ENTRADA 51
Está lloviendo torrencialmente. El cielo matutino es gris, plomizo. Sopla un incómodo viento racheado del norte, que arrastra cortinas de agua contra el plexiglás de los ojos de buey de la camareta del Corinto, mientras éste atraviesa suavemente las ondas de la Ría. Puedo oír el viento silbando entre las jarcias y la lluvia chorreando sobre toda la cubierta. Estoy cómodamente instalado en un camarote, con una taza de humeante café al lado mientras trato de ordenar en mi mente los acontecimientos de las últimas horas y planear mi próximo movimiento. Debe haber un potente temporal ahí fuera, en mar abierto, pues los restos de la resaca están sacudiendo el barco. Mi barco. Mi nueva casa, de momento.
Cuando subí a bordo del Corinto, la pasada noche, el espectáculo que se abría ante mis ojos no era precisamente esperanzador. Alguien había estado a bordo, tratando de hacerse con el velero, y no había podido. Lógico, por otra parte.
Había restos de sangre por toda la cubierta, ya resecos. Asimismo, pedazos de fibra de vidrio y una fea cicatriz en la botavara atestiguaban que en esa cubierta alguien disparó al menos un arma. Me pude imaginar la escena perfectamente. La noche en que cayó el Punto Seguro, mientras miles de esas cosas inundaban en oleadas las líneas de defensa, los civiles refugiados en su interior debieron sentir pánico. Los barcos, amarrados en el puerto, parecían la salida lógica, así que cientos de personas debieron precipitarse hacia ellos. No todos cabían a bordo, por supuesto, así que la ley del más fuerte se hizo presente en los pantalanes. Los restos de pelea eran buena prueba de ello.
La pelea, posiblemente, se extendió a las cubiertas de los barcos, mientras estos desatracaban y salían a navegar, sobrecargados y semihundidos, huyendo de la ciudad condenada. El río debió arrastrar muchos cadáveres ese día. Vaya estampa. Sin embargo, algo salió mal en el Corinto esa aciaga noche, algo que no me resultó evidente hasta que llevé a cabo una más detenida inspección.
El Corinto es un doce metros precioso, afilado, agresivo, producto típico de los astilleros holandeses De Riij, una cuna de pura sangres del mar. La cubierta tiene los acabados en madera de teca y cromados. Una auténtica preciosidad. La distribución interior es amplia y espaciosa, ajustada, como es siempre en este tipo de barcos, pero cómoda. No podía entender porqué esa preciosidad aún estaba amarrada cuando hasta el bote del vigilante del puerto, una vieja barcaza de madera, había desaparecido. Pronto lo comprendí.
Al no estar amarrado en los pantalanes, sino fondeado en la desembocadura del río, el Corinto estaba sujeto al fondo limoso del Lerez por su ancla. Ésta, en vez del corriente cabo de fibra y nylon estaba sujeta por una cadena. Hoy en día casi no se utilizan cadenas de ancla en los veleros, por su peso excesivo, y se suele preferir un tipo de cabo similar a las cuerdas de los escaladores para sujetarlas, ya que su resistencia a la tracción es muy alta con respecto a su peso y volumen.
Sin embargo, el anterior dueño del Corinto debía ser un tipo chapado a la antigua, porque su barco aún usaba cadena para sujetar el ancla. Al pesar más, para jalar el ancla tenía que usar un pequeño motor eléctrico situado junto al escoben de proa, el hueco por donde entraba la cadena a medida que ésta iba siendo recogida. En la noche de locos en que el Punto Seguro cayó, un número indeterminado de personas debió abordar el velero con intención de escapar con él, haciéndose a la mar. Mientras parte de ellos se dedicaba a hacer fuego contra otros fugitivos (y a recibir disparos, tal y como atestiguaban la sangre y los agujeros de bala), alguien trató de levar anclas. Sin embargo, ese alguien no debía tener mucha idea, porque no tuvo en cuenta que el limo del fondo posiblemente tuviese las uñas del ancla profundamente sujetas. En vez de ganar cadena poco a poco, para situarse en su vertical y despegar así el ancla de la succión del fondo, que es la manera correcta de hacerlo, conectó el motor del cabestrante eléctrico a tope desde el principio. Este no pudo sacar el ancla con la cadena en diagonal y se empezó a recalentar hasta que finalmente, se quemó.
