ENTRADA 56
Estaba oscuro. Jodidamente oscuro.
Aquellas escaleras que descendían a la planta baja estaban negras como la boca de un túnel. El halo de luz de mi linterna me ayudaba a vislumbrar los escalones de madera que se perdían hacia abajo y el pasamanos de hierro forjado que se retorcía en complicadas formas. Aún tenía temblores y el regusto amargo de la bilis en la boca. Tenía la lengua como el esparto, terriblemente seca. En ese momento hubiese matado por un vaso de agua.
Con cautela comencé a avanzar. A medida que iba pisando los escalones, éstos crujían bajo mi peso, provocando sonoros quejidos. Fuera, el vendaval se estaba desatando con toda su potencia. El viento soplaba con furia y los rayos iluminaban fantasmagóricamente toda la escena. Un paisaje digno de una película de terror. Solo que no era una puta película. Y yo estaba allí, en medio de toda esa mierda. Súbitamente sentí un intenso deseo de dar media vuelta, salir corriendo de allí a toda leche y refugiarme en el Corinto, pero eso ya no era una opción viable. Ya no.
Finalmente, llegué al rellano. A un lado se abría una puerta cerrada con llave, pero éstas estaban colgadas del pomo de la puerta. Al usarlas, con un sonoro «clic», la cerradura se abrió. Bingo.
Con sumo cuidado asomé la cabeza y enfoqué la linterna hacia un bulto cercano. La luz me mostró un estante, donde en ordenadas filas podía ver un montón de carretes para cañas de pescar. Estaba dentro de la tienda de náutica. Genial. Con más confianza di unos cuantos pasos hacia el interior y fui pasando el haz de luz por los distintos estantes, mientras mi mente repasaba a toda velocidad mi «lista de la compra». No debía demorarme mucho. En un rincón vi unos cuantos arneses de seguridad para veleros. Después del incidente que había tenido de camino a aquí pensé que serían una «compra» más que lógica. Tras apoyar la pistola, el arpón y la linterna orientada hacia mí en una balda cercana, comencé a escoger uno de mi talla, absolutamente abstraído en la tarea. Casi me cuesta la vida.
Con estruendo, un montón de cañas de pescar amontonadas a mi lado se vino abajo, empujadas por un par de brazos de color blanco cerúleo. Tras ellos asomó el resto del cuerpo, lívido y espectral de un hombre, de unos cuarenta años, con expresión muerta en sus ojos y con su boca entreabierta. Uno de ellos.
Estaba muy cerca y fue demasiado rápido. Antes de que me diese cuenta, lo tenía encima y todas mis armas estaban demasiado lejos de mi para poder servirme de ayuda. Sus manos como garras me agarraron de un brazo, mientras que con el impulso que llevaba me empujaba hacia atrás. Desequilibrado, trastabillé y me caí de espaldas contra un expositor, arrastrando al engendro en mi caída.
Montando un enorme barullo aterrizamos en el suelo entre un montón de brújulas. Lo tenía totalmente pegado a mí. Había conseguido sujetarle los brazos y con una pierna semiflexionada entre los dos conseguía mantener su boca a cierta distancia de mi cara. Su expresión era absolutamente enloquecida y abría y cerraba la mandíbula dando rabiosos mordiscos al aire. Uno estuvo cerca de arrancarme la nariz. Demasiado cerca. Joder.
Mientras lo sujetaba mi mente pensaba a toda velocidad. El muy cabrón estaba encima mía y pesaba lo suyo. Además, hacía bastante fuerza y no sabía si esas cosas podían llegar a cansarse, pero desde luego, yo sí. Empezaba a notar calambres en los brazos. La situación empezaba a ser desesperada.
Con un último esfuerzo rodé sobre mi cadera hacia la derecha. El cuerpo de ese ser impactó con estruendo contra el pie de un expositor cercano, clavándose una esquina de acero en la base de la espalda. Cualquier ser humano se hubiese retorcido de dolor ante una cosa así pero él no pareció ni notarlo. El muy hijo de puta.
Ahora yacíamos ambos de costado, como dos amantes entrelazados en una cama, pero su actitud no era precisamente sensual. Con el giro, uno de sus brazos había quedado aprisionado debajo de mi cuerpo. Podía notar sus uñas tratando de clavarse en mi piel a través del traje, pero por fortuna el neopreno era demasiado grueso y la posición demasiado forzada como para que pudiera conseguir algo.
