que luchar hasta el final, o morir. De lo que no fue consciente era de que para el Punto Seguro de Vigo ya no había ninguna esperanza.

El Zaren Kibish se salvó de irse al fondo gracias a que era el único buque que estaba fondeado a cierta distancia del puerto y a que la avería de su eje le impedía desplazarse a ninguna parte. Aun así, todos los días, docenas de personas desesperadas se dirigían hasta el carguero a nado, suplicando ser admitidas a bordo. Ushakov tuvo que ser muy estricto y ordenar a sus hombres que ni saliesen a cubierta. El Zaren Kibish y sus provisiones no se podían permitir acoger a docenas de supervivientes famélicos, enfermos y desesperados.

—Esa era la situación en el Punto Seguro de Vigo —decía el ucraniano—. Cuando todo pasó.

—¿Cuando todo pasó? ¿A qué se refiere? —pregunté.

—Cuando llegó el día que el Punto Seguro de Vigo cayó —respondió, con tono ominoso.

Aún no había oído nada. La parte más espeluznante de la historia todavía estaba por llegar.