16 February 2006 @ 10:13 hrs.

ENTRADA 54

Nunca me ha gustado la lluvia, lo cual en Galicia, donde forma parte del paisaje, es un sentimiento un tanto absurdo. Pero hoy, mientras contemplaba los chaparrones cayendo sobre la pequeña villa marinera de Bueu, he pensado que quizás, en el fondo, no esté tan mal. Incluso puede que me sea útil.

Está cayendo agua de forma torrencial desde hace casi doce horas. Una tormenta de lluvia y viento está azotando en estos momentos todo este tramo de costa. El mar, sacudido y revuelto, presenta un color gris acero ominoso, que normalmente invitaría a la flota a quedarse amarrada a puerto y a sus marineros a tomarse algo caliente en la taberna. Pero ahora no hay flota, ni marineros, por lo menos vivos, que yo sepa.

El Corinto, pese a estar resguardado detrás del espigón del puerto de Bueu, se balanceaba violentamente con los restos de la poderosa tormenta que, desde el exterior llegaba hasta aquí. Las ráfagas de viento sacudían las jarcias y arrastraban auténticas cortinas de lluvia. Los imbornales casi no daban abasto para expulsar toda el agua que se iba acumulando en la cubierta, mientras en tierra, la lluvia hacía que apenas se pudieran divisar los edificios de la orilla. Estar cinco minutos a la intemperie suponía quedar absolutamente empapado. Un tiempo de perros, en definitiva.

Y sin embargo este tiempo me favorecía. El sonido del viento, y de la lluvia taparían cualquier posible ruido que pudiera hacer en tierra. La visibilidad era realmente reducida, mientras esta tromba de agua se estaba desplomando desde el cielo. Creo que en esta ocasión el clima podía ser mi aliado.

Y es que no me quedaba más remedio que bajar a tierra. Necesitaba con urgencia unas cartas marinas. Los fugitivos que asaltaron el Corinto no fueron capaces de llevarse el barco, pero lo registraron a fondo y se llevaron cualquier cosa que encontraron útil, entre ellas las cartas náuticas, que deberían estar en el cajón al lado de la mesa de navegación. Sin ellas, corría el riesgo de chocar con algún bajío o escollera que pudiera haber en la Ría de Vigo. Además, en su precipitada huida trataron de arrancar el GPS empotrado en la consola de mando y lo único que consiguieron fue romper su pantalla de cristal líquido. Ahora estaba absolutamente inservible y yo lo necesitaba. Aunque sólo tuviera que ir costeando hasta Vigo la experiencia de Tambo me había enseñado la lección de que no podía dar nada por seguro. Puede que de ese puerto tuviese que seguir mi camino hacia cualquier otra parte y debía estar preparado para eso.

Además, tenía que reponer las provisiones, en un nivel cada vez más bajo. Yo podría soportar un par de días a media ración, pero Lúculo me miraba indignado cada vez que olisqueaba las magras raciones que le sirvo de comida. No sé qué pensará de todo esto, pero estoy seguro de que más que los sustos, las sacudidas y las mojaduras lo que realmente le molesta a mi pequeño amigo es la catastrófica situación de nuestra despensa. Y no me apetece tener un motín a bordo, aunque sea gatuno.

La verdad sea dicha, está aguantando como un campeón. Y realmente, se lo agradezco. Es la única compañía que tengo desde hace casi un mes y si no fuera por él, con todas esas cosas pululando por todas partes, supongo que estaría a medio camino de perder la cabeza.

Tomada la determinación, solo me quedaba trazar un plan, y la verdad, la perspectiva era realmente aterradora. No conocía el estado de las calles más allá de lo que podía ver desde cubierta. No sabía lo que me podría encontrar al doblar la esquina. Así que el plan se reducía en llegar hasta la orilla, conseguir lo que necesitaba montando el menor jaleo posible y salir de ahí cagando hostias. El resto, habría que irlo improvisando sobre la marcha.

Me puse el neopreno, cogí la Glock con sus dos cargadores y el arpón con sus cuatro virotes de acero. Vacié la mochila en el camarote y con ella colgada a la espalda descendí hasta el chinchorro que se mecía amarrado al lado del Corinto. Este estaba medio anegado con el agua de la lluvia y las salpicaduras de las olas. Haciendo caso omiso a la sensación de frío que me subía por las piernas a medida que me empapaba, empecé a remar cautelosamente hacia la desierta orilla, hacia el muelle.