Sin embargo, ahora yo tenía un brazo libre. En medio de la confusión la linterna se había caído y apagado, así que estábamos a oscuras. Palpando por encima de mi cabeza empecé a pasar la mano libre por las baldas más cercanas, tratando de encontrar algo, cualquier cosa. A tientas, aferré un objeto cilíndrico y pesado. Haciendo toda la fuerza posible, se lo estampé al ser en la cabeza. No pareció notar nada. Repetí el golpe, una vez y otra, inútilmente. Nada. Ahora sabía que esos hijos de puta no se quedaban inconscientes de un golpe en la cabeza, pero saberlo no me iba a ayudar a salvar la vida en ese momento. Con el último golpe, sin embargo, algo pasó.
Una sustancia líquida, resbaladiza y untuosa empezó a caer sobre mí. Primero pensé que aquel ser estaba sangrando, pero era demasiado pastoso y abundante como para ser sangre. Entonces pensé que quizás me había vomitado encima. El asco que sentí al pensar lo que una de esas cosas podía vomitar me ayudó a sacar fuerzas de flaqueza. Soltando su otro brazo, empujé con mi pierna semiflexionada contra su cuerpo y me separé de él. Con el impulso me deslicé hacia atrás a una velocidad sorprendente, hasta chocar contra otra fila de estanterías.
El golpe que me di en la cabeza me hizo ver las estrellas. Por un momento un millón de puntitos blancos, verdes, rojos y azules bailotearon delante de mis ojos. Resbalando, me incorporé mientras oía a esa cosa caerse a menos de metro y medio de mi. Al apoyarme en el mueble, me di cuenta de que era el mismo donde había apoyado mis cosas. Tanteando desesperadamente busqué mi arma, rezando para que no se hubiese caído al suelo junto con la linterna. Esa cosa, mientras tanto, trataba de levantarse infructuosamente, a mis espaldas.
Gotas de sudor empezaban a resbalar por mi frente. De pronto mis dedos encontraron el familiar tacto de la culata de la Glock. Me giré y aún a oscuras, hice fuego.
El disparo, en el espacio cerrado de la tienda sonó como un cañonazo. Mientras mis oídos pitaban mi mente trataba de asimilar lo que había visto a la luz del fogonazo del primer disparo. Rectificando, apunté al bulto que era esa cosa e hice fuego tres veces seguidas.
El estruendo de los disparos y el olor a pólvora inundaron toda la estancia. El ser, simplemente, dejó de moverse. Jadeando, me agaché buscando a tientas la linterna, con la Glock apuntando a todas partes, mientras mis ojos trataban de penetrar las tinieblas. Cuando la encontré la sacudí y comprobé con satisfacción que no sonaba a roto. Apretando el interruptor, la encendí de nuevo y pude contemplar la escena.
Parecía que un huracán hubiese sacudido ese pasillo. La mitad de los expositores estaban en el suelo, o semivolcados, como producto del forcejeo. El cadáver de esa cosa yacía contra una pared, tumbado, como si estuviera dormido, con un negro y enorme agujero en medio de su frente, por donde manaba sangre sin cesar. El suelo estaba cubierto por una espesa capa de una sustancia oleosa. Desconcertado, me agaché a inspeccionarla y entonces comprendí que había pasado.
El objeto con el que le había golpeado la cabeza era una lata de aceite de motor de barco. Al utilizarla de martillo se había abierto y había derramado todo su contenido sobre nosotros (el supuesto «vómito» que había sentido un momento antes). Gracias a ella al separarme había ido a parar tan lejos, deslizándome. Y también gracias a ella, aquel monstruo había resbalado varias veces, dándome el tiempo suficiente para encontrar mi arma. Repsol me acababa de salvar la vida. No dejaba de resultar irónico.
Estaba empapado de aceite de motor de los pies a la cabeza. Debía ofrecer una imagen un tanto tétrica, de pie, en medio de aquella devastación, untado de una sustancia oscura y viscosa. A medida que la adrenalina dejaba de rugir en mi organismo, caí en la cuenta que seguía vivo de puro azar. Si no hubiese sido por esa lata de aceite y por un disparo afortunado, ahora mismo ese cabrón me estaría merendando o yo sería uno de ellos. Joder. Volvía sentir arcadas. Al menos, no me quedaba nada para vomitar.
Ese debía ser el padre del niño de arriba. Ahora entendía como se había contagiado el pequeño. Su mujer encerró a su marido aquí abajo, en la tienda, cuando vio en lo que se convertía, y escapó arriba, con su pequeño, sin saber que ya estaba sentenciado. Vaya mierda.
La verja estaba echada, y no parecía haber más de esas cosas rondando por aquí abajo. Sin embargo, el estruendo de los disparos había atraído a una pequeña multitud, que agolpada al otro lado de la verja metálica, la aporreaba arrítmicamente.
Ahora tenía tres tareas, asegurar la zona, buscar lo que había ido a buscar y encontrar la manera de escapar de esa puta casa de locos. Y tenía que darme prisa.