Supongo que el tipo que lo manejaba estaba demasiado aterrorizado con todo lo que sucedía a su alrededor como para darse cuenta de que se estaba cargando el cabestrante. Después, fue demasiado tarde. Con el motor quemado era imposible levar el ancla. Alguien trató de cargarse el soporte a hachazos (el hacha y las marcas aún estaban presentes en el escobén de proa), pero lo único que consiguió fue deslaminar parte de la fibra de vidrio. La cadena no podía cortarse y el tiempo se les acababa. Un barco que no podía moverse no valía de nada, así que supongo que lo abandonaron por otro objetivo más útil. Fin de la historia.
Ahora yo estaba en la cubierta del Corinto, pensando en como liberar el ancla del fondo para largarme de ahí antes de que saliese el sol. Tenía que conseguir ese velero a cualquier precio. Podía haber una manera, pero eso implicaba mojarme de nuevo. En fin.
Acomodando a Lúculo en el camarote, tras secarlo un poco, me zambullí de nuevo en las oscuras aguas del Lerez y empecé a nadar hacia el Club Náutico. Una vez allí me dirigí, chorreando agua, hasta la esquina desde donde podía ver el acceso principal. La verja estaba cerrada y podía ver algunos de los monstruos vagando al otro lado, ignorantes de mi presencia aquí. Había huellas de batalla por todas partes. Los supervivientes, antes de huir, debieron cerrar las vallas detrás suya para evitar que esas cosas (o más supervivientes), los molestasen mientras partían. A mí me venía de perlas pues implicaba que, en principio, no me iba a encontrar a ningún muerto andante dentro de las instalaciones.
Mi objetivo era una puerta en la parte inferior del edificio. Incluso sabía donde se escondía la llave de esa puerta. Era el almacén donde se recargaban las botellas de oxígeno. Había estado allí en multitud de ocasiones. Ahora contaba con encontrar al menos un equipo para poder descender al fondo y liberar el pasador del ancla, el punto de unión entre esta y la cadena, el «eslabón débil» por decirlo de algún modo.
La llave estaba debajo de una boya, al lado de la entrada. Con ella abrí la puerta lo más suavemente posible. El cuarto, a oscuras, resultaba aterrador. La escena más absurda de los últimos meses la viví cuando me pareció ver una figura amenazante al fondo y disparé el arpón, solo para descubrir, unos segundos más tarde, que había perforado un traje de buceo colgado de una percha con mi virote. Muy profesional.
En una esquina, cubierto por una lona, estaba el equipo de un monitor de buceo. No era ninguna maravilla, pero tendría que valer. Comprobé el nivel de oxígeno el la botella y el funcionamiento de los reguladores y me lo coloqué a la espalda. Me calcé las aletas y empecé a buscar las gafas, solo para descubrir que no estaban allí. Genial. Tendría que sumergirme en las turbias aguas del río a oscuras y sin gafas, lo que implicaría que tendría que retirar el pasador a tientas. Como no quedaba más remedio, me arrojé al agua y empecé a nadar en dirección al Corinto. Una vez que llegué a la cadena, me sumergí hasta llegar al ancla. El fondo, a unos tres metros y medio, era oscuro como el petróleo. A tientas descubrí que el ancla se había enganchado en unos hierros oxidados que sobresalían del lecho. Por eso el motor se había quemado. Al manipular con paciencia el pasador de cobre, poco a poco se fue aflojando. Cuando ya tenía los dedos entumecidos, súbitamente el pasador se salió por completo. Apenas me dio tiempo a sujetarme a la cadena mientras el Corinto, arrastrado por el reflujo de la marea, se empezó a deslizar por la Ría, en dirección al mar.
Tras trepar por la cadena y desembarazarme del equipo, me sequé por primera vez en horas y lancé el rizón, el ancla pequeña de emergencia, por el escobén de popa. Cuando el barco estuvo asegurado me dirigí tambaleándome al camarote y me derrumbé, agotado, encima de una litera. Creo que he dormido más de doce horas. Ahora, me he levantado, y mientras escribo esto, estoy navegando hacia Tambo. Espero llegar allí en menos de una hora.