El agua del puerto, normalmente turbia y aceitosa, presentaba un aspecto extrañamente limpio. Mientras remaba he pensado que es increíble como casi un mes de ausencia humana puede cambiar el entorno. He observado que apenas he podido ver animales estos días, excepto pájaros. Hay cientos de ellos, sobre todo gaviotas. Con un estremecimiento he recordado que las gaviotas, aparte de piscívoras, son carroñeras. Supongo que últimamente no les estará faltando alimento, y sin necesidad de pescarlo. Tiempo de vacas gordas para ellas. Joder.

Finalmente he llegado a los escalones del muelle. Dejando amarrado el chinchorro a un noray he subido silenciosamente por los escalones. Con una breve mirada he contemplado el muelle. Estaba desierto. La tormenta arreciaba en esos momentos. El ruido de la lluvia y del viento silbando por las calles se combinaba con el estruendo de los truenos, que cadenciosamente se marcaban de fondo. Era una tormenta horrible. El viento azotaba mi cara, arrastrando la lluvia a mis ojos. Resultaba imposible ver u oír nada a más de cinco metros. Era perfecto.

Con cautela he cruzado el muelle hasta apoyar la espalda en la lonja del puerto y he asomado la cabeza por la esquina. He visto a dos, un hombre joven y una mujer de edad avanzada. Estaban inmóviles, en medio del paseo, con un aspecto curiosamente desolado. La lluvia chorreaba sobre ellos y les pegaba las ropas al cuerpo. He observado que después de casi un mes de uso y de estar a la intemperie, muchas de las prendas de ropa de esas cosas están empezando a desgastarse. Ahora, tienen un aspecto sumamente inquietante, como salidos de una película de terror.

Como si no lo tuvieran antes. Es que hay que joderse.

Pegado al muro he comenzado a avanzar, con el arpón y la pistola listos. He pasado al lado de ellos, a menos de cuatro metros Y NO ME HAN VISTO. La tormenta, la oscuridad creciente y la lluvia me han ocultado pero sin embargo, de alguna manera, me han sentido, estoy seguro de ello.

Mientras pasaba a su lado, con los nervios tensos como cuerdas de piano, parecen haber salido de su trance. Han empezado a agitarse, inquietos, girándose hacia todas partes, tratando de localizarme. Sus sentidos físicos, tras haber cruzado el umbral de la muerte, parecen estar bastante disminuidos, pero por otra parte parecen haber desarrollado una suerte de percepción propia que les permite «sentir» a los seres vivos. Saben que estoy aquí. Cerca. Muy cerca. Pero no saben exactamente dónde. Pero solo era cuestión de tiempo que me localizasen. Tenía que darme prisa, mucha prisa. Joder.

Deslizándome pegado a las paredes y agachándome ocasionalmente entre los vehículos abandonados en la calzada, he avanzado toda la calle hasta una tienda de productos náuticos que sabía que estaba en la esquina. Ha sido al llegar a ella cuando he sido consciente de dos cosas. La primera, que la tienda tenía la verja echada. Mierda. Joder. Sería imbécil. No lo había pensado. ¿Como cojones iba a subir la verja, sin electricidad y sin la llave?

La segunda cosa era que inadvertidamente, al menos una docena de esas cosas se estaban acercando por la calle hacia mi posición, atraídas por la percepción, de algún modo, de mi presencia.

Necesitaba una solución. Tenía que ser rápido. Súbitamente, lo he visto. Estacionada contra la fachada de la tienda, ubicada en un bajo de una casa cercana al puerto, estaba un furgón de reparto. Gateando por su capó me he subido hasta el techo. Con la lluvia ha sido más difícil de lo que esperaba, y he estado a punto de resbalar un par de veces. Me he puesto histérico, mientras esas cosas que se acercaban. Tenía que trepar. Joder. Joder. ¡¡¡Joder!!!

Por fin he conseguido subir al techo del furgón. Desde ahí, a menos de un metro, estaba el balcón del primer piso, justo encima de la tienda, Jadeando, he cruzado de un salto. Casi resbalando en el musgo del borde, me he dejado caer en su interior. La puerta, cerrada, estaba acristalada. Con la empuñadura de la pistola he roto un vidrio. Me ha dado la sensación de que se oía en todas partes, aunque ha quedado amortiguado por el ruido de la lluvia torrencial.

He entrado en la casa. Ahora estoy en la habitación de piso superior, solo iluminado por la tenue luz que entra por la puertas del balcón.

He oído un ruido abajo. No estoy solo aquí dentro.